Al tocar las campanas de la capilla la plegaría de las ocho, nuestros personajes fueron reuniéndose en el comedor de la hacienda: en una pieza de veinte varas de largo, con una mesa tosca de cedro en el centro, y en cada rincón un enorme escaparate, que llamaban esquinero, lleno de los trastes más caprichosos y singulares de China, que hoy ocuparían un lugar muy distinguido en un castillo de algún lord inglés. La cena estaba puesta: sobre un limpio mantel blanco se ostentaban los platos, las pescaderas, los vasos, los candeleros; todo de plata maciza, limpia y reluciente.
—Decididamente —dijo Arturo, entrando con un semblante en el cual estaba pintado el regocijo—, voy a pedir a Teresa que me haga mayordomo o administrador de la hacienda, en vez de ese animal de mal gesto, que tuvo la barbaridad de desconocer a su ama; y ¡qué ama! la más linda y la más amable de cuantas pueda haber en los contornos. Supongo que no te encelarás, Manuel, de que haga de Teresa los elogios que merece.
—De ninguna suerte —contestó el capitán de muy buen humor—, si pudiera haber en el mundo dos Teresas, de la mejor voluntad te cedería una.
Teresa, poniéndose un poco encarnada, arrimó una silla, e hizo seña a Arturo para que tomase asiento a su lado.
—Pues que la pretensión es tan modesta, y se me proporciona la ocasión de emplear de dependiente a uno de los jóvenes más elegantes de México, queda desde luego en posesión; pero será bueno que sepamos el motivo…
—El motivo… el motivo es bien natural y poderoso —contestó vivamente Arturo—, esta hacienda es una delicia… ni en Baltimore, ni en Londres, he encontrado una colección de muchachas tan bonitas. Verdad es que no son tan blancas, ni tienen sombrero con plumas y chal de cachemira; pero en cambio, ¡qué pies tan pequeños, qué ojos tan negros, y qué formas tan desarrolladas! Ya adivino por qué ese viejo zorro de don Pedro ha vivido tanto tiempo en esta hacienda, ocupado en rezar el rosario. ¡Ya se ve! como el ratón dentro del queso… ¡pero vaya!… que me figuraba yo, como en otros tiempos, estar entre un corrillo de amigos en el café: Teresa va a creer que soy un libertino… pero extraño aquí a nuestro buen padre Anastasio. ¿No ha llegado aún?
—Es verdad —dijo Teresa distraída—, no sé en qué estaba pensando, que no había hecho ni memoria del padre. Enseñando a Manuel la habitación, se ha pasado el tiempo, y yo creía que el padre estaría ya en la hacienda: lo buscaremos.
—No hay que incomodarse, Teresa —dijo Arturo—, yo me encargo de esa comisión: pondré en movimiento la ranchería… pero, oigo ruido de caballos y voces; y no puede ser otro más que el padre, que se dilataría en el camino, rezando como siempre en su breviario, que ya sabrá de memoria.
En esto estaban, cuando se presentaron en el comedor el padre Anastasio y otro personaje.
—Me he dilatado, ¿no es verdad? Tres días de México a San Luis y unas cuantas horas para llegar a la hacienda… ¡Puff! ¡Qué polvo! Buenas noches, Teresita; venga esa mano, Manuel —dijo quitándose el sombrero—. Todo esta listo, y aquí tenéis los documentos necesarios. Ahora voy a quitarme un poco el polvo, y volveré a cenar, pues hace veinte horas que no hago más que tragar polvo. ¡Hola, Joaquín! vivo, dile al administrador que disponga pronto una recámara, y llévame agua y ropa limpia.
El personaje era nada menos que Juan Bolao, que, acostumbrado a los viajes, mientras que nuestros amigos caminaron lentamente por las sierras, él desempeñó su comisión, y regresó por la posta, trayendo consigo libranzas para Manuel y algunas frioleras para Teresa. En cuanto al padre, se presentó con el semblante alegre, pero con señales sangrientas.
—¿Qué desgracia ha sucedido, padre? sentaos, sentaos, por Dios, ¿estáis herido? —dijo Teresa asustada.
—No es gran cosa —contestó el padre Anastasio—, pero si fuera supersticioso y crédulo, diría que Dios ha querido castigar mis faltas… Jamás se ha espantado mi caballo; jamás ha pisado en falso; por el contrario, acostumbrado a los malos caminos, no hay animal tan avisado, ni tan seguro para atravesar por las sierras y barrancas. Venía yo muy ajeno y descuidado, cuando repentinamente se espanta, las manos se le van y los dos rodamos en el voladero que llaman del Ahorcado.
—¡Jesús! —exclamó Teresa tapándose el rostro con las manos.
—Es un positivo milagro veros aquí sano, amigo mío —dijo el capitán.
—Contadnos, contadnos —interrumpió Arturo.
—Seguramente es un milagro —continuó el padre con una voz conmovida—, todavía me veo pendiente de un abismo.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —dijo Teresa—, el padre debe estar herido. Es menester curarlo inmediatamente.
—Nada de eso, nada; estoy perfectamente bien. Unos cuantos araños en la cara con los matorrales y esto es todo. Mi caballo, mi pobre caballo tuvo un momento terrible; pero su brío y su fuerza lo salvaron, y de un brinco logró pararse en mejor terreno, y volver a la vereda. En cuanto a mí, un árbol detuvo mi caída; y aunque con trabajo y riesgo, salí del mal paso; el amor a la vida, mejor dicho, Dios me dio esfuerzo, volví a montar, y sólo, como veis, saqué unos rasguños en la cara. Ya esto pasó, y ahora más bien tenemos todos motivos de alegría.
—¡Bendito sea Dios! —exclamó Teresa—, oyendo el desenlace feliz de tan peligrosa aventura.
—¡Canario! arrobas de polvo tenía en el cuerpo —dijo Bolao entrando e interrumpiendo al cura—, pero ahora ya es otra cosa.
En efecto, se presentaba peinado, aseado, vestido de limpio, con una chaqueta de paño y una lujosa calzonera con botonadura de plata en los costados.
—Señores: tengo mi plan —dijo Teresa—, como he dicho que no conozco en la tierra más familia que ustedes, que me han acompañado en mis desgracias, y que me acompañarán también en la felicidad, quiero desde este momento comenzar a efectuarlo; que venga el administrador —dijo a un criado.
El administrador entró a poco, con el sombrero en la mano y con semblante sumiso.
—Don Jacinto —le dijo Teresa—, como usted es dependiente de don Pedro, y desde mañana nada tendrá que hacer ya don Pedro con mis intereses, sino que el señor capitán será el dueño de todo, esta noche misma queda usted despedido.
El administrador quiso dar algunas disculpas; pero Teresa le interrumpió.
—Nada, nada de cuentas, ni de entrega, ni de inventarios el señor Bolao es desde este momento el administrador y el apoderado, y se ocupará en todo esto más adelante.
—Teresita… —dijo Bolao.
—¿Rehusará usted?… El sueldo que usted quiera, y el poder amplio; supongo que Manuel lo aprobará.
—Tenía pensado el pedirte ese favor; pero sabes que cuando se trata de intereses, prefiero no decir una palabra.
—¡Mal agradecido! —le dijo Teresa en voz baja, y tomándole la mano debajo de la mesa.
A una señal decisiva que hizo Teresa al administrador, éste salió, lanzando una mirada vengativa a Manuel, que no fue observada sino del padre Anastasio.
—Este hombre no tiene buenas intenciones —dijo hablando consigo mismo.
—Ahora que venga el encargado de la tienda.
El encargado de la tienda, que escuchaba en la puerta, apareció al momento con un rostro muy compungido; era un hombre alto, seco, descolorido, de boca muy chiquita, de grandes orejas, y de ojos verdosos; el tipo del usurero de aldea.
—En las pocas horas que he estado aquí, toda esta pobre gente me ha informado, de que en la tienda se hace un comercio con el sudor de su frente; se les paga la raya con boletos, y con estos boletos compran en la tienda los víveres y la ropa cuatro veces más caros que lo que valen. A mí, para ser rica, me bastan la tierra, el aire, el sol, la lluvia, que hacen producir a los campos, y no necesito del precio del trabajo de los jornaleros.
Manuel y Arturo escuchaban asombrados las resoluciones de Teresa; ésta se apresuró a satisfacerlos.
—He tomado el consejo de mi madre, Manuel, y estoy haciendo lo que ella hacía cuando venía a la hacienda, y no lo que ha hecho este hombre, que Dios perdone.
—No mucho —dijo Bolao—, porque lo dejé postrado en cama con un reumatismo que no le deja mover más que los ojos; pero bien hecho, bien hecho, Teresita; este es el modo de portarse, y no como otros ricos, que quitan hasta la camisa a los peones y sirvientes.
—Inmediatamente se recogerán los boletos a toda la gente, y se les pagará en dinero; el señor Bolao verá los libros; y si no hay dinero en la hacienda, nosotros lo buscaremos. Desde este momento la tienda se entregará al viejo Joaquín, y serán para él y sus hijas las utilidades.
El tendero iba a responder; pero Teresa se lo impidió:
—No, nada de cuentas; yo no he venido a hacer cuentas a la hacienda; únicamente quiero, que todos los sirvientes sepan que está con ellos, no su ama, sino su protectora.
Una explosión de vivas, de aplausos y de lloros estalló; como es costumbre, la gente se había ido aglomerando a las puertas y ventanas, y habían escuchado todo; no fue posible contenerla y entró a besar los pies y las manos de Teresa.
—Hijos míos, como mi primer deber es dar buen ejemplo e inspirar el mismo cariño y respeto que aquí todos tenían a mi madre, es menester decirles lo que pasa. Dentro de algunos días, mañana tal vez, me casaré con el señor capitán que está a mi lado; él y no más él, será el dueño de todos mis bienes. El apoderado y administrador es el señor Bolao; y este caballero y este respetable eclesiástico, son nuestros amigos, son de casa, de nuestra familia. Cuando vengan en cualquier ocasión y tiempo, es menester poner a su disposición toda la hacienda, y atenderlos y cuidarlos como a nosotros mismos.
Manuel se sentía un poco humillado con tanta generosidad de Teresa; los dependientes y rancheros prorrumpieron en nuevos aplausos, y las muchachas rollizas y guapas, que habían trastornado la cabeza a Arturo, llevaban a sus ojos la punta de sus rebozos. Mariana, la buena lavandera Mariana, apenas de vez en cuando asomaba su cabeza por la puerta; y cuando se sentía enternecida, continuaba en sus quehaceres, disponiendo las camas, barriendo las recámaras, poniendo ropa y toallas limpias. Riñendo con el administrador y con todo el mundo, había tomado completa posesión de la casa.
Luego que la gente salió, y comenzaron a servir la cena, Teresa, riendo y llena de una sincera alegría, continuó:
—He tenido un momento que hacer el papel de ama; era preciso. Han hecho mil injusticias con estas pobres gentes; pero puesto que ya se puso el remedio, vamos a dar otras disposiciones.
—Me vas a permitir, Teresa, que yo disponga todo.
—No deseo otra cosa; estabas tan callado, que verdaderamente ya me daba pena.
—Ésta es una cena, un banquete de familia, y es menester que todos estemos alegres y contentos. Mira, Arturo, tú que has recorrido ya toda la hacienda, procura unas botellas de buen vino, y una vez que estén aquí, comenzaremos a dar órdenes.
—Mariana debe tener ya todas las llaves —dijo Teresa.
Arturo salió, y a poco vino acompañado de Mariana, y ambos cargando más de ocho botellas llenas de polvo y telarañas.
—Así —dijo Manuel—, sin limpiarlas, porque estas telarañas son los verdaderos blasones del vino. En efecto —añadió, destapando una botella y probando—, este vino debe de tener más de cincuenta años. Ahora podemos comenzar.
—Convenido —dijo Arturo—, comienza, que yo soy tu segundo; si algo se te olvida, me comprometo a completar tus disposiciones.
—Seguramente —dijo el capitán—, todos los que estamos aquí, hemos leído el Quijote; pues bien, Teresa merece más todavía; es necesario que nuestras bodas dejen muy atrás a las del rico Camacho.
—Me has adivinado el pensamiento —dijo Arturo—, pero es indispensable para esto contar con Mariana.
—Se supone —contestó Manuel—, pero procedamos en regla. ¿Qué día es hoy?
—Viernes —respondió el padre.
—Bien, tenemos necesidad de tres o cuatro días para los preparativos. ¿Te parece, Teresa?
—Conforme con todo lo que tú hagas. Escucho con gusto.
—Bebamos de este añejo vino —dijo Manuel, haciendo circular la botella, porque él nos dará mejor consejo.
—Bolao queda comisionado para ir a San Luis mañana en el coche de la hacienda, a contratar músicas, a comprar todo lo que sea necesario, y a disponer unos fuegos artificiales. El padre se encargará del adorno de la capilla, Arturo del de la sala, y de disponer el baile, y Mariana se entenderá con la cocina. Como todo me lo has regalado, Teresa —le dijo el capitán mirándola amorosamente—, vas a ver cómo en dos por tres echo la casa por la ventana; don Pedro se arrancaría los pocos pelos que tiene en la cabeza si viera esto.
Mariana entró en ese momento a avisar, que las recámaras estaban dispuestas y las camas listas, para cuando quisieran retirarse a acostar.
—A propósito, Mariana, te necesitábamos —dijo Manuel—, tú me conoces más que ninguna otra persona, y vas a portarte bien en el encargo que te voy a dar.
Mariana, que ya conocía a Manuel, lo miró y sonrió maliciosamente.
—Se ha de hacer comida para toda la gente del campo durante tres días —contestó Manuel—, cada día se matarán un toro, dos carneros y cincuenta gallinas.
Mariana soltó la carcajada.
—¡Hola! te ríes, ¿por qué? —le preguntó el capitán.
—Porque son más de tres mil personas las que dependen de la hacienda, y no tendríamos ni para empezar.
—Dices bien, muchacha, dices bien; en materia de cocina, no podemos los hombres más que decir disparates; quedas tú facultada extraordinariamente.
Mariana hizo su agradable muequecilla de costumbre, y prometió cumplir su comisión. Dos horas más pasaron en acordar las demás disposiciones, y en esas controversias y disputas agradables de familia, que no tienen en el mundo nada que las iguale, cuando pasan entre personas a quienes unen sincera y estrechamente los brazos de la sangre o de la amistad. Cada uno alegre con las copas del viejo Málaga, y lleno de contento y de pensamientos agradables, se retiró a su recámara; a la media noche el silencio reinaba en la hacienda, y todos dormían con el sueño profundo y tranquilo del cansado caminante, que encuentra un amplio alojamiento, y un lecho mullido y cómodo en que descansar. Dos hombres se aprovecharon del silencio de la noche, y ensillando sus caballos, salieron de la hacienda, y tomaron una vereda que conducía a San Luis por el camino más corto, uno era el administrador, y el otro el tendero.
Tres días después la hacienda presentaba un aspecto de los más interesantes y agradables; en una llanura espaciosa, que estaba detrás de la casa, se formaron enramadas, en cada una de las cuales había una música y un grupo de muchachas y rancheros bailando. El tránsito desde la casa a la capilla estaba regado de hojas de flores, y cubierto con festones formados de vistosos tápalos y mascadas; la capilla llena de gallardetes, de guirnaldas y de flores, e iluminada con hachones de cera, y en el patio de la hacienda, que era cuadrado y muy extenso se improvisaron mesas cubiertas de pavos asados, de guisos de ternera, de frutas y licores. Todos los de la hacienda, y muchos más rancheros de los pueblos cercanos, que habían sido convidados, tenían permiso para ir a almorzar y a comer, y a medida que se acababan los manjares, volvían las mesas a cubrirse. En los costados de la casa, y bajo la dirección de Mariana, se establecieron las cocinas, y continuamente se estaban matando pavos, gallinas, carneros y cerdos para condimentarlos y presentarlos al buen diente de aquellos campesinos, que no hacían más que comer, beber y bailar; en el comedor había también otra mesa cubierta y servida de los más exquisitos manjares. En la noche, después de rezarse el rosario en la capilla y cantarse el Alabado por las cuadrillas de muchachos, el cohetero disponía fuegos artificiales, que se componían de toritos y enormes ruedas de cohetes, y esta diversión duraba hasta las nueve. A esas horas la gente se dirigía a cenar a las mesas, que, como se ha dicho, estaban dispuestas, y en seguida se encendían por todas las enramadas luminarias y hachones de brea, y aquellas músicas lejanas, y el viento que zumbaba entre los bosques de acacias, y aquellas mil figuras que se movían entre el humo y la luz, daban un aspecto el más extraño y singular a estas escenas, que se prolongaban hasta más de la media noche.
Al día siguiente, después de una misa cantada, y en la que tocaban alternativamente las músicas de cuerda y de viento que se habían reunido, seguía el almuerzo y del almuerzo los toros, donde aquella gente atrevida y diestra hacía verdaderamente maravillas en el manejo del caballo y del lazo: en la tarde no había un momento de descanso, sino para hacer fuerzas para seguir en la noche el baile con el mismo brío y entusiasmo que la primera noche. Juan Bolao con cuatro o cinco mozos, recoma todo el campamento, y hacía entrar en su casa y regañaba a los que se excedían en tomar pulque; el padre estaba siempre ocupado con el cuidado de la capilla, Arturo haciendo conquistas en las rancherías, y Manuel y Teresa como los reyes opulentos y felices de aquella corte, gozando con su amor y con la dicha de toda la gente que les rodeaba.
El tercer día era el señalado para el casamiento: muy de madrugada, las campanas de la iglesia repicaban a todo vuelo, y una música despertaba a los novios con sus acentos armoniosos. El padre Anastasio, preocupado con la felicidad de sus amigos, había ya olvidado sus pesares y aun su proyectado viaje a la Tierra Santa, y los esperaba en la iglesia revestido de los ornamentos sagrados.
Manuel, como debe pensarse, no pudo dormir en toda la noche: el cambio de su fortuna y de su situación era tan notable, que casi dudaba de lo que por sus ojos pasaba, y preocupado su pensamiento con las escenas que había tenido con Rugiero, le parecía que ésta sería una de tantas alucinaciones que quedaría disipada y desvanecida con los rayos de la luz del nuevo día. El exceso de su felicidad lo hizo saltar del lecho bien temprano: recorrió el patio, la capilla, el campo y se dirigió a las habitaciones para saber de Mariana si Teresa había despertado y estaba en disposición de pasar a la iglesia, cuando lo encontró un hombre que acababa de apearse de un caballo, cubierto de sudor, y que vestía un traje entre militar y ranchero, que denotaba que pertenecía a esas tropas nacionales que se han llamado algunas veces fieles del Potosí.
—El señor capitán don Manuel T… —preguntó el soldado, quitándose el sombrero y dirigiéndose a Manuel.
—Yo soy, ¿qué se ofrece? —contestó Manuel.
—Este pliego de mi coronel Palacios.
Manuel rompió el sello de lacre y entregó la cubierta al soldado; éste montó a caballo, le prendió las espuelas, y volvió a partir al galope.
Manuel leyó una carta:
Querido capitán:
Aunque hace tiempo que no te acuerdas de mí, yo nunca te he olvidado; en los momentos en que vas a casarte y a ser rico y feliz, te amenaza una gran desgracia. Se dice aquí, que estás formando una reunión numerosa de los rancheros de la hacienda, y armándolos para caer sobre San Luis, que tiene una escasa guarnición.
Interesa mucho que veas personalmente al comandante general: en un galope puedes venir, y regresarás al momento tranquilo para continuar las fiestas y regocijos de tu casamiento. No firmo por no comprometerme, pero el que lleva esta carta, te dirá que es de uno de tus buenos amigos.
—¡Malditos chismes —dijo Manuel, extrujando la carta en sus manos—, pues no me faltaba más sino meterme a conspirador! Bastante fue la falta y tontería que cometí con escuchar al padre de Arturo, y caro me costó. ¡Vayan al diablo!…
Manuel se entraba al comedor para continuar en busca de Mariana, cuando le ocurrió una reflexión.
—Si estos chismes —dijo para sí—, van en aumento, tal vez el comandante general, que es viejo y tonto, tomará una providencia, y se armara un escándalo: Teresa se asustará, y toda la dicha se convertirá en disgusto… no, vale más ir a San Luis; en cuatro palabras todo se aclarará, y yo me volveré tranquilo. Es muy temprano, y mientras que Teresa se viste y se pone hermosa como un ángel, yo voy y vuelvo.
Manuel se puso a pasear de uno a otro extremo del corredor; uno de los mozos se presentó por casualidad en aquel momento.
—Dime, José, ¿qué distancia hay de aquí a San Luis?
—Dos leguas, o poquito más, señor amo.
—Es decir que en hora y media se puede ir y volver.
—Andando recio, señor amo, en una hora.
—Bien; ensilla dos de los mejores caballos, y vuelve en el acto con ellos.
Manuel vio el reloj; no daban todavía la seis de la mañana.
—Yo no quiero tener ninguna inquietud ni zozobra en estos momentos, que debo consagrar a Teresa y a mis amigos. Aclararemos… ésta carta sin firma… aunque creo conocer la letra… ella no es de Palacios, y no estoy tampoco cerciorado de si se halla o no en la plaza de San Luis… Tengo idea de que lo vi en México la última vez… ¡Oh! decididamente, no soy, y esperaremos aquí el resultado.
Como en este momento se presentó José con los dos caballos ensillados, Manuel, sin vacilar ya, ni pensar más, saltó en uno de ellos, y seguido del criado salió a escape por el portillo de la hacienda.
Teresa, desde muy temprano había, como una niña, llamado a Mariana, y comenzando a vestirse y a adornarse con un minucioso esmero. Siempre había sido elegante, aseada, y llevado los trajes con la gracia y donaire de una parisiense, pero en aquella ocasión quería positivamente tener muchos más atractivos que los de su hermoso e interesante rostro. Mariana le había comprado en Tampico los trajes más finos y elegantes, y era una materia de duda y de grave vacilación cuál de todos le sentaba mejor. Por fin, para seguir la costumbre, eligió un vestido de moiré blanco con guarniciones de encaje y de oro, y algunos ramos de azahar en el pecho y en el peinado, completaban el traje de boda.
Luego que acabó de ataviarse, envió a Mariana a que observase si la capilla estaba ya dispuesta, si el cura estaba listo, y si Manuel se disponía a buscarla y a conducirla al altar. Mariana en un cuarto de hora no pareció, y Teresa tuvo que enviar a otra criada de la hacienda en su busca; la misma tardanza y el mismo silencio. Otro recado, enviado con otra tercera criada, dio el mismo resultado, y entonces Teresa, echándose un pañuelón al cuello, se disponía a salir en persona, cuando en la puerta de su recámara se encontró con Arturo.
—¿Qué ha sucedido, Arturo? ¿Dónde está Manuel, que no viene?
—Manuel… Manuel —contestó Arturo algo cortado—, no está en la hacienda; se le ha buscado por todas partes, y sólo he logrado averiguar que hace más de dos horas montó a caballo, y seguido de José, salió a escape por el portillo. Cabalmente venía a informarme de si acaso sabíais algo…
—Nada, no sé absolutamente nada… Arturo, Arturo, vos que me amáis tanto —contestó Teresa con visible agitación, y poniéndose pálida—, buscad a Manuel por todas partes, que ensillen todos los mozos… pero no… vos mismo id… id… ¿pero a dónde, Dios mío?… Si alguna nueva desgracia… Andad, por Dios, Arturo… porque Manuel no podía abandonarme sin algún motivo muy grave.
Teresa casi empujó a Arturo, y detrás de él salió al comedor, a gritar a Martín, a todos los mozos, previniéndoles que ensillaran los caballos, y que buscaran al capitán en todas direcciones.
En momentos toda aquella fiesta y alegría se convirtió en agitación y en alarma: Arturo, Martín y los demás mozos de a caballo, que pudieron reunirse, se repartieron, y unos por los ranchos y otros por los caminos reales salieron en busca del capitán: Teresa se retiró a su recámara seguida de Mariana, que la consolaba, y le infundía esperanzas. Algunas horas antes de la noche regresó Arturo y los demás mozos sin haber logrado más que adquirir noticias vagas e inciertas del rumbo que habían tomado Manuel y su criado José, pero nada podían averiguar en sustancia, ni aun siquiera conjeturar lo que había pasado.
Teresa no quiso quitarse sus vestidos de boda, y pasó la noche ya rezando, ya paseándose de un lado a otro, hasta que a la madrugada siguiente se presentaron Arturo y el padre Anastasio, cubiertos de polvo y cabizbajos, sin atreverse a pronunciar una palabra.
—Nada, ¿no es verdad? —dijo Teresa.
—Nada, Teresa, nada —contestó el padre Anastasio.
—Mi corazón me anunciaba algo de triste y de funesto —exclamó Teresa quitándose los adornos del peinado, y cayendo sin fuerzas en el lecho.
El cura y Arturo acudieron a socorrerla: una tos fuerte sobrevino a Teresa, y retiró su pañuelo con una mancha de sangre.
—¡Ya veis Arturo! ¡Ya veis, padre! —dijo con los ojos llenos de lágrimas—, poco tiempo estaré ya en este mundo; pero moriría contenta si supiese que Manuel está con vida y que me ama.