X. Aurora abandona su casa

Benito entró en la Alameda, y dio varias vueltas; después salió para el paseo de Bucareli, y llegando a la garita de Belén, detuvo los caballos y preguntó:

—Niña, ¿a dónde vamos ahora?

—A donde quieras, continúa andando siempre —le contestó Aurora.

Benito siguió por la calzada de la Piedad hasta que llegó al último puente, y como se disponía a volver por el mismo camino, Aurora sacó la cabeza por la portezuela, y le dijo:

—Vamos a Tacubaya a casa de Florinda.

Benito obedeció, y tomó el camino que su ama le indicaba.

Aurora, durante el tiempo que el cochero gastó en dar vueltas por la Alameda, apenas había podido ordenar sus ideas.

—¡El mundo, el infame mundo! —murmuraba—. Si yo me casara con ese viejo, todo pasaría de otra manera; mi madre se contentaría, y yo gozaría con todos los amantes que me propusiera tener. Bailes, teatros, diversiones, lujo, todo, vendría a rodear mi vida; y yo, aunque casada con un viejo, sería la envidia de las demás mujeres y la reina de la sociedad; pero como me guío por los sentimientos honrados de mi corazón, todo pasa de una manera contraria. Mi madre, mi misma madre me ha arrojado de mi casa, y no ha querido ni escucharme. ¿Dónde iré? Seguramente que no puedo estar toda la noche dando vueltas en las calles; la hora del paseo se aproxima y multitud de gentes conocidas notarán que ni mi rostro, ni mi traje están como de costumbre… pero en fin, fuerza es tomar una determinación… ¿Volver a mi casa?… ni por un momento; mi madre me ha tratado con mucha dureza y con mucha crueldad, y primero pediré limosna en las calles… Don Pedro dice muy bien, que estoy deshonrada, perdida y… soy muy desgraciada…

Aurora, aunque quería hacerse fuerte, no podía; las lágrimas se le salían de los ojos, y a pesar del aire fresco de la tarde, su frente y sus mejillas se quemaban.

—¡Ah, Dios mío! ¿Y Carmela, la pobre Carmela?… Va a llorar mucho, cuando vuelva del colegio y no me encuentre… Es la única criatura que me ama en el mundo; y a ella, a ella debo no estar efectivamente deshonrada… En fin, mañana procuraré que Benito me la traiga; pero ¿a dónde?… ¿a dónde, iré, Dios mío?

En estas reflexiones estaba, cuando le ocurrió dirigirse a Tacubaya a la casa de Florinda, de aquella hermosa y desgraciada mujer, cuya historia refirió Rugiero a nuestro amigo Arturo, al salir de la tertulia a que ambos asistieron a la casa de Aurora. Florinda, después de haber vivido con lujo y concurrido a las mejores reuniones de la ciudad, durante algún tiempo, se retiró repentinamente a una modesta casa de Tacubaya, en donde vivía sola y retirada, mientras que su marido había marchado a Sombrerete a visitar algunas negociaciones de minas que tenía. Como por la narración de Rugiero conocemos algunos de los pormenores de la vida doméstica de Florinda, sólo añadiremos cuatro palabras; Pablo a los dos meses de la escena que pasó en la noche de su casamiento, entró a la alcoba de su mujer, le pasó el brazo por el cuello, y con un tono muy franco y amable le dijo:

—¡Sabes, Florinda que hasta ahora hemos obrado como unos chicuelos! Eso de ser casados, y de vivir cada uno en su recámara, y de no hablarse sino algunas palabras cada tres o cuatro días, es seguramente no sólo molesto, sino ridículo; con que olvidemos lo pasado, y vivamos en armonía y en paz.

Florinda, sea por esa ligereza de carácter propio de las mujeres, sea porque consideraba que en la situación en que se hallaba no tenía otro remedio, opuso una resistencia muy débil, y concluyó por hacer las paces con Pablo, sin devolverle el cariño y estimación que le había tenido, porque esos sentimientos son bien difíciles de volver limpios y puros, una vez que por cualquier motivo han sido arrancados del corazón.

Al día siguiente Pablo presentó a su mujer el protocolo de un escribano, para que firmase un poder amplio, que estaba ya extendido en su favor, y no habiendo opuesto dificultad alguna en otorgarlo, quedó en consecuencia autorizado para el manejo de los bienes.

A los nueve meses, un niño, a quien, como de costumbre, se puso el nombre de Pablito, vino a avivar un poco las frías e insípidas relaciones de este matrimonio; Florinda por primera vez en su vida tuvo en quien colocar dignamente el amor de su corazón, y estaba materialmente encantada con el niño, que era de ojos azules, de cabellitos de oro, e inteligente y risueño, a pesar de su poca edad. Aurora había conservado relaciones íntimas con Florinda; no pasaba una semana sin que se visitaran, y estas visitas eran siempre para hacerse mutuas confidencias, y contarse cuanto tenían de interesante en su vida de mujeres, que entre las atenciones domésticas y las penas amorosas, dividen todo interés y todo el drama de su existencia. Aurora, sin embargo, había reservado las visitas nocturnas del almibarado don Francisco; y Florinda le había también ocultado, por su parte, que día por día iba disminuyendo, no solamente el lujo con que había vivido, sino aun las comodidades más indispensables; Florinda temblaba, no por ella sino por el porvenir de su hijo.

Con efecto, Pablo desde que obtuvo el poder de su mujer imaginó, no sólo manejar los bienes, sino aumentar los negocios que no eran de juego, y lleno de ilusiones y falto de experiencia, emprendió primero el descuento de letras, después el beneficio de haciendas de azúcar, después las minas, las minas, que son una fuente de riqueza para los afortunados, pero una ruina positiva para los más. Cada día se anunciaba que la veta se iba a cortar, y cada semana, en vez de que esto sucediera, aparecían nuevos veneros de agua. Pablo, para acudir a estos gastos, pedía dinero a premio, giraba libranzas y otorgaba escrituras de hipoteca, hasta que finalmente se encontró sin tener que hipotecar y sin que en la plaza se negociasen sus libranzas, ni con seis por ciento de premio al mes; su único capital consistía ya en una mina en borrasca. Florinda había naturalmente notado la escasez de dinero; pero prudente y delicada, jamás había querido hablar una palabra a su marido; cuando tomaba a su hijo en brazos, lo estrechaba contra su corazón, diciéndole:

—Eres pobre, muy pobre, hijo mío, y no sé cuál será tu suerte.

En este estado se hallaban los asuntos de las dos amigas; y Aurora no cesaba de cavilar, cuando hizo alto en la puerta de la casa de Florinda el elegante carruaje de aquella.

Florinda, en cuanto oyó el ruido, dejó a su hijo en la cuna, salió a la puerta del zaguán y tendió los brazos a su amiga.

—Aurora, hija mía, tú tienes algo, estás muy demudada… tú has llorado, tú has sufrido mucho…

—Mucho, mucho… pero déjame decir dos palabras a Benito. Mira Benito, vuélvete a casa, pero no digas que me has traído aquí, ¿lo entiendes?

—Entonces, niña —preguntó Benito—, ¿qué haré?

—Di que me has dejado en casa de Apolonia, en donde quieras, pero menos aquí… ¿Me lo prometes?

Benito que no solamente respetaba, sino que quería entrañablemente a su ama, prometió todo lo que quiso Aurora, y tronando el látigo, se dirigió a todo trote a México.

—Entra, entra por Dios —dijo Florinda a Aurora—, porque creo que si no te hago alguna medicina, te vas a morir.

Aurora se dejó conducir casi en brazos de su amiga, la cual la llevó a su recámara, y la acostó en su mismo lecho, dándole a oler un pomito de sal-vinagre y obligándola a que tomase algunas gotas de éter.

—¿Y tu marido? —preguntó Aurora.

—No hay cuidado de que nos interrumpa: está en las maldecidas minas, y no puedo saber ni cuándo vendrá. Cuéntame, pues, lo que te haya sucedido, que yo a mi vez tengo también que contarte mis pesares; pero antes mira a mi hijo, que está hermoso como un serafín.

Florinda tomó al niño de la cuna, y ella y Aurora lo llenaron de caricias, y la madre, depositándolo de nuevo donde estaba, volvió al lado de la cama, dio un beso a Aurora en los labios, y le dijo:

—Vamos, no llores, no llores, porque entonces ni tú podrás contarme lo que te ha sucedido, ni yo consolarte.

Aurora se serenó un poco, y refirió a su amiga lo que le había pasado.

Mi casa, mi persona, todo está a tu disposición: no tendrán comodidades, porque yo, aunque no lo sé, sospecho que soy ya pobre, y si tus propias penas te lo permiten, te contaré las mías, y verás entonces que quizá soy más desgraciada que tú.

Florinda comenzó a referir los pormenores de su vida doméstica con Pablo, y la ruina de sus intereses; pero Aurora no acabó sin duda de escuchar a su amiga, porque ardía en calentura hasta el punto de delirar: Florinda le prodigó cuantas atenciones caseras fueron posibles, y pasó la noche en vela, dividiendo su cuidado entre su hijo y su amiga. Ya de madrugada, el sueño vino a hacer olvidar por un momento las desgracias y la enfermedad, y Aurora se quedó dormida en el lecho y Florinda en la alfombra con su hijo en los brazos.

Al día siguiente, ya tarde, despertó Aurora: la calentura había disminuido, pero le quedaba una palidez y un cansancio mortales, y creyéndose en su casa, llamó a Carmela, que, como se ha visto, dormía siempre en su propia recámara.

Florinda creyó que deliraba todavía, y levantándose de puntillas, se acercó al lecho, y casi tuvo miedo de lo desencajado y pálido de la fisonomía de su amiga. Con el buen juicio y talento que poseía, le hizo muchas reflexiones a ésta, cuando ya encontró que estaba más tranquila, que había pasado el fuerte ataque que tantos y tan repentinos disgustos produjeron en su sistema nervioso; pero todo fue en vano, pues se rehusó obstinadamente a volver a su casa, a no ser que su mamá viniese por ella y la contentase.

La señora, por su parte, luego que le pasó la violenta tos, procuró informarse de lo que había sucedido con Aurora: los criados le dijeron que había salido en coche; y, en efecto, cerca de las ocho de la noche regresó Benito con los caballos fatigados y sudando, y el carruaje vacío. En vano fueron las promesas y las amenazas: Benito no dijo dónde había dejado a la niña; pero la señora, alarmada al principio, se tranquilizó, teniendo por cierto, en vista de la hora en que había regresado Benito, que su hija estaría en Tacubaya: sin embargo, cerrando su corazón a la ternura maternal, y no queriendo rebajar en un grado su orgullo y autoridad, rehusó solicitar y ver a su hija, por más ruegos que le hicieron todas las criadas. Era una cuestión de amor propio entre madre e hija: las dos eran caprichosas y orgullosas; y aunque a las dos perjudicaba la imprudencia de su conducta, ninguna quería ser la primera en ceder. Sólo Carmela lloraba sin cesar todos los días; no comía, sino apenas lo necesario para no morirse; rogaba que la llevasen siquiera un momento a ver a su adorada Aurora, y sufría los malos tratamientos de la señora, que desfogaba en la inocente criatura todo su mal humor y toda la dureza de su carácter. Así, en un momento desaparecieron la calma, la alegría y la tranquilidad de una de las familias que el mundo juzgaba más felices.

Don Pedro, durante una semana, aunque se informó por los criados de lo ocurrido, consideró prudente dejar que la nube se disipase; pero expirado este término, siempre con su aire compungido, se presentó acompañado del confesor de Teresa, de quien hemos dicho que era un hombre estricto y severo, y además de poca prudencia y de ningún mundo, para poder dirigir con acierto a los pecadores por en medio de este encrespado golfo de pasiones. Tutor y sacerdote consolaron cuanto pudieron a la señora, que, perdiendo en el momento que la mentaban a su hija su carácter severo, recobraba su ternura de madre, y rogaba que a toda costa le trajeran a su hija, prometiendo perdonarla, y no volverle a mentar palabra de lo acaecido.

Don Pedro prometió que todas las cosas se compondrían, y que él conduciría al confesor a la casa de Florinda, don de ya sabían que positivamente se hallaba la muchacha.

En consecuencia, un día el menos pensado, y cuando Aurora se disponía a enviar al colegio una orden terminante para que la maestra misma condujese a Carmela a Tacubaya, paró en la puerta un modesto coche del sitio: el eclesiástico descendió de él, y don Pedro, que en el fondo tenía miedo a la muchacha, se fue entre tanto a la huerta de Torres Torija, que entonces era la más mentada de las de Tacubaya.

Apenas Aurora vio al confesor, cuando adivinó el desagradable rato que debía pasar, y se resolvió a no ceder, a no humillarse, y a no dar satisfacción de ningún género. Como hemos visto, la muchacha era inocente, y su delicadeza y su conciencia misma se ofendían de que la creyesen culpable. Así, elegante como si fuese a una tertulia, con la frente serena, conduciendo de la mano a Florinda, salió al salón, saludó fría y secamente al padre y le indicó el lugar mejor del sofá para que tomase asiento.

El padre Martín, que así se llamaba el confesor, estaba por su parte mal prevenido, tanto por los informes de don Pedro, que cuanto pudo exageró las faltas de la joven, cuanto porque ésta, ni había en muchas semanas ocurrido a confesarse, ni lo había llamado en los momentos supremos de su aflicción. El padre, que como todo hijo de Adán, tenía su buena dosis de amor propio, estaba ofendido de que fuese don Pedro y no Aurora quien hubiese ocurrido a solicitar su mediación y consejos: así, con estos malos antecedentes de una y otra parte, comenzó la conferencia.

El padre Martín era un hombre de más de cincuenta y cinco años, pálido, de mejillas hundidas y con dos grandes juanetes, que sobresalían en su rostro; sus narices largas y afiladas, y sus ojos pequeños lanzaban una mirada fija y penetrante: conservaba aún la mayor parte de su dentadura, y tenía la barba y el pelo entrecano. Sentóse, arrugando el entrecejo, y mirando fijamente a Aurora; sacó un pañuelo paliacate azul, se sonó estrepitosamente tres veces, oprimió sus narices hasta ponerlas rojas, dobló cuidadosamente su pañuelo en forma de librito, tosió, y más bien gruñendo que hablando, dijo:

—Tenemos que hablar a solas.

—Como me sospecho el objeto de la conferencia, Florinda puede escucharla: todo lo sabe.

—Como quieras —continuó el padre—, pero lo que tal vez no sabe es, que tú eres una hija desobediente, que has faltado a tu madre, y así, es menester que te arrepientas, que vuelvas a tu casa, y que le pidas perdón. Conque vamos, yo te conduciré, el coche nos espera en la puerta.

—Yo no he faltado a mi madre, ni a nadie, y no voy a mi casa —contestó Aurora.

El padre hizo un movimiento de cólera, y quiso levantarse del asiento: Aurora, por su parte, hizo lo mismo, demostrando que estaba pronta a despedirse del confesor y a cortar la conferencia.

—¿Conque es decir que te rebelas; que ni mi autoridad, ni la de tu mamá, bastan para traerte al buen camino? ¿Conque, es decir, que quieres sacrificar, no sólo tu reputación que has perdido en el mundo, sino también tu alma en la otra vida?

El padre, imprudente, lo mismo que don Pedro y lo mismo que la señora, habían herido en lo más delicado el honor de la muchacha, que era de esas naturalezas que podrían ceder al ruego y al amor, pero indomables cuando se les trata con rigor, y con esa brusca autoridad que ejercen los que se creen superiores por su edad y por su carácter social.

—¡Padre, yo no me rebelo, ni desobedezco a nadie —contestó la muchacha con los ojos cuajados de lágrimas—, lo que no tolero, es que todo el mundo tenga derecho de dirigirme insultos; y las cosas están ya en un punto que, o me volverán loca, o me obligarán a hacer lo que nunca he hecho ni he pensado hacer, es decir, a abandonar el pudor de mi educación y de mí sexo, y a no hacer caso de nada, ni de nadie!

La muchacha se dio un sentón en la silla, y recogió con cólera los pliegues de su vestido, cubriendo un pie pequeño calzado con un zapato de seda verde oscuro.

—¡Hola! ¡Hola! —dijo el padre—, ¿conque te rebelas, no sólo contra tu madre y contra tu director espiritual, sino también contra Dios? Satanás te inspira ese orgullo y esa soberbia loca, pero como él, caerás en el fango, en el desprecio, ¿qué digo? en las llamas eternas.

—Esto es mucho sufrir —dijo Aurora llorando—. ¿Yo rebelarme contra Dios? Ni por mal pensamiento: me rebelo contra la injusticia del mundo, contra los que me ultrajan. Parece que por todas partes no tengo más que enemigos.

Florinda, enternecida, se acercó, e hizo que Aurora reclinase en su seno su linda cabeza, y queriendo mediar entre el padre y su amiga, dijo:

—Es menester tratarla con más dulzura: ella es una criatura muy sensible y muy delicada, y cualquiera palabra fuerte, la exalta, y ya…

—Señora —dijo el padre, nada tiene usted que hacer en este asunto, ni debe mezclarse en una conversación que usted, como todas las mujeres, que por lo común son tontas y vulgares, no puede entender. Si ha de continuar usted interrumpiéndonos, vale más que nos deje solos… y quizá, quizá, habrá usted tenido alguna parte en que esta niña, que siempre había sido dócil y buena, haya abandonado su casa y dado tal escándalo.

Florinda se puso nácar como una granada, bajó los ojos, y no pudo responder ni una palabra.

Aurora se levantó precipitadamente, arrojó al padre una mida resuelta, y tomando del brazo a su amiga, se dirigía para la recámara. El padre Martín vio que se escapaba la oveja, y quizá podría descarriarse definitivamente, y tuvo que cambiar de tono y de maneras.

—Mira, hija mía, ten calma y paciencia, y disculpa mi carácter: ya lo conoces, es severo, duro quizá, pero en el fondo yo no deseo más que tu bien y tu felicidad. Y usted, Señora, disculpe mi reprimenda; he sido injusto… pero hablaremos con calma, y usted me ayudará a convencer Aurora.

Las dos muchachas, en cuanto oyeron estas palabras, dichas con cuanta dulzura permitía la voz áspera del padre Martín, volvieron a sus asientos con la mayor docilidad.

—Vamos, Aurora, es menester que reconozcas tu falta, y que tomes una determinación. Supongamos que tu mamá ha sido severa e injusta contigo; pero al fin, tú eres su hija, y debes sufrirla y obedecerla.

—Nunca he pensado hacer lo contrario —respondió Aurora ya con más calma—, pero cuando me ha arrojado de su casa, cuando no ha querido escucharme, ¿qué otro recurso me quedaba?

—Bien; veo que eres la misma muchacha dócil y buena, cuya conciencia he dirigido en otro tiempo, y digo en otro tiempo, porque hace semanas, qué digo semanas, meses, que no me vas a ver. Vamos, ¿porqué no te has confesado?

Aurora bajó los ojos.

—Ya, ya arreglaremos eso más tarde; ahora el asunto principal que me trae, no es escudriñar tu conciencia, eso lo haremos en el santo tribunal de la penitencia: por ahora lo que importa es fortificarte en la resolución que alguna vez habías tenido y sobre la cual yo mismo te había aconsejado que reflexionases mucho, ésta me parece la mejor oportunidad. Tú estás triste, disgustada del mundo, calumniada quizá injustamente de la sociedad, ¿qué mejor puerto de salvamento puede presentársete, que la paz y el retiro de un claustro? Allí ni murmuraciones, ni odios, ni envidia, ni deseos mundanos. Recuerda lo que decía el santo rey Salomón: vanidad de vanidades. ¿De qué te sirven los trajes de seda, los anillos de brillantes, los carruajes espléndidos, si no tienes el corazón tranquilo? Hoy mismo estás experimentando la verdad de todo lo que te digo. ¿Dónde están tus amantes, dónde tus amigas, dónde todo ese círculo de aduladores que te ha rodeado? Llorando fuera de tu casa, con tu pobre madre apesarada y enferma, no tienes más que remordimientos y vacío en el corazón…

Aurora, terrible cuando se la trataba mal, era humilde y dócil como una paloma, cuando se le hablaba al corazón. Así el lenguaje del padre Martín, que estaba tan en armonía con sus propios sentimientos, le hizo una impresión profunda, y bajando la cabeza, escuchaba, y dos hilos de lágrimas caían de sus ojos. Ella había concebido de pronto y en medio de su despecho la idea de entrar en un convento; pero cuando reflexionaba que tenía que dejarse cortar las trenzas abundantes y blondas de su cabello, que abandonar sus vistosos trajes de seda y de crespón, que encerrarse entre cuatro paredes, sin volver a ver ni los árboles frondosos de la Alameda, ni los jardines de Chapultepec, ni las calles de Plateros, San Francisco y Santa Clara, tan llenas de animación y de vida, su energía cedía ante estas consideraciones, y cambiaba de plan y de propósito y se apoyaba hasta en los mismos consejos de don Pedro, que le había dicho reflexiones muy oportunas.

Esto pensaba rápidamente mientras hablaba el padre Martín, e iba a contestarle que la dejara una o dos semanas en casa de Florinda para tomar una resolución, cuando se escuchó el ruido de un carruaje: era un tilburí color de venturina, tirado por dos grandes caballos prietos gobernados por un negro.

Florinda se asomó a la ventana, y volviendo agitada, dijo:

—¡Es Rugiero, el señor Rugiero, que sin duda ha llegado de algún viaje, porque hace mucho tiempo que no venía…! ¡Qué contratiempo! todo esto está en el mayor desorden, y nosotras llorosas. ¿Qué va a decir?

—Sí, sí, corre, introdúcelo por el corredor —dijo Aurora a Florinda—, y platícale; dile que estoy de visita aquí, pero que estoy mala… no quiero verlo, no quiero que me vea llorando y con el padre… Todo el mundo sabrá en México mañana… pero ve pronto.

Florinda corrió, en efecto, a la puerta; pero fue imposible contener a Rugiero, porque haciendo cortesías y con sus guantes puestos y vestido todo de gris, con una correcta elegancia, se presentó en medio de la sala y paseó rápidamente por los circunstantes su mirada indagadora.

—¡Qué imprudente! —dijo sonriendo—, sin duda he interrumpido alguna conferencia importante; pero encontré todas las puertas abiertas y me tomé la libertad de penetrar basta el salón. Tenía tantas ganas de abrazar a Florinda, que no pude contenerme, y esto me disculpará.

Florinda, en vez de tratar de llevar a Rugiero a otra pieza, no pudo menos que abrazarlo amistosamente.

—¡Hola, padre Martín! ¿Con que también está usted por acá en conferencia con las muchachas? Es la lucha continua: ustedes los padres queriendo llevarse a las ovejas con el miedo, y el diablo descamándolas con el amor… Déme usted esa mano.

El padre Martín, que era grande amigo de Rugiero se levantó y le estrechó la mano.

—No, no es cosa de importancia, señor Rugiero: esta niña ha tenido uno de esos disgustos frecuentes en las casas, y se trata de calmar, de calmar; esto es todo.

—Ya sabía yo que estaba por acá la hermosa Aurora. Como era natural, después de haber llegado a México pasé a presentar mis respetos a mi señora doña Micaela, y la encontré muy afligida: me lo ha contado todo, y me agrega que quizá no volverá a ver a esta niña, porque está decidida a entrar en un convento.

Aurora, el padre y Florinda se miraron espantados.

—No hay que asombrarse de eso: una madre cuando está afligida necesita desahogarse y contar sus penas, y como por otra parte, la señora me honra con su confianza, no es nada extraño… Vamos, no hay que ruborizarse, Aurorita, son aventurillas amorosas y pesares del corazón que se curan… Pero bueno será que por el momento platiquemos de otras cosas. Tengo ya ganas —continuó dirigiéndose al padre—, de que disputemos algo sobre teología; pero como tal conversación no es la más divertida para las niñas, procuraremos tratar otra materia, para disipar los pesares de Aurora, que parece ha llorado.

—No, no —dijo Aurora mortificada—, no es nada, me acordaba de mi madre y de lo mucho que me costará dejarla, si por fin me resuelvo a entrar al convento.

—Ah, ¿con que por fin está resuelta a entrar en el convento? —preguntó Rugiero.

—De eso hablábamos —replicó Aurora sonriendo tristemente—, pero aun no estoy decidida y necesito pensarlo.

—Bien hecho —contestó Rugiero—, y es menester meditarlo mucho: el padre Martín será de mi misma opinión.

—Así se lo acabo de decir, ¿no es cierto, señorita?

Florinda, queriendo desviar la conversación a otro asunto, preguntó a Rugiero de dónde venía.

—De muy lejanas tierras —contestó—: He estado en Veracruz, en La Habana, en Orleans, en San Luis Potosí, en Tamaulipas, en Guanajuato… qué sé yo… He caminado a pie, a caballo, en coche, en diligencia, en buque de vela y en barco de vapor: dos veces se me ha volcado el carruaje, tres veces ha tropezado el caballo conmigo y dos veces he naufragado… por más señas que en la última nada faltó para que perecieran conmigo personas que ustedes conocen y a las cuales profesan mucha estimación, particularmente la niña Aurora, que a pesar de lo compungida que está con los elocuentes discursos de mi buen amigo el padre Martín, las recordará con gusto.

—¡Es posible! —dijo Florinda—, ¿y nada ha sucedido a usted, ni con las caídas del carruaje, ni con los tropezones del caballo, ni con los naufragios?

—Nada; a mí nunca me sucede nada —dijo Rugiero sonriendo—, muy feliz sería yo si me sucediera, porque era señal de que alguna vez podía morirme, y ya he platicado diversas ocasiones con este virtuoso sacerdote sobre mi inmortalidad.

—Sí, sí —dijo el padre desarrugando un poco el ceño—, el señor Rugiero cree que porque ha pasado de los cuarenta años sin tener enfermedades, ni pesares, y se conserva como ustedes lo ven, fresco y joven todavía, no ha de morir nunca. Se engaña, se engaña, porque esa es una sentencia que pesa sobre todo el género humano, y por eso debemos despreciar las vanidades de una vida que al fin dura tan poco… Pero dejando a un lado la broma, me alegro de que no haya tenido contratiempo notable en sus viajes. Yo soy hombre agradecido, y siempre recordaré que este señor Rugiero me sacó del canal de San Lázaro, donde me habría ahogado, a no ser por su oportuno auxilio: iba yo a confesar a un amigo a quien acometió una grave enfermedad en el Peñón Viejo; las mulas se espantaron, el carruaje volcó y yo caí en el canal, sin poderme desenredar de mi manteo, en el cual, a causa del frío me había yo envuelto, Repentinamente una mano fuerte asió mi brazo y me sacó fuera, cuando sin poderlo evitar me hundía; salí y vi a un caballero en una carretela con un par de caballos negros con unos ojos colorados como de fuego y unas narices abiertas, por donde arrojaban columnas de humo. Me parecieron los caballos del diablo, y tuve miedo; pero el caballero era tan atento y cortés, que no pude menos, en medio de mí susto, de estrecharle la mano.

—El caballero está presente, y los caballos y el cochero están en la puerta —respondió graciosamente Rugiero—: Esa tarde fui a comprar a Pepe Elías Fagoaga unas quinientas mulas, y regresaba yo, cuando observé un carruaje que había volcado en el canal. Lo demás lo ha referido el padre con exactitud, habiéndose olvidado de decir que lo recogí en mi carretela, que troné el látigo, y que en diez minutos lo conduje a la puerta del Oratorio de la Profesa.

Aurora durante esta narración había estado preocupada, pensando en quiénes serían las personas que estuvieron a punto de perecer en el naufragio que refería Rugiero. Involuntariamente se le venía a la memoria el nombre de Arturo, pero no se atrevía a preguntar, hasta que por fin se decidió, dirigiéndose a Rugiero.

—¿Podríamos saber quiénes eran las personas que estuvieron a pique de ahogarse en el naufragio?

—¡Ah!, ya sabía yo que me lo habían de preguntar. Ningún inconveniente tengo en decirlo; eran el capitán Manuel y Arturo.

Aurora se puso pálida, y casi involuntariamente prosiguió:

—¿Pero ninguno pereció?

—Ninguno.

—¡Gracias a Dios!

—Es una buena pieza por cierto ese Arturo: durante el naufragio tuvo su miedo, pero a las dos horas de haber desembarcado, reía, y cantaba y charlaba con las muchachas, como de costumbre.

Aurora se quedó pensativa, mejor dicho, celosa: la idea del olvido completo de Arturo era para ella más terrible que la aventura de Francisco, que el enojo de su mamá y que los altercados con el confesor.

Rugiero sin duda penetró el pensamiento de la muchacha, y se apresuró a echar alguna poca más de hiel en aquella alma lastimada y abatida.

—No hay que ponerse triste, Aurorita; todo se pasa y se borra con el tiempo, que es el mejor médico de las heridas del alma: Arturo, a mi me consta y yo puedo dar testimonio de ello, habría dado su vida por ser el esposo de usted; pero jamás se atrevió a formalizar nada, porque usted era rica y llena del orgullo que con justo título dan la hermosura y la juventud, y el pobre muchacho, lleno de pesares domésticos, de desgracias y de sinsabores, se echó a andar por esos mundos de Dios, viviendo a expensas de su amigo el capitán.

—No, no es eso, señor Rugiero —contestó Aurora animándose por grados—, sino que los hombres no sé qué empeño tienen en hacer, ya por un lado, ya por otro, desgraciadas a las mujeres. Arturo, es verdad que jamás me dijo más de lo que puede llamarse cumplimientos; pero si él tenía las intenciones honradas que usted dice, podía haberse dirigido a mi madre. En cuanto al dinero, no puedo creer sino que es un pretexto ridículo; aunque es verdad que su padre se declaró en quiebra, quedaron, sin embargo, en la casa muy buenas alhajas, y por cierto que yo tengo un aderezo de esmeraldas idéntico al que muchas veces vi a la madre de Arturo: el caso es que Arturo nunca ha pensado en mí.

—Pues yo puedo asegurar que ha pensado, y mucho, en usted —respondió Rugiero—, pero también puedo decir, porque me consta, que hoy ya no piensa. ¿Cree usted que sabiendo que iba yo de México, ni siquiera me preguntara por tantas y tantas personas por quienes él en otro tiempo se interesaba?… ya se ve, según me dijeron, estaba para casarse con una guapa muchacha que se llama Pepa.

Aurora fingió que tosía, para que no conocieran sus emociones, y procurando dar a su voz trémula un aire de indiferencia, dijo a Rugiero:

—¿Y en dónde dejó usted a Arturo?

—En Tampico, muy alegre y muy contento.

Aurora calló, bajó los ojos, y no volvió a hablar ni una palabra.

—Vamos, no quería yo hablar de teología, porque no se durmieran estas niñas; pero hablando de amores, mi venerable amigo el padre Martín está ya bostezando. Para todos los padres el amor debería ser tan inteligible, como para una niña la teología, ¿no es verdad?

El padre Martín, que no recibió bien la chanza de Rugiero, frunció, como lo tenía de costumbre, el entrecejo, y no contestó nada.

—Señoritas, he cumplido mis deberes de caballero, teniendo la honra de saludar a ustedes, y el grato placer de haberlas encontrado con salud y alegría.

Rugiero cargó el acento en esta palabra, y Florinda y Aurora se miraron tristemente.

—Florinda, sé que el amigo Pablo está en sus minas de Sombrerete: quiera Dios que vuelva pronto; pero mucho temo que dilate. Conque, mis señoras, estoy a sus pies; y a usted, padre Martín, le deseo que salga bien de su conferencia, y que no dé otro vuelco en el canal, porque no siempre el diablo estará de humor de sacarlo de un pantano.

Rugiero sonrió, estrechó la mano a las muchachas y al padre, hizo con muy buen estilo dos caravanas, y salió. Casi al mismo tiempo se oyó el chasquido del látigo, el gruñido del negro cochero, que gritaba a los caballos prietos y el ruido de la carretela que como una pluma arrebatada por el viento, desapareció entre una nube de polvo.

Apenas se había marchado Rugiero, cuando Aurora, dirigiéndose al padre Martín, le dijo:

—Mientras que se han platicado esas cosas frívolas de amor, yo he reflexionado profundamente, y he tomado ya mi resolución… Entraré en un convento.

—Ven, hija mía, deja que te abrace —exclamó el eclesiástico levantándose del asiento, y llenándose de júbilo por el triunfo que acababa de obtener—: Ven, hija mía —continuó—; al fin mis palabras han llegado a tu corazón, y vas a entrar en la senda de la verdadera felicidad. ¿Pero no habrá ya ninguna variación?

—Ninguna, absolutamente; repito que estoy resuelta.

—¡Bendito sea Dios —exclamó el sacerdote—, que me ha concedido el ganar una alma para el cielo!

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