Eran las primeras horas de la mañana: los rayos de la aurora apenas teñían de rosa y oro el horizonte; los pájaros cantaban gozosos, volando de rama en rama, y toda la naturaleza, al despertar, comenzaba a llenarse de animación y de vida, cuando nuestros amigos, como volviendo en sí de un largo desmayo, se desperezaron, se restregaron los ojos, y empezaron a mirarse asombrados. Las velas estaban ya acabándose; las tazas de té vacías, y el agua hervía en la ponchera, como si la acabasen de quitar de la lumbre.
—No puedo explicar —dijo Arturo—, lo que por mí ha pasado.
—¡Cómo! ¿Pues qué horas son? —preguntó el capitán sobresaltado.
—Seguramente las cinco y media de la mañana: el sol que se levanta, y el ambiente fresco lo dicen bien claro —respondió Valentín.
—¡Conque es decir, que yo no he visto a Teresa desde que nos separamos, ni he sabido si vive, o si muere! ¡Oh! esto es increíble: me proponía, luego que fuese de noche pasar a la casa de Mariana…
—No sé —dijo Arturo—, pero se me figura que no hemos salido de aquí, y que hemos escuchado de boca de Rugiero historias y cuentos fabulosos como los de las Mil y Una Noches.
—Recuerdo —dijo Valentín, poniéndose la mano en la frente—, que cuando entré, Rugiero pidió que le sirvieran té; luego comenzó a platicar, y después… después… imposible… no sé si salí de aquí, y volví a entrar o permanecí; el caso es que un pesado sueño se apoderó de mis párpados, y sólo el gorgeo de los pájaros me ha despertado.
—¡Bah! —interrumpió Manuel—, ahora recuerdo que Rugiero nos comenzó a contar la historia del fistol…
—¿Qué fistol? —preguntó Valentín.
—¡Toma! un fistol de brillantes, que Rugiero prestó a Arturo, y que en el curso de nuestras pobrezas y desgracias se ha extraviado.
—¿Pero tú te acuerdas de algo de esa historia, que dices que contó?
—Sí, como en sueños oía yo que perteneció primero a un califa; después… ¡qué sé yo!
—Pues en resumen —dijo Arturo, lo que hemos hecho es, pegarle un solemne chasco a Rugiero, porque probablemente habló hasta que sé yo qué horas de la noche, y mirando que todos nos habíamos dormido, se marchó sin despedida.
—Cabal, cabal —dijo Valentín—, y yo por mi parte lo único que recuerdo es, que me dio un excelente puro habano, y que no supe ni cuándo había acabado de fumarlo; pero quizá los soldados tendrán mejor memoria que nosotros. ¡Hola! ¡Pablo! ¡Andrés!
Los soldados, que servían de asistentes al coronel Valentín, se levantaron limpiándose los ojos, y todavía medio dormidos, se presentaron delante de Valentín, poniéndose los dos dedos en la visera de la gorra de cuartel.
—Mande usía, mi coronel.
—¿A qué horas nos hemos dormido, Pablo? —preguntó Valentín con ingenuidad.
—Mi coronel —respondió Pablo—, la verdad es que como mi coronel y mi capitán estaban tan divertidos platicando con ese señor, que parecía que tenía el clavo de un cigarro prendido en su camisa, nosotros nos acostamos en la otra pieza y nos quedamos dormidos.
—¿Y si algo se hubiera ofrecido?
—Como ve, mi coronel, todavía el agua está caliente, y nosotros dijimos que bastante había para el té.
—¡Afuera, afuera! —contestó Valentín—, son ustedes unos animales, y no me dan razón de lo que yo quiero saber. Ya veo que amos y asistentes hemos roncado toda la noche sobre estas sillas.
Manuel y Arturo, por más que cavilaron, no pudieron recordar exactamente lo que había pasado, así como cuando se recuerda vagamente un sueño sin poder explicar sus pormenores; en cuanto a Valentín, comenzó a escuchar efectivamente la filosofía de Rugiero con alguna atención, pero juzgando él de una manera bien diferente las cosas de este mundo, donde en medio de su vida agitada de soldado, no la había pasado tan mal, concluyó por no hacer caso de la conversación, se arrellanó en una poltrona, y se durmió profundamente, ayudado quizá del aroma del fabuloso tabaco de Mezenderan. No pudiendo nuestros amigos sacar en limpio nada, sino que Rugiero había estado a visitarlos, había platicado un buen rato sus singulares teorías, juzgando de todas las cosas de una manera siniestra, y como siempre se había marchado a la hora menos pensada y sin despedida, se decidieron a no pensar ya en esto, y a disponer su viaje al Interior, donde el capitán pensaba sistemar una vida cómoda y feliz al lado de su Teresa, y Arturo buscar a Celeste y a Aurora, y decidirse a entrar por esa puerta de oro y de diamantes, por donde se introduce el amor platónico, a la alegre y florida juventud, para que el desengaño saque después al hombre ya viejo y lleno de fastidio por una senda de espinas y de abrojos, pero en la vida es necesario caminar siempre a lo desconocido al lado de la esperanza y de su séquito de ilusiones.
El mayor presente que la Providencia ha hecho al hombre es ocultarle el porvenir. ¡Qué sería de la vida si pudiésemos leer como en un almanaque fúnebre la fecha y el día de nuestros pesares y desgracias, y la página negra de nuestra muerte!
Cuando fue ya más tarde, después de hacer cuanto creyeron necesario, para que en el siguiente día nada estorbase su marcha, se dirigieron a la casa de Mariana, donde estaba alojada Teresa. La solicitud y tiernos cuidados de esta mujer nada habían dejado que desear; ropa, medicinas, asistencia, caricias, todo lo que tiene de minucioso el cariño de una criatura diligente y de excelente corazón, lo había puesto Mariana de su parte para hacerla olvidar su naufragio, y las agonías tremendas que sufrió en los momentos terribles en que, destrozada la goleta, un instinto de conservar la vida y de salvarse en el bote que estaba próximo, la hizo arrojarse a la mar.
Hemos dicho que Teresa sufría del pecho; en efecto, en los días fríos un dolor sordo le oprimía el pulmón, su respiración era trabajosa y difícil, y una tos seca la mortificaba. Algunos médicos que la habían reconocido, opinaban que estos síntomas, unidos a una palidez habitual y a una tristeza profunda que ocasionaba que sus ojos estuviesen siempre brillantes, húmedos y rodeados de una línea morada, no eran más que la muestra evidente de que comenzaba a destruir a esa criatura tan hermosa, una de esas crueles y traidoras enfermedades que no tienen remedio; a todo esto se reunían en Teresa los pesares del amor, que por sí solos constituyen en las mujeres una enfermedad mortal. Teresa, lejos de ponerse en cura, había rehusado toda clase de medicinas, y en el fondo de su alma no tenía más consuelo sino que su vida sería ya muy corta, y que con ella acabarían sus penas. De vez en cuando venía a consolarla la esperanza y a decirla que Manuel la amaba, que sus días amargos pasarían, y llegarían otros felices en que podría vivir al lado de su amante rodeada de delicias y de placeres, entonces cien años le parecerían cortos y quería estar sana, y vivir, vivir para probar algo que no fuera tan duro y tan amargo como el aislamiento y la enfermedad. Entonces procuraba curarse con sus medicamentos caseros, muchas veces más eficaces que los de los médicos, se acostaba temprano, se envolvía en un chal en las tardes frías, no tomaba nada que pudiera perjudicarla; en una palabra, tenía por sí misma los cuidados que tendría por una hija, pero en medio de todo esto volvía una tos hueca a recordarle que no tenía remedio; retiraba entonces su pañuelo de la boca con algún rasgo de sangre, las lágrimas venían a sus ojos, y la tristeza y el desconsuelo a su corazón. Así pasaban los años de esta mujer llena de belleza, sencilla y casta como una santa, y rica como una reina.
Tales antecedentes hicieron creer a don Pedro que Teresa no podría volver a México; una joven delicada y enferma no necesitaba más que la fatiga de un largo camino, y la separación de su amante para morir; así lo creía don Pedro, y así lo creía Teresa la misma noche que entró en la diligencia que la conducía a Veracruz, pero Dios dispuso las cosas de otra manera. El clima de La Habana comenzó desde el momento de su llegada a obrar; la tos desapareció, los colores fueron volviendo a sus mejillas, y la redondez a sus formas. Las cartas de Manuel y la esperanza del regreso, contribuyeron a su curación, y cuando se embarcó para el puerto de Tampico, estaba ya casi buena; el naufragio completó enteramente la reacción. Luego que llegó a la casa de Mariana, ésta la hizo acostar en un lecho limpio y tibio, le frotó el cuerpo con aguardiente, le dispuso un alimento nutritivo, pero sencillo al mismo tiempo, le aconsejó que procurase dormir y descansar, y se colocó en la puerta para que no se hiciese el menor ruido, y resuelta a impedir la entrada a todo el mundo, aun al mismo capitán.
Teresa al principio quería conciliar el sueño, pero repentinamente se estremecía creyéndose a bordo de la goleta sufriendo sus continuos vaivenes, o luchando con las olas de la mar, y queriendo acercarse a la lancha, más poco a poco fueron cerrándose sus párpados, entrando sus miembros en un suave calor, de manera, que durmió como ocho horas un sueño tranquilo y profundo. Cuando despertó llamó a Mariana; ésta, que ni para comer se había separado un momento de la puerta, entró, abrió la ventana, y saludó a la enferma con un beso en la frente.
—La niña ha dormido y descansado seguramente muy bien —dijo la lavandera—. Al principio la he oído quejarse y moverse en la cama, pero después la respiración ha sido muy igual, y el sueño apacible como el de un niño.
—¿Sabes, Mariana —dijo la joven separando de su frente las gruesas y negras trenzas de sus cabellos, e incorporándose en la cama—, que creo que la enfermedad ha desaparecido completamente? La respiración es fácil, el calor del cuerpo es el natural, el pecho fuerte, la tos… (Teresa procuró toser)… nada… trabajo me cuesta el fingir ahora la tos, cuando antes no se me quitaba de la garganta. ¡Bendito seas, Dios mío! que si has permitido que sufra, me das ahora en recompensa de mi resignación, la salud y la felicidad. Estoy, no sólo buena, sino fuerte, animada y robusta, y aunque no soy hermosa, al menos la juventud anima mi fisonomía… ¡Oh! ¿Y qué puede compararse al placer de hallarme en mi patria y al lado de Manuel? ¿Qué más puedo apetecer, ni qué mayores beneficios puedo deber a Dios?…
Teresa inclinó la cabeza, y llevó las manos a sus ojos.
—Pero niña, ya que debe usted tanto a la misericordia del Señor, ¿por qué llorar ahora?
—Es la primera vez, después de muchos años, que lloro de alegría; estas lágrimas, lejos de hacerme daño, completarán mi curación. Tú no sabes, Mariana, que el corazón que se halla lleno y oprimido, no descansa hasta que no se llora. ¿Cuánto tiempo crees que hace que no reía yo? Tres años, Mariana, tres años; en este tiempo apenas una sonrisa de amargura y de despecho ha asomado a mis labios. ¿Cómo estarían mi alma y mi corazón, para que ni un solo momento viniese a manifestarse por la risa un rayo siquiera de alegría? Dios perdone a don Pedro lo mucho que me ha hecho sufrir, que yo necesito de toda la generosidad de mi alma para perdonarle… pero olvidemos ahora esto, y no pensemos más que en lo presente. Díme, Mariana, ¿habrán venido a verme Manuel, Arturo, Bolao, y ese caballero que hizo tantos esfuerzos por salvarme, y cuya figura, cuando cierro los ojos la veo de mil maneras distintas, ya hermosa y agradable, ya terrible y extraña…? ¡Bah! qué visiones engendran la imaginación y el recuerdo de una escena en que la vida ha estado en peligro… pero a la sustancia: ¿Manuel ha venido?
Mariana vaciló un momento antes de responder, pero, como era de naturaleza buena, comprendió que Teresa se había de disgustar, si le decía que sólo de la parte del comandante general había venido un soldado a informarse de su salud, y así con la mayor naturalidad contestó:
—Todos, todos han venido repetidas veces, pero yo a nadie he dejado entrar, porque hubiera sido interrumpir el sueño de que tanto necesitaba usted.
—Manuel se habrá enfadado.
—Es verdad, pero era necesario, además ya se le quitará el enojo en cuanto vea que la niña está linda, tan llena de salud… pero sin duda él es: oigo su voz…
—Ve, ve a recibirlo, y que entre, que entre al momento.
Teresa arregló su cabello y su ropa, saltó del lecho, y se ocultó detrás de la puerta por donde debía entrar Manuel. Al tiempo que éste, con el corazón latiéndole y poseído de esa sensación que participa del gusto, del temor, del sobresalto, de todo al mismo tiempo, se presentaba en la puerta registrando el cuarto con la vista, Teresa le abrió los brazos y lo estrechó, apoyando su linda cabeza en el hombro de su amante.
—Teresa, Teresa de mi corazón, no me estreches así, no me humedezcas las mejillas con tus lágrimas, porque esto te hará mal, y este placer me mataría si pudiera durar tan vivo y tan intenso por un cuarto de hora más.
—Mil veces, mil veces le pedía yo a Dios que por único favor me concediese abrazarte aunque después me quitase la vida —dijo Teresa levantando su rostro y mirando que Arturo había entrado también—. Arturo es joven —continuó, apoderándose como una niña de las dos manos de Manuel—, y no se burlará de nosotros, además, después de un milagro, después de una resurrección, es muy natural que se den un estrecho abrazo las gentes que se aman.
—También a vos, Arturo, os debo la vida y os quiero, porque sois el amigo de Manuel; también recuerdo —añadió sonriendo—, que me habéis servido como caballero en el baile y en el triste viaje que hice en la diligencia y las mujeres, ni olvidamos, ni perdonamos fácilmente; Manuel no se encelará.
Teresa abrazó a Arturo, pero no amorosa y ardientemente como a Manuel, de quien no quitaba los ojos, como recreándose en la bien apuesta y galana persona de su amante, Manuel habría querido, no sólo estrecharla en sus brazos, sino secar con sus labios sus lágrimas, y llenarla de caricias, pero la presencia de Mariana y la de Arturo lo contenía, y se limitaba a oprimir dulcemente la mano de su ingenua y encantadora novia; el amor necesita del misterio y de la soledad.
Apenas habían tomado asiento, cuando una nueva visita se anunció.
—El señor Rugiero —dijo Mariana—, asomando la cabeza por la puerta.
Manuel y Arturo dieron un salto en su silla.
—¡Siempre este hombre! —murmuró el capitán.
—¡Siempre este demonio! —murmuró también Arturo.
El día era como todos los que preceden al viento Norte, caluroso, y Rugiero, quizá por esta causa, venía vestido como se acostumbra en los puertos de Matamoros y Tampico; una fina camisa de tela de Holanda, una chaqueta y un pantalón de lona, también blanco, un ligero lazo negro en el cuello, y un sombrerillo de paja de Panamá, completaban el traje ligero, limpio y elegante de Rugiero; saludó con mucha cortesía y amabilidad y tomó asiento.
—Amigos míos, anoche he salido de la casa de este bravo coronel, sin ser sentido de nadie, ni aun de los asistentes; todos dormían, y para lo de adelante, ya sé que mi conversación y mis tabacos tienen una virtud narcótica.
—Os juro —respondió Arturo—, que oí con atención todas las historias que contasteis, y muy particularmente las que tenían relación con el fistol; verdad es que yo no advertí cuando os retirasteis; pero recapacitando un poco, podría referir todo lo que pasó.
—Lo que os sucedió era natural; aunque la siesta fue larga, la fatiga y el desvelo habían sido mayores; así la naturaleza necesitaba descanso, y una conversación, que tenía tanto de fabulosa como de histórica, era propia para conciliar el sueño… pero dejemos esto a un lado, que mi objeto es saludar a esta interesante señorita, saber de su salud y pedirle órdenes, porque un asunto grave me obliga a ponerme en camino esta noche. No sé si me dirigiré por la vía de Veracruz o por la Sierra, pero de cualquiera manera que sea, no podremos volvernos a ver sino en México; os había dejado ya una tarjeta. ¿Tenéis qué ordenar, señorita?
—Mil gracias, señor Rugiero, por vuestra atención; deseaba significaros mí gratitud. A pesar de que de nada con fijeza puedo dar razón, y de que el solo recuerdo del naufragio me atormenta y me pone fuera de mí, yo quizá os debo la vida, y os deberé en consecuencia la felicidad en el resto de mis días.
Manuel y Arturo se dieron con el codo, y se quedaron mirando fijamente a Rugiero, en cuyo semblante no se advertía ni la malicia, ni la burla, sino muy al contrario, una sinceridad perfecta.
—Señorita, yo hice cuanto pude, y cuanto hace en tales casos un hombre acostumbrado al mar y a los peligros pero la vida la debéis al que es más fuerte y más poderoso que yo.
—A Dios —dijo Teresa—, es verdad, a Dios; pero siempre es menester agradecer y reconocer los servicios.
—Tal vez —continuó Rugiero con un aire de humildad, e inclinando la cabeza—, los que me veían luchar con las olas, creían que yo trataba de sumergiros, pero esto era imposible y sería un absurdo creerlo. Yo sé nadar, y muy bien, pero de seguro no puedo como los peces vivir dentro del agua. En un rato de agonía y de terror se ven mil cosas que no son la realidad, ¿no es verdad, Arturo?
—Es verdad —dijo Arturo— y yo habría jurado que vos tratabais de arrastrar a Teresa al fondo de las aguas; pero la última razón que habéis dado, me ha quitado toda duda; vos sois un buen marino, si se quiere, pero no un pescado. Todas las tonterías que hayamos hecho, nos las excusaréis —continuó Arturo—, ¿no es verdad? El lance fue horrible, y lo mejor es no hablar más de ello.
—Convenido en todo, amigos míos —contestó Rugiero con un tono muy afable, y levantándose de su asiento—, y con tanta más razón, cuanto que molestaría a esta señorita que necesita ahora placeres y distracciones. Con que, repito, marcho esta noche. Es probable que nos veamos en México muy pronto; allí y en todas partes estoy dispuesto a serviros en lo que pueda.
Rugiero tendió la mana a sus dos amigos, hizo a Teresa un gracioso saludo, y se marchó. En la puerta se tropezó con otro personaje, ambos se cambiaron las excusas necesarias, y cada uno siguió su dirección; Rugiero para la calle, Juan Bolao para la recámara.
Éste fue recibido con los brazos abiertos por todos; Teresa, Manuel y Arturo formaron un grupo al derredor de él, y casi ya lo sofocaban.
—¡Eh! amigos muy queridos, me vais a matar, a sofocar —dijo el muchacho—, pero vale más así, la gente franca y buena; tengo nada más dos brazos y un corazón, pero es para todos, para todos sinceramente. Sentémonos, que mucho desearán saber.
—Este personaje raro y misterioso que nos sigue a todas partes —dijo el capitán—, y con el que acabáis de tropezar en la puerta, entró en el momento en que iba yo a preguntar a Teresa por su salud. He estado verdaderamente inquieto, y ya les he repetido hasta el fastidio que Teresa estaba afectada del pecho… con que luego que ella nos haya informado de este punto interesante, continuaremos aclarando lo demás.
—¿Mi salud? mi salud es como nunca, Manuel; todo el mal comenzó a desaparecer desde que pisé La Habana y hoy me hallo buena, perfectamente buena. ¿No ves mis mejillas con algún color? ¿No ves mis ojos más alegres?… ya se vé —continuó Teresa, bajando la vista con modestia—, cuando está uno rodeada de tan buenos amigos…
—Bien, muy bien, Teresa —dijo Manuel—, tú nos vuelves la energía, la dicha, la vida porque te amamos y queremos verte sana, contenta y feliz. Cuando te creía descolorida, flaca y enferma, te encuentro lozana como una rosa del campo. ¡Qué chasco! ¡Qué castigo para ciertas personas! Ahora preguntaremos a este buen amigo Bolao, cómo le fue en su expedición.
—A mí me va perfectamente siempre, y si no hubiera sido porque venía a bordo Teresita, y esto me… vaya… me podía mucho, salto al agua, y en unas cuantas brazadas yo estoy en el bote, Santa María; pero yo quería estar a su lado, y ella, la pobrecita, como loca, ya cae, ya levanta, ya se enreda con la jarcia, y yo… detrás de ella, detrás, sin despegarme, gritándole: ánimo, ánimo, niña; todavía la vida no se acaba y Dios nos ha de conceder que pisemos nuestra tierra, y veamos a nuestros amigos… Pero, ¡qué diablo!, ¿quién había de creer que el capitán y el amigo Arturo y ese diablo de inglés o de italiano, habían de estar tan cerca de nosotros en medio de esa mar tan picada y tan fea…? Pero, como decía, Teresita ya se hincaba y rogaba a Dios, ya un vaivén de la goleta la hacía poner en pie… entonces, y cuando ya vi la cosa de veras, cogí dos pipas que habían quedado sobre cubierta, y estaba amarrando con mil trabajos una tabla a ellas, cuando ¡pum! un rayo y treinta mil relámpagos; y Teresita, dominada del terror sin duda, se lanzó a la mar… En ese mismo momento ya nada vi, nada oí. Una ola espumosa pasó por mi cabeza, y yo procuré resollar y nadar, nadar, sin saber a dónde; un palo se presentó a mi mano; sin duda era la rajita de madera que Dios echa a los marineros para que se salven, lo agarré fuertemente, vi la luz de las chozas y de la isla, y entonces, ya sostenido del pecho, comencé a empujar fuertemente con los pies, y llegué… llegué, por Dios, muy a tiempo, porque las fuerzas me abandonaban, y con cinco minutos más de fatiga, me habría ido a fondo. Pero juro, que antes de perder el conocimiento, pensé en Teresita, y casi me pesaba haberme salvado, al considerar que ella había perecido, porque al fin yo la traía, y yo la embarqué en esa desgraciada goleta Flor de Mayo, que creía que era la mejor de La Habana.
Teresa, con una mirada expresiva, dio las gracias a Bolao, y éste continuó:
—Lo del naufragio debemos ya hacerlo a un lado, tanto más, cuanto que creo que ha servido para que Teresita se cure completamente; nunca la he visto con mejor color en las mejillas y en los labios, ni con más alegría en los ojos. ¡Bravo! me alegro mucho; y además cuando pasa el peligro, hay cierto placer en contarlo. Lo que el capitán querrá saber, es cómo fuimos a tener la atingencia de venir en esta maldita Flor de Mayo, que nunca se me olvidará, y que debían haberle llamado mejor «Abrojo de Diciembre…» Pero al caso; antes es preciso que nos cuenten por qué se hallaban en Tampico, y si tenían noticia de que nosotros veníamos al puerto.
Manuel, en compendio, les refirió su viaje y su llegada a Tampico, el banquete, su salida al mar; en fin, lo que se ha dicho en el curso de esta historia.
—Antes de que Bolao comience su narración —dijo Arturo—, es menester advertir que hemos cometido una grave falta.
—¿Cuál? —preguntó Teresa.
—Hace muchas horas que no vemos al excelente y buen padre Anastasio, que positivamente más que nosotros merece hace tiempo el nombre de protector y salvador de Teresa.
—Es verdad, es verdad —interrumpió Teresa—, que Mariana se encargue de buscarlo, y de hacer que venga al momento… ¡Qué olvidos tan indisculpables se cometen a veces! El padre no podrá comprenderlo —añadió suspirando la muchacha.
Manuel se disponía a buscar a Mariana, cuando ésta se presentó seguida del buen cura; todos lo saludaron amistosamente, lo abrazaron, le estrecharon la mano, y le dieron mil disculpas del momentáneo olvido.
—He aquí —dijo el cura—, una de las recompensas que valen más que todo el oro del mundo; contemplar una reunión de buenos amigos, y recibir sus disculpas y agradecimientos… ¿y por qué? La tempestad y la muerte nos amagó, y nos dispersó un momento, y hemos necesitado del sueño, del descanso y de la fuerza que Dios concede a la naturaleza, para volver de las puertas de la muerte y de la eternidad a la realidad de la vida. No os burléis de mí, si las lágrimas se vienen a mis ojos —continuó enternecido—, la escena de dos amantes que habían estado separados mucho tiempo, y que se reunían entre los abismos de la mar y los horrores de la muerte, me ha conmovido profundamente; pero Dios ha querido salvarlos, y salvarnos a todos, y confío en que nos dará la felicidad.
—Vamos, vamos, señor cura —interrumpió Bolao—, fumad este cigarrillo, y no hay que hacer recuerdos tristes; Teresita se aflige mucho, y sólo yo que la he visto, sé lo que ha sufrido.
—El cura es nuestro amigo íntimo —dijo el capitán—; él nos ha contado ya lo que motivó el viaje de Teresa, y puede en consecuencia oír lo que Juan Bolao nos quiera referir.
—¡Toma! —dijo Bolao—, y aunque no hubiera esta circunstancia, siempre lo diría. ¿Qué diablo de consideraciones tengo yo que guardarle a un viejo miserable? Al cabo que aquí, según parece, todos formamos una familia… Llegué a La Habana sabe Dios cómo, porque cuantas veces he atravesado este maldito golfo de México, he tenido mal tiempo; en pocos días terminé mis asuntos con la casa de Revuelta, y di cuenta a mi principal Fernández de todo; entregué las cartas que me dieron en México, y me disponía a regresar en el Paquete inglés, cuando recibí un recado del marqués de Casa-Blanca, y en el momento pasé a verlo. Este marqués es un curro habanero, viejo, gastador y fanfarrón, que cada año vende la zafra a los usureros, y siempre se queda lleno de libranzas y de pagarés, que prorroga para el año siguiente.
—Amigo Bolao —me dijo luego que me vio entrar—, os marcháis sin duda.
—Cabalito, señor marqués, para Veracruz, pasado mañana en el Paquete inglés.
—Para Cádiz en el Paquete correo, amigo Bolao.
—Mucho gusto me daría, porque ¡qué andaluzas, señor marqués! Vuelven loco al más cuerdo; pero no sé qué diablos tenga yo que hacer en Cádiz.
—¿Cómo? ¿Con que no sabéis nada? ¿Os hacéis de las nuevas? Vais a acompañar a una mexicanita, que vive en una quinta en El Cerro, junto al marqués de Santo-Venia.
—¡Canario! pues sin duda dirá algo una carta, que hace días tengo en la bolsa, y que no he abierto; esperad, señor marqués.
Registré mi cartera, y en efecto abrí la carta cerrada, que en el acto leí, dando un salto de gozo.
—En efecto, a Cádiz, a Cádiz, señor marqués; y ¿dónde esta la chica?
El marqués, que había estado diversas veces a visitar a Teresita, y a llevarle dinero, me acompañó en una volanta hasta la puerta, y me ordenó que para el día siguiente a las cinco de la tarde todo estuviera listo, porque se daba a la vela el Correo de Cádiz. Figuraos el gozo que yo tendría: ¡diez mil pesos por hacer un viaje a Andalucía, en compañía de una linda mexicana! Llegué, como dije, a la quinta: una negra salió a recibirme, y me introdujo en un magnífico gabinete de cristales, en cuyo centro había una fuente de mármol blanco, de donde brotaban varios surtidorcillos de agua fresca y cristalina. A poco una puerta se abrió, y se me presentó con una bujía en la mano una figura hermosa, pero silenciosa y pálida, vestida de blanco y con una larga cabellera negra, que en rizos y ondas caía por su cuello y espalda; se me figuró una sonámbula, como la de la ópera, en el momento en que se dispone a atravesar el puente, casi puedo asegurar que me dio miedo.
—Señorita —dije tímidamente levantándome.
—Caballero —me respondió Teresita—, sentaos, y decidme… si sois mexicano, si venís de Veracruz, si conocéis… Teresita no pudo proseguir, porque tenía un nudo en la garganta.
—Señorita, soy mexicano, y no sólo vengo de Veracruz, sino que marcho mañana para Cádiz en compañía de usted.
—¿Para Cádiz en mi compañía? —preguntó Teresita levantándose del asiento—. Sin duda estáis loco, caballero, o vuestras intenciones… Marta, Marta —gritó asustada, y tirando del cordón de una campanilla.
Marta vino apresurada.
—Siéntate en aquel rincón, y no te separes mientras yo no te lo mande.
—Señorita —dije yo turbado—, me hacéis un agravio creyendo que no soy un caballero… Leed.
Saqué del bolsillo una carta del marqués de Casa-Blanca, en que me autorizaba para el desempeño de mi comisión, en cumplimiento de las instrucciones de don Pedro; Teresita se acercó a la luz, leyó y me devolvió los papeles, diciéndome tristemente:
—Es verdad, es verdad, vos sois mandado, y tenéis ciertamente la comisión de llevarme a Cádiz, pero no lo haréis, porque eso sería contribuir a una infamia, a una maldad. Marta, retírate, y déjanos solos.
La negra se retiró. Luego que estuvimos solos, Teresita me contó sus relaciones con el capitán, su viaje, las persecuciones y maldades de su tutor, en fin, todo lo que me importaba saber. Así que escuché su narración, que nada faltó para que me hiciera llorar, le respondí para disimular un poco:
—Señorita, me vais a dar licencia de fumar un puro, porque yo soy hombre que nada sé hacer sin fumar.
Teresita temblando, sin duda por la incertidumbre de mi respuesta, me acercó la bujía.
—Escuchad, señorita: yo no soy hombre de camándulas, ni de rodeos, ni menos instrumento de picardías: vivo de mi trabajo, soy honrado, y tengo lo bastante para vestir, comer bien y fumar… Diez mil pesos no me hacen falta… y además, el día que vea a mi principal Fernández, yo le diré que soy dependiente, pero que… ¡Bah! señorita, seguramente diría una mala palabra.
—Pero bien, ¿cuál es vuestra resolución?
—¡Toma! ¿Y me lo preguntáis? Ayudaros, ayudaros en todo; yo no os llevaré a Cádiz, sino a México, a donde queráis… El capitán y yo hemos caminado juntos, hemos combatido contra los ladrones… ¡Eh! ¿Qué más se necesita?
—Gracias, mil gracias —me contestó casi llorando Teresita, y estrechándome la mano.
Yo estaba cortado, tenía la boca seca, y no sabía qué discurrir, al fin, fumé, fumé mí puro, conseguimos calmarnos, y convenimos en un plan. Me despedí de Teresita, prometiendo que pronto la volvería a ver, y para tener más aplomo y madurar bien el proyecto, me fui a la casa de unos amigos, en donde pasé en francachela y en baile el resto de la noche, en una elegante casa de la calle del Teniente del Rey. Al día siguiente me fui a ver al marqués de Casa-Blanca.
—Señor marqués, todo está arreglado, y mis negocios concluidos; con que escribid vuestras cartas, y dadme órdenes, porque me marcho.
—¡Es posible! ¿Conque la mexicanita no ha opuesto resistencia alguna?
—¡Ca!… ¡qué resistencia! si es un cordero; y además, creo que no le disgusta el dar un paseo por España. Está disponiendo su equipaje y no resta más sino que me acompañéis a bordo del Correo de Cádiz, para que tomemos el pasaje y para que nos recomendéis al capitán.
—Al momento —dijo el marqués—, y tomó su sombrero.
Fuimos a bordo, escogimos los mejores camarotes y pagamos el pasaje. Para que la cosa pareciese más formal, desde luego dejé cuatro baúles, que por cierto eran multitud de encargos, que yo debía remitir a un primo mío que vive en Sanlúcar de Barrameda.
—Ahora —me dijo el marqués—, podéis disponer del dinero que gustéis; con este papelito para la casa de Spolding, se os abrirá una cuenta corriente.
—Nada, señor marqués, nada necesito; yo tengo aquí mis cuentas con el amigo Envil, que es de mi tierra, y me conoce, y ya cuando lleguemos a España, escribiré lo que se ofrezca.
El marqués quedó muy contento y satisfecho, y me dijo:
—Gracias a Dios, que he podido corresponder a los servicios que me prestó en San Luis este buen amigo don Pedro, y a fe de caballero y de leal español, confieso que he hecho un gran sacrificio. Esta mexicana con sus grandes ojos negros y sus dientes de marfil, me iba trastornando la cabeza. Soy ya viejo y solterón, y sin embargo… qué sé yo… haría la calaverada de casarme con ella… Conque… cuidado con hacer una tontería en la navegación… tan luego como lleguéis a Cádiz, entregaréis esta carta a la casa de Villa Hermanos, y ellos dispondrán donde debe residir esta niña, entre tanto que don Pedro me comunica sus órdenes. ¡Qué placer tendría yo en ver por acá a ese honrado viejo!
—Seguramente le escribiréis todo lo que ha pasado, ¿no es verdad?
—Por supuesto.
—Me haréis favor de decirle, que ni un medio he pedido por su cuenta, y que los gastos todos han sido de mis propios fondos.
—Ningún inconveniente tengo: es muy justo.
—Si podéis, dadme la carta y yo mismo la pondré en el paquete inglés.
—Convenido; esta tarde os daré todas las cartas por duplicado, y en la noche pasaré a presentar mis respetos a la hermosa Teresa.
Despedíme del marqués, tomé una volanta, y diez minutos después estaba en casa de Teresita.
—Todo va bien, pero por Dios nada digáis, aunque estéis a bordo del Correo de Cádiz. El marqués vendrá a despedirse esta noche, y es menester que no sospeche nada: habladle como si estuviéseis muy contenta con el viaje a España.
—Pero…
—Nada, Teresita, tened confianza en mí.
Yo observé que dudaba, pero que al fin sola y sin apoyo alguno, tenía que descansar en mi buena fe.
—Conque no hay que temer nada, y hasta mañana a las nueve que nos embarcaremos; tenedlo todo dispuesto.
Me dirigí al muelle de San Francisco, tomé un bote, y recorrí toda la bahía, buscando un buque que se diese a la vela para las costas de México: mi intención era desembarcar en Tampico, en Tabasco, en Campeche, en cualquier parte, y si esto no se lograba, marchar en efecto a Cádiz, y de Cádiz pasar a Inglaterra, y de allí a los Estados Unidos y a la República, pero yo quería a toda costa evitar una larga navegación, que temía yo fuese funesta a la salud de Teresita, que tosía de una manera que no me gustaba. Por fortuna, la goleta Flor de Mayo estaba lista para darse a la vela con dirección a Tampico, y quiso también la casualidad que, el capitán fuese un guapo muchacho de la isla del Carmen, que era amigo mío. Tomé, pues, pasaje, para dos personas, y le prometí pagar doble, si salía media hora antes que el Correo de Cádiz. Concluido esto, corrí a sacar mis pasaportes, y mediante algunos escudos y la amistad que llevo con algunos de los muchachos de la secretaría del capitán general, arreglé las cosas de manera que a última hora no pudiese haber trastorno alguno. Una vez que concluí toda esta fatiga, las pocas horas que me quedaron, las gasté en dar la última mano a mis negocios, y en despedirme de mis amigos, diciéndoles por supuesto que me marchaba para Cádiz.
Al día siguiente, antes de las ocho, Teresita me esperaba ya impaciente debajo de una palmera del jardín; la pobre negra Marta nos siguió a alguna distancia, pero en breve la perdimos de vista, y tomamos la dirección de la bahía, allí, un bote que estaba prevenido, nos llevó a bordo de la Flor de Mayo. Apenas entramos cuando la goleta se dio a la vela, con viento de bolina y en pocos minutos estuvimos fuera del Morro, dejando sin duda con un palmo de narices al marqués, que había prometido a Teresita esperarla en el muelle de San Francisco y acompañarnos a bordo. Lo demás ya lo sabéis y creo que por mi parte he cumplido, si no con don Pedro, al menos con mis amigos.
—Lo que ha referido Bolao es enteramente exacto —dijo Teresa—, y jamás, jamás, podremos Manuel y yo tener bastante gratitud para pagarle estos servicios, tan raros en el mundo; y dispensadme que en todo lo que me pasa, asocie el nombre de Manuel, pues en la situación en que me encuentro, sin culpa mía, no cuento ni debo contar con más apoyo legítimo que el suyo. Tantos viajes, ya con una persona, ya con otra, no pueden menos de formar un tejido de aventuras muy desfavorables para la reputación de una mujer, que no tiene ni un padre que la haga respetar, ni una madre que vele por ella. Si contáramos la verdadera historia de nuestras desgracias, nadie le daría crédito, y se sospecharía que fraguábamos una novela para disimular faltas y hasta crímenes. Don Pedro sería creído de todos los que lo tienen por un hombre de bien, y yo sería vista con desprecio por una sociedad que no conozco, pero creo bien injusta con las pobres y desgraciadas mujeres.
—Bolao —dijo el capitán—, con quien efectivamente tenemos una deuda de gratitud, que nunca podremos pagar, completará su obra.
—¡Cómo si la completaré —interrumpió Bolao—, si de mí depende!
—Pues bien, deseo que vayas a México; y cuando te tuteo, es prueba de que exijo un servicio de amigo, porque de hoy en adelante los que estamos aquí comeremos el mismo pan, y cuando uno de nosotros tenga dinero, las bolsas de los demás no estarán vacías.
—Venga un abrazo, Manuel, y con esto me doy por pagado; vale más la amistad de un guapo muchacho y una lágrima de una linda mexicana, que el dinero de un perro viejo miserable.
—Supongo —dijo Teresa—, que yo no quedo excluida de un pacto tan tierno: sola como soy en el mundo, doy a Dios gracias de poder formarme una familia con las personas que me han acompañado en la desgracia.
—¿Quedar excluida, Teresita —dijo Arturo—, si sois la reina ¡qué digo! mucho mejor que esto, la madre de todos nosotros? Con el alma y la vida juraremos no descansar hasta que vos y Manuel seáis felices; pero dejémosle que acabe de dar sus instrucciones.
—Conque tú marcharás al momento a México —continuó Manuel—, y con el mayor secreto harás todas las diligencias e informaciones para mi matrimonio: mis papeles y el dinero que necesites te los entregarán en la calle de don Juan Manuel, en el almacén de L… Llevarás un poder amplio de Teresa, que sustituirás en un abogado de talento y de crédito, para que inmediatamente quite el manejo de los bienes a don Pedro, y le tome cuentas: hecho esto, gastando cuanto dinero sea necesario, y matando caballos, regresarás violentamente a la hacienda de la Florida, donde te esperaremos.
—Por tierra sería muy largo el camino —contestó Bolao—. Justamente despacha esta tarde la casa de Zorrilla una goleta para Veracruz, a donde en algunas horas llegaré, si sopla un poco de Norte: allí tomo la diligencia, y antes de cinco días estoy en la capital. Conque a escribir, y no se pierda tiempo.
—¿Embarcarse otra vez? —dijo Teresa alarmada—, ¿y por mí? no lo permitiré.
—¡Bah! ¿Y qué riesgo hay ahora? El huracán no volverá sino hasta el año siguiente; y por otra parte, nadie muere la víspera. No hay que hablar más… hasta la vista, y que se me envíen las cartas a la casa de Zorrilla, que por lo demás, yo sé lo que he de hacer.
Bolao salió sin dar ni siquiera la mano a ninguno de los de la reunión: Manuel se puso a escribir, y Arturo fue después a llevar a Bolao las cartas y las últimas instrucciones.
—Falta ahora que el padre Anastasio sea con nosotros tan bondadoso como Bolao: él nos acompañará, y nos dará la bendición.
—No es otro mi deseo —dijo el padre—: Tan luego como os deje casados y ya establecidos tranquilamente, tomaré mi resolución, que hasta ahora es la de marchar a la Tierra Santa, y dedicar el resto de mis días al servicio del Santo Sepulcro.
Manuel y Teresa trataron de disuadirlo; pero concluyeron con dejar esta cuestión para más adelante, y llamaron a Mariana para que se encargase de acomodar la ropa en los baúles, y de hacer las demás disposiciones necesarias para el viaje.
—Nada haré sin contar con ustedes, y ya veremos si me admiten de capellán en la hacienda, que supongo que tiene una iglesia mejor y más grande que la de mi curato de Jaumabe, pero dejando, como ustedes dicen, esta cuestión para más adelante, necesito antes de que cada uno se ocupe de los preparativos del viaje, presentarles a un amigo que tuvo una parte muy importante en librar a Teresa del furor de las olas.
Todos se miraron asombrados.
—No debe estar lejos, y si ustedes consienten, lo haré entrar.
—¿Cómo no? y al momento —contestaron a una voz.
El padre salió a la puerta y gritó: ¡Jazmín! añadiendo un pequeño silbido.
Un hermoso perro se precipitó en la sala, recorriéndola por todas partes meneando su abundante cola, oliendo a todos y mirándolos con sus inteligentes ojos, como si fuesen antiguos conocidos.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —exclamó Teresa, tomando entre sus manos la hermosa cabeza de Jazmín—, y cómo somos malas e ingratas las gentes con los pobres animales; sí, sí, cabal, van volviendo todas las escenas terribles a mi cabeza, pero con orden, con método, sí, sí… yo no sé, no sé lo que haría ese señor Rugiero, pero si no ha sido por ti me habría ahogado; sí, te apoderaste de mis trenzas y me sostenías la cabeza fuera del agua… pobrecito… y te habíamos olvidado…
Jazmín que todo lo entendía, meneaba más la cola, y lamía las manos de Teresa y la miraba con sus ojos cristalinos e inteligentes, y Teresa que sabía que el perro la comprendía, le estrechaba su cabeza con sus manos, y acariciaba sus orejas sedosas.
—Jazmín, bravo Jazmín, serás mío, el padre me hará un regalo… que no olvidaré…
Jazmín, Jazmín y todos a ocuparse del Jazmín, y el perro loco de gusto, que no sabía qué hacer, ni cómo querer más a Teresa y a sus amigos.
—Vamos —dijo el padre Anastasio—, es necesario concluir… no es posible, no, no es debido tanto cariño con un animal, y yo me lo llevo —y el padre llamó al Jazmín, y el perro obediente lo siguió, pero en la puerta se detuvieron.
—Increíble parece —dijo contemplando al Jazmín—, que seres que no tienen alma racional, sean tan inteligentes y no les falta más que hablar… ¡Picarón! —continuó saliendo a la calle y acariciando al Jazmín—, muy contento estás de las caricias que has recibido de una buena moza, pero todo lo mereces y no eres como tu hermano el Ratón, que, verdaderamente cobarde como el animal de que lleva el nombre, se quedó temblando en la lancha…
Y el Jazmín, que como pensaba el padre, todo lo entendía, se deshacía en brincos y caricias, hasta el grado que por poco hace caer en la acera al buen eclesiástico si éste no lo hubiese puesto en quietud con una reprimenda.
En la casa quedaron, como debe suponerse, hablando del Jazmín hasta que, tratándose de esquivar Mariana, para no aparecer pesada e igualada, el capitán la detuvo.
—No hay que marcharse de aquí, Mariana, antes bien es preciso que como me prometiste me cuentes tu historia, pues todavía no puedo comprender por qué conjunto de circunstancias te encuentras en Tampico.
—¿Mi historia? Mi historia es casi nada, los pobres no tenemos más que desgracias que no divierten, y que al contrario, quién sabe si… pero yo contaré al señor capitán lo que me ha pasado sin callar nada, pero me dará licencia ahora de que vaya a preparar las muchas cosas necesarias para el viaje.
Mariana salió a sus quehaceres, y Arturo, Manuel y Teresa, olvidaron lo pasado y como si nada amargo les hubiese acontecido, quedaron en sabrosa plática hasta horas avanzadas de la noche, sin que en esta vez fuesen interrumpidos por el terrible y misterioso Rugiero.
Al día siguiente nuestro conocido el intrépido y cumplido inglés, se presentó rasurado, con la cara lisa y lustrosa como un plato de china y en traje de camino.
—Dentro de un momento salgo para México, y vengo a presentar mis respetos a Miss Teresita y a estrechar la mano de estos bravos mexicanos. Me propongo seguir a Mister Rugier hasta el fin del mundo. Este hombre ha excitado mi orgullo británico y he de saber quién es o perderé el nombre que tengo.
Rieron de buena gana de la excentricidad del inglés, le desearon feliz viaje, y concertaron la manera de volverse a ver. Arreglados por Mariana los infinitos pormenores del viaje y acompañados hasta la primera jornada por el coronel Valentín y por muchas personas del comercio y de la buena sociedad de Tampico, tomaron nuestros amigos el rumbo de San Luis. En la tarde al oscurecer y próximos a rendir la jornada creyeron reconocer a Rugiero, seguido de un postillón, y al inglés, que, acompañado de dos criados corría detrás de él a cierta distancia.