VII. La Hacienda de «La Florida»

En México, como decía Fenelón de la isla de Calipso, reina una eterna primavera: con excepción de las tremendas tempestades que marcan los Equinoccios, y de algunos días en que los vientos de la Groenlandia, atravesando el Océano y las tierras del Norte, empujan las nubes hasta los altos picos de nuestras cordilleras, la estación del invierno es una de las más hermosas. El cielo aparece diariamente limpio, de un azul puro y transparente, en cuyo fondo se dibujan las caprichosas formas de las montañas, y los pinos y encinas de que está poblada la cresta de las sierras. El panorama se extiende profundo e indefinido, y la vista no se separa de una línea de colinas, con sus sembrados de trigo de un verde esmeralda, sino es para penetrar en otra escena más lejana y más bella, donde se distinguen la blanca torrecilla de una iglesia, la chimenea de alguna fábrica, lanzando en la limpia atmósfera una delgada columna de humo, y la montaña más alta y elevada, en cuyos declives se ostenta una vegetación, que parece que nació para no morir ni marchitarse jamás. En uno de estos días llenos de luz y de vida, en que con los átomos de oro que llenan la atmósfera, parece que circula la alegría y el placer, caminaba con dirección a San Luis Potosí una numerosa caravana, que no era otra que la de nuestros amigos, que, habiendo continuado su camino evitando el paso difícil de la sierra, se acercaban a las posesiones de Teresa. Desde la altura de una de las lomas que forman los gigantescos escalones de nuestra Sierra-Madre pudieron divisar las cúpulas y las torres de las iglesias de la ciudad, tendida en una llanura, y que ha unido sus construcciones y sus calles nuevas españolas, con las casas y las construcciones antiguas de los pueblos aztecas.

Teresa y Manuel, a pesar de todo lo que habían hablado, tenían mucho que decirse; pero nada se habían dicho, porque era tan íntimo, tan tierno, tan sagrado, que temían entrar, en medio de un camino y llenos de fatiga, en explicaciones amorosas, que exigían el reposo y la tranquilidad: semejantes a los niños que compran un primoroso juguete, y que lo ocultan y guardan con esmero hasta que llegan a su casa, y entonces lo descubren, lo ensalzan y se vuelven locos con él, así Teresa y el capitán no querían ni aun probar esa copa de felicidad, que esperaban apurar, una vez que hubiesen llegado al término de su viaje y realizado el plan que se habían propuesto seguir. Teresa, sin embargo, más impaciente que Manuel, porque siempre hay más amor en el corazón de las mujeres, luego que acabaron de bajar la loma, adelantó a galope su caballo, y Manuel la siguió. A los diez minutos habían entrado en un bosque espacioso de acacias, que pertenecía ya a las tierras de la hacienda de «La Florida», que era una de las propiedades de Teresa. La tarde estaba espléndida, un viento, más bien dicho, un céfiro amoroso, fresco y suave jugueteaba entre las copas de los árboles; los toros, relucientes y hermosos, se iban reuniendo para dirigirse al abrevadero; millares de tordos y de urracas, con su plumaje negro y bronceado, volaban, formando en el aire figuras fantásticas y caprichosas, que variaban en cada giro, hasta que la parvada entera caía y reposaba sobre una copa, para volar de allí a otra o al lomo del ganado, que feroz con el hombre que lo provoca, parecía que se dejaba conducir por el amoroso parlar de aquellas avecillas. Las acacias, con sus copas formando canastillas y quitasoles, estaban todavía cubiertas de esa menuda y verde hojilla que cubre sus espinas, y que da un aspecto tan singular a la vegetación que caracteriza el extenso valle de San Luis Potosí. Teresa contuvo su caballo, y dio un suspiro profundo, como si la vista de ese verde y espacioso bosque, que era ya de su casa, le hubiera aliviado de un gran dolor, que aquejaba su corazón.

—Tú, Manuel, como has andado errante la mayor parte de tu vida —le dijo Teresa conteniendo su caballo y deteniéndose debajo de una acacia—, no sabes el placer infinito que se experimenta al volver a la patria: esas montañas, esas tierras, esos caminos son, en verdad, de México; pero mi patria, mi verdadera patria, son estos bosques frondosos y siempre verdes y risueños. Déjame reposar un poco, mirar estos árboles ya de mi casa, este ganado tan lozano, respirar este aire del campo, tan lleno de vida y de aromas, y olvidar esas tormentas terribles y los vientos estrepitosos y salinos de la costa.

Teresa componía sus cabellos negros, que apartaba de su frente el viento ligero que corría; volvía su caballo en todas direcciones; veía por todas partes la serie interminable de árboles, y parecía que sus pulmones respiraban con placer una de las primeras medicinas para los corazones dolientes y desgraciados, que es el aire de la patria.

—Siento que el corazón se me dilata —continuó Teresa, dejando ir poco a poco su caballo—, que la sangre circula más libremente en mis venas, y que mis miembros, fatigados con el cansancio del camino, toman nueva fuerza y vigor. ¡Oh, bendito seas, Dios mío! que después de tantos peligros me dejas ver todavía estos bosques, al lado del que he amado hace tantos años.

Manuel acercó su caballo, tomó una mano de Teresa, e iba con una efusión sincera a contestar su ingenua confesión; pero ésta, qué conoció su intención, le puso amorosamente la mano en la boca.

—Calla, Manuel —le dijo—, calla; ya sé lo que me vas a decir… es menester que eso sea después… más tarde. Tanto placer, tantas emociones, juntas, me podrían matar, me podrían enfermar al menos, y quiero tener el contento, la salud, los recuerdos de mi niñez; todo esto junto me hará tan feliz, cuanto puede serlo una mujer en la tierra.

Manuel miró amorosamente a su compañera, guardó ese elocuente silencio, que significaba que todo lo había comprendido, y que debía dejar que Teresa fuese sola, y por los movimientos espontáneos de su alma, evaporando, por decirlo así, esa dicha, esa felicidad, que después de tantas desgracias llenaba su existencia. El alma de la mujer es como la flor de los campos, es menester no violentarla: poco a poco el botón cerrado va desarrollando sus hojas delicadas, hasta que aparece abierto, presentando su nacarada corola al calor del sol, al amor de los vientos matinales y a la frescura del rocío.

—Mira, Manuel —continuó Teresa—, aquí yo debo ser tu guía; voy reconociendo ya perfectamente los lugares donde antes que pensara yo en el amor y fuese víctima de la maldad y de la ambición, corrieron mis días alegres de niña. El recuerdo de La Habana quiero borrarlo de mi memoria, y que esté sólo presente el de San Luis; mira, por esta vereda, que nos conducirá a la cerca del corral de la hacienda, todas las tardes salía yo a caballo en un potro manso como una oveja e inteligente como un ser racional. El pobre animal me conocía mucho. Detrás de él iba siempre una ternerita pinta, que yo había criado y domesticado, y que me seguía a todas partes; detrás de la ternera iban el Medoro, el Gazul, y el Coyote… qué sé yo, una multitud de perros que me idolatraban; y todo este cortejo de animales formaban mi felicidad, y yo creía que esto y nada más que esto era lo necesario para ser dichosa en el mundo. Y eran, en verdad, mis pocos años los que me hacían feliz. ¿Se concibe entonces la maldad y el mal corazón de los hombres? ¿Se cree que el amor ha de ser el martirio de nuestra vida?… Pero ya hemos divisado la hacienda: mira, mira, esa es la torre encarnada de la capilla; unos cuantos pasos más y veremos la casa.

En efecto, a poco descubrieron un magnífico edificio que, como era costumbre en las haciendas antiguas de tierra adentro, formaba una especie de palacio o castillo feudal, al derredor del cual se agrupaban las casas y chozas pobres y mezquinas, que servían a la gente del tajo, y las habitaciones, algunas veces pintorescas, de los arrendatarios o dependientes de la finca.

—¡Oh! por fin, Dios me ha hecho el favor de que llegue a la casa de mi madre, de mi madre, que se moriría de placer de verme llegar… tan desgraciada, o tan feliz. Mira, esa es la casa, o mejor dicho, tu casa, Manuel, porque todo es tuyo, absolutamente tuyo: una mujer como yo vive bien poco, y bien poco necesita para vivir…

Teresa detuvo su caballo, y sus ojos se cubrieron con un velo de lágrimas: Manuel tenía un nudo en la garganta. Entre tanto se iban acercando lentamente y en silencio los demás viajeros con las cargas y mozos.

Pronto se extendió el rumor en la hacienda, y salieron algunos rancheros, y sobre todo una jauría de perros que en las haciendas son indispensables para la seguridad de las gentes y del ganado. Entre los perros estaban todavía el viejo Medoro, el fiel Gazul, el intrépido Coyote; pero Medoro estaba tuerto, sin dientes, casi sin tener fuerzas para ladrar; el Gazul, cojo, se arrastraba con trabajo, y el Coyote, que era bravo como un león, no pudo ni juntarse con los demás para recibir a su ama, que los quería tanto.

—¿Ves, Manuel? mis pobres animales no pueden ni aun darme la bienvenida, ni estas gentes parecen conocerme. ¡Qué tristes son la vejez y el olvido! Mira, hijo mío —continuó Teresa, dirigiéndose al ranchero que tenía más cerca—, di al administrador que el ama, que la dueña de la hacienda, ha llegado: que salga a recibirnos y que mande preparar lo necesario: venimos de un camino largo, y muy cansados.

El ranchero meneó la cabeza con un aire de duda, y con mucho trabajo se decidió a ir a dar el recado.

A pocos momentos, y ya al entrar en el patio de la hacienda, se presentó un hombre de rostro trigueño, ojos pequeños y escondidos en el cerebro, y con barba negra y espesa, vestido de gamuza color de yesca, y con un ancho sombrero lleno de adornos de plata.

—¿Usted es don Jacinto, el administrador de esta hacienda? —le preguntó Teresa acercándose.

El hombre, sin quitarse el sombrero, hizo una seña afirmativa con la cabeza.

—Pues yo soy, ¿lo oye usted? Teresa B… la dueña, la absoluta dueña de esta hacienda: haga usted que abran la casa y que vengan los mozos a ayudar a descargar y conducir el equipaje.

El administrador de mala gana se quitó el sombrero, y jugando con los adornos de él y bajando la vista, respondió entre dientes con mal humor:

—Bien, la casa ahí está; la gente salió al campo… pero el amo don Pedro no me ha dicho nada… y yo, así como así, no puedo…

—¡Bribón! —exclamó Manuel acometiéndole con el caballo—, ¿con que echas a tu ama de su casa? ¿Con que eres tan insolente que no te pones al estribo, para que baje del caballo tu ama, tu ama y señora? ¿Lo entiendes?

El ranchero levantó la cabeza, y sin retirarse ni un paso, miró con insolencia al capitán.

—¡A ti y al ladrón que llamas tu amo, don Pedro, les he de volar la tapa de los sesos, canalla! —gritó Manuel echando mano a una de sus pistolas.

El ranchero entonces retrocedió asustado; Teresa se puso pálida y miró con aire suplicante a Manuel. Éste, con la docilidad de un niño, guardó la pistola, sosegó al caballo, que quería arrojarse contra el administrador, y quedó quieto retorciéndose el bigote.

—Mira —dijo Teresa con dulzura al administrador—, sé racional y no hagas lo que puede perjudicarte: si yo no fuera la verdadera ama, no me expondría a decirlo; don Pedro es mi tutor, mi dependiente, y nada más… Pero ¿cómo es posible que esto pase así? Aquí debe haber sirvientes que me han criado, a no ser que todo, todo lo haya mudado y aniquilado ese hombre. ¿Dónde está Pablo el caporal, Joaquín, Vicente, Antonio, el que me crio la ternerita; la comadre Joaquina; los muchachos de Pantaleón el montero? ¡Dios mío, no soy tan vieja ni ha pasado tanto tiempo!

El administrador, dominado a la vez por el miedo al capitán y por el tono de autoridad con que hablaba Teresa, se acercó al caballo, dobló una rodilla, y la presentó a su ama para que bajase; Manuel le dio la mano, y Teresa de un brinco se puso en el suelo.

Entre tanto, ya por la hora como por el ruido que se había ocasionado por la disputa, fueron llegando los vaqueros y dependientes, informados algunos de ellos de que el ama había llegado a la finca. El primero que se presentó el viejo Pablo. Apenas se acercó, cuando reconoció inmediatamente a Teresa.

—¡Bendito sea Dios, que nos ha traído a nuestra niña! —dijo quitándose el sombrero y besando la mano de Teresa.

Pablo, lleno de alegría y ligero como si tuviera veinte años, corrió por la ranchería, gritando:

—¡El ama, el ama; la niña ha llegado a la hacienda!

En un momento vino la familia de Joaquín, el lechero, la comadre Joaquina, Pantaleón y sus hijos; en una palabra, toda la ranchería, los arrendatarios, los peones y los muchachos rodearon a Teresa, y todos a porfía le besaban la mano y le decían a su modo mil requiebros.

¡Válganos! ¡Y qué linda está el ama!

¡Alabao sea Dios! —¡y qué criatura, parece como la Virgen! y luego, si es como cuando estaba aquí con la ama grande, que Dios tenga en la gloria, vamos a tener como quien dice, una pascua.

En un momento subieron a la torre, repicaron a vuelo las campanas de la capilla, reunieron a los músicos, encendieron hachones de brea y formaron una procesión numerosa, alzando en peso a Teresa, cubriéndole de besos las manos, y la pasearon por el cuadrado que formaba el ancho patio, tirando cohetes y gritando:

—¡Viva la ama! ¡Viva la niña Teresita!

Todo esto no era más que la recompensa de lo que la madre y Teresa habían hecho con aquella pobre gente: vestía a los niños, salía responsable de las deudas, mandaba semanariamente matar una ternera y distribuirla a la gente; visitaba las casitas de los pobres y los curaba cuando estaban enfermos; su madre no sólo consentía, sino que esta caridad y amor de Teresa eran su vanidad y su orgullo. Así, los sirvientes estaban acostumbrados a considerarla como un ángel, y la adoraban: todos se habrían dejado matar antes que tocar un cabello de su ama. El administrador, que era un hombre de la absoluta devoción de don Pedro y a quien éste tenía advertido que no había más amo ni más señor que él, condescendió de mala gana; pero lo que en un lenguaje político se llamaría el pueblo, se puso de parte de Teresa, y aquél tuvo que sucumbir y de pronto manifestar la mayor deferencia y alegría. Sin embargo, no se conformaba con este contratiempo, que acababa por su base con la autoridad tiránica que hacía tiempo ejercía sin contradicción, no solamente en la hacienda de «La Florida», sino en las otras que le eran subordinadas y anexas; así es que, estúpido como era, comenzó a meditar el medio más seguro para descartarse de su ama y de todos los huéspedes que traía en su compañía. Teresa, que nada advirtió ni podía sospechar de un sirviente, se contentó de pronto con echarle una severa reprimenda, y volvió a recobrar la viva alegría que le causaba verse en su casa, rodeada de sus antiguos criados y próxima a unirse para siempre con el hombre que amaba.

Como había todavía alguna luz, mientras que los criados descargaban el equipaje y Arturo examinaba a las guapas muchachas, que no faltaban en la ranchería, Teresa tomó la mano de Manuel, y con una sonrisa ingenua le dijo:

—Ven, ven; es necesario que te acabe yo de dar posesión de tus bienes.

Entraron a una sala espaciosa, enteramente a estilo del siglo pasado: grandes sillones forrados de damasco de China encarnado; toscos canapés figurando los brazos y pies, cabezas y garras de leones; una lámpara de plata colgada del centro de una techumbre de vigas de cedro, y grandes pantallas de espejo venecianas adornaban las paredes, que tenían pintadas al fresco paisajes y labores caprichosas de quimeras, ninfas y sirenas. Encima de cada puerta había un retrato de cuerpo entero, ya de un venerable viejo, con su gran casaca de tisú, ya de una hermosa matrona peinada de polvo, salpicado su blanco rostro de lunares y con un ancho traje de brocado de oro.

—Son mis abuelos y mis bisabuelos —dijo Teresa—, mi padre tenía grande amor y veneración a estos retratos: todos somos nobles y originarios de la provincia de Guipúzcoa; así me lo contaba mi madre muchas veces. Encargó que por ningún motivo se tocasen ni variasen los muebles de la casa: así es que, según creo, los más modernos tendrán cien años: conque, cumpliendo con la voluntad de los difuntos, es menester transmitirte a ti estas órdenes, ya que eres el nuevo dueño de todo esto.

—Y bien, ¿cuál es de entre estos el retrato de tu padre? y el de…

—La familia ha conservado hasta ahora su historia y su tradición: entremos a la recámara.

Entraron a una pieza espaciosa con dos grandes ventanas, qué daban a un jardín, plantado de naranjos: un lecho matrimonial de maderas preciosas con molduras y labores doradas, y cubierto con una colgadura de seda carmesí, estaba en medio: al lado del lecho se hallaba una cuna de caoba incrustada de concha: las sillas y las cómodas eran del más exquisito trabajo, y parecían, según su forma y antigüedad, del siglo XVII. A los lados de la cama había dos retratos; el del padre de Teresa, que representaba un capitán de infantería española, era, aunque bien parecido, de un rostro severo y desagradable: el de la madre, por el contrario, el de una amable matrona, de grandes ojos negros, llenos de melancólica dulzura: frente ancha y despejada, de donde partían enlazadas con perlas y rubíes, dos bandas de cabello negras y lustrosas; una sonrisa dulce e ingenua, que mantenía entreabiertos dos labios pequeños y un poco gruesos, la mirada de sus ojos negros que se dirigía al que la contemplaba y un hoyuelo en la barba, completaban el atractivo y la simpatía que inspiraba esa imagen de una persona muerta ya, y sepultada en el polvo del olvido.

Quien sabe si Teresa, adivinando lo que desde la tumba podría decirle su madre, se anticipó al pensamiento triste que parecía animar a la pintura.

—No, madre mía, no, nada temas de tu hija: todos podrán olvidarte; pero yo… yo… Si fuera feliz, tal vez, porque la felicidad nos hace insensibles y egoístas; pero siendo tan desgraciada como he sido, sólo tu memoria me ha podido dar fuerzas y valor. Mírala, Manuel, parece que nos oye, que no separa su vista de nosotros, que sus facciones se animan, y que cuanto hacemos, lo aprueba con esa sonrisa, que vagó en sus labios hasta el momento de morir.

Aquellos muebles antiguos, aquellas pesadas colgaduras llenas de polvo, que caían sobre un lecho frío; aquella estancia silenciosa y solitaria, que iban invadiendo las sombras Que siguen a las últimas horas de la tarde, predisponían el ánimo a una de aquellas fantasías en que de improviso se desarrolla y pasa delante de los ojos el pasado, el presente y el porvenir; pero todo rápido, confuso, como quien ve en un panorama ciudades, campos, ejércitos y pirámides, sin acertar a definir qué es lo que tiene delante. Una especie de pavor desconocido se apoderó de Manuel, y se acercó instintivamente a Teresa: ésta buscó la mano de su amante, y la estrechó. La oscuridad había aumentado, y pálidos, moribundos y casi desvanecidos los últimos rayos de la luz iluminaban de una manera extraña y fantástica el retrato de la hermosa matrona, que era la absoluta semejanza de su hija.

—Manuel —dijo Teresa conmovida—, aquí está la cuna donde dormí los primeros días de mi vida; allí el sillón donde mi madre me arrullaba en sus brazos; enfrente, las ventanas desde donde niña vi el hermoso cielo, y esos naranjos y esas flores, que van cayendo y marchitándose por falta de una mano que las cuide; y después, sola en el mundo, sin mi madre, que me amaba, sin ti, que estabas ausente… he sufrido mucho.

—¡Teresa! ¡Teresa! —dijo el capitán, pasando su brazo por el cuello de la muchacha—, jamás he podido olvidarte…

—Toda mi vida, toda mi historia, está en este pequeño espacio de tierra: mi cuna, mis alegrías de niña, la memoria de mi madre, que me ve, y tú que me amas, ¿no es verdad?…

—¡Más que a mi vida! —le dijo, estrechándola contra su corazón.

—Temía yo este momento —dijo Teresa con voz muy suave… mejor dicho, lo deseaba… pero también con el placer se sufre mucho.

Teresa tomó la mano de Manuel, y la puso sobre su corazón; acercó a su rostro sus mejillas aterciopeladas y suaves, pero ardientes como si la fiebre la estuviese consumiendo: Manuel inclinó la cabeza, y apoyó sus labios en los labios de rosa de la joven.

—¡Oh! —dijo Teresa después de un momento exhalando un prolongado suspiro—, mi madre nos ve, Manuel; mi madre no me perdonaría.

—Tu madre, Teresa, no podrá enojarse de que seas feliz. ¿Quién nos asegura que tendremos otro momento de dicha? ¡La suerte nos ha separado tantas veces! ¿Te acuerdas del día en que te estreché en mis brazos en casa de Mariana? ¡Oh! nada temas, Teresa: en tu casa, delante de los retratos de tus padres, te juro, que lo que me quede de vida, lo consagraré a ti, nada más que a ti.

Manuel buscaba de nuevo los labios de Teresa; pero alzando la vista al retrato, le pareció que la sonrisa había desaparecido de aquellos labios frescos, y que de los ojos negros y melancólicos de la madre se desprendían dos lágrimas: por un movimiento involuntario, también se separó de Teresa, y le dijo:

—Dices bien, Teresa; tu madre nos mira.

En aquel momento parecióle al capitán que el retrato se animaba, que se desprendía del cuadro, y que como una sombra leve, vaporosa y blanca, caminaba hacia ellos, y que abrazando tiernamente a la hija, se desprendían de sus ojos dos hilos de lágrimas, y después, inclinando también su rostro, apoyaba en la boca de Teresa sus labios descoloridos y fríos.

—¡Oh! ¡Manuel! me haces mucho mal, mucho mal —dijo Teresa—: Tus labios están fríos, y tu mano tiembla.

—Vamos, Teresa, vámonos de esta estancia, consagrada por recuerdos del amor de una madre: ella quizá, ve mi corazón, que tiene por ti un amor profundo y santo: ella vela por su hija, y la defiende seguramente desde la tumba.

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