El padre Martín, contento con su triunfo, no se detuvo más tiempo en casa de Florinda, sino que en el mismo coche se dirigió a México a darle parte a la madre de Aurora del éxito feliz de su comisión. Don Pedro, que se había cansado de cortar flores y de tomar sombra debajo de los fresnos de la casa de Torres Torija, y que por otra parte no quería ser visto de Aurora, se dirigió al portal que está enfrente de la hacienda de la Condesa, a esperar al confesor; y tan luego como observó el coche, se dirigió a él, abrió la portezuela, y se lanzó adentro, con más ligereza de la que le permitían sus años y sus dolencias.
—¿Qué tal, mi venerado y querido padre? —le dijo—; veo en vuestro semblante que habéis obtenido un triunfo.
—Completo —dijo el padre—, y no podía ser menos, contando con la elocuencia que Dios inspira a los que de buena fe se dedican a arrebatar las almas de las garras de Satanás: la niña, como era natural, resistió; pero la he dejado enteramente resuelta.
—¿A casarse? —preguntó don Pedro con inquietud.
—No, a entrar a un convento, y abrazar la vida religiosa.
Don Pedro dio un salto, como si le hubiera picado una abeja, porque había hablado al padre Martín de sus proyectos de matrimonio; pero éste que, como se ha podido observar, no creía que ninguna mujer pudiese salvarse sino en el claustro, ni siquiera imaginó inclinarla a la vida matrimonial.
—Bueno, muy bueno —dijo don Pedro componiendo su semblante—, me agrada mucho esa resolución. En efecto, es el camino más seguro de llegar a la perfección; pero una vez que se ha conseguido tal victoria, es necesario no desperdiciarla, para mayor honra y gloria de Dios.
—Una vez que la niña esté en el convento —contestó el padre sencillamente, no pudiendo adivinar a donde quería ir a dar don Pedro—, no queda más, sino dirigirle bien la conciencia, y acabar de arrancar de su corazón los resabios mundanos, que ha adquirido en el siglo.
—Eso se supone, y usted, mi padre, lo hará a las mil maravillas —contestó don Pedro—, pero quería decir que la niña es rica, y muy rica; que mi señora doña Micaela es ya anciana, y que por el orden natural debe morir pronto. En este caso, y sin perjuicio de tercero, esos cuantiosos bienes, que irán a dar quizá a manos impuras, que harán mal uso de ellos, será muy conveniente que se apliquen a objetos piadosos.
—Es verdad: no había pensado en ello, amigo mío, y usted me da una buena luz; pero ya que tan celoso se muestra siempre por los intereses de la Iglesia, es menester que nos ayude eficazmente. ¿Quién mejor que usted puede ser el apoderado de la señora, y quién mejor que usted, en un caso dado, puede aumentar y conservar esos bienes, para que sirvan para los pobres y para tantos objetos piadosos?
—¡Oh! Yo no merezco tanta confianza; pero si usted persuade a la señora, haré el sacrificio de echarme a cuestas un trabajo superior a mis fuerzas. Bastantes años de vida me ha quitado el manejo de los intereses de Teresa; y con todo y haber puesto en ello mis cinco sentidos, no he logrado que sea feliz, ni que esté contenta.
—Dios recompensará a usted, amigo mío —contestó el padre de muy buena fe—, lo que haga en la tierra por los huérfanos y por los desvalidos… Pero no hablemos más del asunto, que yo me encargo de arreglarlo todo con la señora, que es una santa, y que me obedece ciegamente.
Aunque el coche iba aprisa, don Pedro propuso que mientras llegaban a la garita, rezasen el rosario; y en efecto, antes de pasar por la puerta de la Acordada, habían concluido ya la letanía. Don Pedro, no pudiendo de pronto obtener ni aún la esperanza de casarse con Aurora, se conformaba con el manejo de los bienes; y antes de que sucediese otra cosa, quería que el poder, inventarios y documentos estuviesen en regla, para que una conferencia entre la madre y la hija, no fuese a destruir tal vez sus planes.
—Ya verá la loca muchacha —dijo don Pedro para sí—, la diferencia que hay entre ser libre, rica y dueña de su voluntad, a ser pobre, y vivir y morir encerrada entre cuatro paredes; pero puesto que ella lo ha querido, así se hará; y profesará, y tres más, o me dejaría de llamar Pedro. Ahora me toca a mí reírme a carcajadas.
Y en efecto se rio, de manera que el padre lo notó, y se lo quedó mirando.
—Nada, nada, recuerdo los chistes y los sustos de la ama de llaves; y por otra parte, no puedo menos de estar muy contento de haber tenido mi pequeña parte en la felicidad de esta honrada familia. Veamos si la obra se completa.
El padre y don Pedro se apearon en la puerta de la casa de Aurora, y todos los criados se quitaron el sombrero, excepto Benito, que sin saber por qué, suponía al viejo autor de todo el disgusto que había ocurrido en la casa.
En el momento en que avisaron a la señora quiénes la aguardaban en la sala, se levantó, y salió llena de inquietud.
—Todo está terminado satisfactoriamente —dijo el confesor.
—¿Conque Aurora se arrepiente, y vuelve a su casa? —dijo la madre llena de alegría.
—Mejor que eso todavía —replicó el eclesiástico—: Está ya decidida, y entra al convento.
—¿Al convento? —exclamó la madre, poniéndose pálida.
—Sí, al convento —afirmó el padre—, ¿no eran esos los deseos de usted?
—Sí, es verdad… pero… yo pierdo a mi hija, a la hija de mis entrañas, y quedo sola, sola en el mundo: ustedes me la arrebatan; ustedes me la quitan.
La madre, aunque de carácter agrio y duro, era al fin madre; y cuando pensó que tenía que separarse para siempre de su hija, sintió toda la imprudencia de su conducta: un dolor supremo y profundo llenó su corazón, y por aquella fisonomía pálida y fría, por primera vez, después de mucho tiempo, corrieron abundantes lágrimas. Don Pedro y el padre la consolaron, y la persuadieron a que por su parte, y en obsequio de la salvación de su hija, hiciera este gran sacrificio, y aprovechase la oportunidad, para que los bienes que pertenecían a Aurora, se dedicasen a obras de beneficencia. La señora, traspasada de dolor, sin voluntad propia, porque los argumentos con que se defendió, fueron muy débiles, consintió en todo, y abandonó la dirección de su casa a sus dos buenos amigos. En el mismo momento, y sin descansar ni un minuto, se fueron al oficio de un escribano, y allí se redactaron todos los documentos necesarios, que la señora firmó sin siquiera leerlos. Don Pedro, al acostarse en su cama en la noche de ese día borrascoso, decía:
—Vamos, parece que el tiempo no se ha perdido; pero este silencio respecto a Teresa, no sé por qué me perturba e inquieta. En tanto tiempo ni una sola carta de La Habana, o de España.
En cuanto a la madre de Aurora, poco le importaba lo que decían el poder, ni los documentos, ni lo que había firmado: lo que por aquel momento le preocupaba, era su hija; y muy de mañana, y sin cuidarse ya de ceremonias, y echando el amor propio a un lado, mandó poner a Benito el coche y se dirigió a Tacubaya, con el fin de perdonar a su hija, de persuadirla a que volviese a su casa, y de quitarle de la cabeza que entrara al convento; pero esto lo hacía como en secreto, porque tenía temor de contrariar la voluntad del padre y la de don Pedro, a quienes tenía grande consideración, y aun puede decirse, respeto. La corta distancia que hay entre México y Tacubaya, se le hizo eterna, pero al fin llegó, y sin preguntar a los criados, ni al portero, ni guardar ceremonia alguna, se introdujo por las piezas, hasta que llegó a la recámara donde estaba Aurora, que triste, pero tranquila, se peinaba delante de un tocador.
Benito, tan luego como dejó a la señora, y adivinando los deseos de Aurora, volvió a México en busca de Carmela. El pobre criado creía que con esto volvía ya la paz y la tranquilidad a la familia, y habría dado su brazo derecho por ver a la niña risueña como antes, saludando a sus amigas en el paseo.
—Aurora, hija mía, ¡qué crueles días me has dado! ¿Por qué haces eso con tu madre?
Aurora tiró los peines que tenía encima; se cubrió el seno con su bata, y se echó en brazos de su madre.
—¿Yo dar pesares a mi madre? Nunca, nunca: es quizá la primera vez que llora por mí; pero yo no tengo la culpa: usted me ha arrojado de su casa; ¿qué había de hacer?
Madre e hija lloraron un momento: después las dos procuraron calmarse como personas reflexivas y bien educadas, y que no querían dar en una casa ajena el escándalo de gritos y de sollozos. Florinda, que entró, y contempló en silencio esta escena, acercó una silla a la señora, y volvió a salir de puntillas.
—No, no —dijo Aurora—: Tú has sido mi mejor amiga, y nada tengo reservado para ti. Lo que voy a decir a mi mamá, no te lo he dicho, pero puedes oírlo: tú has sido como yo muy desgraciada, y podrás concederme la razón.
Florinda acercó su silla, y en ese mismo momento entró una criada.
—Una carta del correo, señorita.
—Dame, dame; será de Pablo sin duda.
Florinda abrió la carta, y la recorrió con la vista.
—Es de Pablo —dijo a Aurora—. Siempre dice lo mismo: que la veta está al cortarse, y que entonces vamos a ser muy ricos, y todos nuestros negocios se compondrán: agrega que muy pronto estará aquí; pero la carta es de fecha muy atrasada. No me manda ni un centavo, ni me dice a quién debo ahora ocurrir por dinero. ¡Pobre hijo mío! —exclamó arrojando con tristeza la carta en el costurero.
La señora doña Micaela no había dejado de mirar fijamente a su hija; y por las observaciones que pudo hacer, le pareció que había ya tomado una resolución irrevocable.
—¿Conque estás decidida a entrar en el convento?
—Decidida —contestó Aurora.
—Vamos, hija mía, reflexiona bien: no se hable más de lo pasado, y vente a tu casa con tu madre, con tus criados, con todas las comodidades de que has gozado. Es verdad, que he sido cruel contigo; pero, ¿qué quieres?, una madre es natural que sea celosa del amor y del honor de su hija; pero, repito, no hablemos más de eso.
—Ahora que verdaderamente sois mi madre, y no el otro día que la cólera os cegaba, debo abriros mi corazón. Yo cometí, en efecto, una imprudencia recibiendo a un joven; pero juro por Dios, que nos ve, que no falté en nada a la decencia ni aún a la educación; el Señor, que siempre premia en esta vida las obras de caridad que se hacen, me recompensó sobradamente, destinando a Carmela para que fuese mi ángel custodio.
—Explícate, hija mía, explícate —dijo la señora conmovida—, y no temas que te diga una palabra que pueda molestarte.
Aurora le refirió lo que había pasado con don Francisco.
—Dios, en efecto, te salvó, Aurora, de la perfidia de un malvado; pero puesto que eso es la verdad, porque tú nunca me has engañado, ¿por qué tantas lágrimas? ¿Por qué destruyes tu casa?, ¿por qué esa resolución de encerrarte en un claustro?…
—Mientras mi conciencia ha estado tranquila, yo he podido afrontar la envidia y las murmuraciones; pero ahora que hay un fondo de aparente verdad que me condena, ¿quién me creerá inocente? La sociedad es bien injusta, madre mía, y mi lujo y mi juventud no harían otra cosa sino recordar todos los días la deshonra de mi casa. El olvido y el silencio son el único remedio que tiene una mujer, cuando una calamidad semejante ha venido a interrumpir la serenidad de su vida.
La madre callaba y bajaba los ojos, convencida por las reflexiones de su hija, y guiada también en parte por los deseos de encontrar un motivo fundado para que entrase en el convento.
—Pero el verdadero motivo —prosiguió la muchacha—, es otro: quizá el tiempo borraría en mi corazón el disgusto profundo que ha producido la conducta villana de don Francisco, y la sociedad, cuando tuviese otra cosa en que ocuparse, me olvidaría a mí; pero yo no puedo olvidar lo que está aquí en el fondo de mi corazón. Hace mucho tiempo que guardo este secreto, que no he dicho ni a mi confesor, porque no es un pecado, ni a mi madre, porque no podría consolarme, pero que en estos momentos es preciso que revele, porque me mataría si lo guardase por más tiempo. Una noche, que puedo decir ha sido la más desgraciada de mi vida, fui a un baile al teatro Nacional: allí vi por primera vez a Arturo, a quien tanto mi madre como tú, Florinda, conocen: bailó conmigo, me dijo las palabras comunes que los hombres dicen a todas las mujeres; le contesté riendo con la ligereza propia de mí carácter; le di una flor, le permití que guardase un listón desprendido de mi calzado, y a consecuencia de esto mediaron palabras fuertes entre el capitán Manuel y él, y quedaron citados para un duelo. Yo temí que mi reputación se comprometiese con un lance semejante, y que mi mamá, creyendo tal vez otra cosa peor, tuviese un gran pesar: con el poder y el prestigio que da la juventud a las mujeres, traté de componer a los que se habían desavenido, y dije a Arturo palabras que seguramente le dieron esperanzas fundadas de que yo le amase. El baile acabó, y en los días siguientes supe que, lejos de haberse verificado el duelo, los dos rivales quedaron muy amigos, conviniendo en que Manuel continuaría sus relaciones con Teresa, la tutoreada de don Pedro, y Arturo conmigo. No sé qué mala impresión sentí al saber que este lance había tenido tan ridículo fin; y ese pacto, ese convenio amistoso de dos hombres que se reparten a las mujeres como si fuesen unos floreros, o unos adornos de lujo, me pareció vulgar y desagradable: así es que la primera entrevista que tuve en mi casa con Arturo, que fue la noche de la tertulia a que tú, querida Florinda, concurriste, procuré zaherirlo amargamente: él no se quedó callado, y contestó mis sátiras con otras más amargas. Desde esa noche me propuse aborrecer a este joven fatuo, ocioso y calavera, y al menos así lo creí; pero me sucedió todo lo contrario. Noche por noche tenía delante su figura, tal como lo vi en el baile; sentía que su mano estrechaba la mía; oía el metal de su voz; sentía los latidos de su corazón, y estaba segura de que a nadie, a nadie en el mundo, amaba más que a mí: así todas las tardes esperaba verlo a caballo en el paseo, y en efecto, así sucedía; por las noches me ponía al balcón, porque suponía que pasaría por la calle: cada vez que el portero sonaba la campanilla de la escalera, el corazón me daba un vuelco y esperaba por momentos verlo entrar sólo, o en compañía de Rugiero… Rugiero mismo me simpatizaba, porque era el amigo y el compañero de Arturo: en una palabra, yo estaba no solamente enamorada, sino loca perdida por este hombre. Pero ¿qué hacer? Arturo en el paseo me saludaba con indiferencia; a mi casa no volvió, en el teatro dirigía el anteojo a todos los palcos, menos al mío; y este desprecio de Arturo y esta privación que la naturaleza y la sociedad han impuesto a las mujeres para descubrir su corazón, inflamaron más y más mis sentimientos, y a medida que esto sucedía, tenía yo, por propio decoro, que disimular, que encerrar este secreto en mi pecho, porque me habría cubierto de ridículo, si se hubiese llegado a saber que yo adoraba a un hombre que me trataba, no sólo con indiferencia, sino con desprecio. Repentinamente Arturo desapareció, y procurando informarme, supe que se había marchado de México, en compañía de su amigo el capitán: cuando estuve cerciorada de esta noticia, puedo decir que respiré, porque me figuraba que para una locura semejante a la mía, no había mejor remedio que la ausencia y el olvido; pero sucedió lo contrario. Una tristeza profunda, un fastidio mortal comenzaron a pesar sobre mi vida: me consideraba sola, absolutamente sola: el paseo me parecía insoportable, el teatro me cansaba: en todas partes buscaba a Arturo, y en cada joven que veía, procuraba encontrar semejanza con él, ya por sus ojos, ya por su cuerpo, ya por su modo de vestirse. La esperanza de que regresara pronto me mantenía, y me habría considerado feliz, no ya con su amor, sino siquiera con verlo una que otra vez, con recibirlo de visita cinco minutos cada mes. Dicen que el corazón de las mujeres es un abismo: en efecto, ¿quién podría adivinar en mí tal pasión?, ¿quién podría pensar que yo sufría, que yo suspiraba, que las lágrimas venían a cada momento a mis ojos por un hombre a quien había tratado tan poco? En fin, quise ser superior a mí misma, desterrar de mi corazón este sentimiento, y decidirme a amar a otro: Don Francisco se presentó, y sin reflexión de ninguna clase, acepté sus relaciones, únicamente porque se parecía a Arturo. Yo jamás amé a ese hombre; amaba en él el retrato de otro; amaba a Arturo sin saberlo, y con esta semejanza, con esta ficción engañadora, que fue menester que inventara mi corazón, me consideraba feliz y absolutamente curada de mi triste y fatal locura. Lo que sufre una mujer cuando se halla en una situación semejante, no son capaces de comprenderlo ni mi madre, cuya virtud y severidad la ponen al abrigo de todas estas, que confieso, pueden llamarse locuras, ni tú, Florinda, que ya tienes el amor puro y santo de un hijo, que con sus caricias y con su sonrisa paga la ternura de tu corazón. ¿Podía yo escribir a Arturo?, ¿podía llamarlo a México?, ¿podía declararle mí amor? No, esto habría sido el colmo de mi infortunio, porque desde ese momento no le habría inspirado más sentimiento que el de la lástima… quizá el del desprecio Al contrario, era menester que el orgullo y el pudor de la mujer triunfaran de su debilidad: así es, que al menos, siempre me he mostrado altiva, orgullosa, superior a él, y estoy segura de que ni remotamente ha conocido mis sentimientos. Esto puede explicar el misterio del corazón de la mujer, cuyo papel es sufrir, callar, reír cuando las lágrimas se le vienen a los ojos, volver la vista cuando más quisiera ver, despreciar, tal vez, cuando quisiera arrojarse a los pies del que ama. Lo que se sufre, lo que duele el corazón, lo que padece el espíritu, eso se calla, porque nadie lo puede entender en el mundo, que con ligereza y con injusticia siempre juzga por las apariencias…
Aurora se había llenado de animación; los colores habían encendido su rostro, al hacer la franca confesión de sus amores secretos: quedóse un momento callada, y después continuó, viniendo a sus ojos las lágrimas, que había reprimido en sus párpados.
—Ahora, ¿quién me ha de querer, ni qué esperanzas tengo de felicidad? Arturo, me ha olvidado completamente; va a casarse en Tampico, y aún cuando esto no fuese así, después de lo sucedido, yo tendría vergüenza y remordimientos de ir a su lado. Lo amo, lo amo mucho, y querría ser amada de él, sin que una sospecha, sin que una duda, viniesen a turbar nuestra felicidad… Pero esto ha sido siempre un sueño, y hoy es imposible: así, abandonada de todos, triste, sin esperanzas, sin juventud dentro de poco, no tengo más sino acogerme a Dios, a Dios, que ve el fondo de nuestros corazones, que conoce nuestras faltas, y que siempre es clemente y benigno, cuando todos, todos nos abandonan en el mundo. Éstas son mis razones, madre mía: por eso quiero encerrarme en un claustro, porque mi compañía, triste, enferma y desgraciada como estoy, no sería para usted más que un motivo constante de pesar y de amargura. La vida del claustro, que será absolutamente nueva; la resignación que espero me dará Dios, y el olvido de todo lo que pertenece al mundo, harán tal vez, que en lo de adelante, mi existencia sea al menos tranquila, ya que no dichosa.
La madre, aunque no estaba ya en la edad de comprender los sentimientos de su hija, pudo, sin embargo, persuadirse a que en efecto su posición era rara y singular, y a que no tenía más remedio efectivamente que el convento: así es que respondió a su hija:
—Bien, hija mía, bien: el Señor ha querido que en medio de las pasiones de la juventud conserves sentimientos honrados y cristianos: tu separación me puede costar la vida; pero al menos tendré el consuelo de que te dejo segura en un claustro, y de que no serás víctima de la seducción ni de la perfidia de los hombres.
—Jamás he hablado de intereses —dijo Aurora—: He gastado cuanto me ha venido a la fantasía, y supongo que soy rica; y si esto es cierto, pido licencia a mi madre para disponer de lo que tenga. Voy a morir para el mundo, y nada, absolutamente nada deseo más que la corta pensión de las religiosas, que quedará asegurada con mi dote.
—Todo lo que hay es tuyo, muy tuyo, hija mía: tu padre aumentó su caudal con su trabajo para ti, no más que para ti; y yo también por mi parte bien poco necesito. Lo que hay en nuestra casa se venderá, y yo me reduciré a vivir en compañía de alguna antigua amiga, que sea pobre, para que me cuide en los últimos días, y me consuele de la ausencia de mi hija.
—¿Entonces podré hacer mi testamento, y dejar lo que yo tenga a las personas que me sean más queridas?
—¿Testamento, hija mía?
—Sí, un testamento, porque, repito, voy a morir para el mundo: las galas, los trajes, todo lo dejaré en la puerta del convento. Mientras viva mi madre, todo será suyo; pero así que Dios se sirva llamarla a su gloria, ¿quién disfrutará nuestro caudal?, al menos no quiero que suceda lo que con la pobre de Teresa, que ha pasado su vida entre las enfermedades y las lágrimas, mientras otros han disfrutado de su dinero.
—Es que —contestó la señora algo turbada—, tu confesor y don Pedro están encargados de…
—¿Don Pedro? ¿Don Pedro? Entonces con tanta más razón: no sé por qué me parece que ese hombre es mi ángel malo. Es necesario que todo quede hoy concluido.
Benito entró a ese tiempo seguido de Carmela y con una cajita en la mano.
—¡Carmela!, ¡hija mía! —dijo Aurora corriendo a abrazar a la criatura—, estás destinada a ser huérfana y a estar siempre sola. Perdiste a tu madre, pero yo la había reemplazado, porque te quería como ella, ahora, Carmela, te vas a quedar sin tu segunda madre.
La niña se abrazó fuertemente de la cintura de Aurora, y comenzó a llorar.
—No, no creas que me voy a otra tierra, y que te dejo, Carmela: voy a entrar al convento, y allí te llevarán a que me veas todos los días, y cuando crezcas un poco más, entonces, si tú quieres, me acompañarás unos días. Tranquilízate, hija mía, y no llores: tú no sabes como yo lo que son pesares: tú no conoces todavía el mundo; tú no eres tan desgraciada como yo… ven, ven.
Aurora con las lágrimas en los ojos, tomó con sus dos manos las mejillas de Carmela, y le besó diversas veces con entusiasmo su boquita de rosa.
—Mira, te enseñaré tus alhajas, y no hay que llorar; y como tengo bastante comprimido el corazón, tú no debes aumentar mis penas.
Carmela correspondió a los besos de Aurora, y le dijo:
—Bueno, ya no lloro, pero me iré con usted al convento, o a donde se vaya: si no, le prometo, que me saldré a la calle, y que no volveré a ver a usted más.
—¿No querrás quedarte con Florinda? Ella me hará el favor de encargarse de tu educación. ¿No es verdad que lo harás, amiga mía?
Carmela hizo una muequilla negativa, y volvió a abrazarse de la cintura de Aurora.
—Vaya, dejemos eso para más tarde: yo prometo que en todo te daré gusto; por ahora vamos a ver tus alhajas. Con el valor de ellas, aún cuando nada te diera yo, tendrías para completar tu educación y para vivir feliz toda tu vida; pero créeme, hija mía, las mujeres necesitamos algo más que del dinero para ser felices.
Aurora suspiró profundamente, se sentó en una silla baja, colocó a sus pies a la niña, y abrió la cajita de alhajas, que Benito había dejado en el sofá.
—Mira, ¡qué collar de esmeraldas tan hermoso! Cuando seas más grande, te sentará muy bien a ti que eres tan linda y tan blanca. Irás al paseo, al teatro, a todas partes, y serás la admiración de cuantos te vean… pero, ¿de qué te servirá?, de lo que a mí me han servido mis alhajas y mi lujo —continuó arrojando a un lado tristemente el collar—. En fin, no pensemos en esto… levántate un poco, y te pondré esta soga de perlas.
Carmela se levantó, y Aurora le puso la soga de perlas.
—¡Vaya, si te sientan bien! Es una soga mejor que todas las mías, y jamás me ocurrió ponérmela… ya se ve, y ¿para qué?… para que los hombres se enamoren de las alhajas, y no de nuestras virtudes, ni de… nada, nada… Carmela… te aconsejo; no, te mando, y nunca lo olvides, que jamás, cuando estés en estado de aparecer en el mundo, te adornes con alhajas ningunas, porque seguramente serán tu perdición.
Carmela se quitó la soga de perlas, y la arrojó al sofá.
—Sí lo prometo, pero prométame usted que nunca me abandonará.
—He aquí un compromiso —dijo Aurora—: ¿Qué dices, Florinda? será menester que me lleve a esta niña al convento o que…
—O que no entres al convento —le contestó Florinda—, y será lo mejor.
—Se conoce que tú no eres tan desgraciada como yo —contestó Aurora bajando la vista—, pero sobre eso no hay que hablar; he dicho que mi resolución está tomada, y las mujeres somos así. Sólo la muerte me lo estorbaría.
—O Arturo —le dijo Florinda en voz baja, y procurando chancearse.
—Arturo… sí… con una palabra suya todo lo abandonaría, e iría al cabo del mundo… pero eso es imposible… dejemos este pensamiento, y vamos a concluir el examen de estas alhajas.
Aurora quiso poner un semblante alegre; sonrió, hizo que Carmela le encendiese un cigarro, pues solo fumaba cuando tenía un pesar grave o una fuerte emoción; se puso en pie, se llenó las manos de anillos, se paseó por la sala llena de garbo y de coquetería, y al fin se volvió a sentar pálida y con los ojos húmedos. Florinda tenía miedo de que su pobre amiga se volviese loca; Carmela seguía con sus miradas tristes e inquietas los movimientos de su linda madre adoptiva, y se conocía que sufría, y que una inquietud grande la atormentaba. En cuanto a la señora, envuelta en su tápalo y acomodada en un rincón, dormitaba, y suspiraba por intervalos.
Aurora, al cerrar enfadada ya la cajita de alhajas, tropezó con un bultito: tomólo en sus manos, lo desató, y encontró el fistol de Rugiero, tal como se lo había enviado la tía Marta.
Aurora tomó en sus manos la preciosa alhaja, y se quedó mirándola con mucha atención.
—Díme, Carmela —dijo a la muchacha—, ¿recuerdas haber tú visto esta alhaja alguna vez en tu casa?
—Nunca, señora —contestó Carmela—, ni tampoco las otras: nunca, ni mamá, ni el señor que llamábamos papá, nos enseñaban eso.
—¿Tampoco recuerdas que la tía Marta te dijera algo respecto a este fistol?
—Nada.
—¡Y tú, Florinda!, ¿recuerdas haber visto esta alhaja a alguna persona?
Florinda examinó cuidadosamente el fistol, y después de un rato, dijo:
—Seguramente, o Arturo tiene un fistol muy parecido a éste, o es el mismo.
—Así lo había yo pensado; mas no me atrevía a decirlo; pero ahora aseguro que es el mismo que tenía prendido en la camisa la noche que lo vi por primera vez en el baile del teatro Nacional.
—Es cosa rara —dijo Florinda—, que esta alhaja, que parece tan valiosa, haya venido a dar a tus manos.
Aurora le contó lo que había ocurrido en esto, y que ya sabe el lector, y esta conversación contribuyó a disipar un tanto los negros pesares de nuestra hermosa muchacha, la que encargó a su amiga que prendiera en su pecho el fistol y se lo guardara cuidadosamente, ya para venderlo y destinar su producto para la educación de Carmela, ya para que si alguna vez podía ver o escribir a Arturo, aclarase el misterio en que realmente estaba envuelto el hallazgo de esta prenda, que no podía decirse a quién pertenecía. Como era ya muy entrada la tarde, fue necesario que la señora se retirase a México, no habiendo querido quedarse por más instancias que se le hicieron, y Aurora permaneció con Carmela en casa de su amiga, pues estaba resuelta a no volver a México, sino era para entrar en el convento.
Cuando quedaron solas las dos amigas, cada una se retiró a su recámara, y Carmela, contenta con quedarse al lado de Aurora, se olvidó de sus lágrimas, y salió ligera y gozosa a recorrer el jardín, y a examinar con la curiosidad propia de una niña, todos los rincones y escondrijos de la casa. Florinda, en cuanto se vio sola, corrió a besar y a abrazar a su hijo, y cerrando las puertas, desprendió el fistol del fichú que rodeaba su garganta, y donde Aurora misma se lo había colocado, y tomando una luz, se puso a examinarlo cuidadosamente.
—Todos son ricos, muy ricos —dijo—, hasta esta huérfana de Aurora tiene alhajas que valen una fortuna: sólo tú, hijo de mis entrañas, no tendrás dentro de poco, ni ropa que mudarte. Tu padre no te ama, porque si te amara, como todos los padres aman a sus hijos, habría cuidado mi fortuna que era para ti, y no hubiera tenido ese lujo que lo arruinaba visiblemente, ni emprendido esas malditas especulaciones de minas… ¡Vamos!, con esta alhaja que fuera tuya, ya viviría tranquila, y tendría para tus alimentos y tu educación, porque creo que debe valer mucho, mucho dinero.
Florinda volvía de uno a otro lado el fistol, sus ojos no se saciaban de observar las primorosas luces que despedía, y entre tanto por su cabeza cruzaban pensamientos siniestros.
—Si este fistol fuese mío… ya se ve… si por una casualidad se perdiera, Aurora no me diría nada por una parte, y por otra, tampoco haría falta a esa niña Carmela, que es dueña del más hermoso aderezo de esmeraldas que yo he visto en mi vida…
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —exclamó repentinamente Florinda, enclavijando las manos y levantando los ojos al cielo—, quítame este pensamiento siniestro que vaga en mi cabeza… ¿yo, abusar de la amistad?… ¿yo, quedarme con una cosa que no es mía?… yo, que lejos de cogerme nada ajeno, he dado siempre lo mío… no podría ver la cara a Aurora sin ponerme encarnada… no, no… pediré mejor limosna.
Florinda se acercó de nuevo a la cuna donde dormía su hijo un sueño apacible y tranquilo, y lo miró con la mayor atención y ternura.
—Por ti, hijo mío, he tenido este pensamiento infame que me avergüenza, pero ¿qué no es capaz de hacer una madre por un hijo?… en fin, quizás las minas repentinamente darán una bonanza, y Pablo regresará rico, y como antes, volveremos a tener nuestras comodidades… Pero una vez que Aurora está resuelta a entrar en el convento y a dejar a Carmela a mi cargo, le apoyaré su idea, y yo me quedaré dueña de todas las alhajas, y no tendré necesidad de hacer perdediza ninguna de ellas: se venderán para los gastos de la educación de la muchacha, y yo tendré con qué educar también a mi hijo… Vamos, no seré ya pobre, aunque Pablo vuelva, como siempre, con esperanzas… Cabal… cabal… una mujer como yo, que toda su vida ha vivido con opulencia, verse reducida a empeñar su ropa, a pedir prestado, y más adelante, a no tener qué comer… ¡Oh, vale más la muerte que la miseria!
Florinda, con estas y otras reflexiones, procuró tranquilizarse; pero el caso fue que cuando se acostó y procuró dormirse, por más que cerraba los ojos, siempre tenía delante los reflejos de la piedra maravillosa, y más y más se afirmaba, contra su voluntad y su conciencia, en tomar cualquiera resolución, antes que dejar a su hijo en la indigencia. La noche fue para esta pobre mujer terrible y agitada, y al día siguiente amaneció estragada, como si hubiese sufrido una grave enfermedad.
En cuanto a Aurora, sus pensamientos eran de otro género. Luego que estuvo completamente sola y que reinaron el sosiego y el silencio en la casa, comenzó a reflexionar en su situación, y se apoderó de su ánimo una especie de despecho que la hacía inclinarse, no sólo a entrar al convento, sino aun a concluir definitivamente con su triste y amarga vida; quizá si hubiese tenido a mano un veneno, habría terminado sus días esa misma noche.
—Todos son fríos e indiferentes —decía—, cuando se trata de los sufrimientos ajenos: mi madre, después de haberme reñido agriamente y echado de la casa, se ha contentado con dirigirme algunas reflexiones frías, que parece han sido por cubrir las apariencias. ¡Qué! ¿Una madre que ama a su hija se separa de ella con facilidad, y al fin consiente en que adopte una resolución tan fuerte, sin llorar, sin rogarle, sin mandarle, en fin, que no labre su desgracia eterna? ¡Oh, mi madre no me ama! mi madre, dominada por el padre Martín y por ese viejo malévolo de don Pedro, se alegra en el fondo de que yo entre al convento… Florinda, Florinda, que ha sido tan buena siempre conmigo, ¿por qué no viene ahora a conjurarme, a rogarme que cambie de resolución?… Pues bien, supuesto que todos me abandonan, yo también abandonaré a todos sin sentimiento y sin pena… entraré al convento; pero nadie me volverá a ver, a todos cerraré la puerta, y haré cuenta de que murieron y que yo sola, absolutamente sola, estoy enterrada viva en un gran cementerio. Así acabarán la vanidad, el orgullo, el lujo, el amor de la célebre Aurora, de la desgraciada Aurora, que andando en el mundo con una cara hermosa, con un corazón virgen, no ha encontrado una sola persona que la ame.
La pobre criatura, agobiada con estos pensamientos y en la realidad sola y aislada en el mundo, sentía todo el desconsuelo amargo del desamparo; habría deseado personas que ardientemente le hubieran rogado que no adoptase la resolución desesperada de encerrarse en un claustro, y que le hubieran indicado otro camino, y entonces es seguro que, pasados los primeros momentos de dolor y de disgustos, ella se habría dejado conducir. Esperaba de un momento a otro que Florinda hiciera con ella los buenos oficios de una amiga íntima, ofreciéndose a hacer saber indirectamente a Arturo la resolución extrema que iba a tomar, para que el joven, regresando de sus viajes, hubiese podido mostrar decididamente o su amor, o su despego absoluto… Pero nada, todas las puertas estaban cerradas para la pobre criatura, y ella de por sí, pudorosa y llena de un noble orgullo, no se atrevía a indicar nada, y prefería el sacrificio de toda su existencia. Con mucha razón se dice que no es fácil sondear el abismo profundo del corazón de las mujeres: ellas tienen que callar a veces sus más íntimos pensamientos y sus más crueles pesares. El hombre puede elegir, puede hablar, puede valerse de mil medios que la sociedad no condena, para conseguir un objeto: la mujer en ciertos casos no tiene más camino que el silencio y la resignación.
Largas horas permaneció Aurora entregada a cavilaciones del género de las que acabamos de indicar, hasta que tomando al parecer su resolución definitiva, se acercó a un escritorio, tomó unos pliegos de papel y comenzó a escribir; ya entrada la noche, concluyó su trabajo y leyó:
Teniendo la resolución de entrar de monja en el convento de la Concepción, y no necesitando para el resto de mi vida más que el dote que pagará mi madre, es mi voluntad y la de mi madre, que disponga de los bienes que me pertenecen; y así lo hago, queriendo que se dé a esto que escribo toda la formalidad y valor que se requiere en los términos que mandan las leyes, pues ignoro la forma y modo de hacer estos documentos, para que no sean disputados ni se deje de cumplir lo que yo quiero.
Todos mis vestidos se venderán, y se les dará a los pobres el dinero que produzcan.
Florinda quedará encargada de la educación de Carmelita, y a ella le he entregado las alhajas que le pertenecen, y que a la hora de morir me entregó una anciana que recogió a la niña en la calle: siempre ha sido para mí un misterio la vida de esta niña, y nunca he podido averiguar ni quiénes fueron sus padres, ni si efectivamente murieron o viven, ni cómo le vinieron estas alhajas; pero el caso es que no habiéndolas reclamado nadie, puedo afirmar que no pertenecen más que a ella. Hay entre ellas un fistol de diamantes muy valioso, que también entrego a Florinda, y que creo es del señor Arturo, porque yo recuerdo habérselo visto prendido en la camisa: que sé busque por mi madre y por Florinda al señor Arturo, y que se le pregunte lo que hay sobre esta alhaja, pero sin mentarle mi nombre para nada.
Si, como parece cierto, Florinda está ya muy pobre, quiero que se le den doscientos pesos cada mes a ella, no a su marido, y además lo que gaste en vestir y alimentar a Carmelita.
Cuando sea más grande Carmelita, si quiere, podrá irse conmigo al convento; pero si no, que continúe viviendo con Florinda; y cuando se case con un hombre que ella quiera, se le dará la casa de la calle de don Juan Manuel; pero que de ninguna manera lo sepa su marido, sino después de un año de casados, y que al contrario, antes de casarse, se le advierta que es huérfana y pobre, absolutamente pobre.
Quiero que a cada uno de los criados de mi casa se les den cien pesos; pero a Benito, el día que quiera dejar el servicio de mí madre, o que ésta lo despida, se le darán cuatrocientos pesos para que ponga un comercio, porque este criado tan fiel, y que tanto me quiere, me ha indicado que esa sería su felicidad.
Aunque mis amigas no se han acordado mucho de mí, yo quiero, sin embargo, dejarles una prenda de mi cariño.
A Elena se le darán mis aretes de brillantes.
A Margarita, un prendedor de amatistas.
A Teresa, aun cuando por culpa de su tutor no he tenido el gusto de tratarla mucho, se le dará cuando vuelva a México mi pulsera de rubíes, diciéndole que esa prenda le recordará siempre que hay en el mundo una mujer todavía más desgraciada que ella.
Todos los anillos serán para Carmelita, y se le entregarán cuando crezca un poco más.
Las alhajas que queden, ya mías, ya de mi madre, cuando fallezca, se destinarán a la Virgen de la Concepción.
Todos mis demás bienes, hecho lo que va dicho, los dejo al señor Arturo B…; se le entregarán tan luego como yo haya profesado, sin decirle nunca, nunca, que yo se los he dejado, sino haciéndole entender que proceden de cuentas que mi difunto padre tenía con el suyo.
Aurora fue acordándose de diversos objetos que tenía, y añadiendo legados tras de legados a multitud de ancianas pobres a quienes socorría frecuentemente. Acabado su trabajo sacó una copia, y vestida, se arrojó en el lecho, donde se quedó dormida hasta el día siguiente. Muy de mañana le avisaron que Benito había llegado a informarse de la salud de su ama. Aurora escribió a su mamá, enviándole copia del testamento, encargándole expresamente que lo pusiera en manos de un escribano honrado, para que él llenase todas las formalidades que le faltaban. Encargaba, además, que inmediatamente fuesen despedidos de la casa, don Pedro, si volvía a ella, y Teodora, que como puede recordarse, fue la que contribuyó tanto a que Francisco llegase al punto de causar la desgracia y la ruina de la casa. Encargaba asimismo que por ningún motivo se le presentara otra vez el padre Martín, y que en su lugar se le enviase al padre N…, con quien deseaba conferenciar, y encargarle todo lo relativo a su entrada al convento.
Benito partió con la carta y la entregó a la señora, la que no pudo reprimir un movimiento de ternura; pero recobrando su frialdad habitual, comenzó a ejecutar la voluntad de Aurora. Despidió a Teodora, reprendióla agriamente; dio a cada uno de los criados los cien pesos y los cuatrocientos a Benito, mandó inmediatamente a una corredora los vestidos de Aurora y dispuso se pagase al convento el dote, a fin de que sin dilación quedase todo concluido: la madre parece que tenía prisa de acabar de salir de su hija.
Cuando los criados supieron lo que pasaba, los unos lloraban, los otros culpaban en voz baja a la señora, los otros le rogaban que obligase a la niña a que volviese a su casa; todo en vano, porque la señora, con una fría severidad, continuaba todos estos pasos, que eran el presagio del aniquilamiento y ruina de la casa.
La recámara de Aurora se cerró, las mil curiosidades que contenía su tocador se echaron en un canasto, sus roperos quedaron vacíos, y las criadas cargaron con docenas de primorosos zapatitos de seda, de medias, de ropa interior llena de calados y bordados, de flores y adornos de la cabeza. La madre se redujo a sus piezas favoritas, donde se encerró, y contra lo que expresamente le había recomendado su hija, mandó llamar a don Pedro y al padre Martín.
—Todo está concluido —les dijo luego que los vio entrar—: Aurora está ya decidida a entrar en el convento. Este golpe es terrible para mí, pero ya lo he meditado bastante, y todo lo debo sufrir por asegurar su salvación. Esta criatura es de pasiones muy fuertes y violentas, y estoy segura de que el día que yo muera, acabaría con su caudal y se perdería. Podrán formar una idea de su carácter por el testamento que ha hecho, y que me encarga expresamente que ninguno de ustedes dos vea.
Don Pedro se caló unos anteojos de oro y comenzó a leer, no pudiendo disimular la sorpresa que le causaban las disposiciones testamentarias de Aurora.
—Decididamente, mi señora doña Micaela, que estos perdularios y calaveras son muy afortunados, y cuentan con el amor de cuantas muchachas ricas hay en México. ¿Quién le parece a usted que es este caballerito Arturo?
—Ha estado de visita en casa: su padre era muy rico, y no me habría disgustado que se hubiese casado con Aurora; pero la pobre muchacha me ha dicho que no la ha querido, ni la quiere; y ahora parece que anda muy lejos de aquí.
—El mismo —dijo don Pedro—, pero lo que no sabe usted ni la niña, es que todo lo que le dejó su padre, lo tiró en el juego y en las mujeres: hasta las alhajas de su pobre madre, que era una santa señora, las jugó y las empeñó… qué sé yo… el caso es que tuvo, según creo, que salir de México, fugado de la cárcel, de donde no habría salido nunca, a no ser por estos malditos pronunciamientos, que ocasionan que los reos de las cárceles salgan en libertad. Sin embargo, puesto que es la voluntad de la niña y de usted, mi señora doña Micaela, no hay nada que decir.
—Es cierto —contestó la madre—, que el dinero es de mi hija, y yo le prometí que le permitiría que dispusiera de él a su voluntad; pero tampoco es racional consentir que todo el caudal pase a manos de un calavera, de un haragán aturdido. Precisamente he mandado llamar a ustedes para pedirles consejo.
—Desde luego digo que es inmoral y reprobado y oprobioso para la familia de usted, señora —dijo el padre Martín.
—Sin embargo —interrumpió don Pedro—, como la niña Aurorita tiene un carácter tan fuerte, es preciso darle gusto, y enviar, como ella desea, el documento al escribano; pero cuidaremos antes, de intercalarle algunas palabritas, en las que no parará la atención, no digo la niña, que nada entiende de esto, pero ni el mismo escribano. No haya cuidado, mi señora doña Micaela, que las leyes son admirables: con las leyes se puede hacer todo lo que se quiera en esta vida; y los abogados todo, todo lo que se ofrece, lo defienden, y lo entienden a su modo. Pero el negocio está en manos de personas que estiman a usted, y que velarán siempre por sus intereses y por la felicidad de su apreciable y virtuosa niña. En cuanto a las frioleras que deja a las pobres viejas y a sus amigas, déle usted gusto, y envíeselas en el acto, para que ella misma tenga la satisfacción de entregárselas. Las diligencias para que entre al convento, se concluirán en la semana, de manera que el lunes estará tranquila.
La señora llenó de agasajos y de agradecimientos a los dos personajes, y les encargó el mayor secreto en todo, de manera que no pudiese Aurora ni aún sospechar que ellos intervenían en los negocios. Hecho esto, escribió inmediatamente a su hija, y antes de cerrar la carta, la leyó en voz alta el padre Martín:
Querida hija:
Pues que Dios te ha tocado de veras el corazón, espero que no cambiarás de propósito. Te envío las cosas que quieres regalar a tus amigas, para que tú misma tengas el gusto de dárselas. Las diligencias se están haciendo con prontitud, y el lunes irá, como deseas, el padre N… para que te lleve al convento. Ya yo he sufrido el golpe, y no tendré valor para verte, sino cuando estés con toda tranquilidad en la santa casa de Dios. Lo demás se hará como encargas, y el escribano te presentará lo que debes de firmar.
—Magnífica carta —dijo don Pedro cuando el padre acabó de leer; llena de unción y de ternura religiosa—: Parece de una Santa Teresa.
Doña Micaela no pudo menos que llenarse de orgullo con tal adulación, y se apresuró a pegarla, diciendo:
—Todo, todo es inspiración de usted y del padre Martín, y por eso, repito, que mis negocios quedan completamente en manos de personas tan dignas y virtuosas.
Los dos viejos sonrieron, hicieron una profunda inclinación de cabeza, y estrechando la mano de la señora, salieron de la casa.
—¡Pobre criatura! se conoce que es una inocente —dijo don Pedro al bajar la escalera, y dando la mano al padre Martín—: ¡Hacer un testamento en vida y en la flor de su edad! ¡Con qué buena fe cree que los bienes son suyos!
El padre Martín, que en medio de su carácter raro, era hombre de conciencia, se detuvo en un escalón, y se quedó mirando fijamente a don Pedro: éste, que comprendió la interpelación que se le dirigía con la vista, inclinó la cabeza, y contestó humildemente:
—Es claro, supuesto que la niña entra al convento, que estos bienes son de la señora; pero cuando ella muera, serán de Dios.
Don Pedro estaba preocupada más que con todo, con la cláusula en que Aurora mencionaba el fistol: no podía dudar que era el mismo que él había tenido; pero ni remotamente imaginaba cómo había venido a dar a poder de la vieja limosnera que recogió a Carmela.