Volvamos un momento a los personajes que hemos dejado en Tacubaya.
Al día siguiente, a la hora del almuerzo, se reunieron en el comedor Aurora, Florinda y Carmela: la niña estaba risueña, las dos amigas frías: esto y la lectura de la carta de su madre, acabó de despechar a Aurora. Un siglo le parecían los días que aún tenía que pasar en Tacubaya, y deseaba con ansia que llegase el lunes para entrar en el convento de la Concepción, y romper definitivamente con el mundo, al que detestaba; una que otra palabra se habían hablado, y se disponían a dejar la mesa y retirarse cada una a su habitación, cuando oyeron que un coche paraba en la puerta. Este incidente rompió la nube de fastidio que había reinado, y sonriendo, se precipitaron a la ventana de la sala, a ver quién venía a visitarlas, o si se ofrecía un nuevo incidente relativo a los asuntos de Aurora.
Eran Elena y Margarita: hacía meses que no visitaban a Florinda, y venían con un traje muy elegante, pero vestidas de luto.
—¿Quién se habrá muerto en casa de las muchachas? —interrogó Florinda a Aurora.
—El marido de Margarita no parecía de muy buena salud, la última vez que lo vi; pero pronto lo sabremos, porque ya entran.
En efecto, Elena y Margarita abrían a ese mismo tiempo la puerta de la sala: en vez de reír y de echarse a los brazos de sus amigas, como lo tienen de costumbre las mujeres, apenas les tendieron una mano, y se sentaron en el sofá, con el rostro muy triste y compungido; y en más de un cuarto de hora no hablaron ni una palabra. Antes de que pudieran explicarse, otro coche paró en la puerta, y tres señoras Castañedas, amigas de Florinda, entraron también vestidas de luto, y con los rostros serios y casi queriendo hacer pucheros. A los cinco minutos se oyó el chasquido de un látigo, y descendió de un carruaje negro Rugiero vestido de luto.
La inquietud de Florinda y de Aurora crecía por minutos; pero ninguna de ellas se atrevía a dirigir una sola pregunta, y las visitas, por su parte, que veían la casa sin ningún aparato de duelo, no se atrevían a decir una palabra.
Rugiero entró triste y sombrío, saludó, y se sentó en un rincón guardando a su vez silencio. Aurora y Florinda estaban en agonía; una pensó que su madre habría tenido un accidente repentino, otra que su marido habría muerto.
Por fin, Florinda se atrevió a acercarse a Rugiero y a interrogarle.
—Estoy verdaderamente alarmada, señor Rugiero, pues veo que mis amigas llegan a visitarme vestidas de luto, y no sé a qué atribuirlo. ¿Ha sucedido alguna desgracia a Pablo?
—¡Cómo, Florinda! ¡Pues qué! ¿No sabe usted nada? ¿No ha pensado usted anoche, por ejemplo, en la pobreza y en la suerte de su niño?
—Nada, absolutamente nada —le respondió Florinda alarmada—, y en cuanto a mi situación, siempre pienso en ella. Anoche, es verdad, que no la pasé muy buena —añadió en voz baja y ruborizándose.
—Pues entonces no quiero ser portador de malas nuevas; pero don Pablo…
—Explíquese usted, señor Rugiero, se lo suplico. ¿Qué le ha sucedido a Pablo?
—El luto mío y el de estas señoras debe indicar a usted mejor el suceso: hace cuatro días que se sabe en México, y sin duda todos hemos creído que usted lo sabía, y teníamos, antes que pasaran los nueve días, que cumplir un deber.
—¡Ah! ¡Pablo ha muerto dice usted!… pero explíquese, porque yo tengo una carta, en que me dice que muy pronto volvería… ¡Oh! ¡Mi desgracia y mi ruina se han consumado!
Como ya la conversación pasaba en voz alta, y Florinda daba muestras de su dolor, Elena, Margarita y las señoras Castañedas la rodearon, la comenzaron a acariciar y a consolarla y a decirle infinidad de cosas que no podía comprender.
—Pero, señor Rugiero —dijo Aurora con alguna cólera—: es una imprudencia el dar así de golpe una noticia tan funesta.
—¿Qué quiere usted, Aurorita? esto ha sido involuntario, y yo pido por mi parte mil perdones; pero de veras creía que todo lo sabía Florinda.
—Lo mismo nosotras —dijo Elena—, desde ayer queríamos haber venido a dar el pésame a Florinda; pero seguramente si hubiéramos sabido que ella ignoraba…
—Pues bien, ahora lo quiero saber todo, que esta larga ausencia de Pablo me causaba ya inquietud. Contádmelo todo, señor Rugiero, ¿qué sucedió con Pablo? ¿Fue una fiebre, o qué accidente?…
—Un accidente verdaderamente imprevisto y desgraciado: según las cartas que tengo de Pablo, estaba completamente sano y bueno, y se disponía a regresar a México. Una noche, hace veinte días justamente, se retiraba ya tarde de las minas, y caminaba fumando su puro y muy descuidado, cuando repentinamente su caballo quiso retroceder, después intentó dar un salto, se oyó un ruido prolongado y sordo, y caballo y caballero desaparecieron. Sus mozos no pudieron darle socorro alguno, y al día siguiente lo sacaron hecho pedazos de la mina, o cata como llaman, en que había caído.
Florinda se cubrió el rostro con las manos, y las visitas lanzaron mil exclamaciones de dolor y de susto.
—¡Ya no tienes ni padre, ni fortuna, ni nada en el mundo, hijo mío! —exclamó Florinda—. ¡Tu desgracia y la mía se consumaron! ¡Oh, Dios mío! ¡Por qué también no nos quitas la vida!
Florinda derramó un raudal de lágrimas. Hemos dicho que no amaba a Pablo, y que antes bien lo consideraba autor de su desgracia, por haber disipado sus bienes; pero en aquel momento no podía menos que llorar al padre de su hijo, y al hombre con quien había vivido algunos años. Por otra parte, el fin trágico que había tenido, sin morir al lado de su familia y con los auxilios, y consuelos indispensables de la religión, la afectaba profundamente; así es, que tras de las lágrimas le siguió una especie de sofocación, que le privaba del uso de la palabra, y aún de la respiración. Elena, Margarita y Aurora, como sus amigas más íntimas, la condujeron a su recámara, y le prodigaron cuantos auxilios y consuelos exigía su situación: Rugiero, luego que dio su mala noticia, desapareció, sin que nadie advirtiera cómo, ni por dónde.
Así se pasó este día, que ya había sido precedido de todos los disgustos y desazones de Aurora: Elena y Margarita se retiraron; pero al día siguiente hubo una nueva irrupción de visitas en la casa de Florinda: personas que hacía años no la visitaban, se presentaron, no a tomar parte en sus cuidados, ni a prestarle sinceramente sus servicios, sino a cumplir con la fórmula obligatoria de darle el pésame, indagar lo que había quedado a la viuda, y a imponerse hasta de los más insignificantes pormenores de la muerte de Pablo. Florinda, pasados los primeros momentos de su pesar, tuvo que resignarse, y cumplir por su parte con los deberes de la sociedad, recibiendo a las personas que le hacían el favor de darle el pésame. Entre las visitas no faltaban algunos jóvenes, que desde luego comenzaban a poner sus baterías contra la virtud de una viuda hermosa, y que, según el concepto de algunos, había quedado rica.
—¡Válgame Dios, y qué desgracia! —decía doña Guadalupe Quintana—, que haya usted perdido a don Pablo: tan joven, tan bien parecido, y tanto que quería a usted. ¿Y cómo murió, Florinda?
—Según me cuentan, Guadalupita —contestaba la viuda—, venía de una de las minas: su caballo se espantó, y como la noche estaba oscura, cayó en el agujero de otra mina, y…
—¡Jesús! ni siga usted adelante; pero bien mirado, él tiene la culpa de haber dejado a usted viuda y a su hijo huérfano. ¿Quién le mandó a este hombre andar en una noche oscura por lugares desconocidos? Luego dicen que Dios quita la vida: nosotros somos los que nos la quitamos. Si don Pablo se hubiera estado quietecito en su casa, y no se hubiera metido en minas, es claro que no habría muerto.
Florinda bajaba los ojos, y no contestaba nada. Los circunstantes permanecían con las caras muy compungidas y cuchicheaban en voz baja: después de un rato volvía a anudar doña Guadalupita la conversación.
—¿Y de qué edad dejó don Pablo al niño?
—No tiene todavía un año —respondió Florinda enternecida.
—¡Pobrecito! la falta que va a hacerle su padre, porque las mujeres solas para nada servimos. ¿Y le habrán quedado a usted algunos bienes?
Florinda suspiraba.
—Lo pregunto, porque en mi casa sucedió lo mismo: cuando mi papá murió en el cólera de 1833, dejó dos haciendas, unas casas y qué sé yo cuantas cosas más… pues pregunte usted por ello; todo se volvió sal y agua, y todavía mi mamá está en pleito; ya ha mandado cuatro licenciados y no hacen más que pedirle dinero.
—Es verdad, así sucede a las pobres mujeres —contestaba Florinda llorando, porque las preguntas de su amiga le revelaban su verdadera situación.
—¡Eh! Florinda, valor; ya esto no tiene remedio, y nada logra usted con afligirse. Cuídese usted mucho para su hijo, a quien tiene obligación de educar. Conque me voy… ya sabe usted que siento mucho su cuidado, que la acompaño en su sentimiento, y que aunque mala, encomendaré a Dios a don Pablo.
Guadalupita se iba; pero en la puerta se encontraba Florinda con Rosario y Soledad, sus antiguas amigas.
—¡Válgame Dios! y qué destruida estás, Florinda: ya se ve, el cuidado ha sido grande. ¿Cómo tienes a tu chiquillo? No supimos nada hasta ayer; pero como Soledad se afectó tanto de los nervios, porque quería mucho a don Pablo, no pudimos venir; pero ya sabes que, como siempre, cuentas con nosotras.
Rosario y Soledad se sentaban, encendían su cigarro, a pesar de no ser ya de buen tono que las señoras fumen, y comenzaban su indagación.
—Conque ¿cómo ha sido el lance? Nos han dicho que fue una fiebre cerebral.
—No, Soledad —interrumpió Rosario—; si fue un golpe que le dio un caballo. Estaba apostando carreras con unos amigos, tropezó el caballo y cayó. Eso nos dijo Eduardo, que tiene muchas relaciones allá donde están las minas de don Pablo.
—¿Tú qué sabes, Florinda? cuéntanos con franqueza cómo ha pasado esta terrible tragedia.
—Yo de cierto nada —contestaba Florinda—; el primer indicio que tuve de una desgracia, fue ver entrar vestidas de luto a Elena y a Margarita.
—¿Es posible? ¿Conque tú nada sabías cuando Margarita y Elena entraron vestidas de luto?
—Nada.
—¡Qué imprudencia de criaturas! Ya se ve, si Elena siempre ha sido así. Apuesto a que traía un traje nuevo. ¡Vaya! si por lucir sus vestidos, es capaz de hacer cualquier disparate.
—No hay que culparlas —interrumpió Soledad—, tal vez vendrían, como nosotras, por cariño a Florinda.
—¿Pero quién te dio la noticia, criatura? —prosiguió Rosario.
—El señor Rugiero.
—Ya me lo suponía yo: es el que más pronto sabe todas las noticias buenas y malas de México. Es admirable cómo ese hombre sabe quiénes son las casadas que están desavenidas con sus maridos, las familias que empobrecen, las muchachas que se van a casar y los novios que reciben calabazas. Se desaparece semanas enteras, pero repentinamente se presenta en casa, y nos divierte toda la noche con sus cuentos; Soledad no sé por qué le tiene miedo; pero a mí, al contrario, me simpatiza mucho. A propósito, nos contó noches pasadas que Elena y Margarita se van a París: ya sabíamos también que tenías de visita a Aurora. ¡Pobre muchacha! qué mal hablan de ella en México: ese pícaro del Francisco, que con razón nunca quisimos nosotras ni saludarle, la perdió para siempre. Yo me alegro, sin embargo, un poco, por orgullosa; parece que ni la tierra la merecía. Ya recordarás que hemos concurrido con ella en tu casa muchas veces… pues en el paseo nos saludaba con la cabeza. Ya se ve, el dinero pone así a las gentes.
—Rosario —decía Soledad—, veo que no dejarás hablar nunca a Florinda: nos iba a referir precisamente lo que el señor Rugiero le contó respecto de Pablo.
Florinda se resignaba, y tenía que repetir a sus amigas la muerte trágica de su marido con todos sus más insignificantes pormenores.
—Todavía puedes tener alguna esperanza —proseguía Rosario—, porque se cuenta la cosa de tantas maneras, que tal vez nada habrá sucedido, y el día menos pensado se te presentará Pablo. Para Dios nada es imposible, y te prometemos comenzar mañana una novena a Santa Rita de Casia; y si Dios quiere hacer un milagro, hacemos promesa de ir a Nuestra Señora de Guadalupe el día doce de cada mes durante un año. ¿Y dónde está Aurora? ¿Se marchó ya a su casa?… ¡Ah! se me olvidaba: también nos han dicho que su mamá la riñó fuertemente, porque no se quería casar con un… ¿Cómo te llamas?… un hombre muy rico, que ha despachado a España una huérfana que se robó un capitán… ¡Dios mío! si tengo su nombre en la punta de la lengua.
—Señoritas, buenos días —decía entrando por la oscura y ya enlutada sala, un joven gordo, colorado y como de unos veintitrés años de edad.
Las señoras que componían el duelo, o mejor podríamos decir, la tertulia, apenas inclinaban la cabeza, porque va introduciéndose la moda, entre ciertas gentes, de mostrar una seriedad absoluta, y una virtuosa dureza al hablar, particularmente en ocasiones solemnes en que hay algún enfermo, o se trata del duelo de un difunto.
—Florindita —decía el joven tropezando a diestra y siniestra con las sillas puestas al paso, y que él no notaba, como sucede cuando se pasa de una gran luz a una pieza escasamente iluminada—, Florindita, mi papá y mi mamá me envían a saludar a usted, y a manifestarle su sentimiento por la desgracia que ha tenido. Papá no viene, porque ya sabe usted que la gota no lo deja andar, y mamá, porque siempre está rabiando de las muelas y el aire le hace mucho daño; pero me dijeron que ya sabe usted que hay confianza, y que lo que se ofrezca.
Apenas Florinda daba asiento al joven y contestaba con urbanidad los ofrecimientos de su familia, cuando un criado tocaba fuertemente la vidriera.
—¿La niña Florindita? —preguntaba.
Florinda, fatigada y llorosa, tenía que levantarse a recibir al criado, que, poco a poco, se iba introduciendo a la sala y alargaba el cuello para descubrir a la viuda en medio de multitud de gentes enlutadas.
—Dice mi ama doña Jesusita, que tenga su merced muy buenos días, que cómo pasó su merced la noche, que si no ha habido mayor novedad que la muerte del amo don Pablo, y que le mande su merced decir que cómo murió y que si se ofrece algo; que siente mucho los cuidados de su merced, y que no se aflija, porque la Santísima Virgen manda estos cuidados, y que se alegrará que su merced no tenga mayor novedad, y que la encomendará a Dios.
Los dolientes, unos sonreían y otros cuchicheaban en secreto, y Florinda respondía:
—Di a tu señora que le agradezco mucho su cuidado; que ya sabe la desgracia que he tenido, pero que no ha habido hasta ahora otra novedad.
Los lloros del niño obligaban a Florinda a abandonar por un momento la sala, y fatigada de sostener, aunque con monosílabos, conversaciones que naturalmente la afligían y la cansaban, se recostaba un momento con su niño, y allí daba rienda suelta a sus sentimientos maternales. Aurora tenía que salir a dar conversación, y se veía obligada a satisfacer las multiplicadas preguntas que se le hacían, no sólo respecto a la muerte de don Pablo, sino a los motivos de su entrada al convento. Ella contestaba con tino y discreción, pero a cabo de una hora perdía la paciencia, y con cualquier pretexto se retiraba a las otras piezas: entonces reinaba por algunos minutos un completo silencio; uno que otro suspiro fingido alternaba con el gorjeo de los pájaros que saltaban en los árboles del jardín y con el ruido de los carruajes que pasaban por la calle.
Los concurrentes, al fin divididos en grupos, y en voz baja, continuaban por su cuenta la conversación.
—Vea usted, Rosarito —decía Pánfilo—, confieso que Pablo era muy buena persona, y yo lo quería mucho, pero hizo bien de morirse, porque estaba arruinado, y un hombre pobre no debe vivir en este mundo.
—¡Ay! ¡No, ni lo permita Dios! —contestaba Rosario—: Valía más que viniera, aunque fuera muy pobre, porque al fin le hará mucha falta a su hijo y a la pobre Florinda.
—Está usted muy equivocada; Pablo tiró en minas y en pitos y en flautas todo el caudal de Florinda, amén de la mala vida que la daba, pues noche a noche venía a su casa a la una y dos de la mañana, y a esas horas habían de ponerle agua para que se lavara los pies, y un vaso de ponche de leche con su vino de Jerez. ¡Vaya! si era el hombre más raro del mundo; y bien se echa de ver que Florinda no lo ha sentido mucho, y si llora, es porque en un duelo es fuerza que todos estemos tristes.
—¡Qué lengua, qué lengua de Pánfilo! ¿Y así es usted con las mujeres?
—¡Oh! yo nada mal he dicho de Pablo, y al contrario, repito que era un buen sujeto; pero con las mujeres, ya sabe usted, soy un terrón de amores; todas me parecen hermosas, a todas las adoro.
—Eso es mentira, y apuesto a que prefiere usted una a todas las demás.
—Una, una… déjeme usted pensar; ¿será Pachita… Refugito… la muchacha Merceditas?… ¿Usted, por ejemplo?
—Calle usted, lisonjero, ¿o quiere que le refresque la sangre?
—No entiendo a usted.
—Vamos, formalmente, ¿en qué altura se halla la conquista de Elena? Mañana sé que han de venir ella y su hermana Margarita a acompañar todo el día a la viuda. Apuesto a que usted comerá en la mesa a su lado.
—¡Vea usted qué casualidad! nada sabía yo, y prometí desde que entré, acompañar a Florinda: quiere que vea algunos papeles importantes de Pablo. ¡Pobre Pablo! ya supo lo que eran los altos juicios de Dios.
—¡Inocente! ¿Conque nada sabía usted? sólo por hacerle a usted mala obra, vendré mañana, y me quedaré a comer.
—Desengáñese usted, Rosarito, que verdaderamente sólo usted me interesa; pero no me cree usted; no me hace nunca formal.
—¡Silencio, por Dios! no diga usted esas cosas tan recio. ¿Qué van a decir las visitas y Florinda, si nos oyen? Acaba de morir Pablo, y ya estamos platicando de amores.
—Deje usted a los muertos en paz, que peor quedamos a veces los vivos por estas tierras, y respóndame categóricamente. ¡Qué viveza la de usted! siempre procura desviar la conversación.
—Sí, sí; responderé a usted que siga con Elena y… todo lo que usted quiera, pero hable más quedito.
Este dúo proseguía en voz tan baja, que nada se percibía; pero en cambio otra conversación sobre el mismo tema se escuchaba.
—¡Pobrecito! qué susto llevaría al caer en el agujero —decía tosiendo una anciana.
—¡Qué susto, mamá! si la cosa fue tan repentina, que ni tiempo tendría de encomendarse a Dios.
—El Señor nos libre y nos defienda de una muerte repentina; pero tú que sabes historia, cuéntame ¿qué sucede con una persona que así, de repente, se va sin confesión?
—Ya en casa diré a usted lo que sucede —contestaba la muchacha—; pero lo que yo quisiera saber es cómo quedó Florinda.
—Viuda, pues es claro —respondía la mamá con mucha naturalidad.
—No digo eso, mamá, sino si quedó rica.
—Pero muy rica, muy rica, hija, ¿no ves el coche todavía?
—Sí, pero creo que no hay ni mulas ni cochero.
—¡Qué curiosa eres, niña! Llevo dos días de estar aquí y nada había observado sino lo bueno y abundante de la mesa, porque eso sí, Florinda siempre se ha portado con las amigas, y hace muy bien. Mira, tiene cuatro casas en México, una en San Ángel, otra en San Cosme, otra en Mixcoac y dos o tres haciendas; ya verás si tendrá necesidad de nada. Sentirá a su marido, porque eso es natural… ¡Ah! y que era guapo mozo. Siempre que venía yo de visita, me daba una palmada en el hombro y me decía: «¿Hasta cuándo engorda usted doña Josefa?» Y a ti siempre, siempre, para qué es negarlo, te hacía mucho cariño.
La muchacha bajaba los ojos, suspiraba, y decía entre dientes:
—Sí, mucho, mucho, Dios lo haya perdonado.
—¿Sabe usted, don Porfirio, que es una lástima que este don Pablo haya muerto todavía en la flor de su edad? —decía un viejo que arrellanado en una poltrona, fumaba su puro y escupía sin cesar en la alfombra.
—¿Por qué? —respondía don Porfirio, que era un primo segundo de Pablo, y quien desde que supo la noticia, se había instalado en la casa.
—Porque era hombre de chispa y travieso; y lo prueba haberse casado con una joven rica; y ahí que no es nada, con buenos patacones, y después conservar así la paz y la quietud del matrimonio sin que la otra… ya usted sabe… ni ella… ni tampoco Felicitas… ya usted me entiende… en fin, ya Dios lo ha juzgado, y no debemos meternos con los muertos. ¡Oh! por lo demás, era activo emprendedor: si las minas le hubieran salido como a los del Real del Monte, ya habría llenado como ellos sus arcas, que, como suele decirse, ya no tienen ni donde echarlo; pero créame usted, don Porfirio, las minas no son más que albures disimulados. Lo mejor son las libranzas con tres firmas, su escritura de hipoteca al canto, y así se hace dinero. Ya ve usted a muchos que ni suenan ni truenan, ni jamás pagan contribución alguna, ni les piden prestado… pues cuando se mueran dejarán algo más que este pobre don Pablo… ¡Pobre! ¡Dios lo tenga en su gloria!
—No, no creo que mi prima quede tan mal; le quedan las casitas y la hacienda del Molino y escrituras de Minería.
—Esos créditos son muy buenos; leyes van y leyes vienen, y el fondito de Minería en corriente… Vaya, me alegro, yo quería mucho a don Pablo, y también su viuda es persona de toda mi estimación: ya le he ofrecido mis servicios… ¿Sabe usted que queda guapa y rolliza y hermosa?… el chico es el inconveniente; pero ya se pasará el sentimiento, y no le faltará un buen partido.
—Mi prima, sabe usted que es muy juiciosa.
—¡Oh! sí, y mucho, no digo lo contrario; pero al fin es joven, y según usted dice, queda rica… ¡hum! ¡Pero mucho me temo que don Pablo haya hipotecado algunas casas, y entonces se volverá pleito la testamentaria, y será para los abogados lo poco que quede!
—Buenos días, señores; buenos, días, señoritas —decía una anciana gorda que en ese momento entraba e interrumpía la conversación—. Entren, entren, niños.
Cuatro chiquillos, a pesar de las órdenes de la abuelita, se quedaban en la puerta, jugando con las borlas de la colgadura, y balanceándose en los picaportes.
—¿Dónde está, dónde está Florindita? quiero verla. Ustedes dispensen mi confianza; pero ya reviento de ganas de llorar, de abrazar, de consolar a la pobrecita. ¡Qué golpe! ¡Qué golpe tan tremendo!
Florinda, que oía el ruido y reconocía la voz de una antigua conocida de su marido, viuda de un general de los del tiempo de Hidalgo y Morelos, hacía un violento esfuerzo, y salía de nuevo a sufrir los dolores de ese potro de tormento que llaman pésame.
—¡Ay!, ¡ay! ¿Qué desgracia le ha sucedido a usted, Florindita? ¡Qué pérdida! ¡Qué golpe! ¡Ay! ¡Ay! ¡Dios de mi alma! ¿Por qué tuve la desgracia de conocer y de tratar a don Pablo?
La buena señora se arrojó a los brazos de Florinda, y comenzó, no a llorar, sino a lanzar agudos gemidos, hasta el punto de que la viuda misma tenía que calmar la aflicción de la vieja, y llevarla poco a poco a una silla para no sostener en su cuello tan enorme mole.
—Cuénteme usted, sí, cuénteme usted lo que ha pasado, todo lo quiero saber, porque don Pablo aunque no nos visitaba, sino cuando estaba en México la madre de estas criaturas, nos quería, y nos favorecía mucho. ¡Ay! ¡Ay! sólo cuando mi marido se murió he sufrido un pesar tan grande.
Florinda tenía que comenzar de nuevo la narración de la muerte de Pablo, que todo el mundo sabía ya de memoria, pero que todos a su vez obligaban a la viuda o a Aurora a que la refiriesen.
La vieja interrumpía con sollozos a cada momento a Aurora, y la obligaba a que comenzase de nuevo: era cosa de perder la paciencia. Entre tanto, el primo Porfirio y el viejo seguían discutiendo sobre si quedaban o no bienes a la viuda; Rosarito y Pánfilo en su conversación de coqueterías, y los demás haciendo elogios y críticas del muerto y de la viuda.
Además de estas visitas, que entraban y se despedían prometiendo, como de costumbre, encomendar a Dios el alma del marido, la casa mortuoria sufrió una invasión todavía más molesta y gravosa.
En cada casa, particularmente si es de medianas proporciones, hay una porción de viejecitas que hacen sus visitas periódicas, y quienes sin dejar de sacar en cada vez una regular utilidad, son las que recogen los vestidos cuya moda ha pasado, la ropa interior usada, el resto de los platones de dulce y de las velas de esperma; las que velan cuando hay enfermo; las que hacen coro cuando el ama de la casa, cansada de teatro y de diversiones, se propone rezar una novena; las que ayudan en la cocina el día del santo del señor o de los niños; las que dan todas las noticias más secretas de los amores de las jóvenes; las que, finalmente, no faltan en un pésame. Florinda, como todas las mujeres, tenía sus afectos y amistades de pobres, a quienes favorecía, y de ancianas, a quienes ocupaba en lo que se ofrecía. Todas éstas, a pesar de la distancia, no faltaban, y sucesivamente fueron llegando y tomando posesión de la casa, bajo el pretexto de ayudar y de servir, y con la seguridad de que el pesar no permitiría a Florinda el ocuparse en los pormenores y en el gobierno de la casa. Los servicios de las viejecitas se hacían tanto más necesarios, cuanto que durante los nueve días forzosos del duelo, no hubo uno sólo en que no se quedaran a almorzar quince o veinte personas, a comer otras tantas, y a tomar chocolate infinitas, ya del pueblo de Tacubaya, ya de la ciudad. Otras personas, como doña Josefa, su hija, la coqueta Rosarito y la sentimental doña Tiburcia, a quien hemos visto entrar sollozando y gritando, se instalaron como si fuera su casa, sin contar con que Elena y Margarita pasaron también tres días con su amiga, muy divertidas con la conversación de don Pánfilo y de don Porfirio, y satisfechas de ver cómo Rosario rabiaba de celos y de envidia. Con este motivo, poco a poco fueron cayendo las llaves de todas las cómodas y roperos en poder de las viejas y de las visitas de confianza, que durante el triste período del duelo se encargaron de gobernar la casa popularmente. El influjo y funciones de las criadas antiguas quedó absolutamente nulificado, y Florinda realmente incapaz, por su pesar, de atender a nada, ni de tener energía bastante para oponerse a tan injusta invasión, no hacía más que apretarse las manos y apurar sus últimos recursos para satisfacer a tanto gasto, y no quedar mal, como suele decirse.
Parece que en esos casos el pesar que los dolientes tienen por el difunto, y lo raro y extraño de una sociedad que con semblante triste y compungido se reúne para criticar, alabando al difunto, y mortificar a la pobre familia, producen doble apetito.
La mayor parte de las personas que acompañaban a Florinda, tenían en su casa su método establecido, que no querían cambiar en la ajena, a título de confianza; así es que con el cómodo y eterno pretexto de la jaqueca y de las enfermedades de nervios, unos tomaban chocolate muy temprano, otros café, otros té y otros atolito de leche con tamales. Los unos almorzaban a la diez, comían a las cuatro, tomaban chocolate o dulce a las oraciones, y cenaban a las once: los otros a la francesa, almorzaban a las doce y comían a las siete de la noche, sin perdonar su vino de Burdeos o de Jerez: los otros, que decían que eran mexicanos antes que todo, no perdonaban el pulque, el molito de pecho y los frijoles refritos en la cena: así es que, los criados y las viejecitas estaban en continuo trabajo desde las siete de la mañana, y no cesaban hasta las doce de la noche. A pesar de que la despensa no estaba mal provista en los primeros días, se agotó completamente: vinos, azúcar, café, té, todo fue devorado por los dolientes, que con raras excepciones, pedían cuanto se les antojaba, con tanto garbo, como si estuvieran en un hotel pagando sus cuatro pesos diarios. El ama de llaves entraba a cada momento, y llamaba aparte a Florinda.
—Señorita, se acabó el chocolate.
Florinda, sacaba dinero de su ropero, y lo entregaba a la criada: a poco, se repetía la visita.
—Señorita, falta vino, falta azúcar, falta mantequilla; no alcanza ya con un peso de pan ni con cuatro reales de bizcochos.
Florinda agotó hasta el último peso que tenía en efectivo, y comenzó a enviar a toda prisa al Montepío las alhajas que le quedaban, porque, como hemos dicho más arriba, Pablo poco a poco había ido realizando cuanto tenía de valor Florinda en sus buenos y felices tiempos.
La pobre viuda, aunque no conocía, adivinaba su situación, y cada vez que ocurría a sacar alguna de las cajitas de alhajas, se acercaba a su hijo, lo besaba con emoción, y le decía:
—Nada, nada nos ha quedado, hijo mío.
Cumplidos los nueve días del duelo, fueron cesando las visitas, retirándose las viejecitas, y quedando la casa más despejada y tranquila: entonces pudieron reflexionar un poco Florinda y Aurora en el destrozo que se había originado. Vasos, copas y platos quebrados, cubiertos de plata extraviados, sillas manchadas, alfombras sucias, ropa maltratada o perdida, y nadie podía responder una palabra, porque las llaves habían andado en diversas manos. En cuanto a dinero, a poco más de cien pesos se reducía el capital de Florinda, sin tener ya qué empeñar más que trajes, que en efecto poseía muchos y muy ricos, pero los que casi nada valen cuando se empeñan o se venden. Ya sola en su casa con Aurora, a la que tenía más afecto que a cualquiera otra de sus amigas, fue cuando pudo examinar bien su situación. Una de las personas que habían estado en la casa de Florinda todos los días a informarse de su salud, era Luis Cayetano, su antiguo y entusiasta adorador; pero tímido como en los primeros días de sus amores, no se había atrevido ni a entrar; sino que se contentaba con dejar una tarjeta con la orilla derecha doblada; Florinda, al tercer día, registrando las tarjetas, vio por acaso la de Luis; y su corazón dio un vuelco, porque se le vino a la memoria la pasión pura y ardiente del muchacho, y la escena terrible que por causa de él había tenido con su marido la noche de sus bodas, sin embargo, confundió con un aparente desprecio la tarjeta entre las otras, y suspirando, dijo:
—No, no hay que pensar en tales cosas, ni menos en estos momentos: Pablo al fin fue mi marido, y el padre de mi hijo.
Las visitas, la pesadumbre y la agitación borraron de su memoria a Luis; pero ya pasado el duelo, procuró recoger las tarjetas, y examinarlas, y contó diez y ocho de Luis Cayetano; es decir, que había ido a Tacubaya por mañana y tarde.
—Este hombre es delicado —le dijo a Aurora—: tú sabes las pocas relaciones que tuve con él, y lo mal que le pagué; pues ha venido dos veces al día, y no se ha atrevido a entrar.
—Si hubiera estado indecisa sobre mi suerte, le contestó Aurora —los nueve días que he pasado en tu casa me habrían decidido, no digo a entrar a un convento, sino a irme a vivir al desierto. Todos han venido a formar tertulia: las mujeres a criticar y coquetear; los hombres, que tal vez han contribuido a los malos negocios de tu marido, a desacreditarlo todavía después de muerto: he hecho un verdadero sacrificio en acompañarte, y no reñir con más de cuatro personas. Hasta Elena y Margarita, que yo creía de una esmerada educación, han venido, en mi juicio, convenidas con ese don Pánfilo, tan libre y tan vulgar en su conversación. No me hables, pues, de Luis ni de nadie, pues mi corazón tiene quizá tanto luto como el tuyo, y habría reñido escandalosamente con el mundo, a no ser porque pronto, y para siempre, me voy a separar de él. ¿Y mi madre? ¿Qué te parece? un solo recado ha enviado en la semana.
Florinda bajó los ojos, y tartamudeó algunas palabras: quería aprovechar la oportunidad y revelar su verdadera situación a su amiga; pero no tuvo valor para hacerlo, ni hubiera tenido tiempo, pues el diálogo fue interrumpido por el ama de llaves que entró.
—Señorita —dijo—, están en la puerta unos hombres vestidos de oscuro, que no me parecen de muy buena traza, y que dicen que precisamente tienen que ver a usted.
La criada no acababa de dar el recado, cuando los hombres de que habló asomaron las narices a la puerta de la recámara donde se habían reunido las dos amigas. Aurora, que era de carácter violento, y que estaba llena de fastidio y de bilis, en vez de asustarse, se puso encendida, y levantándose de su asiento, se dirigió a los que entraban.
—Es mucho atrevimiento —les dijo colérica—, el meterse a las recámaras de las señoras sin avisar, y sin saber si se puede o no pasar. ¿Qué quieren ustedes?
Un hombre, con el rostro amarillo como una cera de Campeche, los ojos chiquitos y torvos, la nariz torcida a la derecha y la boca inclinada a la izquierda, y que vestía un frac negro viejo y un pantalón mezclilla, hacía cabeza en esta singular comparsa, que se componía de tres personas más, de sombreros tendidos y esclavinas y sacos más bien raídos y sucios, que no de un color que pudiera decirse asertivamente cuál era.
—Nosotros —dijo el de la casaca negra—, venimos a cumplir con nuestro deber. ¿Quién es la señora doña Florinda Aramberri de Argentón?
—Yo soy —contestó Florinda—, y deseo saber qué se ofrece.
El hombre del frac negro desenrolló un gran lío de papeles que tenía en la mano, y sacando un tinterito de cuerno y una pluma, sin pedir permiso, se arrimó a una mesa, y se sentó en una silla.
—Vengo, señora doña Florinda, a notificar a usted el embargo de todos los muebles, alhajas y demás cosas que tenga en su casa, y que pertenezcan al difunto señor don Pablo María de Argentón.
—¡Embargo! y ¿por qué? —preguntó Florinda asustada.
—Aunque conforme a mi obligación no debería yo hacer otra cosa más que leer el auto del juez, como usted es señora y tal vez no estará al tanto del negocio, le explicaré. El difunto marido de usted aceptó unas libranzas, y otorgó una escritura, hipotecando todos los muebles de su casa, unos botones de brillantes, dos relojes ingleses y algunas otras cosas que se expresan. Como ha fallecido sin pagar las libranzas ya protestadas que importan cuatro mil pesos, la parte ha pedido se notifique a usted, que si no exhibe en el acto el dinero, se proceda al embargo de los muebles y demás cosas hipotecadas. ¿Conque, paga usted?
—Pero eso no es posible —contestó Florinda con la mayor agitación—: todavía tengo casas, haciendas, créditos, y Pablo no ha podido hipotecar hasta los muebles que sirvieron para nuestro casamiento.
—Pues el caso es que así está escrito, y yo tengo que cumplir. ¿Exhibe usted el dinero?
Florinda no pudo responder; la cólera y el dolor la ahogaban.
El ministro ejecutor, sin hacer caso de las emociones de la viuda, ni de las palabras fuertes que le decía Aurora, se levantó de la mesa, pasó a la sala, y comenzó a hacer el inventario de los muebles, sin perdonar ni algunos cuadritos insignificantes de imágenes de santos y retratos de familia, y con la misma frialdad continuó el registro de todas las piezas.
—¿Hasta las camas y la cuna del niño? —le preguntó Aurora colérica—, cuando vio que se sentaba a escribir.
—Las camas, los trastes de la cocina y la ropa de la señora, no —contestó el curial con una sonrisa fría—; lo demás sí, porque la señora no ha presentado ni los botones de brillantes, ni los relojes.
—Si usted quiere —dijo Aurora cada vez más exaltada—, puede usted registrar los roperos y las cómodas; pero todas las alhajas que hay, son mías, y sobre todo, yo respondo.
El curial alzó la cara, miró a Aurora, y le preguntó:
—¿Puedo llevar el dinero?
—¿No me conoce usted?
—De vista sí conozco a usted —repuso el curial sonriendo maliciosamente—, usted es la señorita Aurora, que vive en México en la calle de… de…
Aurora creyó por la sonrisa y las miradas del curial, que tal vez sabía su aventura con Francisco, y cortándole inmediatamente la palabra, dijo:
—Bien, no importa que usted se acuerde o no de la calle en que vivo: lo que quiero es prestar un servicio a una amiga. ¿Puede usted o no puede esperar a que se pague el dinero?
—Imposible, la diligencia no puede suspenderse, sino es con el pago del dinero mismo; pero sobre todo, tiene veinticuatro horas la señora para pagar, y entonces no habrá costas.
—Florinda, firma, firma todo lo que ha escrito este hombre; pero que se vaya, que se vaya de aquí al momento.
El curial, sin alterarse, y con una cara fría e impasible, acabó de escribir, señaló a Florinda el lugar donde había de firmar, enrolló sus autos, y dijo a Florinda:
—Usted, entre tanto es la depositaria de todo esto. Tenga usted entendido, si no quiere incurrir en penas graves, que nada se puede vender, ni sacar, ni ocultar.
Florinda y Aurora echaron una mirada terrible al curial, lo despidieron con los ojos, y le volvieron la espalda.
Apenas, vueltas a la recámara, comenzaban a comentar el acontecimiento, cuando volvió a entrar el ama de llaves, anunciando que el Lic. Delgadillo buscaba a la señora.
El Lic. Delgadillo, que era uno de estos abogados noveles, que desean acreditarse con sus clientes, pensó que no podía menos de hacer buen ensayo, habiéndoselas con una señora sola e ignorante, como lo son todas por lo común en materia de negocios.
El licenciado entró, pues, saludó cortésmente, aunque con alguna pedantería, a las dos muchachas, que a pesar de sus cuidados, estaban lindas y elegantes; y sentados todos, el licenciado comenzó su discurso:
—Los deberes de un abogado son sagrados, señoritas, y no hay consideración que baste para detener, en la carrera de la justicia, a un hombre honrado que se encarga de un negocio. El objeto de mi visita es bien penoso, pues no sólo se trata de un hombre que fue tan apreciable para mí, como el señor don Pablo, sino de la señora su viuda, que también me merece la mayor consideración, aunque no he tenido la honra de tratarla; y puede creerse mi sinceridad, cuando a pesar de las instrucciones de mi cliente, he dejado pasar los nueve días de duelo y de luto; pero ahora ya no puedo diferir por más tiempo, y así espero que la señora y la señorita Aurora, a quien he tenido la honra de saludar una noche en la tertulia del ministro de Prusia, aunque no merecí que bailase conmigo una contradanza, pero para quien siempre mis respetos…
Aurora inclinó la cabeza, y tuvo que interrumpir al licenciado su larga arenga diciéndole:
—Señor licenciado, ya que la casualidad me ha hecho presenciar estas escenas, desearía que fueran lo más cortas. La pobre Florinda está muy fatigada, muy llena de pesares, como debe usted suponer; y desearía que se le diese tiempo para buscar un abogado u otra persona con quien consultar, porque me supongo que su misión de usted será muy semejante a la que han traído unos hombres que acaban de salir de aquí…
—Justamente los encontré y los conozco: son el ministro ejecutor y sus compañeros. Esos hombres siempre groseros y fríos… ya se ve, son unas máquinas, que no saben nada de la filosofía de las leyes; hacen lo que el juez manda. Mas volviendo a nuestro asunto, yo tendría el mayor gusto en complacer a tan amables señoritas; pero en mi juicio, es asunto concluido: las dos casas de México y la hacienda del Molino, fueron vendidas por mi amigo el difunto don Pablo.
—Pero esas casas y esa hacienda eran mías.
—Es cierto, lo sabía yo, pero sin duda usted no recuerda que dio su poder amplio a don Pablo, y que además de eso, firmó usted las escrituras de venta. Sólo me resta decir, que del importe del precio de las haciendas tiene usted que recibir 3,500 pesos.
Florinda, en la situación en que estaba, le parecían 3,500 pesos los tesoros de Creso: así es que, hasta su semblante tomó una expresión de alegría, que no pudo contener, e interrumpiendo al licenciado, dijo:
—Pues bien, si algo hay que hacer o que firmar, firmaré; pero usted me hará favor de que ese dinero…
—Se aplique a las costas, alcabala y demás, ¿no es verdad? —contestó el abogado—, porque esos gastos importan sobre 4,000 pesos; así es que, el objeto de mi visita era arreglar con usted el pago de los 500 pesos que faltan.
Florinda se levantó llena de indignación.
—Acaban de embargar los muebles…
—¡Qué diablo! —dijo el licenciado en voz baja—, me ganaron por la mano, y llegué tarde.
—Las pocas alhajas que tenía, están en el Montepío. ¿Se quiere todavía más?
—¡Oh! no, señorita, no seré yo quien importune y moleste a usted en las circunstancias tristes en que se halla; sin embargo, para que no se diga que abuso, me contentaré con una obligación a un plazo de seis meses. Si hay dinero, la pagará usted; si no, ¿qué ha de hacer mi parte, más que tener prudencia?
—Florinda nada firma, ni nada puede decir —contestó Aurora—. Puede usted proceder como guste, pues una mujer que acaba de perder a su esposo, y que no está impuesta de los negocios, no puede comprometerse a nada.
—Bien, muy bien, señoritas; siento mucho haberles dado este mal rato; pero tenía yo la noble intención de ahorrarles más molestias; mi parte se verá obligada a proceder judicialmente.
El licenciado, haciendo mil caravanas y cortesías, se despidió de las muchachas, y no acababa de salir del zaguán, cuando se presentó otro argente judicial, para notificar a Florinda que no cobrase la renta de las casas de San Ángel y Mixcoac, pues estaban mandadas depositar por orden de otro juez, hasta que unos dueños de salinas no liquidasen cuentas con la testamentaría del difunto.
Florinda nada contestó a esta nueva interpelación, y no hacía más que afligirse cada vez que algún acreedor entraba con una cuenta o con otra pretensión; algunos eran prudentes, y a la primera negativa se retiraban, y otros no dejaban de decir sus improperios, y de marcharse gruñendo y hablando pestes del difunto.
Florinda, como hemos dicho, había ya de antemano reducido los gastos de su casa; desde que dio a luz a su niño, no volvió sino raras veces al teatro. Generalmente no salía de su casa, sino para visitar a Aurora, o para ir a misa, y lo demás del tiempo lo empleaba en los quehaceres domésticos y en el cuidado de su hijo. La mujer lujosa, entregada a los bailes, que no podía dejar una sola tarde de ir al paseo, que era forzoso que cada noche estrenase un traje para presentarse en el palco, en el momento en que fue madre, cambió enteramente, y se convirtió en una mujer hacendosa, modesta y dedicada enteramente a su familia. Jamás Florinda había experimentado un género de vida semejante, pues si bien sus placeres maternales no eran de los que sorprenden y enajenan el alma, sí de aquellos que dejan un grato y tranquilo recuerdo. Las palabras de los muchos seductores que perseguían a Florinda, particularmente en las largas ausencias de Pablo, eran todas comunes, iguales, falsas en el fondo, y por consecuencia, se le borraban en el acto; pero cuando su hijo sonreía con ella, cuando con el instinto que comenzaba a desarrollarse en la criatura, le hacía un cariño con su manecita blanca y suave, Florinda quería volverse loca, y era el momento en que perdonaba las faltas de su marido, y casi lo amaba. Este nuevo estado de cosas había cambiado su vida; deseaba conservar sus bienes para su hijo, pero en cuanto a ella, poco le importaban los carruajes nuevos, los vestidos de moda, las seductoras alhajas de París que forman la delicia de las mujeres. Si tal situación le hubiera durado, se habría considerado muy dichosa, y habría tolerado la indiferencia y punible frialdad de Pablo; pero he aquí que no contenta la suerte con haberla hecho bajar del dorado pedestal de su grandeza, la precipitó hasta el infortunio mayor que puede experimentarse en la vida; la pobreza y el aislamiento; en un instante, bienes, consideraciones, amigos, todo desapareció, hasta las esperanzas. Después de unos días de fatiga, de disgustos repetidos, y de gastos inútiles para llenar lo que se llama las fórmulas y costumbres de la sociedad, todos fueron desapareciendo, y la casa quedó visitada solamente por los acreedores, que si habían tenido en cuenta la esperanza de que Pablo pudiera pagarles, ninguna consideración mostraban, ni con la viuda, ni con su hijo.
—¡Ya ves, Aurora! esta es la situación de las mujeres; si estamos solas, no hay quien vea con un interés verdadero nuestra reputación ni nuestro bienestar; si nos abrigamos a la sombra de un amante, ese nos desprecia y nos deja en la miseria. Dios tendrá misericordia de Pablo; pero ha sido grande la falta que cometió, en disipar todos los bienes, y dejar a su hijo sin porvenir, sin esperanza siquiera de que reciba su educación.
—Deseaba que terminasen las visitas de duelo, y que las primeras impresiones de tus pesares disminuyeran, para repetirte que te hicieras cargo de Carmela; es una infeliz huérfana, y una vez que la recogí, tengo el deber de cuidar de ella y procurar su felicidad; he arreglado ya con mi mamá que de lo que me pertenece, se te dé cada mes una pensión. Carmela y Pablito serán tus hijos, y tú quedarás en el mundo triste y sola, es verdad, pero sin necesitar de nadie, y encargada de desempeñar una misión sagrada, que te servirá de consuelo. Las dos tenemos necesidad de huir del mundo, que por diversos caminos nos ha tratado tan cruelmente; nadie creerá que dos mujeres hermosas, ricas, y que eran la envidia de toda la sociedad, la una casada y aparentemente feliz, y la otra sola, libre y dichosa con su hermosura, sean igualmente desgraciadas, y tengan que refugiarse, una en un asilo modesto, en el lugar más apartado de la ciudad, y otra en la morada silenciosa de un convento; pero puesto que ese es nuestro destino, y que nuestra resolución está tomada, no hay que pensar en otra cosa, más que en sobrellevar con la risa en los labios y con el luto en el corazón, las penas que tengamos que sufrir el resto de nuestros días.
—Tú eres la verdadera madre de mi hijo —le contestó Florinda con emoción y abrazándole la frente—: tú me salvas de la miseria y acaso de la deshonra, sí, porque una madre roba, pide limosna, lo hace todo por sus hijos; cuenta con que siempre que Carmela esté conmigo, recordaré tu generosidad y tus beneficios, y la amaré como si fuera su propia madre. Como siempre necesitamos en las circunstancias en que nos hallamos, de una persona que vea por nosotras, déjame guiar de una inspiración de mi corazón. Luis Cayetano me ha amado sinceramente; me atrevería yo a decir que me ama todavía; es el único que puede servirnos con celo y lealtad; permíteme que lo mande llamar. En una de sus tarjetas está la dirección de su casa.
No fue necesario que Florinda mandara buscar al joven, porque en ese mismo momento un criado entró con una tarjeta en la mano.
—Di al señor que trae esta tarjeta, que pase a la sala.
A poco rato entró Luis, no sabía si pisaba alfombra o abrojos; tan pronto se ponía encarnado como pálido; y como tenía una fisonomía franca y simpática, Aurora en el acto concibió la mejor idea de él, y se resolvió o confiarle también sus asuntos.
Ya sabemos los horribles sufrimientos de Luis con motivo del casamiento de la mujer que amaba; pero como tenía también sobrado juicio, logró que la reflexión fuese poco a poco cerrando las heridas que había hecho en su alma una pasión malograda; así es que continuó trabajando y procuró formarse con economía y constancia una pequeña fortuna, tratando de olvidar a Florinda, pero sin perder en su corazón la estimación verdadera que tenía por ella. En la época en que pasan estas escenas, Luis poseía ya dos casas pequeñas, que le producían sobre cien pesos cada mes, y lo que ganaba en los negocios que tanto tienen de mercantiles como de judiciales, y que necesitan de la actividad y del empeño de algún agente inmediato.
—Quizá no debería ni aún atreverme a hablar a usted, Luis —dijo Florinda—, pero la desgracia me da valor para todo. Por otra parte, veo por sus tarjetas, que todos los días ha estado a verme, y que mis cuidados no le han sido indiferentes.
Luis se levantó de la silla, tosió, se puso pálido, murmuró algunas palabras, y en sustancia no pudo decir nada en regla. Estaba tan apasionado de Florinda, como en los días, para él aciagos, en que ésta se casó con Pablo.
—Es la persona que nos servirá con más empeño, Aurora —dijo Florinda a su amiga—; desde luego se conoce su sinceridad.
Las dos amigas impusieron al joven del estado de sus asuntos, y concluyeron por encargarle el desempeño y dirección de ellos. Después de tantos días de experimentar desengaños, falsías y amarguras de todo género, las dos muchachas con los ofrecimientos y empeño sincero que mostró Luis por su suerte, se reconciliaron un poco con el mundo, y concibieron esperanzas, si no de dicha, al menos de descanso, como el viajero que ha caminado por arenales y sendas eriazas y al fin de su jornada reposa en una cabaña sombreada por un grupo de árboles. En efecto, a pocos días volvió Luis, y dio razón de los encargos que le habían confiado; Pablo había, o hipotecado o vendido todos los bienes de su mujer, de manera que lo único que consiguió salvar Luis, fue algunas acciones de minas, la casa de Mixcoac y los muebles, habiendo pagado a los acreedores más exigentes que cobraban cuentas pequeñas. En consecuencia se determinó vender el coche, los muebles de lujo, y con los que quedaban se instaló Florinda con Pablito y Carmela en una casa pequeña, pero aseada, en la calle Nueva.
En cuanto a Aurora, sin intervención de don Pedro ni del terrible padre Martín, entró al convento de la Concepción, sin que su madre, cada día más enojada, a causa de los chismes y constantes calumnias de don Pedro, viese a su hija más que la víspera del día en que se determinó a separarse para siempre de su lado.