¡Lo que es la naturaleza humana! Tres días habían pasado únicamente desde la noche en que la luna llena, reflejando ondas de plata en la Compuerta, iba a terminar la existencia de Lamparilla, y ya todo lo había olvidado.
Caminando al sochi galope por la ancha calzada, envuelto en una nube de polvo calizo y goteando el sudor por entre el bordado sombrero jarano que le habían enviado de México, se reconcentraban sus pensamientos exclusivamente en Cecilia, y se proponía buscar al mejor artista, por ejemplo, a Tirso Lizariturri, para llevarlo a que hiciese un retrato en miniatura a fin de quedarse con él y colocarlo en su cuarto reservado, donde tenía estampas de colores y cuadros al óleo bastante buenos, pero que una niña doncella no hubiese podido contemplar sin peligro. Lamparilla estaba realmente preocupado, y arrimando un poco la espuela al rosillo que montaba, se tragaba terreno sin sentirlo y se divertía formándose castillos en el aire.
—Si no puedo conseguir esta mujer de otra manera ¿por qué no casarme con ella? ¿Quién me lo impedirá? Soy chino libre y no tengo a quién darle cuenta de mis acciones. Cecilia es riquilla, calculo que tendrá sus diez o doce mil pesos; es trabajadora; honrada, sí, muy honrada, y apostaría cualquier cosa a que todavía es doncella. No tengo más inconveniente que el ¿qué dirán?, pero digan lo que quieran. En materia de casamientos, el interesado es el único juez competente. Además, Cecilia es una especie de mujer fuerte de la Escritura. Una de esas señoritas delicadas que les da catarro con sólo el aire de una puerta abierta, se habría muerto de frío en el canal, y en todo caso me habría abandonado a mi suerte.
Lamparilla tiraba un poco la rienda de su caballo y lo dejaba ir al tranco para meditar con placer cómo había tenido más de una hora estrechada entre sus brazos en el canal a esa improvisada náyade, más seductora que todas las náyades de los poetas clásicos, y cómo su robustez y su calor (a pesar de estar hundida) le dieron fuerzas para sostenerse y escapar con vida.
Acabada esta piadosa meditación con los ojos cerrados para procurar ver entre el polvo y el sol reverberante la figura de Cecilia, volvía al sochi galope y seguía murmurando entre dientes sus proyectos y sus planes.
—Yo bien conozco esta sociedad mexicana que se traga bueyes y se escandaliza con un mosquito. Mis clientes me abandonarán, don Pedro Martín de Olañeta, que no conoce el amor ni le gustan las mujeres, me echará un sermón; pero ¿qué me importa esto? Voy a poner mis cinco sentidos y a no dedicarme a otra cosa que a concluir el negocio de Moctezuma III. Probablemente mis honorarios me los dará doña Pascuala en una hacienda de las muchas que vamos a rescatar, y yo la escogeré. Me caso con Cecilia, me meto en la hacienda a trabajar y me río del mundo. Lo único que me detiene es la falta de educación de Cecilia; tiene maneras bruscas y palabras ordinarias, como que no ha tratado más que con arrieros, remeros y gente del pueblo. Es menester confesarlo, su educación y la mía no son iguales, y en el matrimonio esto es causa de disgustos y aun de pleitos. ¿Qué cara pondré si convido a mis amigos a un almuerzo a la hacienda y suelta alguna palabra como pechar, jambar y otras por el estilo? Pero ¡qué tonto soy! Jamás, aunque no la haya tratado mucho, le he oído palabras semejantes, y por el contrario, se conoce que quiere imitar a la gente decente. ¡Qué niñerías! ¡Pararme en estos pelillos! Yo la educaré, la enseñaré hasta francés, aunque bien necesito volverme a dedicar con mi maestro Touseau a acabar de aprender esta lengua, que se va haciendo de moda. La cuestión grave es la del traje. En el momento que Cecilia se ponga túnica, tápalo y medias, pierde sus atractivos. Ese pie desnudo, gordo y pequeño, que parece un tamalito, calzado con un zapato de raso café o verde oscuro, y esas enaguas altas que dejan ver hasta la pantorrilla al tiempo de dar el paso… Vamos, eso es lo sabroso… Imposible de que pueda llevar la ropa con el aire y desembarazo que las hijas del comisario o las marquesas de Valle Alegre… No hay más remedio, viviremos en la hacienda el uno para el otro, y no cambiará de vestido. En fin, como gane yo el pleito de Moctezuma III y entremos en posesión de las haciendas que ya comienzo a divisar desde aquí, se allanarán las dificultades.
En estos coloquios, entró nuestro licenciado paso a paso y con un dolor de caballo que le acometió, al pintoresco pueblo de Ameca-meca, que más adelante describiremos a nuestros lectores. Apeóse en una especie de casa de huéspedes que le indicó una persona que pasaba cerca de él, y a la que preguntó dónde estaba el mesón o en qué parte podría alojarse con su mozo y caballos. La casa tenía tres o cuatro piezas, un extenso corral y una buena caballeriza techada de tejamanil. La propietaria, que era una señora viuda, de cierta edad, convino en recibirlo a él, a su mozo y caballos por un par de pesos diarios. Parecióle caro al licenciado, pero ya por las buenas maneras de la patrona, ya por no echarse por el pueblo en busca del mesón, decidió quedarse allí.
Quitóse las espuelas, sacudióse el polvo, encargó a la patrona una buena cena, y se dirigió a la casa del Presidente del Ayuntamiento o, como diríamos, al Alcalde Mayor. Encontróse con un hombre alto, fornido, quemado de rostro y de feo entrecejo, que no le cayó muy bien; pero no tenía otro remedio, era preciso tratar con él y después de los cumplidos de estilo, le entregó la carta de recomendación del teniente de la garita de San Lázaro.
Muchos agasajos hizo al principio el alcalde a Lamparilla, mas cuando acabó de leer la carta su fisonomía cambió notablemente, y con medias palabras forzadas dijo que no podía desairar la recomendación de un tan buen amigo, que se contara con él y que al día siguiente reuniría al Ayuntamiento.
—Se trata, señor alcalde —le dijo Lamparilla— de una cosa muy sencilla. Como ve usted por la carta, soy el patrono de Moctezuma III, heredero directo del gran emperador azteca Moctezuma II. En el archivo de este Ayuntamiento existe una real cédula del emperador Carlos V concediendo a Moctezuma II y sus sucesores y herederos, los terrenos, bosques y aguas de la falda del volcán que colinda con este pueblo, y además ocho haciendas situadas en esta jurisdicción y cuyos nombres constan en la misma real cédula y que, asomándose usted a la ventana, puede ver desde aquí. Obtenida, como deseo, copia certificada de estos papeles, con ellos y los demás que tengo quedarán claros los derechos de la parte que patrocino y se determinará que se nos dé posesión judicial.
—Nunca he oído en los años que llevo en el pueblo hablar de este asunto a los Melquiades, que hace años están en posesión de las fincas de San Baltasar, el Pitillo, La Chorrera, que se ven desde aquí, y Buena Vista, que está un poco arriba del monte.
Esos Melquiades no son más que detentadores; tendrán que entregar las haciendas y además el importe líquido de las cosechas de más de treinta años, que tanto así ha durado la usurpación. Antes esos bienes estaban bajo el amparo del gobierno, que los daba en arrendamiento entre tanto se deslindaban los derechos de ocho o diez personas que se decían herederos del emperador; pero unos han muerto, otros se han desistido y otros se han compuesto con el fisco, recibiendo dinero o casas de las llamadas temporalidades. Sólo queda, pues, Moctezuma III, a quien represento como único y legítimo heredero. Conque está usted impuesto, señor Alcalde, y le suplico haga saber esto al Ayuntamiento para que acuerde que se me permita registrar el archivo y darme copia en papel sellado y certificado de los documentos que yo señale.
El Alcalde prometió reunir al Ayuntamiento, y nuestro licenciado se retiró a cenar bien, pues era ya muy entrada la noche, y a descansar de las fatigas del camino y de las diversas emociones desde su salida de la capital, que no habían dejado de lastimar su sistema nervioso.
Despertó a la mañana siguiente con la cabeza pesada y como atontado, salió a la calle y quiso subir al Cerrito del Sacro Monte para escoger el lugar donde había de colocarse el retablo con su retrato y el de Cecilia; pero no le fue posible, se sintió con calosfrío, regresó a la posada y se metió en la cama. Una calentura hasta delirar, y hasta el cuarto día no pudo levantarse. Su primera visita fue al cura, que le había oficiosamente ido a visitar y le había curado, porque en su juventud había sido estudiante de medicina, y en seguida fuese a la casa del Alcalde. El Ayuntamiento no se había reunido por falta de número. Los regidores, unos andaban en el monte, otros en Chalco, otros en México. Prometió el Alcalde escribirles que viniesen, enviando propios que el licenciado ofreció pagar con generosidad si traían respuesta. El Alcalde dijo a Lamparilla que en el pueblo habían sabido el objeto de su llegada y que le advertía que el dueño del volcán, que cortaba la nieve para llevarla a México y a Cuautla, era un tal don Perfecto, que movía a los indios diciéndoles que les iba a quitar el trabajo.
—Pero entonces usted ha contado el cuento —le respondió Lamparilla— pues yo he estado en cama como a usted le consta, y con nadie he hablado.
—No lo niego, señor licenciado —le respondió el Alcalde—, pero como no es asunto reservado, a los que me han preguntado les he dicho quién es usted y a lo que viene.
—Tiene usted razón —dijo Lamparilla— demasiado público es el negocio y más público se hará cuando venga yo con el Juez de Distrito y fuerza armada a tomar posesión que no depende más que de las copias de que he hablado a usted; pero supongo que usted habrá ya tomado sus medidas, caso de que se trate de un desorden o se quiera cometer una tropelía.
—No tengo más que la veintena a mi disposición, pues en todo este rumbo no hay tropa, y la mitad de los hombres que la componen trabajan en las haciendas de Melquiades.
Lamparilla meneó la cabeza y no dijo nada; sólo se quedó mirando al Alcalde, y desde luego cayó en cuenta de que en vez de ayudarle era su enemigo.
En efecto, apenas se había marchado Lamparilla, después de la primera conferencia, cuando mandó llamar a don Margarito, que era el mayor de los seis hermanos Melquiades, y le impuso de cuanto había pasado. Melquiades montó a caballo, recorrió las haciendas que estaban a poca distancia del pueblo, y sublevó a los indios haciéndoles entender que un tal Lamparilla venía de orden del gobierno a apoderarse de las haciendas y que, cesando las siembras y las labores, se quedarían sin comer.
A los dos días, nueva visita de Lamparilla a la casa del Alcalde. Los propios despachados en busca de los regidores ausentes, habían regresado ya con buenas contestaciones, y el Ayuntamiento estaría completo en el resto de la semana. El lunes siguiente se reunió por fin. Lamparilla asistió a la sesión. El alcalde les dio cuenta transmitiéndoles fiel y metódicamente los razonamientos y alegatos de Lamparilla; ninguno tomó la palabra, pero, puesto a votación, por unanimidad fue reprobada la pretensión, añadiendo que se prohibiese expresamente al licenciado la entrada a los archivos.
No se dio por vencido, sino que volvió al día siguiente a la carga, proponiendo al Alcalde una fuerte gratificación si le proporcionaba las copias simples de lo que él señalase en el archivo; interesó también la amistad del cura, y nada fue bastante, pues se puede comprender bien que los que estaban en posesión de los bienes de Moctezuma III se defendían obstinadamente y habían ganado a su favor a la mayor parte de las gentes del pueblo, al grado que cuando salía a dar sus paseos por las calles y huertas, notaba que se le quedaban mirando con un aire siniestro y amenazante.
Convencido de que nada podría obtener, acababa de cenar y se disponía a componer su maleta y arreglar sus cuentas con la patrona, cuando escuchó un rumor lejano de confuso vocerío que se fue acercando y creciendo por momentos. Era una reunión de hombres, mujeres y muchachos, la mayor parte peones de las haciendas, capitaneados por dos o tres tinterillos armados con palos, instrumentos de labranza y cuatro o seis hachones de brea echando chispas a causa del viento que soplaba.
La patrona, alarmada, corrió a cerrar la puerta del zaguán y las ventanas que daban a la calle.
—Ya me lo temía yo, señor licenciado —le dijo a Lamparilla—. Este tumulto es contra usted, y lo menos que querrán es sacarlo de aquí y arrastrarlo por las calles con una cuerda al cuello. Yo no lo siento por usted, que al fin es licenciado, sino por mí, que me van a romper los vidrios y a entrar y robar la casa, pues estos indios, cuando hay quien los levante, son el mismo demonio; pero eso me tengo por compasiva. Lo debí echar a usted, que me lo advirtió el mismo alcalde.
—Por el amor de Dios, señora, no piense usted en eso; yo le pagaré los vidrios y los muebles y cuanto rompan; pero sálveme usted. Vamos de pronto a atrancar bien la puerta, que en cuanto a las ventanas, tienen buenas rejas de fierro.
Lamparilla y la patrona corrieron al zaguán, y aunque cerrado con un buen cerrojo añadieron dos gruesas trancas.
En ese momento el tumulto llegó y se detuvo enfrente de la casa, vociferando diabólicamente:
—¡Muera Lamparilla! —decía en voz alta el jefe de la conspiración.
—¡Muera! —gritaban en coro los acompañantes.
—¡Viva don Margarito Melquiades!
—¡Que viva! —repetían estrepitosamente agitando las hachas de brea y dando de palmadas.
—¡Que muera el gobierno!
—¡Qué muera! ¡Qué muera! —repetían furiosos.
—¡Qué viva el Alcalde!
—¡Qué viva!
—¡Que muera Lamparilla!
—¡Que muera! ¡Que muera! —y unos cuantos trozos de ladrillo se estrellaron contra las rejas de las ventanas.
—¡Que viva el Señor del Sacro Monte!
—¡Que viva!
—¡Que muera el licenciado!
—¡Que muera! ¡Que muera! —y las rejas recibieron otra descarga de ladrillos y terrones.
—¡Que viva el gobernador!
—¡Que viva! —y aquí hubo una de chiflidos y de gritos, y la descarga fue de piedras que pasaron la reja y fueron a romper en parte una vidriera.
—¡Que muera Lamparilla! ¡Que muera! —y los chiflidos y gritos fueron más fuertes y las descargas de piedras más frecuentes, y un grupo se echó sobre el zaguán, pero las puertas fuertes y bien atrancadas no se movieron.
Lamparilla, pálido sin saber qué partido tomar, espiaba por el agujero de una de las ventanas, mientras la patrona, retorciéndose las manos, discurría de uno a otro lado de la sala.
—¡Dios mío, qué va a ser de nosotros, el tumulto crece y estas gentes no se irán en toda la noche! El Señor del Sacro Monte nos saque de este trance.
Por un momento cesó la bulla y el jefe se llevó la turba a una tienda de la contraesquina, que de intento había mandado el alcalde que quedase abierta, a que refrescaran el gaznate con unos tragos de aguardiente.
—Señora —dijo Lamparilla— es necesario discurrir la manera de que yo salga de aquí ahora que parece que se han retirado un poco. ¿Sería posible sacar mis caballos por la puerta del corral?
—Imposible; no están lejos, y en cuanto oyeran las pisadas de los caballos caerían sobre usted y lo matarían. Lo que me ocurre es que se refugie usted en el curato, donde ni de chanza pretenderán entrar. Abriré muy quedo la puerta del corral; enviaré a la muchacha que dé un recado al señor cura para que abra a usted la puerta del cuadrante, que está muy cerca de aquí, y en un brinco está usted dentro y muy seguro, y yo también pues la misma muchacha, luego que esté en seguridad, les dirá que usted se marchó a México desde el principio de noche; se les abrirá la casa para que vean que no hay nadie y todo se acabará. Con ellos debe andar don Margarito Melquiades, que es mi compadre, y él apaciguará el tumulto, pues son peones y muchachos chicos de la escuela de la hacienda de Buena Vista. Lo que está pasando me lo contaron desde esta mañana, pero no lo quise creer y me dio mortificación decírselo a usted.
—Valía más señora; me habría marchado a Chalco, pero no hay que perder tiempo, la idea de usted me parece muy buena.
La patrona salió a despachar a la criada al curato, y Lamparilla entró a su recámara, reconoció sus dos pistolas, se las puso en la faja, aflojó un poco la espada y esperó resuelto, en último extremo, a defender su vida y llevarse a cuatro o cinco por delante.
La criada volvió con buenas noticias. El cura consentía en abrir la puerta del cuadrante y esperar allí al licenciado; pero en esto los sublevados, animados con el trago, volvieron a la carga con más hachas de brea encendidas y gritando ya uniformemente:
—¡Viva don Margarito Melquiades y muera el licenciado Lamparilla!
Una descarga de terrones acabó de romper la vidriera y comenzaron a golpear el zaguán con piedras y palos.
La patrona, que en medio de todo, tenía más sangre fría, entreabrió un poco la hoja de la otra ventana; precisamente estaba apoyado en la reja su compadre don Margarito Melquiades.
—Es la oportunidad —dijo a Lamparilla— están muy entretenidos por acá, y por la puerta del corral no hay nadie. Hágase el ánimo, señor licenciado, y váyase.
Lamparilla reflexionó que no había otro remedio de escapar, se ciñó la espada, preparó una pistola y acompañado de la criada atravesó el corral, con tiento entreabrió la puerta y se encontró en la calle. La criada le señaló al frente y a poca distancia la puerta del cuadrante.
La noche estaba oscura; por la fachada de la casa seguía el ruido, la vocería y las descargas de terrones. Lamparilla, a la mitad del camino, sintió un terronazo cerca de un ojo, que por poco lo hace caer al suelo; pero sacó fuerzas de flaqueza, apretó el paso y dos minutos después estaba ya dentro de la sacristía en compañía del cura.
La patrona, en cuanto calculó que ya Lamparilla estaba en salvo, abrió a medias la ventana y habló con su compadre don Margarito.
—Dios me trajo a usted, compadre. El pájaro que ustedes buscan se marchó al anochecer. ¿Pero a quién decírselo, pues esta indiada bruta no ha hecho más que romperme mis vidrieras y no me atrevía a salir por miedo de que me tocase un ladrillazo?
—¿Me da usted su palabra, comadre?
—Por mi nombre que se lo juro, compadre; entre usted a registrar la casa si quiere.
—La creo, comadre, ni para qué me había usted de engañar, y además sólo queríamos dar un susto a este licenciadito para que se largue del pueblo y no vuelva más. Nunca le hubiéramos hecho nada. Mande usted buscar temprano al hojalatero para que le reponga sus vidrios, yo le pagaré, y buenas noches, comadre, que me voy a llevar a esta gente para que se largue a dormir.
Don Margarito Melquiades habló a su gente algunas palabras, y gritando vivas al gobierno y mueras a Lamparilla, los amotinados salieron del pueblo con sus hachas encendidas rumbo al caserío de la hacienda más cercana.