XXXVI. Salvados por milagro

De los dos pasajeros y tripulación de la trajinera, las dos mujeres, con sus jaulas de pájaros, habían pasado del sueño tranquilo que dormían al sueño eterno de la muerte, hundiéndose con la canoa. El más borracho de los remeros nadó, haciendo un esfuerzo supremo; pero en vez de tomar la derecha del canal, se dirigió a la izquierda y la corriente se lo llevó; el otro remero, con la muchacha sirvienta, sin saber cómo, ya tocando el fondo con los pies, unas veces, y otras dando brazadas con desesperación, fueron a dar a un tular cercano que formaba un islote. Cecilia, que era, además de esforzada, buena nadadora, habría podido llegar también al islote desde donde le gritaban ansiosamente el remero y su criada; pero generosa y buena, no quiso abandonar al licenciado Lamparilla. Los dos transidos de frío, mientras más esfuerzos hacían apoyando sus pies en el fondo fangoso, más se iban sumiendo, y línea a línea, minuto a minuto subía el agua a sus labios, de modo que tenían que cerrar fuertemente la boca y taparse con una mano las narices para no tragar las ondas suaves y plateadas que levantaba en el lago el viento de la montaña. Evaristo únicamente estaba en un cimiento sólido y con toda la cabeza fuera del agua; pero acobardado y aturdido porque, por un fenómeno que debe repetirse entre los criminales, en esos momentos veía flotando entre las corrientes el cadáver de Tules, que se le acercaba para hundirlo en las aguas. Desde el día del asesinato, era la primera vez que le había venido a la mente el recuerdo de su crimen.

Hacía nada más media hora que se había hundido la canoa, y parecía un siglo de agonía a los desventurados náufragos. Cecilia, con calambres en las piernas, apenas podía sostenerse, y estaba ya resignada y decidida a hundirse; pero, cosa extraña, en lances semejantes, hacía esfuerzos enérgicos más por sus compañeros de desastre que por ella misma. Mas esa peligrosa escena debía tener un fin; la corriente era cada vez más fuerte y el viento frío entumecía sus miembros.

Levantando cuanto pudo su cabeza Cecilia fuera del agua, le dijo a Lamparilla:

—¡Licenciado, encomiéndese usted a Dios, porque no hay ya remedio! Los calambres me van a volver, y no podré sostenerme ya en pie, y al sumirme en el agua se sumirá usted conmigo.

Lamparilla que desde al principio se había agarrado como una ancla de salvación a uno de los gordos brazos de Cecilia, no pudo responder una palabra; él mismo estaba acometido de calambres y a dos dedos de la muerte. No hizo más que abrazarse a Cecilia, decidido a salvarse o a morir con ella… No había remedio; cinco minutos más y todo acababa para la guapa frutera y el simpático Lamparilla.

El golpe de dos remos que batían acompasadamente el agua se escuchó. La vida llegaba en una frágil embarcación a esos desdichados.

En efecto, era una chalupa cargada de mazorcas de maíz y de berros la que se acercaba.

Cecilia tuvo la energía de dar un grito y la chalupa se acercó.

—¡Tira al agua tu carga y acércate más; pronto, pronto!

El patrón de la chalupa era uno de tantos propietarios de tierras y huertas de las orillas del canal, que hacía su comercio diario de berros para los caballos y de mazorcas para las eloteras, y en cada viaje redondo se ganaba cuatro o cinco pesos.

Se acercó, y con la claridad de la luna conoció a Cecilia.

—¡Patrona! ¡El Santo Cristo de Chalma nos valga! ¿Qué ha sido esto?

—Yo te pagaré cuanto quieras, Jacinto —le contestó Cecilia—, pero pronto, nos estamos ahogando. ¡Licenciado, agárrese del borde de la chalupa y déjeme libre; pero no se cargue porque se volteará la chalupa, y entonces no hay remedio!

Lamparilla con el instinto de conservar la vida, se agarró del bordo de la chalupa y pudo sacar un poco la cara del agua, mientras el patrón empezó a echar al lago los berros y las mazorcas; pero se presentaba una dificultad invencible. ¿Cómo Lamparilla y Cecilia podrían entrar en la chalupa, que era muy frágil, sin volcarla?

Cecilia pensó en esto, pero viéndose libre de la presión de las manos de Lamparilla y dejando a éste en menos peligrosa situación, hizo un esfuerzo y a nado abordó el islote de tule donde se refugiaron el remero y la sirvienta. Todo esto fue obra de instantes.

La posición de los náufragos había mejorado, pero estaban todavía muy lejos de creerse salvados. Jacinto acabó de echar su carga al agua, dio la mano al licenciado Lamparilla, formando contrapeso con su cuerpo para que no se volcase su frágil embarcación, y logró que tuviese el pecho fuera del agua.

Toda la religión y las creencias que enseñó su madre cuando niño al licenciado, le volvieron en aquel instante, y las escuadras y el ojo del Espíritu Santo y los mandamientos de las logias masónicas le parecieron figuras de Satanás, y exclamó con verdadera fe:

—¡Gracias, Dios mío, porque me has salvado la vida!

Un canto monótono se escuchó, que formaba una melancólica cadencia unido con el ruido soñoliento de las ondas y el golpe de los remos. Era una canoa grande de los Trujanos, que cargada de cebada se dirigía a México.

Ya estaban salvados.

Cecilia, desde el tular, gritó de una manera particular a los remeros, y éstos se acercaron inmediatamente.

—Saquen al licenciado, primero —dijo Cecilia a los remeros de la canoa— y después arrímense acá.

En un minuto los remeros atracaron al lado de la chalupa, tomaron a Lamparilla por debajo de los brazos y lo izaron, escurriendo agua, yerbas y pescaditos, y lo colocaron en el montón de cebada.

En seguida se dirigieron al islote de tule, y de un salto entraron a bordo el remero, la sirvienta y la capitana.

—Yo compro toda la cebada —les dijo Cecilia a los remeros— me entenderé con don Sabás; pero enderecemos a Chalco y a remar fuerte para que podamos llegar a la madrugada. ¿Cómo nos va a ver la gente así?

En efecto, el remero estaba completamente en cueros, lo mismo que la sirvienta, que se había desnudado para acostarse, poco antes del naufragio; en cuanto a Cecilia, había conservado su camisa, pero la tenía pegada al cuerpo, y era lo mismo que si no la tuviese. El licenciado tenía completo el vestido, pero en sus calzoneras de paño y en su chaqueta se habían pegado tantos animalillos del lago y tantas yerbas menudas, que era un mosaico.

Con todo y el frío, el susto y las terribles emociones del que ha estado a punto de perder la vida, no pudo menos el licenciado que echar una mirada y recorrer con ella en un segundo el hermoso cuerpo de Cecilia, y sin poderse contener la estrechó en sus brazos; pero de gratitud, de alegría, atacado de una especie de locura de verse seguro entre la cebada de la canoa, cuando un momento antes tenía ya el agua en la garganta.

—Jacinto —le dijo Cecilia al patrón de la chalupa— rema muy recio para que llegues a Chalco una hora antes que nosotros; te vas a mi casa y me traes una muda de ropa y otra para la Marica, y compras o pides prestado o haces lo que puedas, pero le traes también jorongos, sombreros y vestidos para el señor licenciado y para este pasajero; no es posible que las gentes de Chalco nos vean desnudos: se van a reír de nosotros.

El patrón de la chalupa empuñó sus remos y pronto desapareció en uno de los tornos del canal.

—¿Y los demás pasajeros y el remero? ¡Cristo Dios! ¡Se han ahogado!…

—Me tocó la suerte, doña Cecilia —dijo Evaristo— de estar sobre los tercios de mantas, y como ésos, por su mismo peso, se asentaron en el fondo, siempre conservé la cabeza fuera del agua.

Evaristo, mientras que sacaban al licenciado, se había brincado a la proa de la trajinera de Trujano y puesto en seguridad antes que Cecilia.

—¡Qué figuras, Dios de Dios! —continuó diciendo Cecilia, queriendo reír como si nada hubiese pasado, y mirando a Lamparilla y a Evaristo cubiertos de yerbitas y dando diente con diente—. No hay más que enterramos en la cebada, pues yo estoy como mi madre me echó al mundo. ¡Y no hay que ver mucho! —continuó algo enojada, observando que, a pesar del frío y del susto, los dos hombres no le quitaban la vista—. Bastante han visto, y más bien es hora de dar gracias a Dios que nos ha salvado por un milagro, que no pensar en otras cosas.

Y diciendo y haciendo, se enterró en la cebada, que formaba, como es la costumbre para cargar lo más posible, una especie de pequeña montaña, y sólo le quedó la cabeza fuera.

Lamparilla y Evaristo quisieron imitarla, retirándose cada uno a los dos extremos de la canoa, pero no pudieron y derramaron el agua, permaneciendo de pie y transidos de frío, hasta el punto de no poder hablar una palabra.

Los remeros desatracaron la canoa y haciendo esfuerzos que se conocían bien en el resoplido de sus pulmones, salieron en breve de aquella fuerte y peligrosa corriente y tomaron el centro del canal.

A poca distancia, con los reflejos de la luna, divisaron un bulto flotante, que tan pronto se hundía como volvía a reaparecer en la superficie.

Era el cuerpo del remero ahogado.

Alentados por Cecilia, que les ofreció una buena gratificación, trabajaron los remeros tan bien, que al amanecer llegaron a Chalco. El patrón de la chalupa ya esperaba a los náufragos. Para Cecilia trajo una muda completa de ropa, con que discreta y honestamente se vistió cubriéndose siempre con la cebada; para los dos náufragos pudo apenas conseguir unos calzoncillos blancos y sucios de otros remeros y unas frazadas viejas, y en ese pelaje desembarcaron en el atracadero de Chalco, sin que las pocas gentes que andaban en la calle fijaran su atención en ellos.

Cecilia los llevó a su casa, donde, aunque en una especie de revoltura y de descuido, menos en la pieza en que ella dormía, no faltaba nada para un lance como el que había ocurrido. Desayunaron con un apetito como si en ocho días no hubiesen comido. Lamparilla y Evaristo se enjugaron y limpiaron; después, uno en un buen colchón y el otro en unas hojas de maíz, se acostaron; abrigados con buenas frazadas y con una copa de aguardiente de Cuernavaca en el estómago, no tardaron en dormirse. Cecilia se encerró en su cuarto, se lavó de pies a cabeza, y en su buena y mullida cama no tardó tampoco en encontrar el descanso y el reposo que exigían las fuertes emociones de tan terrible noche.

Durante tres días la frutera prodigó a sus huéspedes las mayores atenciones, aunque con sus maneras naturales y bruscas, dándoles de comer y beber abundantemente, proporcionándoles el que adquiriesen ropa y lo demás que necesitaban y sirviéndoles en cuantas comisiones se les ofrecieron. Los huéspedes se mostraban muy contentos y no sabían cómo expresar su gratitud; pero no daban trazas de marcharse. Los dos tenían sus designios, pero los dos disimulaban lo más que podían y ninguno hallaba cómo despedirse ni ser el primero que saliese de aquella casa, que les había salido a su gusto y donde, además de pasarse una vida regalada, tenían esperanzas de mayor felicidad.

Lamparilla estaba celoso de Evaristo y revolvía en su cabeza todo género de proyectos no sólo para deshacerse de pronto de su rival, sino alejarlo para siempre de Chalco.

Evaristo, de pasiones brutales, alimentaba siniestros proyectos, hasta el grado de estar formando en su cabeza diversos planes para atacar en el camino al licenciado y matarlo; pero además de que no tenía de pronto elementos, le sobrecogía el miedo de ser descubierto.

Cecilia, fastidiada y asombrada de la calma de sus huéspedes, se decidió a cortar las dificultades en que se encontraban.

Aprovechando una corta ausencia del tornero, habló a Lamparilla.

—Oiga, señor licenciado —le dijo— mi casa y lo que tengo es de usted, sin que me quede nada dentro; y no lo hago por el dinero; pero yo no tengo en el pueblo más que mi pobre honra, y ya ve usted que no está bien que dos hombres estén viviendo en mi casa. Ya saben las gentes la desgracia que tuvimos y que di a ustedes un rinconcito; pero ya van tres días.

—Precisamente te quería hablar de esto, Cecilia; tienes razón. Espero que mi criado llegue de México con mis caballos, ropa y cartas de recomendación que se perdieron en el naufragio para marcharme a Ameca; pero ya que se trata de que nos separemos, te haré una pregunta, pero me contestas con verdad. ¿Ese hombre, que no sé por qué se me sienta en la boca del estómago, se va quedar aquí?

—Poco me conoce usted, señor licenciado; no soy muy fácil, y para entregarme a un hombre sería menester que lo quisiese mucho, y en caso de echarme por lo malo, lo haría mejor con usted, que al fin es una persona conocida y decente, que no con ese figurón que sepa Dios quién lo parió.

—No sabes cuánto te agradezco lo que me acabas de decir —le contestó muy entusiasmado Lamparilla—, te creo, pues ningún interés tendrías en engañarme, y es necesario que sepas que estoy loco por ti, lo que se llama loco, y si no te resuelves a quererme, seguro que a mi vuelta a México, en vez de ocuparme en mis negocios, me llevarán a San Hipólito.

—¡Ah qué señor licenciado tan chistoso! —dijo Cecilia echando una franca carcajada de risa—. ¿Conque loco por una frutera, por una trajinera? Si yo me resolví a no ahogarme fue por no abandonar a usted; eso nada tiene de particular, pues así debe uno obrar con el prójimo, y si consentí en que me tuviese abrazada toda la noche ¿qué había de hacer? Yo pensaba que si le quitaba a usted las manos de donde las tenía, se sumía, y no había modo de sacarlo; pero no vaya por eso a creer…

—Agradecido, y por toda la vida. Tú me has salvado de la muerte más terrible y más ridícula. ¡Ahogado, como quien dice, en un charco de agua y comido por las ranas, por los juiles y por los mesclapiques! Te aseguro que se me han quitado las ganas de volver a viajar por el canal, y mejor haré la jornada a caballo; pero dejemos esto, que es triste. ¿Te enfadarás si te doy un abrazo?

—Lo que es eso no, y ya puede…

Lamparilla no la dejó acabar, sino que se precipitó sobre Cecilia y le dio un abrazo tan apretado, que con todo y ser ella ancha y fuerte de pechos y espaldas, poco faltó para sofocarla. Al desprenderse le tronó un beso en medio de sus labios gruesos y húmedos.

Cecilia respiró, se sonrió y se limpió la boca con su brazo redondo y cubierto con una suave pelusilla negra.

—Lo que debía usted hacer, señor licenciado, antes que otra cosa —le dijo Cecilia, sin darse por recibida del ardiente beso— es mandar hacer dos milagritos de plata y un retablo para colocarlos en la capilla del Señor del Sacro Monte, pues a él me encomendé y él nos ha salvado enviándonos a Jacinto con su chalupa y después la canoa de don Sabás Trujano. Creía que ya el frío del agua me entraba a los huesos, con todo y que están cubiertos de buena carne —y Cecilia mostró al licenciado su otro brazo desnudo—. Un cuarto de hora más y usted y yo nos vamos al fondo abrazaditos como marido y mujer.

—Corre de mi cuenta. A mi vuelta a México mandaré pintar el cuadro en la Academia de San Carlos, y tú estarás allí retratada en miniatura; ya arreglaremos eso. Los milagritos representarán uno a ti y otro a mí, hincados de rodillas, implorando con las dos manos juntas el auxilio del Señor del Sacro Monte; así se usan y así los mandaré hacer al platero Martínez, y a ti te regalaré no sé qué, porque quiero darte hasta mi camisa.

—No se moleste ni piense en eso, señor licenciado —le contestó Cecilia— con el retablo y los milagritos quedo contenta. Gracias a Dios, no falta algún dinerito para reponer la trajinera y volver a trabajar. Si usted lograra echar de la plaza a ese San Justo, que es el que debe de haber hecho un agujero en la canoa, volvería yo a atender mi puesto allí y antes de seis meses ya estaría ganado lo que se perdió en esta vez.

Tan interesante conversación, al menos para Lamparilla, fue interrumpida con la llegada del criado que volvía de México con los caballos, la ropa y las nuevas cartas de recomendación del teniente de la garita de San Lázaro, el cual felicitaba al licenciado por la fortuna con que había escapado de la muerte. Al mismo tiempo Evaristo apareció en el patio, y como indeciso si entraba o no a la sala.

—Pase, Don, nada tenemos de secreto —le dijo Cecilia a Evaristo—. El señor licenciado se está despidiendo, pues ya le urge marcharse a sus quehaceres; esto es todo.

Evaristo entró como titubeando y con cierto embarazo, quitándose respetuosamente el sombrero nuevo, galoneado de plata, que había comprado en la tienda de la plaza. Lamparilla apenas agachó la cabeza con cierto desprecio, y salió a hablar con el mozo.

Durante los tres días, Evaristo había habitado un cuarto lejano e independiente, y Lamparilla una buena recámara en la misma habitación de Cecilia, y sólo a las horas de comer se cambiaban palabras insignificantes.

Esos dos hombres se odiaban mortalmente.

—Siéntese, Don —volvió a decirle Cecilia, arrimándole una silla.

—Me llamo Pedro Sánchez —le interrumpió el tornero con alguna altanería—. Soy de tierra adentro, vendí una casita y con algún dinerito vengo por acá a comerciar y a trabajar para ganar mi vida. Por fortuna o por la voluntad de Dios, tenía bien amarrados en la cintura mis ahorritos, y aquí los tiene usted.

Evaristo sacó de su bolsillo un puñado de monedas de oro, y sonándolas las mostró a Cecilia.

—Guarde su dinero, que cada cual es dueño de lo suyo, y no le voy a cobrar nada por haber estado tres días en esta casa, que al fin mi canoa fue la que tuvo la culpa. Lo que quería decirle es que como el licenciado se marcha a sus quehaceres… y no es que tenga miedo a los hombres, y un regimiento no me espanta; pero las gentes son habladoras y no quiero que nadie tenga que morderse los labios por mí. ¿Lo entiende usted, Don?

—Ya tengo un cuarto en el mesón —le contestó Evaristo— y no había necesidad de que me echara de su casa.

—¿Lo toma usted a la mala? —dijo Cecilia con cólera—. No me faltaba más que eso. Métase a ser completa con las gentes, y así sale una.

—No, nada de eso, doña Cecilia —le interrumpió Evaristo refrenándose y cambiando de tono—, y antes, para que vea que no hay malicia, me hará favor de tomar estas arracadas de coral que compré en la tienda cuando fui a buscar este sombrero.

Cecilia cambió también de tono y tomó en la mano los aretes que le presentó Evaristo.

—Muy bonitas —le dijo— y hacen juego con mis gargantillas, y las tomo; pero le he de dar lo que costaron, pues así no creerá que me quiero pagar de la comida y alojamiento de estos días.

Evaristo insistió en que las recibiera y Cecilia en rehusarlas, hasta que por fin convino en guardarlas; pero entró a su recámara y volvió a poco con dos chapetones de filigrana de plata.

—Para su sombrero, que le faltan —le dijo a Evaristo dándole las chapetas— y no averigüemos más.

Evaristo, lo mismo que el licenciado, tuvo los más vivos deseos de declarar su amor a Cecilia, pero se contuvo y lo dejó para mejor ocasión. Despidióse de Cecilia tendiéndole la mano, que ella rehusó, y salió del patio.

Lamparilla, que había arreglado su maleta, reconocido el cincho y las arciones y calzado las espuelas, montó en su caballo.

—Un último abrazo desde aquí, Cecilia, y hasta la vista Si de regreso te encuentro, bien; y si no volveré dentro de unos días con los milagritos de plata y un pintor de la Academia para que te retrate y se pueda hacer el retablo. Los dos iremos juntos a colocarlo a la capilla del Señor del Sacro Monte.

Cecilia se prestó de buena voluntad a que, inclinándose desde el caballo, le abrazara en el cuello.

Lamparilla, echándola de jinete, prendió las espuelas al caballo y de un salto estaba ya fuera de la puerta, a galope tendido atravesó las calles y enfiló la calzada con dirección al pueblo de Ameca.

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