XXXVIII. ¡Ira de Dios!

Ésta fue la primera palabra que con valor y corazón pronunció el licenciado Lamparilla luego que el cura cerró con llave y cerrojo la puerta del cuadrante y que se consideró en completa seguridad.

—¡Ira de Dios, señor cura! —volvió a repetir—. Si no ha sido por los ruegos de la patrona de la casa que se me hincó de rodillas, abro la puerta, mato con mis pistolas tres o cuatro de esos salvajes borrachos y arreo a los demás a cintarazos, comenzando por don Melquiades.

—Está usted demudado; voy a disponer que le den una taza de anís con un poco de aguardiente, que es eficaz para calmar las emociones.

—Sí, estaré demudado de la cólera, señor cura. ¿No le parece a usted una infamia que a un abogado, y abogado como yo, tan relacionado en México y con la mejor reputación en el foro, tan sólo porque viene a pedir unas copias se le forme una conspiración y se le trate de asesinar y de arrastrarlo por las calles? Y lo hubieran hecho si entran, como me lo dijo esa buena mujer; al fin eran muchos, pero ¡ira de Dios! señor cura, le aseguro a usted que me habría llevado tres o cuatro por delante.

—Qué quiere usted, señor don Crisanto, son cosas de los pueblos. Esta gente es ignorante y cualquiera los engaña.

—Ya me supongo que este tumulto fue provocado por el alcalde mismo, de acuerdo con don Margarito Melquiades, para impedir que se me dieran las copias, porque su deber era haber salido con la veintena a poner orden en la población y proteger mi vida amenazada.

El cura, que no quería entrar en materia ni decir nada malo en contra del alcalde y de don Margarito Melquiades, no contestó y fue a las otras piezas de la casa a preparar la bebida, más bien digestiva que calmante.

El licenciado se aprovechó de ese momento para abrir la ventana y mirar a la calle. Un silencio profundo reinaba; las gentes que habían abierto sus balcones para ver el tumulto, los habían vuelto a cerrar, y sólo se escuchaba a lo lejos el rumor de las pequeñas cascadas que se formaban con la nieve fundida y se deslizaban dando saltos por el declive escabroso de la gran montaña.

El cura no tardó en volver acompañado de una sirvienta india con tazas, botellas, vasos, café, agua de anís, té y cuanto pudo en aquel momento haber a la mano.

Lamparilla prefirió tomar una buena taza de café caliente y dos copas de Holanda fino, de la fábrica que los Noriegas tenían cerca del pueblo.

—Bien ¿y qué le parece a usted que haga ahora? —preguntó Lamparilla al cura cuando acabó de tomar el último trago.

—Me mortifica decírselo a usted, señor licenciado —le contestó el eclesiástico— porque no vaya a figurarse que lo echo de mi casa; pero mi opinión sería que se marchara aprovechando la calma y la oscuridad de la noche. Esa gente, que bebió bastante en la tienda, puede volver y ni el alcalde ni el mismo don Melquiades la podrían contener, porque sabe usted lo tenaces que son los borrachos. Nada le sucedería a usted estando en el curato, y yo, en último caso, lo escondería a usted donde no lo pudieran encontrar; pero vale más evitar un lance.

—Tiene usted mucha razón, señor cura, y lo que deseo es salir cuanto antes de este maldito pueblo. Hágame el favor de mandar por mis caballos y el mozo, y de pagar a la patrona el gasto que haya yo hecho y lo que cueste la reposición de los vidrios, que al llegar a México, le remitiré el dinero.

—Lo que usted quiera —le dijo el cura—. Se hará lo que usted desea y no tardarán los caballos en estar aquí. Me permitirá que lo deje solo un momento.

El cura salió, y Lamparilla, impaciente, pues se le figuraba que ya volvía el tumulto, se comenzó a pasear como una fiera en jaula, de uno a otro extremo de la sala.

El excelente cura no quiso fiar los preparativos del viaje a sus sirvientes, sino que él mismo fue a la casa, tranquilizó a la patrona comprometiéndose a pagar la cuenta del alojamiento y vidrios rotos, y buscó al mozo, que encontró profundamente dormido entre unas barcinas de paja. Allí se había refugiado durante la tormenta, y cuando se aplacó se acomodó bien, y al calorcito de la paja no tardó en dormirse sin cuidarse de su amo; éste, por su parte, tampoco se había acordado si tenía o no criado, siquiera para que le ayudase a defenderse, tanta así fue su sorpresa y atarantamiento.

Antes de media hora los caballos con el mozo estaban en la puerta del cuadrante. Lamparilla se despidió afectuosamente del cura, montó a caballo, y paso a paso, queriendo penetrar con sus miradas en la oscuridad profunda de la noche, enderezó a su cabalgadura hacia el camino real. Eran como las dos de la mañana.

Lamparilla revolvía en su cabeza proyectos de venganza. La sangre toda de la familia Melquiades y la del alcalde y miembros del Ayuntamiento de Ameca, le parecía poca. Su vida había sido fácil; sus negocios de abogado, aunque de poca importancia, le habían salido bien; el licenciado don Pedro Martín lo favorecía no sólo con sus consejos, sino dándole negocios, prestándole libros; su tocayo, el juez Bedolla, tenía tanta confianza en él que bastaba una recomendación para que saliera de la cárcel, ya una mujer, ya un hombre, ya muchos acusados con razón o sin ella, de escándalos, de heridas y aun de robillos de poca monta; en fin, era un personaje hasta cierto punto influyente y considerado en la sociedad de México, y no podía ni siquiera pensar en las ofensas que le habían hecho el alcalde de Ameca y los Melquiades, sin que la sangre se le subiera hasta las orejas, ya que le había pasado la impresión del susto, igual o mayor acaso que del naufragio en el canal. Allí, al menos moría abrazado de una guapa muchacha, mientras que en Ameca lo querían arrastrar con un cordel al cuello por las calles y matarlo a palos como a un perro rabioso. Su cólera iba a dar también en contra del teniente de garita, que quizá de mala fe le había dado la carta de recomendación. Forjaba mil planes en su cabeza y no se fijaba en ninguno. Luego que comenzó a salir la luz, prendió las espuelas a su caballo, y temprano estaba en Chalco, tocando la puerta del corral de la casa de Cecilia.

Pero Cecilia no estaba allí. Las criadas le dijeron que había ido a México para retirar definitivamente el puesto de la plaza del mercado, porque San Justo no cesaba de molestar a las muchachas encargadas de él y disponía de la mejor fruta que había sin pagar nada, y dizque debía un dineral.

Nueva contrariedad. Se le figuró a Lamparilla que Cecilia se había largado con el tornero, y los celos aumentaron su despecho y su rabia. Aceptó el alojamiento que le ofrecieron las criadas, se desayunó y salió a recorrer la ciudad y los mesones para ver si lograba saber algo de ese pasajero sospechoso, resuelto, si lo encontraba, a acusarlo de cualquier cosa y lograr que la autoridad lo enviase a México a disposición del juzgado de Bedolla como cómplice del asesinato de la calle de Regina. Lamparilla estaba muy lejos de sospechar que su siniestro compañero de naufragio era el único y verdadero culpable; pero le ocurría ese medio porque de seguro, tratándose de ese asunto, que era la preocupación única de su amigo el juez, lo metería en la cárcel, y ya se daría modo para que no saliese en muchos meses; pero sus pasos y sus indagaciones fueron infructuosos. Ni lo encontró en todo Chalco, ni en los mesones le pudieron dar razón de él. Confirmó sus sospechas; el bribón se había largado con Cecilia, la cual lo tendría escondido en la casa de la Calle de la Acequia para vivir con él a pierna suelta. Volvió a la casa descorazonado, colérico, celoso, enfermo, cansado, en fin, hasta el grado de no poderse tener en pie.

Comió mal y durmió peor. Sueños a cual más estrambóticos: Cecilia bailando jarabe con el pasajero y éste tirándole el sombrero jarano a los pies; a interrumpir ese baile entraba don Espiridión con espada en mano, tirando cuchilladas por todas partes. Pasaba aquello y entonces veía a Moctezuma III acostado, amarrado de pies y manos en una cueva muy Oscura de la cuesta de Barrientos; por último, oía ruido de espadas, y estruendo de piezas de artillería y gritos roncos y feroces: «¡Muera Lamparilla! ¡Muera el gobierno!». Despertaba, daba un salto en la cama, se tentaba el pecho y las piernas para cerciorarse de que no estaba herido, encendía la vela, fumaba un cigarro, se volvía a acostar y a dormir, y volvían los sueños y las pesadillas hasta que amaneció Dios; se levantó, metió la cabeza en una batea de agua fría para ver si así se le quitaban las visiones que aún despierto tenía delante.

Mandó ensillar sus caballos, se desayunó con un poco de café aguado, dio una buena gratificación a las muchachas y partió a galope con dirección a la capital. Lo primero que hizo en cuanto llegó, al caer de la tarde y se sacudió el polvo, sin tratar ni de comer un bocado, fue ir a la plaza. Las muchachas le informaron que Cecilia había efectivamente estado allí; pero que hacía más de una hora que se había marchado, sin duda a la casa de la Calle de la Acequia. Corrió hasta el retirado callejón. Un remero, único que la cuidaba, le dijo que la ama había ido al embarcadero de San Lázaro. Tomó un coche de sitio y llegó ya de noche a la garita, sin querer hablar con el teniente; pero por las señas que dio, y como Cecilia era muy conocida, supo que media hora antes se había embarcado en una trajinera rumbo a Chalco. Decididamente estaba de desgracia y todo le salía mal.

Al día siguiente, más tranquilo y con un buen sueño en su cómodo lecho, reflexionó con más aplomo, formó el plan de separar a San Justo del empleo interino de administrador del mercado; de hacer que el alcalde de Ameca, los concejales y los Melquiades fuesen reducidos a prisión y conducidos a México como conspiradores revolucionarios, y que el gobernador ordenase al nuevo Ayuntamiento sacase copia del oficio de los documentos que necesitaba. Reservando para sus adentros este vasto plan, se vistió y adornó hasta con una especie de coquetería, y se dirigió a la casa de su tocayo don Crisanto Bedolla para consultar con él sus proyectos y ponerlos con su ayuda lo más pronto posible en ejecución.

Bedolla lo recibió con el cariño de antiguos condiscípulos, le prometió ayudarle y los dos se pusieron a discutir la manera de llevar a efecto sus propósitos.

La posición social y política de Bedolla había mejorado de una manera notable durante el tiempo que Lamparilla, a causa de sus ocupaciones, lo había dejado de visitar.

La prisión de los vecinos de la casa de Regina y su condena a muerte y a presidio, había de pronto asustado a los raterillos y aun a los ladrones de más categoría. Ya no se oía en la ciudad nada de robos, y las diligencias de Puebla y del interior no habían sido atacadas. La ilustrada y benemérita población de la capital estaba tranquila, los periódicos reproducían hasta el fastidio elogios al integérrimo juez Crisanto Bedolla, y el gobierno estaba satisfecho y reconocía que el digno magistrado era el que había restablecido la confianza y la seguridad personal. El Presidente y el Ministro de Justicia querían que los reos fuesen ahorcados; pero no podían interrumpir el curso de la justicia, pues el defensor había apelado y la causa estaba en revisión. Don Pedro Martín de Olañeta había influido con los magistrados, y la causa, muy voluminosa de por sí, era necesario que fuese leída y examinada minuciosamente.

Bedolla sacaba partido de la más insignificante circunstancia. Oyó con marcada atención el relato de las desgracias de su tocayo y condiscípulo, y cuando cesó de hablar, le dijo:

—Este negocio lo tomo por mi cuenta, no haya cuidado alguno. Mañana muy temprano platicaremos en mi casa, y esa canalla sabrá para qué nació. El gran desiderátum —añadió— consiste en que ahorquemos a los reos de Regina y seré el todo del gobierno; pero los magistrados retienen los autos y no hay modo de que despachen ni en pro ni en contra. No obstante, me ha ocurrido una buena idea y la voy a poner en planta. Conque, hasta mañana.

Lamparilla se marchó, y el juez se quedó un poco pensativo; pero a los diez minutos tomó su sombrero, guardó sus papeles, dio al escribano sus instrucciones para el despacho del juzgado y salió precipitadamente de la oficina antes de que se le borrara la repentina y feliz idea que había concebido.

Es indispensable referir algunos antecedentes que explicarán el rápido progreso que, relativamente en poco tiempo, había hecho el hijo del honrado barbero del pueblo de la Encarnación en la carrera política, y la influencia decidida que ejercía aun en los asuntos y en las cosas que nada tenían que ver con el despacho del juzgado.

El periódico que ya conocemos, como si hubiésemos sido sus más constantes suscriptores, y que anunció el caso rarísimo y nunca visto del rancho de Santa María de la Ladrillera, había, en los años transcurridos, sufrido las más extrañas alternativas y los cambios más bruscos y repentinos. Tan pronto tenía suscriptores bastantes para pagar los gastos de impresión y administración, quedando un sobrante regular, como se veía abandonado por sus favorecedores y reducido a pedir fiado el papel necesario.

En una temporada cayó en manos de personas timoratas y casi en olor de santidad, y los artículos que publicaba en favor de la religión y de todos los santos del cielo le produjeron tantas suscripciones, que ya no cabían en dos costales los ejemplares que se remitían los miércoles y los sábados, días solemnes en que se despachaba el correo de la capital para el resto de la República; pero un día le ocurrió a uno escribir un artículo sobre la festividad del doce de diciembre, que tan fatal fue para Juan; puso en duda el articulista la aparición de la Virgen de Guadalupe, y de un golpe se borraron como tres mil curas. En vano quiso reparar el error, echar al hereje de la redacción y elogiar a los padres que predicaban en los desagravios de la parroquia de Santa Catarina y en los ejercicios de la Profesa; inútil trabajo. Los curas no creían ya en la buena fe de El Eco del Otro Mundo, y lo veían con horror. Despechado y ofendido por este desaire, se volvió al lado de los masones y comenzó a iniciar la grave cuestión de la tolerancia de cultos, y fue tan feliz la idea que volvió a levantarse y a renacer, como el fénix, de sus propias cenizas; pero un día también se deslizó un artículo, sin saberse cómo, que decía que las logias acabarían con la nación, que en ellas se disponían las elecciones y se repartían los destinos públicos (algún agraviado sin duda), y que era necesario hacerles la guerra decidida. En menos de dos semanas se borraron tres mil quinientos masones y se suscribieron nuevamente un canónigo y ocho curas. El periódico, agonizando, acudió al gobierno, logró un corto auxilio de los gastos secretos de Relaciones, y pudo ya medio vivir y tributar elogios a los distinguidos funcionarios que hacían el sacrificio de abandonar la tranquilidad del hogar doméstico para ocupar sillones ministeriales, llenos de espinas y de abrojos; pero un día un redactor que comenzaba sus campañas y que era medio pariente del Ministro de la Guerra, con cualquier motivo enjaretó un artículo sin que lo revisaran sus compañeros, diciendo que César no había sido más que un cabo de escuadra, que Alejandro el Grande apenas habría sido en México un coronel de cívicos y que Napoleón, comparado con su pariente, no había sido más que un sargentón afortunado. Como veinte militares se suscribieron inmediatamente; el tío ministro convidó a almorzar al pariente; pero el Secretario de Relaciones, que no podía ver ni pintado a su compañero el de Guerra, retiró el auxilio, y en esta vez por poco muere. Hubo discusiones, proyectos, pleito, en fin, en la redacción, de lo que resultó un periódico independiente con noticias de sensación; interesaron a cuanto muchacho ocioso andaba por la calle y de día y de noche gritaban desaforadamente en los portales y en las Cadenas, El Eco del Otro Mundo, con los robos y los asesinatos de los bandidos de Río Frío. Otro día cambiaba el tema y gritaban: «Relación de una cabra que nació con tres cabezas».

No probó mal este método, y entre prodigio y prodigio se mezclaban algunos elogios al gobierno y algunas sátiras embozadas al clero, a los masones, a los soldados, a los abogados y a todo bicho viviente. Cada uno por saber si algo malo o bueno se decía de él, tomaba una suscripción, y en breve tiempo el periódico volvió a levantarse y los redactores ya tenían una regular pitanza cada mes. Interesante como es la historia familiar y secreta de los periódicos, basta referir la terrible crisis que experimentó tan acreditado diario, y la que fue muy provechosa a nuestro amigo Bedolla.

El Eco del Otro Mundo se había entendido perfectamente con el Ministerio de Hacienda, como ya lo habrá maliciado el lector; pero como ese digno funcionario en ocho meses había podido dar una paga a los empleados y dos meses de dietas a los diputados y senadores, tuvo que abandonar la cartera, y otro, que era un prodigio de talento y una especie de brujo que sacaba, como Moisés, agua de una roca, le sucedió con beneplácito o, mejor dicho, con aclamación de tanta vieja viuda que ya había hasta olvidado cómo era la forma y tamaño de un peso duro. Este nuevo funcionario tenía una conciencia estricta, y una de sus máximas era que la prensa pagada extraviaba la opinión pública y corrompía a los mismos funcionarios que la pagaban, y que el único periódico que debía pagar para que elogiara y defendiera al gobierno, era la Gaceta Oficial y El Telégrafo, que era como un semioficial. Retiró, pues, la subvención a El Eco del Otro Mundo, y de la noche a la mañana dejó a los redactores en un petate.

Junta general y sesión borrascosa en la oficina de la redacción. Se resolvió continuar el periódico pagando a escote lo que faltara para el completo de los gastos, y además jugar el todo por el todo y hacer desde el día siguiente una oposición formidable al gobierno, comenzando por el Ministro de Hacienda, y juraron sobre los cañones (de las plumas) arrastrar con las multas, con la prisión, con el destierro, con la muerte misma, antes que doblar la cerviz; en una palabra, sacrificarse por la patria. Fortificados con tan enérgica resolución, al día siguiente comenzaron a echar fuego y llamas.

Un artículo titulado Bancarrota, hizo temblar en su sólido sillón al nuevo Ministro de Hacienda. Otro, que llamaron Precipicio, le quitó las ganas de comer al Ministro de Justicia. Otro, Hipocresía y religión, alarmó al arzobispo y al coro de la catedral; otro, Abajo caretas, obligó a las logias a convocar para tenidas extraordinarias; por último, el titulado Pueblo soberano, era un llamamiento a los barrios de San Sebastián, de la Palma, de Tepito y de la Soledad de Santa Cruz.

Los suscriptores en tropel se presentaban a la redacción, y los muchachos y billeteros vendían resmas enteras en un momento. El gobierno temblaba ya, y la sociedad elogiaba el arranque patriótico de los que así exponían su tranquilidad y hasta su vida por defender los santos principios… de cualquier cosa. Los redactores, entusiasmados con el buen resultado de las deliberaciones de la junta, seguían echando tajos y reveses a todo el mundo. Del Presidente de la República, lejos de decir una palabra disonante, lo alentaban de vez en cuando. Los mismos ministros llegaron a creer que el supremo magistrado pagaba el periódico para echarlos de sus sillones, y conferenciaron seriamente, decididos a presentar en masa su renuncia; pero tenían mucho cariño a sus puestos y dejaban siempre para mañana la resolución heroica que habían pensado.

Bedolla, que, al despertar sentado en su cama, y tomar su té a la inglesa, pues había ya abandonado el champurrado, por ordinario e indigesto, lo primero que hacía era leer su periódico favorito, había seguido con interés sus cambios y matices, se quedó reflexionando el día que se publicó el editorial que encabezaba el título de Pueblo soberano; ya había notado que únicamente al Presidente se trataba con respeto y consideración; levantóse sin tomar la tercera taza de té y se puso delante del tocador. Ya no era la levita con sus arrugas en la espalda, ni el pantalón hecho charamusca, ni el sombrero acepillado en sentido inverso, ni la cabeza hirsuta y alborotada, sino que O’Sullivan un sastre irlandés, lo vestía a la irlandesa o a la inglesa, el peluquero del teatro le cortaba el pelo, y sus camisas, luciendo botones y prendedores de oro y brillantes, eran obra de una camisería de París (o de Bayona) que acababa de llegar, y su sombrero a guaterpó estaba liso y perfectamente acepillado.

—Al tronco y no a las ramas —dijo en cuanto estuvo vestido y adornado de manera que ni el prefecto de su pueblo ni su mismo padre el barbero habrían podido reconocerlo, y contento, satisfecho y sonriendo de la travesura que había imaginado, bajó las escaleras y no paró sino hasta que estuvo al habla con el ayudante de guardia del Presidente, al que entregó un papelito muy pequeño y perfectamente doblado que decía:


Asunto urgente y muy reservado. Cinco minutos de audiencia y todo se arreglará.

Licenciado Bedolla.
 

Cinco minutos después el ayudante salió, introdujo a Bedolla hasta la sala azul, y lentamente, cojeando, ayudándose con un bastón, se presentó el Primer Magistrado de la Nación, y le tendió (gran favor) amistosamente la mano.

—Al levantarme, excelentísimo señor, y leer como acostumbro El Eco del Otro Mundo, me ocurrió una idea; no quise perder ni un minuto, y a riesgo de molestar a V. E., me he tomado la libertad de pedirle una corta audiencia.

—Siéntese usted, Bedolla, siéntese; supongo que viene a participarme que, concluida la causa, van por fin a pagar su crimen en el patíbulo…

—No, Señor Excelentísimo, no es eso; el proceso de los reos de Regina está en revisión, y nada se puede hacer hasta que no resuelva el tribunal. Por mi parte a V. E. consta que no tardé mucho en instruir la causa y condenarlos a la última pena; pero no se trata de eso, sino de El Eco del Otro Mundo.

El supremo magistrado, apenas oyó mencionar el periódico, cuando dio un salto, como si le hubiese picado un alacrán y se puso en pie.

—Ni me hable usted de semejante publicación, asquerosa, antipatriótica; se conoce que es un plan fraguado por los enemigos del gobierno, y que pollos gordos, que yo conozco, se cubren con el anónimo y escriben estos artículos que están conmoviendo a esta sociedad, combatida por los partidos que se quieren arrebatar el poder, gastada, cansada, moribunda, y a la cual he querido yo imprimir vida y movimiento. No, imposible; ni hablemos de eso, Bedolla.

—Notará o habrá notado V. E. —dijo con una voz muy amable el licenciado—, que los editores echan tajos y reveses contra todo el mundo; para ellos ni el arzobispo es sagrado. Sólo a V. E. respetan, sólo a V. E. le tienen consideración; ni al Papa, sólo a V. E. elogian; aquí traigo precisamente dos números que contienen cuatro párrafos diversos y no hay más que alabanzas, muy merecidas por cierto. Es necesario sacar partido del cariño personal que tienen a V. E. A eso venía yo, por eso me tomé la libertad de que el ayudante introdujese mi papelito.

El supremo magistrado cambió inmediatamente de humor, y se sentó.

—Mi plan es —continuó el licenciado sentándose respetuosamente y manteniéndose muy derecho sin recargarse en el sofá— que este periódico, en vez de hacer una oposición tan injusta, tan inconsiderada y tan nociva para la tranquilidad de la República, sea absolutamente del gobierno; V. E. ordene, se hará la oposición a quien V. E. mande y se elogiará a los que V. E. quiera favorecer.

—No conoce usted el mundo como yo, señor Bedolla. Detrás del periódico están esos personajes pérfidos del partido moderado, que no quieren venir al gobierno cuando se les llama, y critican y hacen la oposición a todo el que como yo se sacrifica por la patria.

—Ése es mi secreto, precisamente. Tengo un plan por el cual esos moderados quedarán excluidos del periódico, éste será dirigido por manos hábiles y por personas adictas a V. E. y una vez conseguido esto, tendremos un arma contra esos mismos moderados, contra los ministros si fuera necesario y si conviniese a V. E. y contra todo el mundo. En vez de ser atacados, atacaremos. Únicamente necesito la aprobación de V. E. y su apoyo eficaz.

—Si está usted seguro de salir airoso de esta empresa, que lo creo difícil, puede usted contar con que protegeré a usted, pero con la mayor reserva. Una persona que ha sido elevada, como yo, por el voto de la nación al rango de Primer Magistrado, debe ser superior a esas ruines pasiones y no ocuparse de pormenores.

—Perfectamente, V. E. tiene mucha razón, ni cómo me había de atrever a indicar que se ocupase V. E. de estas que son verdaderas miserias humanas. Yo me ocuparía de esto. Vendré todos los días temprano, o a la hora que V. E. disponga, y me indicará lo que se deba escribir, y nadie, ni mi sombra, sabrá este secreto. Pondremos redactores muy caracterizados y muy independientes, y ellos firmarán y saldrán al frente a las polémicas, a la crítica mordaz y aun a los desafíos y golpes si llegara el caso, porque la gente que yo tengo es de primera. Lo que se necesita para esto es patriotismo, abnegación y dinero.

Al escuchar el Primer Magistrado la palabra, dio otro salto como si lo hubiese picado un segundo alacrán, se puso en pie y dijo con cierto asombro:

—¡Dinero!

—Ya sabe V. E. —contestó el licenciado Bedolla en voz baja y con un tono muy amable— que el dinero es el alma del mundo. Sin dinero no es posible ni aun entrar a la gloria. Los santos que han tenido el candor de repartir sus bienes a los pobres, quién sabe los trabajos y dificultades que hayan tenido para entrar al cielo. No obstante, si a V. E. no le agrada… nada se hará y los moderados se bañarán en agua rosada.

Cayó muy en gracia al Primer Magistrado la ocurrencia de Bedolla, y volviéndose a sentar dijo con cierta tristeza, como hombre ya práctico y desengañado:

—Tiene usted razón, señor Bedolla; desgraciadamente nada se puede hacer sin el maldito dinero. Ya veremos, trabaje usted y vuelva a verme dentro de dos días a estas mismas horas. El ayudante recibirá la orden de permitirle la entrada.

El supremo magistrado pagó de pronto con un apretón de mano el patriotismo del licenciado, y éste salió muy erguido y ufano por en medio de una multitud de diputados, senadores, coroneles y agiotistas que llevaban dos horas de antesala, sin haber podido penetrar al sancta sanctorum.

De vuelta a su casa, Bedolla mandó buscar urgentemente al director y propietario de El Eco del Otro Mundo, el que no tardó en llegar.

—Va usted a comer conmigo hoy. Es su hora de usted y tenemos que hablar cosas muy graves.

—¿Van a ahorcar ya a esos bandidos? —preguntó el entendido periodista.

—No, no es eso; el tribunal anda con pasos de tortuga; pero dejemos por ahora a esos pobres diablos, que están muy seguros y contentos en la cárcel, con tal que no los saquen al palo. Se trata de otra cosa más seria: se trata de usted o, mejor dicho, de ustedes todos. Se va a dar orden de prender a la redacción, a los cajistas, al administrador de la imprenta, al portero, a todo el mundo y encerrarlos incomunicados en Santiago. Por una casualidad he sorprendido este secreto, y como usted y los distinguidos literatos que trabajan en el periódico se han portado como unos caballeros desde que llegué a esta capital, he debido, como hombre leal, prestarles este servicio; pero no me descubran, por Dios, porque seré hombre al agua: empleo, amistades, influencia, todo lo perderé si llega a saberse que yo he avisado a ustedes el peligro que corren. El Primer Magistrado está furioso; así, vean lo que hacen, escóndanse, váyanse de México, en fin, yo no sé qué aconsejarles.

—Pero eso es una infamia. La ley de imprenta dice en su artículo cuarenta y siete… No recuerdo bien… pero las garantías… ¿Qué sucederá a este desventurado país, si se entroniza la tiranía?

—Será lo que usted quiera, y los artículos de la ley de imprenta, que aún no he tenido tiempo de leer, ocupado con esta complicada causa de Regina, dirán lo que a usted le agrade; pero contra la fuerza no hay argumento que valga… Después ustedes echarán ternos, pero será en Nueva Orleáns o en Nueva York; aquí, Santiago y más Santiago, es lo que los aguarda; y, por supuesto, acabará mañana el periódico, que está acusado de sedición… Conque…

—¿No habrá modo —preguntó el director del periódico— de componer… de dilatar… de suspender…?

—Me parece que no hay escapatoria; sin embargo, consulte usted con sus compañeros, y si algo le ocurre, véngaseme a ver a la noche, ya saben que pueden contar conmigo aunque me cueste el empleo.

El director estrechó con efusión la mano de Bedolla.

—Tenemos seis horas de tiempo; tranquilícese usted y vamos a la mesa.

Sentáronse en una mesa muy regularmente surtida, más a la francesa que otra cosa, pues Bedolla ya no comía sino rara vez enchiladas, porque le parecía, como el champurrado, un manjar ordinario.

Comió de todo y con apetito. El desgraciado periodista apenas probó bocado, y sólo se cargó un poco la mano de un vino tapa larga, que Bedolla dijo le había enviado expresamente de regalo el cónsul mexicano en Burdeos. Acabóse la comida y quedaron de verse a las nueve de la noche para tomar una resolución definitiva. Ese día casualmente se publicaba un artículo furibundo contra el Gobernador del Distrito, que no fue posible retirar. El pánico de la redacción llegó al colmo cuando su director les comunicó las fatales noticias; pero cada uno procuró disimular, y se pronunciaron discursos llenos de fuego y de patriotismo, concluyendo por poner su suerte en manos de su jefe, prometiendo aprobar y sujetarse a lo que conviniese con Bedolla. Hubo, sin embargo, algunos disidentes que preferían ir presos a Santiago y que, previendo una defección, se separaron inmediatamente y se marcharon disgustados a su casa.

Muy puntual estuvo a la cita el director, y después de una larga conferencia quedó Bedolla facultado, por escrito, para arreglar el asunto, conviniendo en que durante tres o cuatro días los artículos de oposición serían muy razonados y en que no dejaría de hacerse algún elogio más o menos adulatorio al Primer Magistrado.

En la segunda conferencia con el jefe del Estado, Bedolla remachó el clavo. Puso a disposición del gobierno el temible periódico, que fue considerado muy secretamente semioficial, recibiendo recursos abundantes que pasaban por terceras manos, sin que apareciese ni remotamente el nombre del licenciado, el cual, a primera hora y por la puerta chica del Palacio, entraba a recibir las órdenes directas del Presidente.

La redacción se organizó. Unos continuaron con una buena dotación; los gacetilleros con una miseria; Bedolla, que no escribía ni había podido hilvanar nunca dos renglones seguidos, era el director oculto que daba la orden de tirarle a fulano, de sacar a mengano, de dar un piquetillo a un ministro, de ensalzar a un general o de menguar el mérito de un coronel.

El periódico era serio, grave, de oposición; pero independiente. No pertenecía a partido ninguno ni apoyaba facciones; predicaba la paz y el respeto a las autoridades; solía adular al clero y a los propietarios, y era amigo de la libertad, pero enemigo de los sansculottes; cuanta influencia tenía tan sesudo diario, tanta así tenía también Bedolla, de manera que en vez de que necesitase de la protección de Lamparilla como en los momentos de su llegada a la Gran Tenoxtitlán, él la dispensaba, no sólo a su condiscípulo, sino también a los mismos ministros, que habían sabido por los porteros y ayudantes que tenía frecuentes y largas conferencias con el Primer Magistrado de la Nación. Él mismo estaba asombrado de su posición; veía ya el juzgado con desdén; le parecía que rebajaba mucho su dignidad con ir diariamente a la Acordada a tratar con ladrones y asesinos. Cuando a la hora de ir a la cama pensaba en estas cosas, se restregaba las manos, reía francamente y decía: ¡Qué vivo soy: mi padre mismo no me reconocería! ¡Redactor en jefe sin escribir y ganando una talega de pesos cada mes! Y se metía debajo de las sábanas y dormía tranquilamente, soñando algunas noches que estaba ya sentado en un sillón ministerial.

Tal era la posición de nuestro buen amigo Bedolla, y era indispensable que el lector conociera los medios sencillos con que repentinamente se elevan en México insignificantes personajes cuando la fortuna se pone de su lado derecho.

Las aventuras de su tocayo Lamparilla le dieron nuevo motivo para aumentar su influjo y ganarse una confianza sin límites en las altas regiones. Como en la vez en que se trató del asunto de El Eco del Otro Mundo, que acabamos de referir, Bedolla, vestido correctamente como hemos dicho, perfumado y un tanto arrogante, se encaminó a Palacio sin esperar la hora de la conferencia diaria, pues el negocio no admitía demora, y así le daba más realce o importancia. Se echó en la bolsa un papelito que decía: Señor Presidente. Urgentísimo. Bedolla. Era la fórmula convenida ya, para cuando se ofreciese algo grave. En esos momentos había junta de ministros; pero el licenciado fue introducido al gabinete particular, donde esperó media hora.

—¿Qué ocurre, señor Bedolla? —le preguntó el supremo magistrado luego que, habiéndose desprendido de sus ministros, pudo entrar fatigadísimo al gabinete donde recibía a las personas de su intimidad.

—¡La revolución ha estallado; pero la podemos conjurar!

El supremo magistrado se levantó del sillón donde casi se había recostado como si un tercer alacrán lo hubiese picado.

—¡La podemos conjurar! —repitió magistralmente el licenciado Bedolla.

—¿Cómo es que nada sé? Explíquese usted.

—No es extraño. Ha ocurrido anoche, y no son los revolucionarios quienes han de dar parte al gobierno.

—¿Pero cómo, dónde? Explíquese usted.

—Precisamente un amigo mío, un hombre estimable y que creo ha tenido alguna vez la honra de presentarse a V. E., ha estado a punto de ser asesinado y arrastrado por las calles porque quiso contenerla.

Bedolla refirió entonces las desgracias de Lamparilla, pero desfigurando los acontecimientos, aumentándolos, suponiendo un fin político y asegurando que este movimiento estaba ramificado en la capital y en varios Departamentos.

A la hora en que Bedolla daba cuenta de los sucesos en Palacio, todo había concluido en Ameca: el pueblo había vuelto a su acostumbrada tranquilidad; los vidrios rotos de las ventanas de la patrona, repuestos por el hojalatero. Los Melquiades, contentos de haber espantado al licenciado, se paseaban muy satisfechos, vigilando el trabajo de los peones; y el alcalde por lo que pudiera suceder, había dirigido a su gobernador el siguiente parte:

Hanoche cosa de las dies unos piones briagos se pusieron a bailar y cantar en la plasa y mercaron en caza ñor Pioquinto unos hachones de brea y gritaban viva el Gobernador, mas como lloví que tiraron un ladrillaso a una ventana, salí con la veintena les intimé el orden y se fueron a sus casas con las luces apagadas y es todo lo ocurrido y no hay más que pongo en conocimiento de V. E. y todo esta quieto aquí, dios y Libertad.

En el Palacio Nacional se les dio a estos sucesos alguna más importancia, y el jefe del Estado no permitió que se fuese Bedolla hasta que no se dictaron las providencias que la gravedad del caso exigía.

Justamente Baninelli acababa de llegar de Guanajuato con su regimiento de ochocientas plazas perfectamente vestido, armado y disciplinado; daba gusto y orgullo ver marchar y hacer evoluciones por las calles a tan marciales y guapos muchachos.

El supremo magistrado no se fio de sus ministros; él mismo quiso disponer se sofocase esta tremenda revolución con una actividad sin ejemplo. Mandó que inmediatamente se le presentase Baninelli.

—En el acto, tome usted dos compañías de su regimiento y un escuadrón del octavo de caballería —le dijo cuando lo vio—. Sale usted al anochecer de aquí con mucho sigilo y, a marchas forzadas, procura usted caer al amanecer al pueblo rebelde. Amarre usted al Ayuntamiento y al alcalde que se han puesto a la cabeza del pronunciamiento, fusile a unos ciertos Melquiades, que son los cabecillas y, dejando una guarnición por lo que pueda suceder, regresa usted a esta capital, deja a los presos bien recomendados en Santiago, y se me presenta usted otra vez aquí a darme cuenta; los bate usted hasta rendirlos, y si la resistencia es obstinada y le matan a usted siquiera un soldado, me fusila a dos o tres de los alcaldes para que escarmienten y no vuelvan a turbar la tranquilidad. Ya recibirá usted mientras alista su tropa, las órdenes de la Secretaría de Guerra y también se le ordena al Gobernador del Departamento que tenga listas sus fuerzas por si usted las necesitase.

Baninelli, que era hombre de pocas palabras y que tenía siempre su tropa lista para cualquier evento, no tuvo ninguna observación que hacer, se retiró, y no sonaban las oraciones de la noche cuando salía a la cabeza de sus fuerzas por la garita de San Lázaro. Era una jornada muy larga, pero su infantería estaba acostumbrada a caminar dieciséis o dieciocho leguas por terrenos quebrados y de climas ardientes. Esta expedición era para él un juego de niños.

Bedolla al despedirse le indicó al jefe del Gobierno que creía que el teniente de la garita de San Lázaro, si no era cómplice, por lo menos simpatizaba con los sublevados, y que no era prudente que permaneciera al frente de una garita tan importante.

—Será destituido hoy mismo —le contestó.

Y en efecto, en el momento mismo en que veía salir la tropa de Baninelli y no podía conjeturar qué iría a hacer esa fuerza por ese rumbo que estaba tan sosegado y por donde ni aun ladrones había, recibió la orden para tener todo listo y entregar al día siguiente la garita. Una carta de recomendación dada con la mejor buena fe, le costaba el destino.

Lamparilla no se olvidó de la recomendación de Cecilia. Fue a visitar a sus amigos los masones, y en la primera tenida se retiró la protección a San Justo, no obstante sus ideas avanzadas fue separado de la portería y más adelante de la administración del mercado, entrando de nuevo a tan lucrativo y buen empleo el compadre del administrador del hospicio.

El influjo y crédito de Bedolla aumentó un cincuenta por ciento. Dos grandes servicios: desbaratar un complot secreto de los moderados y convertir a favor del gobierno un periódico que amenazaba acabar con el orden existente, y como si eso no bastara, sofocar una terrible revolución en su misma cuna.

El Primer Magistrado, al despedirse afectuosamente de Bedolla, le dijo:

—Amigo mío, en la primera crisis, quiera usted o no, tendrá que formar parte del Ministerio. Es menester sacrificarse por la patria.

Bedolla inclinó la cabeza respetuosamente, indicando que estaba dispuesto al sacrificio y que se resignaría a echar sobre sus débiles hombros la carga de un Ministerio.

—Hombres así necesita México para que figure con el tiempo en el catálogo de las naciones.

Bedolla se retiró del Palacio, y pronto él y Lamparilla departieron amistosamente en su casa, felicitándose del buen resultado de sus diligencias y elogiándose mutuamente. Lamparilla estaba positivamente asombrado de los progresos de su amigo. Él mismo, nacido y educado en México, vivaracho, con relaciones más o menos íntimas en las diversas clases de la sociedad, tenía entrada en los ministerios con algunas dificultades; al Presidente lo había visto una sola vez para hablarle de la herencia de Moctezuma III y no había obtenido más que esta simple respuesta: «Veremos», mientras el payo, el fuereño que no se había atrevido a examinar en la Universidad, era el hombre de más influjo en la capital. En fin, pues que lo veía, tenía que creerlo, y como buen veterano pensaba no despegarse de su tocayo y aprovecharse de su amistad e influjo. Discutieron detenidamente sobre el giro que debían dar al negocio, y de pronto resolvieron que debía decirse algo al público, y El Eco del Otro Mundo publicó el siguiente párrafo en los momentos mismos en que Baninelli entraba triunfante en Ameca.

Media docena de sicofantes se han atrevido a turbar el orden público en el pintoresco pueblo de Ameca; pero el gobierno, que tiene su ojo vigilante en todos los ámbitos de la República, descubrió muy a tiempo la conspiración y ha mandado fuerzas suficientes para restablecer la tranquilidad pública y castigar a los revoltosos.

Más adelante y con letra más pequeña, se leía este otro parrafillo:

La causa de los asesinos de Regina no da un paso. La energía y actividad del señor juez Bedolla ha sido inútil, pues altas influencias tratan de impedir que los reos sufran el condigno castigo y la vindicta pública los reclama.

Baninelli y su tropa anduvieron tan bien y tan recio que entre las seis y las siete de la mañana avistaron el pueblo de Ameca.

Uno de los Melquiades, que estaba en el campo a caballo dirigiendo el trabajo de las yuntas que daban labor al maíz, notó una polvareda, salió al camino y se reunió con el jefe militar que iba a la cabeza de la tropa.

—¿Qué hay de bueno por Ameca? —le dijo—. ¿Se atreverán a resistir los pronunciados?

Melquiades que, como Bedolla, era ladino, abrió tamaños ojos y con mucha calma y seguridad contestó:

—Mi coronel, creo que todos se han fugado ya, pero fue una borrachera y nada más.

—Borrachera o no, han gritado mueras al Gobierno y han atacado e intentado asesinar a un licenciado que los quiso contener y es amigo mío. Él mismo me ha contado lo que pasó. Ya verán si conmigo juegan y me tiran de pedradas.

—Yo nada sé, mi coronel, porque me acuesto a las siete de la noche y nada se observó en el rancho hasta la madrugada, que llegaron unos peones que viven en el pueblo y me contaron con su media lengua lo que habían visto.

—¿Me podría usted decir cuáles son las haciendas de los Melquiades?

—Y como que sí, mi coronel —y le señaló en el horizonte unas casas y torrecillas que aseguró ser las haciendas que buscaba y que distaban cosa de una media hora de camino.

Melquiades, bajo pretexto de ir a un potrero a buscar unas vacas que se le habían extraviado, se quitó el sombrero y se despidió cortésmente del coronel, el cual, no observando nada sospechoso en ese campesino, y ya había encontrado otros por el estilo en el camino, lo dejó ir, y al sordo se lo dijeron. Melquiades entró al potrero donde dijo iba a buscar las vacas, pero apenas había la tropa adelantado un poco cuando enderezó el caballo a la finca; llegó, avisó a sus hermanos, y no había entrado Baninelli a la plaza, cuando ellos estaban camino del monte, donde podían desafiar no a uno, sino a cuatro batallones.

Ni en el camino ni en el pueblo observó Baninelli nada que le indicara que existía una revolución. La calma y la quietud más completas. En las haciendas, los peones se dedicaban a sus labores, los indios entraban y salían con sus burros cargados de fruta, de recaudo o de paja, y Baninelli, que iba furioso creyendo que tendría que tener algunos balazos, entró en calma y creyó que efectivamente no se trataba más que de una borrachera.

Sin embargo, como militar viejo y precavido, dejó su guerrilla en la entrada, formó en columna en la plaza, mandó ocupar la torre del curato por un piquete y convocó al Ayuntamiento.

El alcalde, cuya conciencia no estaba muy tranquila, tuvo tiempo para esconderse, pero los demás concejales no pudieron hacer otro tanto y se reunieron en las casas consistoriales.

Baninelli mandó hacer una averiguación entre los vecinos, resultando de ella que en efecto había habido gritos, pedradas, borrachera y desórdenes y mueras al Gobierno y que Lamparilla hubiese sido víctima si no se refugia en el curato. Mandó amarrar codo con codo a toda la honorable corporación municipal y entre las filas la condujo hasta la fortaleza de Santiago, como se lo había mandado de oficio el Ministro de la Guerra.

Ameca, como en sentido político se dice, quedó acéfalo, pero nunca estuvo más contento el vecindario ni más tranquilo el pueblo, sino cuando dejó de tener gobierno. Los vecinos viejos, ricachos, sosegados y honrados decían:

—¡Bendito sea Dios, que se escondió el alcalde y se llevaron amarrados a los concejales! ¡Ojalá y no vuelvan!

Bedolla había ahogado en su cuna una espantosa revolución y no cabía en la ropa de orgulloso.

Lamparilla no estaba del todo satisfecho. San Justo destituido, Cecilia volvería a ser en medio de sus variadas frutas de vivísimos colores la diosa Ceres de la Plaza del Volador; el teniente de la garita recibió su castigo por haberle dado una falsa carta de recomendación, pero los Melquiades se habían fugado, y antes de arrancarles las haciendas de Moctezuma III le había de sudar el copete y salirle canas verdes.

—¡Ira de Dios! —Lamparilla revolvía en su cabeza miles de proyectos, a cual más osados, y no pudiéndose fijar en ninguno exclamaba a cada momento: «¡Ira de Dios!». Ese terrible juramento le había ocurrido como un arma terrible contra el miedo en el momento en que los Melquiades lo tenían sitiado en su alojamiento de Ameca.

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