Al despertar Casilda y Evaristo del sabroso sueño, alegres y como rejuvenecidos con el aire fresco y sano de la tarde que declinaba, se les vino simultáneamente uno de aquellos pensamientos realistas que vienen siempre a enternecer y a interrumpir las vanas ilusiones con que se engaña diariamente la gente que vive en este mundo. Tenían hambre. ¿Qué cenarían esa noche? Nada, o cualquier pedazo de tortilla o de pan que pedirían en alguna de las casas de la vecindad; y a fe que no les faltaban amistades en el pueblo, especialmente desde que, habiendo cesado los robos de manzanas y peras, se desvanecieron las sospechas que no habían dejado de pesar sobre ellos en la época de sus excursiones nocturnas. Lo esencial de la cuestión era ¿cómo vivirían mientras se vendía la almohadilla? Entraron en el cuarto, registraron con la vista el suelo, las paredes, el techo, los rincones: nada. Cuatro petates que uno sobre otro les servían de cama; una sábana sucia y ya rompiéndose; las sillas de tule desfondadas; una mesita de palo blanco; el brasero, con unos cuantos trastos de barro y, en la pared, estampas y dibujos de donde había tomado idea Evaristo para sus mosaicos; lo de valor había sido empeñado o vendido durante el año que duró el trabajo babilónico de Evaristo. ¿Qué hacer? Cada cual se sentó en un rincón y clavó la cabeza sobre sus rodillas dobladas y sujetas entre sus manos. Las sombras fueron invadiendo el cuarto; las mariposas nocturnas, entrando y saliendo; algún murciélago siniestro, desprendido del techo donde se había estado colgado y adormecido, batía sus alas; el viento que traía el olor de los floripondios a bocanadas, jugaba entre los cabellos sueltos de Casilda y refrescaba un poco la frente de Evaristo. No tenían vela, ni un grano de maíz para molerlo, ni un pan, aunque fuese duro, para entretener su estómago; pero nada de esto les importaba, sino el porvenir. Cualquier cosa para una o dos semanas les bastaría. Pasaron dos, tres, quizá cuatro horas, en el más completo silencio. De repente Casilda interrumpió esa larga monotonía.
—¿Dónde está el sable de tu padre?
Evaristo comprendió la importancia de esta pregunta. La única prenda que no había sido vendida ni empeñada era el terrible sable de Lecuona. Por olvido, por quién sabe qué cosa, por una especie de superstición quizá, Evaristo no había empeñado el sable, y en esos momentos supremos cualquier cantidad que le prestaran por él los sacaba del conflicto; después, ya verían.
—Sabes, Casilda —le contestó Evaristo— que debe estar en el jacal de junto, allí lo dejé yo escondido entre el zacate; y fue adrede, pues no quería ni acordarme de él para no venderlo; lo buscaremos, ven.
—Pero no tenemos vela —contestó Casilda levantándose al mismo tiempo que lo hacía Evaristo.
—Creo que detrás de la puerta debe haber algún cabito y algunos fósforos de palito.
—Es verdad, voy a buscar.
Casilda, a tientas, comenzó a buscar, y después de un cuarto de hora concluyó por encontrarse una verdadera mechita, pegada en un barrote de la puerta y en el brasero la cajita de cartón con dos o tres palitos de fósforos. Encendieron y se dirigieron al jacal que estaba lleno de zacate, de varejones, de ramaje, de palos viejos y de algunas plantas e instrumentos de jardinería pertenecientes al propietario que les había arrendado la casa. Con un ansia febril comenzó Evaristo a remover aquellos estorbos, echándolos fuera precipitadamente, mientras Casilda en una mano y pegada a un pedazo de tejamanil, tenía la vacilante luz y con la otra la tapaba para que no se apagase con el viento. Evaristo tiraba palas, barretas y maderas, sacaba las ramas a brazadas; nada, el sable no parecía.
—¡Si se lo habrán robado! —exclamó Evaristo desconsolado dejando caer los brazos.
—Tantas manzanas y peras hemos robado nosotros, que no sería nada extraño. Castigo de Dios —contestó Casilda—. Pero busca, busca.
Y Evaristo, animado, continuó su trabajo.
—El cabito se acaba —dijo Casilda— date prisa.
Y Evaristo se fatigaba y el sable no estaba en el rincón donde se acordaba haberlo puesto.
La mecha dio los últimos destellos y se apagó; los dos amantes, desanimados, se dirigieron lentamente a sus rincones a esperar la luz del día para continuar buscando el último resto de la herencia paterna, de la cual esperaban su salvación.
Evaristo ayudado de Casilda y ya con más calma emprendió metódicamente el despejo del jacal, clasificando y poniendo aparte ramas, instrumentos de agricultura y cosas inútiles, y concluyó por dar con el suspirado sable, que retiró con desconsuelo de casi dentro del lodo, calculando que quizá no habría quien le prestase ni un par de pesos por él; en fin, se dirigieron a la orilla del río para lavarlo, y, cuál no fue su sorpresa y alegría cuando se cercioraron de que el puño y las guarniciones de la vaina de cuero eran de plata maciza y quintada. Los dos saltaron y brincaron de gusto y, aunque en ayunas, se quitaron la ligera ropa que llevaban y se bañaron en las aguas claras del río, que corrían entonces limpias, y no como ahora sucias y envenenadas con los tintes y suciedades de todo género de las famosas fábricas de hilados que el interés privado y el atraso en los estudios económicos han formado la riqueza de algunos en su origen pobres campesinos de la montaña española, privando el erario de México de millones de pesos anualmente y arruinando las frondosas huertas del pueblo de San Ángel.
Sumidos en el agua hasta el cuello, formaron su plan. El día lo pasarían pidiendo fiadas a la Tomasa, propietaria de la casa vecina, un apoyo, las tortillas, el chile, un puño de frijoles y un poco de carbón. El almuerzo, por consiguiente, sería opíparo y no faltaría fruta para el desert. Evaristo se quedaría después desnudo en el cuarto, envuelto en la sábana, mientras Casilda volvería al río para lavar la única camisa que tenía; y así que Evaristo pudiese vestirse, ella se taparía con la misma sábana y lavaría sus enaguas y también su única camisa. La casa estaba, como hemos dicho, medio oculta en un bosquecillo de árboles frutales y los pocos que pasaban eran vecinos de confianza que no importaba mucho que los viesen más o menos desnudos. Bajo este aspecto, en los pueblos las costumbres son menos austeras que en la capital. Todo salió a pedir de boca. Evaristo, aunque en pechos de camisa, pero con su pantalón de paño todavía en buen estado, pudo venir a México y se dirigió a una famosa casa de empeño; allí, después de una hora de disputa y de haber desarmado la espada y pesado la plata, sacó cuarenta pesos líquidos, con un real en cada peso mensual de interés por espacio de cinco meses, y todo esto por mucho favor, porque Evaristo era conocido parroquiano de la casa. Por un sistema de aritmética especial, y disfrazadamente explicado en el billete, al retirar la prenda había de pagar ochenta pesos, es decir, el doble, pero los que tienen necesidad y piden prestado, rara vez dejan de admitir las condiciones del usurero por gravosas que sean. Con parte de ese dinero desempeñó el jorongo, la toquilla de su sombrero, una camisa de él y dos camisas, unas enaguas y un rebozo de Casilda, y contento como si se hubiera sacado la lotería de seis mil pesos, regresó al pueblo con un bulto de ropa y el resto del dinero. ¡Extraña naturaleza humana: no tuvo un solo recuerdo para el difunto Lecuona!
El domingo siguiente, la pareja, muy temprano y después de un buen desayuno con leche, queso de cabra y gorditas de elote, se puso en camino de México para entrar antes de la diez en el Portal de Mercaderes. Casilda estaba guapa, con su pelo bien arreglado, su camisa y enaguas limpias, su rebozo manejado con garbo y bien calzada, pues cuidaba los zapatos más que a las niñas de sus ojos; andaba la mayor parte del tiempo descalza y sólo cuando iba a la parroquia o venía a México salían a lucir los de raso negro, que le marcaban bien su empeine bien hecho y su pie gordo apiñonado. En la cabeza llevaba la mesita blanca muy bien lavada y Evaristo la famosa almohadilla envuelta en dos pañuelos.
El Portal de Mercaderes tiene en México un carácter, un tipo especial que no se encuentra en ninguna otra ciudad del mundo. Es una especie de feria o de exposición que se repite todo el año los domingos y días festivos. Contra las gruesas pilastras que sostienen los arcos hay unas pequeñas tiendas de madera que se llaman alacenas, y que efectivamente tienen esa forma, y en su centro apenas cabe una persona. En el armazón de tablas; hechas de modo que puedan contener la mayor cantidad de objetos posibles, se encuentran muñecos y soldados de barro y de plomo, tambores, arreos militares, aparatos para capilla, porque en esa época los muchachos tenían dos objetos para la mayor edad: el de ser padres o soldados; así, o compraban con su dotación dominical custodias, candelabros, santitos y altares de plomo, si su inclinación era la de ser padre, fraile o clérigo —era igual para ellos—, o espada de madera, vericú y un caballo de badana, con su carrizo si tenían intenciones bélicas. Hoy los horizontes son más amplios y el porvenir más seguro y rápido: folletinista de un periódico, con la condición de insultar a todo el mundo, especialmente al gobierno; después regidores del Ayuntamiento, para embolsarse unos cuantos pesos; a poco andar, diputados; y de la Cámara popular se sale cualquier día a una legación, a una oficialía mayor, a una aduana marítima, ¡quiá! a un Ministerio… ¡De menos nos hizo Dios, y no faltan ejemplos! Pero no salgamos por ahora del Portal.
Cuanto el talento natural, cuanto la habilidad, a veces sorprendente de los que clasificamos generalmente como léperos (que no todos son malos) produce, tanto así se encuentra reunido en el Portal de Mercaderes, además de lo que ordinariamente contienen las alacenas, que por cierto, aunque no es lo más curioso, sí es lo más barato. Además de los chicuelos de la ciudad y sus contornos, pobres y ricos que de por fuerza van al Portal y a las Cadenas, paseo el más seductor a la edad de siete u ocho años y que mis lectores ya viejos es fuerza que recuerden con ternura, toda la gente que desde las diez de la mañana ocurre a oír a la Catedral las misas del altar del Perdón, precisamente da una vuelta por el Portal, y si sus hijos van con él, por mezquino que sea regresa a su casa con las bolsas vacías. Figuras de cera representando chinas, coleadores, indios, fruteros, tocineros, frailes, toreros, indias tortilleras, en fin, todos los tipos nacionales perfectamente acabados, juguetillos de vidrio tan artísticos y delicados como si hubiesen salido de las fábricas de Murano en Venecia; muñecos de trapo de Puebla, que son verdaderos retratos; alhajas de plata u oro y tecomates y bandejitas de Morelia, que parecen de laca japonesa; multitud de curiosidades y objetos de hueso y madera y variedad infinita de muchas otras cosas que llenarían un catálogo. Así como la variada y admirable colección de objetos, ya de gusto, ya de necesidad y de utilidad que se fabrican en Francia, se llaman artículos de París; así, sin que por nada entre la vanidad nacional, se podía también decir artículo del Portal de México, y esto sólo significaría que se trataba de cosas curiosas y raras, porque efectivamente no son artículos de comercio, ni hay fábricas, ni tiendas donde diariamente se vendan; es una industria aislada, que no tiene medallas en las exposiciones ni forma la fortuna de los que a ella se dedican, antes bien, ni para comer dan a los que emplean días, semanas y meses en este ímprobo trabajo, y como tipo y ejemplo presentamos a nuestro Evaristo, y el lector, si tiene la paciencia de continuar la lectura, se convencerá de que, lejos de exagerar, aún estamos distantes de la realidad.
Dadas las diez de la mañana llegaron Casilda y Evaristo a la Calle de Plateros y no sin dificultades penetraron por entre la gente que se apiñaba en la esquina leyendo los carteles de las diversiones públicas e invadieron por bandadas el Portal. Escogieron un sitio entre los vendedores de dulces, de mercería y de botas y zapatos, y colocaron su mesita y encima de ella la almohadilla. Casilda de un lado y Evaristo del otro hacían la guardia de honor a la joya, de cuya venta formaban sus esperanzas. No pasó un cuarto de hora, sin que se presentara un aguilita, y con autorización del ayuntamiento o sin ella, les cobró cuatro pesetas por el piso que ocupaba la mesa, que no sería ni una vara cuadrada. Evaristo regateó obstinadamente, pero no hubo remedio; tuvo que pagar, bajo la amenaza de verse expulsado inmediatamente del Portal.
Cuando el barullo de la gente que salía de misa de once y se precipitaba al Portal se disipó un poco, los paseantes fijaron su atención en la almohadilla; primero uno, después dos. Al cabo de un cuarto de hora, un grupo que impedía la circulación contemplaba y admiraba la almohadilla.
—¡Qué primor! —decía una señora a sus niñas.
—¡Qué habilidad de nuestros léperos! —decía un viejo aplicando su lente al objeto.
—¡Y todo esto a mano, sin máquinas como lo hacen los ingleses! —contestaba otro.
—¡Qué bonita, mamá; cómpramela y verás cómo así aprendo pronto a coser! —interrumpía una muchachuela.
—Calla, calla; ha de pedir un sentido por ella; no piensas en el trabajo que le ha costado, y más que lo habrá hecho con un cortaplumas, como acostumbran estos pobres que no tienen para comprar instrumentos.
Otros viejos, de media edad, viejos y jóvenes, apenas pasaban la vista por la almohadilla y la dirigían de preferencia a Casilda que, en efecto, llamaba la atención.
Evaristo escuchaba contento estos elogios y con razón se envanecía con ellos. Casilda se entretenía en observar la fisonomía de los que rodeaban la mesita, para adivinar si alguno de ellos la compraría, y con la instintiva coquetería de la mujer los animaba con una cierta sonrisa y con miradas que para los maliciosos querían decir mucho; pero las horas pasaban, ninguno tenía trazas de tratar, y los curiosos se renovaban.
Por fin, uno de tantos, y cuando era cerca de la una y Evaristo perdía la esperanza, preguntó a Casilda cuánto valía la almohadilla.
Evaristo se apresuró a responder resueltamente:
—Doscientos pesos.
—¡Uf, uf, uf! Doscientos pesos y en estos tiempos en que el gobierno no paga a los empleados hace ocho meses —exclamaron los concurrentes, como si fuese el coro de la ópera.
—Ni en dos años vendes tu almohadilla —le dijo una dirigiéndose a Casilda.
—Sólo uno de esos agiotistas que chupan la sangre al pueblo puede comprarla; yo la recomendaré mañana en mi periódico —interrumpió otro, vestido con cierta elegancia, y echando una maliciosa mirada a Casilda.
—¿Dónde vives? —(la gente llamada decente en México y los dependientes o cajeros de las tiendas se creen con derecho de tutear a los pobres).
—En San Ángel —contestó Casilda.
—Oh, es lejos, muy lejos; múdate a la ciudad, abre tu carpintería y ponte a trabajar, de modo que te conozca el público; de lo contrario jamás venderás tu almohadilla. Sin embargo, te voy a recomendar para que se rife en palacio y que el Presidente tome algunos números; que vaya tu mujer a verme a la imprenta de la calle de Santa Isabel.
Evaristo no pedía por la obra de tanto trabajo más que lo mismo que había gastado durante el año, ni un peso más, y como si le hubieran echado un jarro de agua fría, cuando oyó todo esto se quedó como un tonto, mirando a todas partes, sin poner cuidado en los ofrecimientos del periodista.
Doscientos pesos ¡qué barbaridad! Ese hombre está loco.
—No hay quien dé hoy doscientos pesos ni por la Virgen del Rosario con todo y sus perlas —dijo otro, y se fue alejando y tras él los demás.
A las dos de la tarde el Portal estaba casi solo, y Evaristo y Casilda, cargando el uno su almohadilla y la otra la mesita, sin decirse una palabra se encaminaron a un bodegón de la Alcaicería.