De por fuerza tiene el paciente lector que trabar amistad con algunos de nuestros personajes, que no han sido inventados, sino de carne y hueso. Los unos han desaparecido ya de la eterna comedia humana, los otros han envejecido, y el resto, aunque corto, quizá anda por esas calles cubiertas de lodo y de agua en la estación de las lluvias, con su pantalón remangado y su sombrero forrado con un pañuelo de cuadros a falta de paraguas. Los personajes de importancia y calificados de gente decente, los presentaremos al lector, y a los de baja ralea los dejaremos un poco aparte, aunque haciendo conocer sus antecedentes, o al menos, los rasgos más notables de su vida. A esta última categoría pertenece Evaristo el Tornero, a quien fue entregado casi como esclavo el noble hijo del conde del Sauz, salvado de la muerte por la terrible perra Comodina y por la débilísima y desvalida viejecita trapera, acreditada, conocida y apreciada en la importante colonia de la viña.
Evaristo era hijo único de un guarda de la aduana de México, y este guarda, llamado Evaristo Lecuona, era un personaje de importancia, porque cuidaba los caballos del Director de Rentas y lo acompañaba en sus diarios paseos. Cuando el director salía de las garitas y dejaba ir al tranco a su grande caballo colorado por las calzadas, generalmente, solas, Lecuona se acercaba y se entablaba una conversación familiar entre los dos, y por este medio sabía el director la conducta de todos los individuos del Resguardo y aun la de muchos de los empleados. Por los respetos del director, un carpintero y tornero al mismo tiempo, recibió al muchacho, y aunque fue entregado por su padre como todos los aprendices es necesario que lo sean, no fue sino con ciertas condiciones que impuso su padre, que lo llevó personalmente.
—Que mi hijo aprenda oficio y que sepa ganar su vida, eso sí —dijo al maestro—; pero al que le toque el pelo de la ropa le parto la cabeza con este sable.
Y en efecto, sacó con estrépito media hoja del pesado sable guarnecido de plata que siempre cargaba, y el maestro, sin atreverse a hablar una palabra, recibió al joven Evaristo. Era vivo y listo, pero maleta, y en poco tiempo, descomponiendo y quebrando los instrumentos, aprendió a acepillar bien una tabla, a escoplar una moldura a hacer un remiendo a las puertas viejas y otros menudos quehaceres que lo conducían rápidamente al ascenso a medio oficial; pero su intento y su especial capacidad lo inclinaron a la tornería y a la escultura. Con el más impropio instrumento hacía un pájaro, un perrito, un muñequito de madera; sacaba de un zoquete de madera una flor, una hoja, un capricho cualquiera. Su maestro se aprovechó de esta disposición natural, lo dedicó a tallador y sacó muy buen partido dedicándolo a la confección de cómodas y de sillas de salón; pero así y todo, el muchacho le hacía tantos daños de todo género en la casa, que no compensaban con las utilidades; pero jamás se atrevió ni aun a regañarlo, porque Lecuona, que de vez en cuando daba sus vueltas por la carpintería, no dejaba de repetir que al primero que se atreviese siquiera a mirar a su hijo, le partía de medio a medio la cabeza.
Un día, el menos pensado, un golpe de sangre al volver del paseo con el Director de Aduana, acabó al robusto Lecuona; y Dios, con todo y su gran sable, se lo llevó a la gloria, y así lo debemos creer, pues no hay noticia en los archivos de la aduana de que, no obstante sus continuas amenazas y el estar muy sobre sí con el valimiento del alto funcionario, Lecuona hubiese llegado a partir con su sable cabeza ninguna.
Morir Lecuona y ser puesto el hijo de patitas en la calle, todo fue uno; aunque como exactitud histórica debemos advertir que el maestro tornero no echó al muchacho sino cuando el padre estuvo bien enterrado, temiendo sin duda que, si no le había caído la tierra y la losa encima, hubiese podido cumplirle el ofrecimiento, que tantas veces le había hecho, de partirle la cabeza.
El joven Evaristo no lloró a su padre; quizá no tenía todavía la edad y la reflexión bastante; por el contrario, tuvo una especie de gustillo al encontrarse libre, dueño de un buen caballo ensillado y enfrenado, de un par de pistolas, de alguna ropa usada y de poco más de cien pesos que encontró en el fondo de un baúl, como fruto en largos años de economía de su padre. El director quiso proteger al hijo de su guarda favorito, y se lo llevó a su casa en clase de muchacho útil para hacer los mandados; pero no duró un mes, pues los chismes y travesuras con las criadas le concitaron la enemistad de la vieja cocinera, y un día hubo en la despensa, donde encontraron a Evaristo bebiéndose el vino de su nuevo amo, una de todos los diablos. La vieja se fue a escobazos encima de Evaristo; la recamarera, que tenía algo más que simpatías por el mozuelo, lo defendió, azotando las espaldas de la cocinera con una sarta de chorizos de Toluca; el criado antiguo se aprovechó tomando la defensa del honor de la casa, para aplastar un queso fresco en la cara de la doncella y llevarse los demás; los dos gatos de la casa se sacaron entre tanto el asado que estaba ya dispuesto y el perro ladraba a todo el grupo. Al ruido y vociferaciones salió el director con un tomo de leyes en la mano y sus anteojos en la otra. Todos corrieron asustados y dieron poco después explicaciones al amo; pero Evaristo había desaparecido, y cuantas diligencias se hicieron para encontrarlo fueron inútiles.
Fuese a refugiar a la casa de otro guarda ya muy viejo, amigo de su padre, que tenía una especie de mesón con alquiler de caballos, fonda y billar, por el rumbo del Rastro. La vida se presentó a Evaristo risueña como nunca, y pasó sus diecinueve años como ni príncipe ni duque los han pasado mejor. Unos días en los canales de la Viga y Santa Anita, remando ya en canoas, ya en chalupas; otros, en el juego de pelota de San Camilo; los domingos, en su caballo alquilado en las carreras de la Coyuya; en las tardes, en las vinaterías, menudeando vasos de mistela y chinguirito con los pillastres y matanceros del barrio; en la noche en el billar, jugando a los palos hasta de a un peso la tregua de cien rayas. Un día era un pleito con un carnicero, y se ponían bombos a trompones; otra noche era una de palos con los tacos en la sala del billar; sin contar las tardes que, en unión de dos o tres, salían a darse de pedradas en la plazuela de San Pablo, por quítame allá esas pajas, con algunos contrincantes. Siempre tenía un brazo envuelto en un pañuelo colorado, o un ojo morado, o cojeaba a causa de una pedrada en la taba. Sin ser borracho, se iba inclinando a la bebida, y cuatro veces había estado en la cárcel por riña y escándalo. En todas ocasiones no dejaba de hacer malos conocimientos con ladronzuelos y gente perdida de otros barrios, que por robos rateros, borracheras y pleitos entran y salen a la Acordada como si fuese su casa o un mesón ya conocido. Cuando caía en la cárcel, sentenciado a uno o dos meses por el gobernador, los ratos que no jugaba a la baraja los dedicaba a labrar con un trozo de madera cualquiera que se proporcionaba y un mal cortaplumas, una figurita tan acabada, tan característica, que no dejaba de llamar la atención de sus mismos compañeros de prisión, y con esto adquiría cierto respeto y consideración. La figurita iba a dar a la mujer o a la querida del alcaide y a veces a la familia del mismo gobernador, lo que le valía el salir realmente cuando la gana se le daba, sin cumplir su condena. Ocho o diez días duraba la enmienda; pasado ese tiempo, o antes, volvía a su vida alegre. Así acabó con las chaquetas de paño y las calzoneras con botones de plata que le dejó el difunto Lecuona; siguió con la silla de montar, con las armas de agua, con todo, y no hay que decir, que los cien pesos habían ya volado. El dueño del mesón murió, y el nuevo dueño lo primero que hizo fue echar a los inquilinos, comenzando por Evaristo, porque eran maletas como él y, sobre todo, llevaban años de no pagar un peso de alquiler.
Evaristo se vio lo que se llama en medio de la calle, con lo encapillado y un buen jorongo de Saltillo. Por primera vez, después de tres o cuatro años, pensó que era necesario trabajar para vivir. Dios, como dicen las viejecitas, le tocó el corazón y se retiró a San Ángel en compañía de una muchacha que se dejó robar, sobrina de la figonera del mesón.
El descanso que le dejaba esta luna de miel, de la cual no había tenido noticia ni el cura ni el curato, los dedicaba a labrar figuras de madera, y se habilitó para su improvisado matrimonio y para comprar algunos instrumentos, empeñando su jorongo en casa de los gachupines del Colegio de las Niñas. El material que usaba era la madera de naranjo y de capulín, y nada le costaba, porque a las pocas semanas de residencia conocía a palmos las huertas, sabía el punto más accesible de las tapias, y de noche, armado de un puñal-cuchillo y de una sierra bien untada de sebo, se introducía aquí y allá y cortaba los mejores trozos; y como dicen que comiendo viene el apetito, más adelante, aparte de la madera que necesitaba, se sacaba los mejores perones y las peras gamboas más grandes y maduras. De acuerdo con los jardineros unas veces, y otras por su propia cuenta, hacía sus expediciones nocturnas seguido y en compañía de su muchacha, que le guardaba las espaldas y recibía la fruta por la parte de las cercas que daban a la calle. No dejó de correr peligro, pues a veces las balas de los veladores pasaron muy cerca de su cabeza; pero en definitiva no le resultaban sino algunos raspones en las manos y rodillas al subir y bajar por las agudas piedras de las tapias.
El pueblo se hacía cruces, pues se componía de jardineros y antiguos vecinos, todos conocidos y hombres de bien. Evaristo, en una palabra, era el coco, el azote de los propietarios, y Pepe Villar y Zea, cuando personalmente iba a la huerta a escoger las mejores peras para obsequiar a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, encontraba los árboles mondados y sólo con unas cuantas peras verdes, por lo que se volvía a sus sillones de cuero, con el dolor de estómago de la cólera, a tomar magnesia y agua de anís. Mudaban de jardinero, y lo mismo. Evaristo no descansaba. Los domingos se le veía en el Portal de Mercaderes, en las calles de Plateros y en las Cadenas de la Catedral con multitud de reglas y cuchillos de cortar papel de varias dimensiones, tinteros, devanadores, trompos, cucharas, bandejitas, palitos y otra diversidad de objetos de maderas olorosas, labrados con tal primor que podrían llamarse obras de arte; y en efecto, muchos fueron comprados para el Museo. A cierta distancia iba detrás de Evaristo una muchacha de no malos bigotes, vestida con aseo, y si no precisamente de china, dejando ver un pie bien calzado y al andar un par de apetitosas pantorrillas. En la cabeza unas veces, y otra en los brazos, llevaba una canasta con una limpia servilleta y unas cuantas docenas de peras, perones e higos cuya sola vista despertaba el apetito de los aficionados a los alimentos azucarados con que se nutrió nuestra buena y curiosa madre Eva antes de salir del Paraíso. Además, la frutera quizá era más sabrosa que sus peras y sus higos. Antes de las doce había vendido su fruta a precios locos. Los viejos cristianos que salían de la misa de once del altar del Perdón, mientras más golpes de pecho se habían dado más les gustaba la fruta y la muchacha, que ya eran sus conocidos y sus marchantes; le llamaban Chata la frutera, porque tenía unas naricillas remangadas que le hacían mucha gracia, le pagaban lo que pedía, y le preguntaban en voz baja y cuando no pasaba gente.
—¿Adónde vives?
—Muy lejos.
—Pero ¿dónde?
—Hasta Coyoacán.
—¿Te podré hablar?
—Se enoja mi marido.
Al nombre terrible de marido, el enamorado comprador extendía su pañuelo paliacate donde la Chata iba colocando cuidadosamente las peras, y se retiraba, contentándose con echarle tiernas miradas y volver dos o tres veces la cabeza como quien espera a algún conocido. La chata frutera quería bien a Evaristo y no pensaba serle infiel, pero tenía demasiado arte para sacar partido de sus labios frescos, de sus remangadas narices y de su pie bien calzado, que procuraba enseñar a sus marchantes al atar por las cuatro puntas el pañuelo en que llevaban la fruta para obsequiar a la hora de la comida a su ya vieja esposa. Evaristo y la muchacha se juntaban a la una en punto en el Portal de las Flores, hacían la cuenta de lo que habían vendido, que a veces subía a ocho y diez pesos, se iban a almorzar a una fonda de la Alcaicería, y a la tardecita tomaban el rumbo de la garita del Niño Perdido y, poco a poco, chanceando, platicando, cortando varitas en el camino y comiendo tejocotes silvestres, llegaban a su casita de San Ángel y dormían como unos bienaventurados. Así duró algunos años esta existencia hasta cierto punto quieta y tranquila durante el día, pero un poco agitada y peligrosa en las noches. Una de tantas en que Evaristo se introdujo en la huerta de Villar, el jardinero, que era nuevo, quería acreditarse y tiraba de balazos apenas se movía la hoja del árbol, acertó a herirlo en una pierna cuando, montado en la tapia, descendía a la calle con un buen trozo de naranjo. A pesar del dolor no dio ni un quejido y tuvo la entereza de descender sin abandonar su pedazo de madera y, ayudado por Casilda, que se nos había olvidado decir que así se llamaba la muchacha, que lo aguardaba al pie de la cerca, pudo llegar a su casa, situada a larga distancia, en un bosquecillo a las orillas del río.
La herida no fue grave. Cataplasmas de malvas y yerbas frescas de la misma puerta de la casa, bastaron para que en dos semanas cicatrizara, pues la bala no penetró. Este lance hizo a Evaristo más cauto, y como ya el matrimonio naturalista con el producto de sus ventas dominicales tenía ahorrados un par de cientos de pesos, resolvió entrar en la buena vida. Por otra parte, el invierno, si invierno hay en San Ángel, estaba ya próximo y los árboles frutales no ofrecían grandes tentaciones.
Evaristo, obligado a guardar petate y no cama, que jamás la habían tenido y el menaje de su cuarto era de lo más primitivo, pues se componía de un baúl, unas sillas viejas y una mesa de trabajo, tuvo necesidad de entregarse a serias meditaciones y de ellas resultó que emprendiese una obra capital, una verdadera joya artística. Una almohadilla de mosaico de madera.
Hombre de bien a carta cabal, como se dice vulgarmente, Evaristo no pensó más en los asaltos nocturnos de las huertas para proveerse de material, sino que recorrió las carpinterías y compró trozos pequeños de caoba, de ébano, de zapote, de bálsamo, de nogal, de palo gateado, de lo más exquisito, en fin, que produce México, tan rico en maderas de ebanistería; escogió en las ferreterías de los chatos Flores los útiles que consideró más adecuados, pero que estaban muy lejos de ser los necesarios para el trabajo que iba a emprender. Satisfecho y contento llegó a su casa, abrazó con una cierta efusión de ternura a Casilda y desde que amaneció el siguiente día comenzó con furor la obra. Ésta consistía, de pronto, en cortar y labrar con la regularidad posible cuadros, óvalos, rombos, trapecios y círculos tan pequeños, que algunos eran microscópicos. No se trataba de ciento, ni de mil, sino de millares de cada color de madera para reunir el material necesario para su mosaico. Increíble parece que pueda persona humana concebir una obra semejante de paciencia como la que sería necesaria a poco más o menos para contar las piedrecillas de un río. Evaristo la emprendió y esto demostraba un fondo de carácter no común. Con un tesón de maniático trabajaba todo el día, sin más interrupción que las horas de comer y uno que otro rato en que, para demostrar a Casilda su amor, le daba unas cuantas cachetadas, hasta ponerle rojos los carrillos, y tantos pellizcos y apretones, que siempre tenía los brazos y las piernas salpicadas de las manchas moradas que dejaban los dedos en las carnes de su querida cuando, como es general en nuestros léperos, las acarician de esa manera un poco más que naturalista. Casilda no dejaba sin contestación estas ternezas y se enfadaban, reían, se cruzaban palabras que no podemos escribir, pero concluían por quedar en paz, y Evaristo, agachado delante de su mesa de palo blanco, continuaba labrando, labrando siempre cuadritos y cocoles y echándolos en unos pocillos según el color de la madera.
Pasaban días, semanas y meses, y Evaristo labraba, labraba siempre, y su vida era la misma, sin más interrupción que algunos viajes a México para proveerse de algo que le hacía falta. Entre tanto, las economías iban consumiéndose en las necesidades diarias, y en el fondo del baúl de madera, que era el guardarropa del matrimonio, no había sino una poca morralla que no llegaba a diez pesos, pero los pocillos estaban al llenarse de sus incansables cuadritos, que le bailaban aun en sueños al extraño artista de San Ángel. Casilda, alarmada, se oponía ya a la continuación de la obra, quería tirar al río los pocillos y aconsejaba a Evaristo que volviera a su antigua vida, que les producía un semanario seguro, tanto más que ese año los árboles de las huertas estaban lozanos y cargados de fruta; pero Evaristo, firme, proseguía sus trabajos. Cuando creyó tener la suficiente cantidad de mosaico, emprendió ya la formación de la almohadilla. El esqueleto era de cedro oloroso, y las molduras de ébano, de granadillo y de naranjo. En ese armazón comenzó con la fe, con la pasión, con el arte de toda su alma con que sin duda cincelaba Benvenuto Cellini, a dibujar materialemente paisajes, chozas, árboles, figuras de animales; cuantos caprichos le ocurrían, acomodando para la luz, para las sombras, para el relieve, para la óptica, los colores de las maderas con tal acierto, que cuando pasaba el dedo mojado con saliva sobre el mosaico, parecía una pintura hecha por un hábil paisajista. Un año y un mes duró con este trabajo. Las últimas pesetas lisas que Casilda y Evaristo tenían en el fondo del baúl se gastaron en un raso encarnado para el forro de la almohadilla. Ese día no había ya qué comer y se contentaron con unas tortillas duras, algunas manzanas verdes y un jarro de la cristalina agua del río; se dieron algunos pellizcos amorosos y durmieron felices una siesta bajo la sombra de los árboles de su ignorado y solitario bosquecillo.