Los domingos siguientes, a poco más o menos, se repitió la misma escena, con la diferencia de que tuvo algunas ofertas y que la mayor fue de 25 pesos. El producto del sable de Lecuona iba consumiéndose y llegaba el momento en que volvería al empeño el jorongo, la toquilla, las enaguas y hasta las camisas. Evaristo había ya rebajado el precio a sesenta pesos, y sin embargo no hallaba comprador. Se decidió entonces a correr diariamente las calles, a entrar en las casas y a vender por bien o por mal; y ya se ha reconocido la tendencia de su carácter, con sólo haberse dedicado un año entero a ese trabajo.
Recorría los sitios más concurridos, y en el momento que observaba al que suponía tener dinero, se le acercaba, descubría la almohadilla y hacia que la viesen a fuerza, siguiendo calles enteras a las personas; unas la examinaban, le hacían abrir los secretos y cajoncitos y, después de entretenerlo un gran rato, continuaban su camino, diciéndole: «Está muy bonita, y muy cara sobre todo; no tengo dinero». Otros no le hacían caso; los más lo rechazaban, diciendo entre dientes: «Estos vagos molestan a todo el mundo con pretexto de vender cualquier baratija; el gobernador debía recogerlos y ponerlos de soldados».
Un día, por la mitad de la Calle de Plateros encontró a un caballero vestido con elegancia, bastón de puño de oro y anteojos, caminando con cierto aire acompasado y moviendo la cabeza y examinando una y otra acera con cierto desdén. ¡Quién sabe por qué se le figuró a Evaristo que ese señor debería ser casado y rico, y que le compraría sin duda la almohadilla para hacer un regalo a su mujer!
—Dispense su merced —le dijo Evaristo con respeto— tengo una cosa muy curiosa que enseñarle, y me la va usted a comprar para hacer un regalo a su señora.
—Quita, quita —le contestó el caballero con desdén, apartándolo suavemente con la punta del bastón.
—Nada se pierde en que usted la vea.
Y Evaristo se le atravesó y al mismo tiempo destapó su almohadilla, que siempre traía cuidadosamente envuelta.
—Déjame pasar, déjame pasar; yo nada compro, ni menos esos muebles inútiles: las señoras que tienen dinero jamás cosen ni usan de esos muebles.
—Pero para adornar la recámara —continuó Evaristo, interrumpiéndole siempre el paso y poniéndole casi junto a los ojos la almohadilla.
—¡Bah, bah! Eso quiere remedar mosaico —dijo el caballero arrojando de por fuerza una mirada desdeñosa a la almohadilla—. En Roma hacen eso admirablemente, y de piedra, y en Viena eso también lo hacen muy fácilmente y con máquina; y ustedes, que son unos brutos, gastan no sé cuánto tiempo en hacer una verdadera chambonada apestando a cola, y que apenas sirve para que la rompa una muchacha de la Amiga. ¡Eh! quita y déjame andar.
Evaristo, tenaz y sin hacer caso de los verdaderos insultos que le decía sin razón el caballero, insistió y lo dejó andar; pero continuó a su lado diciéndole:
—Ésta no es chambonada, como usted cree; está muy bien hecha y no apesta a cola; véala y se convencerá de que no soy de esos artesanos que salen a la calle a engañar a las personas decentes; ofrezca usted algo, se me acaba ya el dinero, y no tendré ni para comer, ni para trabajar… Ofrézcame usted algo, y le largo la almohadilla; estoy aburrido.
—¡Eh, vete, ya me has molestado mucho! —repuso el caballero deteniéndose un poco—; si quieres, y sólo por quitárteme de encima, si quieres un par de pesos lleva esa cháchara a la calle de…
—¡Un par de pesos! —repitió en voz alta Evaristo, lleno de rabia—. ¡Un par de pesos!… ¡Todavía me quedan en la bolsa cuatro para pechar a usted y a los rotos sus compañeros que andan por la Calle de Plateros! Cómaselos de veneno, si no le hacen falta.
Evaristo habría sufrido todo, hasta los golpes, con tal de vender su mercancía; pero que despreciaran así la obra de su paciencia, de su inteligencia; que lo maltrataran y le dijeran bruto y artesano inútil y chambón, que por un año mortal de trabajo le ofreciesen un par de pesos, no lo pudo tolerar, y se alejaba gruñendo desvergüenzas cuando el caballero, furioso, lo alcanzó:
—¡Bruto, bribón, lépero, insolente, que con pretexto de vender baratijas vienes a injuriar a las gentes y tal vez a robarlas! ¡A la cárcel, a la cárcel!
Y al decir estas últimas palabras brincó sobre Evaristo, que se alejaba no queriendo comprometer el lance, y lo sujetó por el cuello de la camisa.
—Suélteme usted, suélteme usted, o le va mal.
—¡A la cárcel, bribón; a la cárcel! —y lo sujetaba más fuerte.
—Suélteme usted; suélteme.
El caballero apretaba más.
Evaristo no pudo ya contenerse, y de un empujón echó a rodar a la acera al elegante aristócrata, y por un lado rodó el sombrero y por el otro el bastón y los anteojos.
Evaristo, sin pasar a más, pero sin correr, pues no había cometido un delito sino obrado en propia defensa, se alejaba lentamente.
El caballero, más furioso, decía entre dientes:
—Si no se castiga fuertemente a estos léperos insolentes, un día nos van a comer vivos.
Y recogiendo con prisa sus anteojos y su sombrero, corrió con el bastón enarbolado, y alcanzando a Evaristo, que ya pensaba que había terminado la escena, comenzó a descargar sobre sus espaldas una lluvia de bastonazos.
Casilda, que seguía de lejos a su amante, sin darse cuenta de lo que pasaba, corrió hacia donde estaba el grupo, y lo primero que le ocurrió fue tirar de los faldones de la levita al caballero para alejarlo.
—Déjame, déjame, Casilda, con él, y toma la almohadilla, no vaya a romperse.
Evaristo, vuelto de su sorpresa, se quitaba como podía con el brazo los bastonazos y con el otro sujetaba fuertemente su alhaja querida, pues consideraba en aquellos mismos instantes de conflicto, de dolor, que si se hacía pedazos perdía el fruto de un año de paciencia.
Casilda tiró un pedazo del faldón de la levita que se le había quedado en la mano y tomó la almohadilla que le tendió Evaristo.
Entre tanto, el caballero, enfurecido y rabioso, menudeaba los bastonazos que recibía Evaristo en los hombros y en la cabeza.
—Corre y vete a la casa —le dijo Evaristo— porque si te quedas te llevarán conmigo a la cárcel.
Casilda comprendió perfectamente y se alejó.
Evaristo de un salto se puso fuera del alcance de los bastonazos del furioso caballero, y corrió, al parecer, pero fue para buscar piedras en medio de la calle. No dilató en encontrar una, y volvió sobre el caballero con el brazo ya armado y levantado.
—¡Al asesino, al asesino, que me matan, auxilio! —gritaba el desolado caballero y vacilaba y hacía zigzags, e iba y volvía.
Evaristo, a cierta distancia, con el ala del sombrero levantada y el brazo ya listo, le apuntaba a la cabeza para dispararle una gruesa matatena y dejarlo en el sitio. Un minuto, dos minutos duró esta verdadera agonía; por fin, el miedo hizo correr al caballero, y Evaristo descargó su matatena, que partió zumbando como una bala.
Era su fuerte de Evaristo y su escuela había sido la plazuela de San Pablo.
Un segundo de diferencia habría bastado. El caballero se metió en un zaguán al mismo tiempo que la piedra se estrellaba contra la mocheta, a la altura de la cabeza de su enemigo.
La gente parece que había brotado del suelo. En momentos fue un tumulto; los unos rodeando a Evaristo, que buscaba otra piedra; los otros entrando al zaguán para ver si había sido matado el caballero. En esto vinieron dos aguilitas del rumbo del Portal, desde donde quizá habían notado que algo pasaba, y no tuvieron trabajo para encontrar al delincuente, pues él mismo se presentó y les dijo:
—Uno de esos rotos… que andan por aquí me ha pegado porque quería venderle una almohadilla; le he dado una pedrada y tal vez lo he matado. Aquí estoy: de ustedes me dejo llevar a la cárcel; de él no.
Uno de los policías entró con dificultad al zaguán y dio con el caballero, que pálido como un muerto, tomaba unos tragos de agua con que le había brindado la portera para que no le hiciera daño el susto.
Los dos aguilitas trataron de hacer las primeras averiguaciones entre los espectadores.
—Sí, yo lo vi —decía una cocinera que tenía en la mano una canasta llena de legumbres—; fue el de la levita el primero que le pegó. ¡Qué injusticia! Porque es pobre darle así de palos como si fuera un burro de los indios; no hay más que verle la cara.
En efecto, por la cara de Evaristo corrían hilos de sangre de las heridas que le habían ocasionado los bastonazos.
—Estos rotos —interrumpió un mercillero que cargaba una papelera con su tapa de vidrio llena de botones, de alfileres y de baratijas— tienen la costumbre de tratarnos como perros, y con éste se la sacó, porque no se dejó, e hizo bien; yo lo vi, y la señora de la canasta dice la verdad.
—Imparcialmente le impondré a usted de lo que presencié —dijo un viejecito que tenía trazas de ser portero de una oficina—; yo me refugié en un zaguán, luego que observé que se trataba de pedradas; pero oí toda la conversación, porque venía detrás del artesano y del caballero. Es verdad que el artesano fue pesado ¡pero que había de hacer el pobre! quería vender y nada más, y no por eso estuvo autorizado el otro, porque tenía levita, a romperle el bastón en las costillas.
Entraron los dos en el mismo zaguán donde aún estaba el descolorido caballero, y allí el viejecito, encargando la reserva al aguilita y dándole una falsa dirección de su casa para que no lo encontraran si lo citaban como testigo, le refirió minuciosamente lo que había ocurrido.
La reunión se iba disipando y los aguilitas conferenciaron entre sí y determinaron llevar a la cárcel a los dos contendientes.
—Eso ni pensarlo ¿ni cómo tiene usted valor de proponérmelo siquiera? —le dijo con imperio al aguilita el caballero, repuesto un tanto de la emoción—. Soy una persona decente y nunca vamos donde va la canalla. Le daré a usted un apunte de mi casa y mi nombre, y yo me veré con el juez y el gobernador; no haya cuidado, pues tengo mucho empeño en que pongan las peras a veinticuatro a este pillo, que nada faltó para que me dejase muerto de la terrible pedrada. Registre usted la mocheta de la puerta, que está hecha pedazos. ¡Calcule usted cómo me habría hecho la cabeza!
El aguilita, que sabía bien que a los de frac y de levita a no ser por asuntos políticos nunca se les lleva a la cárcel, no insistió y se contentó con retener en la memoria el nombre y las señas de la casa y recoger el bastón que, astillado y casi en pedazos estaba en el suelo, y hecho esto se encaminaron seguidos de alguna gente con Evaristo, dejando al otro en libertad, rumbo a la Diputación o a la Cárcel de Corte, como le llamaban entonces.
Al organizarse la comitiva, Evaristo echó una mirada mortal al de la levita.
—Le he de beber la sangre a ese roto —dijo entre dientes.
Y el de la levita le correspondió y murmuró a su vez con enojo:
—Se ha de secar en la cárcel mientras yo viva.
Evaristo durmió esa y la siguiente noche en la Cárcel de Corte, en un separo o cuarto donde estuvo solo mediante un peso que regaló al alcaide, y muy de mañana ya estaba Casilda con el desayuno, que sin dificultad se le dejó entrar, pues lejos de haber muertos o heridos de por medio, él era el visiblemente lastimado. En la noche fue presentado ante el gobernador para la calificación.
A eso de las siete Evaristo fue sacado de la cárcel y, con la custodia de dos soldados de la guardia, llevado en unión de diez o quince más acusados de embriaguez, riña y robo.
Le llegó su turno.
—Ya éste ¿por qué lo traen? —preguntó con tono brusco el gobernador a un personaje chiquitín y regordito que fungía como jefe de la policía secreta.
—Por riña y pedradas en la Calle de Plateros —respondió el chiquitín, e iba a continuar, pero el gobernador le interrumpió.
—Sí, si, ya estoy impuesto de todo. Que espere, y entre tanto vayan a buscar a don Carloto, que ya me vino a calentar la cabeza con eso y me ha contado quién sabe cuántas cosas.
Evaristo fue consignado a un rincón de la sala, un aguilita corrió a llamar a don Carloto, que precisamente en esos momentos subía las escaleras y entró precedido del policía, con el sombrero puesto y sin saludar a nadie.
El gobernador, que firmaba diversas comunicaciones, alzó la cabeza y dijo con un tono brusco:
—¡Buenas noches! Sería bueno que los que entran aquí se quitaran el sombrero, pues ni llueve ni hace sol en el despacho del gobernador.
Don Carloto, con visible cólera, se quitó el sombrero y buscó una silla en qué sentarse. El gobernador ocupó larga media hora en firmar. Todos en silencio. Quedaban en el salón los dos aguilitas que presenciaron el pleito en la Calle de Plateros y aprehendieron a los reos, el jefe de la policía secreta, el secretario del gobernador, Evaristo y don Carloto.
—¿Qué antecedentes tiene este hombre? —dijo el gobernador, tirando la pluma con que firmaba, dirigiéndose al jefe de la policía secreta y sin saludar ni fijar la atención en don Carloto, que se puso en pie y se acercó a la mesa, y lo mismo hizo Evaristo.
—Ha entrado cinco veces a la cárcel.
—Pájaro en mano tenemos. Ya le ajustaremos la cuenta.
—Es que, señor gobernador, yo… —comenzó a decir Evaristo.
—No hablo con usted; ya le tocará su vez —interrumpió el gobernador.
Este malvado me ha querido matar.
—Tampoco hablo con usted —volvió a interrumpir el gobernador dirigiendo una mirada a don Carloto, el cual se mordió los labios.
—Vamos, responda usted breve, que tengo mucho que hacer todavía —continuó el gobernador dirigiéndose al jefe de la policía—; ¿por qué delitos ha entrado este hombre a la cárcel? Por robo de seguro —continuó el gobernador— ratero primero, así son todos, después robos mayores en las casas, y al fin el camino real, Río Frío, ésa es su vida; el monte de Río Frío lo tienen como su propia casa. Si el Gobierno me diera las facultades que le he pedido, antes de dos meses habría colgado en los árboles por racimos a los habitantes de Río Frío; pero ¡quiá! nada, y si nos dejamos, un día me roban aquí mismo mi reloj… y a propósito —continuó sacando el reloj— son las ocho y media; tengo que estar en Palacio… ¡Conque vamos, responda usted breve como le he dicho! ¿Por qué ha entrado este hombre a la cárcel? ¿Por robo, no es verdad?
—No, señor gobernador, por robo no, ni un tlaco ha robado este muchacho. Ha entrado por riñas, porque parece que es medio valentón. Véale usted la cara.
—¡Ah! Eso ya es otra cosa —dijo el gobernador mirando la fisonomía resuelta y juvenil de Evaristo—. Di ¿por qué tiraste una pedrada al señor que está ahí?
—Le vendía una almohadilla en que trabajé un año entero… los pobres… y el señor entonces…
—Sí, ya estoy impuesto, ya me han dicho de esa almohadilla.
—La tendrá mi mujer, que está en el portal —dijo tímidamente Evaristo— la encargué esta mañana que la trajese.
—Que suba esa mujer —dijo el gobernador.
Uno de los aguilitas salió inmediatamente, de dos saltos bajó la escalera y a poco subió acompañado de Casilda, la que en efecto traía la almohadilla cuidadosamente envuelta. El aguilita la desenvolvió y la entregó al gobernador, el cual la tomó en sus manos, la volteó por un lado y por otro, abrió los secretos y cajoncitos curiosísimos y afiligranados y, finalmente, la puso en la mesa sin decir una palabra.
—Digan ustedes cómo pasaron las cosas —ordenó a los dos aguilitas.
Uno de ellos, sin duda el más despierto y letrado, refirió brevemente y con exactitud lo que el lector sabe ya.
—¿Dónde está el bastón?
—Aquí —dijo el jefe de la policía tomándolo de un rincón y presentándolo al gobernador.
—¿Reconoce usted este bastón, señor don Carloto?
—Es el mío, señor gobernador —contestó con una voz un poco gruesa y afectada don Carloto.
—¿Reconoce usted que está casi destrozado?
—Sí, señor gobernador.
—Basta, ha confesado usted delante de todas las personas lo que yo quería. ¿Con qué autoridad ha roto usted este bastón en las costillas y en la cabeza de este hombre?
—Me quería matar…
—No dice usted la verdad. Él ha levantado las piedras después que usted sí lo pudo haber matado. Vea usted esas señales.
En efecto, Evaristo tenía en la frente cardenales morados y costras de sangre cerca de los ojos.
—¿Y si lo ha dejado usted tuerto? —continuó el gobernador.
—Es que estas gentes insolentes, no ven que nosotros…
—Es que —le interrumpió el gobernador— ustedes porque tienen levita y frac, porque se figuran nobles del tiempo de los virreyes y tienen un carruaje que acaso lo deben a los carroceros, se figuran que pueden hacerse justicia por su mano y esto no ha de ser mientras yo sea gobernador, señor don Carloto; a todos los he de tratar iguales, como dice la ley. Alguna vez ha de ser cierta la verdadera libertad.
—Es que la libertad y la política…
—No hablemos aquí de política —le interrumpió el gobernador—. Va ya a sonar la media, tengo que irme y dejar esto concluido. ¿Cómo se llama usted y qué oficio tiene? —preguntó el gobernador.
—Me llamo Evaristo y soy tornero de oficio.
—Bien… bien… Silencio, nada tiene que hablar.
El jefe de la policía, don Carloto y los dos aguilitas querían sin duda decir algo, pero todos callaron.
—Queda usted sentenciado, señor don Carloto, a exhibir dentro de tres días doscientos pesos de multa, y cuando entre el dinero a la tesorería se le devolverá su bastón.
—Pero es posible, señor gobernador… —dijo don Carloto indignado— ésa es… una…
—Y si acaba usted la palabra pagará otros doscientos por irrespetuoso, y cuidado con alzar la voz. Si no está usted conforme, quéjese a quien quiera. De los doscientos pesos, ciento se entregarán a la casa de Niños Expósitos, que bien pobre está, y cien a este hombre para que se cure de sus heridas.
—¡Pero señor gobernador! —volvió a decir don Carloto.
—Toma tu almohadilla. Está lo que puede llamarse preciosa, y el trabajo de un año no merecía una paliza y además dos días de cárcel. Quedas en libertad.
El gobernador tomó su sombrero y su bastón y salía ya de la sala. Casilda se acercó, quiso arrodillarse y besarle las manos.
—Nada de farsas, váyanse… ¡Ah! se me olvidaba. ¿Conoces bien a don Carloto, no es verdad? —dijo el gobernador.
—Sí, señor.
—Ya lo creo, jamás olvidarás la paliza que te dio, conozco a ustedes. ¿Prometes no meterte ya con el señor Carloto, en cualquier tiempo que lo encuentres, ya solo o acompañado?
—La verdad, señor gobernador —contestó Evaristo, llevando las manos a sus heridas— yo…
—¡Canalla! —gritó el gobernador— después de lo que he hecho contigo. A la cárcel, lleven a este hombre a la cárcel y que se pudra allí —y a ese mismo tiempo abría la puerta para salir.
—Cabal —dijo don Carloto— daría mil pesos.
—¡Pero el amor de Dios, señor gobernador! —exclamó Casilda asustada y deteniendo al gobernador—. Evaristo, Evaristo, haz lo que dice el señor gobernador.
—Señor, no por la cárcel ni por nada, que yo no me asusto, por usted, por lo que ha hecho conmigo, prometo ¡y sabe Dios que lo cumpliré! no meterme con el señor ni vengarme.
—Está usted salvado, don Carloto, y me lo debe usted a mí. Este hombre no le tocará el pelo de la ropa. Conozco a esta gente; pero le costará a usted algo más. Si el señor no manda mañana trescientos pesos, no se entregará su bastón y se mandará al juez de lo criminal por el cargo de heridas graves.
El gobernador, seguido de su secretario y de los aguilitas bajó como un rayo las escaleras de la Diputación. Don Carloto quedó estupefacto e inmóvil, y Evaristo y Casilda, cargando la almohadilla, bajaron abrazados tiernamente, se dirigieron a la escalera y un beso resonante sacó de su estupor al infortunado noble y orgulloso don Carloto, que a su vez descendió lentamente, murmurando entre dientes:
—¡Qué bonito modo de administrar justicia! ¡Qué país es éste! Los yanquis, los ingleses, los franceses los demonios mismos son preferibles al gobierno de estos sansculottes. Poco durarán ya, la revolución está encima y entonces yo le ajustaré las cuentas a este gobernador.