L. Banquete en el gran comedor de la hacienda del Sauz

—Don Remigio, usted no es hombre, ni cristiano ni de buen corazón, ni honrado ni bien educado, ni agradecido ni amigo de la casa donde ha servido tantos años, ni su alma fría se conduele de las desgracias ajenas, ni mucho menos de las mías. ¿Cómo es posible que haya tenido esta carta un mes entero sin dármela? ¿No ve usted que día por día me voy consumiendo de tristeza, que estoy ya en la tierra como una sombra? Mire usted mis ojos, que usted mismo ha dicho que eran hermosos, cómo han perdido su expresión y su brillo, y no tienen ya ni una lágrima para llorar mi desventura. Cerca de un año sin saber de Juan. Secuestrada en esta hacienda, pensando en mi hijo y en el que llamo y llamaré mi marido; una carta de él me vuelve la esperanza, me hace entrar de nuevo en la vida, me da valor para sufrir, me sirve como de una medicina para aliviar esta enfermedad que con razón no ha podido conocer el médico de México que mi padre mandó traer. Sus drogas amargas las he arrojado, y las que mi padre me ha hecho beber a fuerza, no han hecho sino ponerme peor. ¿Y usted, don Remigio, ha tenido guardada un mes entero esta carta y ha visto impasible mi inquietud y mis tormentos? Agustina no habría hecho eso. Agustina hubiese expuesto hasta su vida, pero no me habría visto padecer fríamente como usted. Vaya, don Remigio, jamás lo hubiera creído.

Era Mariana la que, con voz dolorida, exhalaba estas quejas, sin dejar que don Remigio, a pesar de que lo intentaba, pudiese tomar la palabra para responderle; así, el antiguo administrador de la hacienda del Sauz no tuvo más camino sino agachar la cabeza, bajar los ojos y sufrir las amargas palabras de Mariana, que tenía la carta de Juan en la mano y la estrechaba contra su corazón.

—Señora condecita, es usted muy injusta conmigo —le dijo luego que Mariana cesó un momento de hablar—. Si viera usted mi corazón, retiraría cuantos cargos me ha hecho. Además del respeto que le tengo, podría jurar que después de Dios y de mi hijo, la única persona a quien amo con todas mis entrañas es a usted; y por esa misma causa no quise ni aun insinuarle que tenía noticias de Juan, hasta que se fue el señor conde.

Mariana, como hemos visto en uno de los capítulos anteriores, tuvo un instante supremo de dicha estrechando a su hijo contra su corazón y cubriendo de besos y de lágrimas su rosada y linda figura de serafín del cielo; sus pensamientos y sus ideas cambiaron, y registrando en la soledad y el retiro del campo su propio corazón, reconoció con el horror que le inspiraban sus sentimientos religiosos, que odiaba a su padre. Era el obstáculo a su dicha. Su situación de madre, separada quién sabe cuántos años de su hijo y de su amante, no podía tener solución sino con la muerte del conde. Que fuese herido y muerto en un duelo; que se desbarrancase en una de las muchas excursiones que hacía de noche; que le acometiese una enfermedad repentina; cualquier cosa, en fin, era buena para que desapareciese de sus ojos esa figura siniestra. En el momento que esto sucediese, por un lado se abría la tumba; pero por el otro, un cielo para ella. Su hijo, el hijo de su corazón: su marido, su guapo marido en cuyos ojos se recreaba; y después sus criados, fieles y adictos; sus riquezas, sus haciendas con sus ganados retozones, con sus sementeras de verdes trigos formando olas interminables con el viento, como si fuese un verde océano; su libertad, sus amores, la vida, la luz, la felicidad, todo todo vendría con la muerte del conde… ¡Qué horror! ¡Ella, que era madre, desear la muerte, asesinar con el pensamiento al que le dio el ser!

Esto la volvía loca; día por día, hora por hora, instante por instante, estaba atormentada por estos siniestros y criminales pensamientos desde que fue llevada de nuevo a la hacienda por el conde; y ni los consejos que a excusas podía darle don Remigio, ni los paseos a caballo o en carruaje, ni la abundante mesa que le preparaba diariamente, eran bastantes para dar otro curso a sus ideas; y reconocía que cada día entraba en una vejez prematura.

Para comprender bien el enojo de Mariana y la violenta situación en que se hallaba en el momento que don Remigio le presentó la carta, es necesario referir siquiera algunas de las escenas de familia durante ese año que no había tenido ninguna noticia ni carta de su amante.

Poco o ningún caso hacía el conde de su hija. La mayor parte del tiempo la pasaba en los minerales inmediatos. Había dado en la monomanía de las minas, y tenía razón porque si había gastado mucho dinero en explotaciones, otras habían producido bonanzas más o menos importantes, pues que, en resumen, no sólo lo habían reembolsado, sino dándole sobrantes que mandaba a la Casa de Moneda de México, donde tenía un gran depósito de pesos flamantes, sin que dejaran de estar llenas las cajas de cedro de la casa de Don Juan Manuel. Agustina, cada vez que las abría para añadir algunas talegas o sacar lo necesario para los gastos de la casa, decía:

—¿Para qué sirven estas riquezas? La pobrecita condesa no las disfruta; y su hijo, perdido y tal vez pidiendo limosna, no verá nunca estas cajas de oro y de plata.

Cuando el conde regresaba de sus expediciones lejanas, apenas saludaba a su hija, platicaba brevemente con don Remigio, haciéndole preguntas sobre la hacienda y los ranchos, ordenándole que hiciese remisiones de caballos y mulas a San Luis y a México, concluyendo siempre con la amenaza de atravesar con su espada a Juan el día que tuviese la audacia de presentarse en la hacienda.

Don Remigio suspiraba y decía:

—No hay cuidado, señor conde: mi hijo está muy lejos, y es probable que no lo vuelva a ver.

El conde se retiraba murmurando entre dientes palabras amenazadoras contra Mariana y contra el hijo del administrador, y se encerraba dos o tres semanas en sus habitaciones, donde se le servían las comidas, y sólo don Remigio penetraba cuando había algún asunto urgente que comunicarle. Durante este encierro se ocupaba de registrar el archivo de la casa, de organizar sus papeles y de hacer cuentas sobre cuentas del dinero que le habían costado las empresas de minas y de lo que había utilizado en ellas. Repentinamente salía de su encierro, mandaba ensillar uno de sus mejores caballos, y solo salía de la hacienda, a donde no regresaba sino a los ocho o quince días. ¿Dónde se iba? Don Remigio lo sabía perfectamente. En cada rancho, en cada pueblecito de los que rodeaban la finca, el conde tenía una favorita; y las muchachas lozanas y blancas de ese país casi fronterizo, que pobló la singular raza de los vizcaínos, tenían a mucho honor que el señor conde las visitase. En estas excursiones era otro: desarrugaba el entrecejo, perdía lo hosco de su carácter, era generoso y amable con las familias; solía reír. Don Remigio contaba con mucha reserva a Mariana que a veces, y con motivo del cumpleaños de alguna moza, armaba fandangos que duraban toda la noche, y que un día había bailado y cantado con una voz ronca de buey unas peteneras. Cuando después de estos devaneos regresaba a la hacienda y veía a su hija, recobraba su aspecto horroroso y feroz.

El día menos pensado salió al portal de la hacienda, llamó a la cocinera y a don Remigio, y les dijo:

—Hace tiempo que el gran comedor está inhabitado, y nadie se sienta a la mesa. Mariana es una muchacha caprichosa que se encierra en sus piezas y no se comunica con nadie, ni aun con su padre. El domingo quiero comer, y muy bien, en el gran comedor. Que se sacuda, se limpie y se saque la vajilla de plata, de gala, que tiene las armas de los condes del Sauz, y así seguiremos hasta que vengan las visitas que espero de un momento a otro. Aquí está la llave de mi silla.

La cocinera hizo tímidamente distintas preguntas acerca de lo que debía presentarse de extraordinario en la mesa, y don Remigio, con mucho respeto, tomó la llave de las manos del conde.

El comedor de la hacienda del Sauz era una pieza de más de quince varas de largo, con una anchura proporcionada y un techo muy elevado, con artesonados de madera de cedro y una ancha cornisa esculpida y dorada. Las paredes estaban pintadas de un color sombrío y colocados en ellas retratos de cuerpo entero de los antiguos condes, comenzando con uno de los conquistadores que tenía ya por herencia el título de conde del Sauz, o lo ganó en las guerras con los indios fronterizos, que ni por las armas, ni por las predicaciones de los misioneros han podido hasta hoy reducirse a la vida civilizada. Los retratos, pintados por célebres pintores españoles, eran, bajo el aspecto artístico, de mucho mérito; pero las fisonomías duras, el ceño adusto, grandes bigotes, retorcidos como los cuernos de un alacrán, o barbas negras y espesas que les daban un aspecto imponente, hacían que el comedor, mal iluminado por seis altas claraboyas octágonas con bastidores de pedacillos de vidrio unidos con gruesas varillas de hojadelata, inspirara pavor, disgusto y frío. Una mesa de diez o doce varas de largo, de tablones toscos y pies macizos, rodeada de sillas con asientos y respaldos de vaqueta labrada; un aparador flamenco, cubierto de vajillas de plata, en el fondo; un crucifijo del tamaño natural, colocado sobre la puerta de entrada, demasiado baja y angosta para el tamaño del salón, aumentaban su aspecto singular.

En la cabecera de la mesa un sillón dorado con forro de damasco chino, color, ya por los años, de sangre enfriada, y coronado con las armas del conde, estaba rodeado de una reja de fierro curiosamente labrada en China. La puerta de esa reja no se habría sino en los días de ceremonia; y los condes habían tenido la llave que, encerrada en un estuche de terciopelo, era una verdadera curiosidad del arte antiguo.

Don Remigio, la cocinera y los criados y criadas se pusieron en movimiento. Se quitaron a los retratos, a los sillones y a la mesa las capas de polvo que los cubrían; se lavó el suelo, formado de soleras y azulejos, se bruñó la reja que rodeaba el sillón, hasta el punto que parecía de oro macizo, hecha por un discípulo de Benvenuto Cellini; se mataron gallinas, guajolotes, un cordero y dos cochinitos, y el domingo a mediodía estuvo el gran comedor listo, la mesa con sus manteles bordados y cubierta de la vajilla resplandeciente de plata y oro; todo exactamente como lo había ordenado el conde.

El toque de una de las campanas de la iglesia, que servía habitualmente para señalar las horas del trabajo y del descanso de los peones, anunció que la mesa estaba servida. Esta ceremonia tenía lugar en las ocasiones solemnes en que el conde daba la llave de la reja y se sentaba en el sillón del gran comedor.

No tardó el conde en salir de su habitación, vestido con su uniforme de capitán de infantería española; todos los nobles mexicanos de los tiempos del gobierno virreinal tenían a mucho ser capitanes, y sus descendientes siguieron también siendo capitanes dentro de su casa y aun fuera de ella, sin que el gobierno independiente se ocupase de ellos. Con pasos graves y acompasados, el ceño adusto, los bigotes bien peinados y bien retorcidos y el pelo liso y pegado como con goma a los lados de su frente, una larga perilla, y muy parecido en todo a los retratos de sus antecesores, penetró por la angosta puerta donde estaba don Remigio con seis criados sombrero en mano, que le hicieron una reverencia a la que no contestó.

Un momento antes de entrar en la reja dorada, ya abierta, permaneció en pie y echó una mirada a aquellos retratos que vistos apenas con la escasa luz de las altas claraboyas, parecían salir del fondo negro de sus cuadros y tomar asiento en tan extraño banquete.

—¿Y Mariana? —dijo con voz dura.

Don Remigio iba a responder, pero no fue necesario, porque Mariana, vestida sencillamente con un traje oscuro, blanca como una estatua de alabastro, se presentó en la puerta del comedor, semejando más bien a una aparición que sale de la tumba, que no a una hija invitada a la mesa de su padre.

El conde la miró de arriba abajo, como si por primera vez la conociera, penetró en la reja, se sentó en su gran sillón, y después, señalando la derecha, le dijo:

—Aquí, y usted de este lado, don Remigio.

Mariana se sentó sin pronunciar una palabra.

Don Remigio, haciendo una reverencia más respetuosa que la primera, dijo:

—Imposible, señor conde. ¿Yo sentarme en la mesa, a su lado y enfrente de la señora condesita? ¿Tanto honor? Yo estoy aquí para servirles.

—Lo mando —respondió el conde señalándole el asiento.

Don Remigio no hizo más observaciones y se sentó.

Los criados, vestidos con calzoneras y cotonas de gamuza amarilla y sus toscas manos callosas, muy limpias, comenzaron muy afanados, pero con cierto orden, a servir los platos que tomaban del torno.

Se sirvió una sopa. El conde la devoró de prisa, sin hablar una palabra.

La segunda sopa lo mismo.

El puchero, ¡qué puchero! Gallinas enteras, bien cocidas y humeantes, jamón, trozos de ternera que daban tentación, garbanzos, todo género de verduras matizando los platones con sus variados colores y llenando el comedor con sus perfumes.

Nunca tuvieron más ganas de descender de sus cuadros los antecesores del conde, sentarse en las sillas vacías, saborear ese plato tradicional favorito de España, beber una copa de Jerez, que tendría más de sesenta años, que ya estaba servido en copas de plata, y de platicar con Mariana; pero el conde los contenía con una mirada, y seguía comiendo en silencio.

Mariana apenas había tomado dos cucharadas de las sopas, y picaba una que otra de las legumbres de un plato copado que su padre le había presentado.

Siguieron guisados tras guisados, y asados y ensaladas y frutas y postres; una profusión increíble de comida.

El conde comió casi todo. Mariana, por ceremonia, picaba con el tenedor, y los criados retiraban los platos llenos.

Don Remigio sudaba, se ponía rojo y descolorido, hacía un esfuerzo por comer y complacer a su amo, pero imposible; le parecía que aquella comida lúgubre y silenciosa, pues no se oía más ruido que el que hacían los criados al andar y el de los platos y cubiertos de plata, era el presagio de algún suceso desagradable. Temía por él, por su hijo y por Mariana. ¿Si habrán cogido a Juan y lo habrán fusilado, y el conde nos lo va a contar al fin de la comida? ¿Si la condesita va a ser enviada a México para encerrarla en un convento? ¿Si querrá casarla por fuerza con alguno de los ricos mineros de Durango? ¿Por qué esa suntuosa comida tan rara y tan extraña en este comedor que hacía años no se abría? ¿Por qué no servirse del chocolatero, que era tan cómodo y tan alegre con sus anchas ventanas al jardín?

Estos y otros pensamientos análogos impedían a don Remigio comer; los bocados exquisitos que él mismo había ayudado a preparar se le hacían trapo en la boca, los tragaba con dificultad y bajaba los ojos, no queriendo encontrarse con los del conde su amo.

Mariana participaba en parte de las aprensiones de don Remigio, y con la vista baja y en silencio, tratando de disimular lo más posible, hacía ruido con los cubiertos, fingía comer con apetito, y a hurtadillas miraba a su padre, que no le quitaba los ojos.

Ya a punto de concluir la comida, el conde bebió su última copa de Jerez, y habló:

—Mariana, te he observado cuidadosamente. Como todas las mujeres, como tu madre misma, toda su ciencia y todo su estudio consiste en engañar.

—¿En qué he engañado? —se atrevió a decir Mariana, pálida como la muerte, pues pensaba que el conde tal vez habría descubierto sus amores.

—Calla y no te atrevas a interrumpir a tu padre cuando habla; ya que lo engañas, siquiera tenle respeto. Tu madre no me engañó gracias al puñal que tenía debajo de su almohada, y que le recordaba que el día que me faltase sería el último de su vida; pero a ti, a quien no he aplicado la corrección que debiera, no tienes otra conducta que la del disimulo y la mentira.

Mariana que, como mujer, era tímida, pero tenía algo del carácter de su padre, no pudo contener su indignación por la amenaza y por el ultraje a la memoria de su madre.

—Mi madre era una santa, y en cuanto al castigo, no sé por qué puede ser.

—¡Calla! —volvió a decir el conde—. No hables hasta que yo te lo permita.

Mariana se mordió los labios, bajó los ojos y calló. El conde prosiguió:

—Día por día vas perdiendo el color de tus mejillas, el brillo de tus ojos, que es lo único regular que tenías. Estás flaca como si ayunaras y te dieras disciplinas todos los días, y es necesario que esto cese y que te pongas en condiciones de casarte y de dar un heredero robusto y sano a la antigua casa de los condes del Sauz.

Mariana respiró, pues por la calma aparente con que le hablaba el conde, se conocía que ignoraba sus amores, y que ella había dado ya, aunque sin el conocimiento de la Iglesia, un heredero a la antigua casa de los condes del Sauz.

Un momento vino a Mariana la idea de echarse a los pies del conde, contárselo todo y pedirle que sancionase esta unión y le permitiese ir a buscar a su hijo; pero tuvo miedo y volvió a sentarse en la silla de donde se había levantado.

—Quieta, quieta —le dijo el conde—. Te he visto tomar apenas una cucharada de sopa y enviar los platos sin tocarlos, y en tus labios está significado todavía el desprecio con que has tratado el obsequio que te ha hecho tu padre, con el fin de provocar una reconciliación y preparar tu matrimonio.

Mariana quería hablar, pero el conde se apresuró a decir con la voz ya alterada:

—¡Calla! Los hijos no discuten con sus padres. Vas a comer bien y con buen modo —continuó— y usted, don Remigio, que nos quería servir, tendrá a mucho honor el traer a la condesa todos los platos que se han servido, comenzando por la sopa.

Don Remigio estaba medio desvanecido; no se daba cuenta de lo que pasaba y no se movía; pero el conde le gritó:

—¡Vamos, don Remigio! ¿No me ha comprendido usted?

Don Remigio se levantó, fue a la cocina, dio las órdenes necesarias, y a poco comenzaron a pasar por el torno, que estaba en el costado del comedor, los platos que, más que con respeto, con profundo dolor pasaba a la pobre condesita.

—No el desprecio ni ningún otro mal sentimiento —dijo Mariana— me han hecho no comer, sino que hace ya meses que estoy enferma, y don Remigio, que me acompaña algunas veces, puede atestiguarlo.

—Come —le respondió secamente el conde.

Mariana tomó algunas cucharadas de sopa. Vino la olla española, se resignó a comer un ala de gallina. El conde no le quitaba los ojos.

Por poco que comiese de cada cosa, no era posible que pasase a más.

Rehusó el asado.

El conde se acercó el platón, cortó una rebanada y sirvió a Mariana. Poniéndose en pie y dando una palmada en la mesa gritó:

—¡Vive Dios! Todo el mundo se empeña hoy en desobedecerme. A medida que soy amoroso y cumplido, todos son canallas y desagradecidos. Me empeño por tu salud y tú me desobedeces. Te has de acabar ese asado.

—Pero señor conde —se aventuró a decir don Remigio— la condesita ha comido ya, y podría hacerle daño…

—¿Se atreve usted a contrariarme, don Remigio?…

—No, señor conde, de ninguna manera; sólo que por compasión…

El conde miró fieramente a don Remigio.

Mariana partía nerviosamente el asado; se llevaba los bocados a la boca y se los tragaba enteros, como queriéndose ahogar con ellos, y dos hilos de lágrimas corrían por sus mejillas y se mezclaban al vapor aromático del manjar sabroso y caliente.

Cuando Mariana concluyó sin dejar ni una partícula de carne, el conde llenó una gran copa de plata con el Jerez y se la presentó:

—Bebe; esto te aprovechará.

Mariana tomó la copa, dirigió una mirada terrible a su padre, acercó la copa a los labios y bebió con avidez el contenido hasta la última gota.

Un momento quedó aturdida y como si fuese una estatua de plomo adherida a la silla. El conde la miraba y ella al conde; era como un desafío para la eternidad. Después Mariana dio un salto nervioso, lanzó un grito más bien de rabia que no de dolor, y cayó al suelo, inanimada.

—¡Rayos y centellas! —gritó el conde—. La suerte no me favorece hoy. Dos minas en borrasca; el hijo de Remigio tal vez cerca de la hacienda, y Mariana rebelde, fingiéndose muerta.

Tiró de la servilleta; rodaron al suelo con estrépito los platos y las copas de plata, y salió precipitadamente del comedor.

Los criados, con los ojos que se les querían salir de las órbitas, llenos de terror, no se atrevían a moverse.

Don Remigio tomó en sus brazos a Mariana, la llevó a su recámara y la colocó delicadamente en su lecho.

—Si no fuese por ella —dijo— hoy hubiera sido el último día de vida del conde, y me habría ido a refugiar con mi hijo a los aduares de los bárbaros.

Las criadas se apresuraron a administrar a la enferma diversos remedios caseros; mientras, Don Remigio montó a caballo y fue en busca de cualquier médico a los pueblos más cercanos.

Pasado el primer momento de cólera brutal, el conde volvió en sí, y un movimiento del poquísimo amor paternal que aún le quedaba en el corazón le hizo ir a la recámara de su hija, que permanecía con los ojos cerrados, sin movimiento y congestionada por la cólera y el exceso de alimento. El conde la acarició, haciendo un esfuerzo, y cuando no lo veía nadie le dio un beso en la frente y permaneció a la cabecera de su cama hasta que regresó don Remigio con un muchacho practicante muy vivaracho y acertado. La pulsó, la reconoció, y sin saber, por supuesto, nada de lo que había pasado, dijo al conde:

—A esta señorita le han ocasionado, no sé quién, pesares graves; la han hecho comer con exceso; la han mortificado. Esto es todo, y podía haber sido una congestión fulminante.

El conde se mordió los labios y miró a don Remigio.

—¿Ha contado usted algo al médico?

—Ni se necesitaba —se apresuró a decir el practicante—. Los que estudiamos y observamos a los enfermos, reconocemos, con sólo verlos, la enfermedad de que padecen. No será nada; traigo mi botiquín, en el que tengo lo necesario para aliviarla.

Aplicóle desde luego un pomito a las narices; con el contenido de otro le frotó las sienes, y con esto Mariana abrió los ojos; pero los volvió a cerrar cuando vio la figura siniestra de su padre. El mediquín comprendió lo que había pasado.

—Lo que importa ahora es que me dejen solo con la enferma y las criadas que la han de asistir, para poder administrarle las medicinas. Dejaré un método que podrá continuar por una semana; que la dejen reposar y que nadie, ni por nada la molesten ni la contraríen. Que descanse y haga su voluntad; es lo que necesita.

El conde se persuadió de que don Remigio le había contado al doctor, al menos una parte de la escena; pero no se atrevió por el momento a entrar en explicaciones, y se dirigió a sus habitaciones casi arrepentido de haber besado la frente de su hija, creyendo que el desmayo había sido fingido y que la copa de Jerez era la que había ocasionado un pasajero desvanecimiento.

Luego que el médico estuvo solo con Mariana y dos criadas que quedaron para efectuar las ordenes que diera, le dijo:

—Señora condesa, puede usted abrir los ojos. El papá se fue; y la mejor receta que he ordenado es que no se mezcle con usted y no la moleste. El conde no tiene fama de ser muy tierno, y en el pueblo se sabe ya la triste vida que lleva usted en esta hacienda. Un regaño, alguna rareza del conde ¿no es verdad? No tenga usted cuidado. En dos o tres días estará usted buena, cuídese mucho y tenga paciencia. Yo soy buen amigo de Juan, de ese hombre que anda proscrito por usted. Lo he tenido diversas veces escondido en mi casa… No tenga usted cuidado: le ayudaré, y ustedes se verán un día u otro. Yo soy liberal y masón, y no me importan los títulos de Castilla, ni les tengo miedo a condes ni marqueses; sólo que su papá de usted me pagará a peso de oro esta visita y las demás que le haga.

Toda esta relación, seguida, sin puntuación, la hacía el practicante al oído de Mariana, con lo que bastó para que se acabasen en disipar los humos del Jerez y sus pensamiento se dirigieran a otro rumbo. Se incorporó en los almohadones y quiso contestar a este extraño médico que, como bajado del cielo, adivinaba sus dolores, se ponía de intermedio entre ella y la brutalidad de su padre, y le hablaba de lo que más interesaba a su corazón.

—Nada, ni una palabra, señora condesa —dijo el practicante—. Conozco parte de la historia de usted, y seré su amigo; pero estas criadas, aunque adictas a usted más que al conde, será bueno que no se enteren de nada, voy a dar a usted unas bebidas que calmarán el estado de emoción en que está usted todavía.

El doctor sacó de su botiquín diversos frasquitos, mezcló gotas de unos bálsamos con otros, y añadiéndo cierta cantidad de agua, dejó preparadas dos botellas para que, alternativamente, tomase cada dos horas un pozuelo, y se despidió, quedando de volver a los dos días.

Antes de una semana Mariana, más que con las bebidas del doctor, con el reposo y con no ver a su padre, se restableció del ataque; pero su alma quedó más enferma, y su inquietud y fastidio llegaron al colmo.

El conde, que ya tenía la idea fija de casar a Mariana con el marqués de Valle Alegre, para que hubiese un heredero de su nombre y de sus bienes, cambió de conducta: fue menos severo con su hija y pensó seriamente en que mejorase su salud pues día por día, aunque nada sentía de especial, se iba consumiendo y perdiendo sus atractivos y su hermosura.

El conde no pensó en volver a llamar al insolente muchacho que llevó don Remigio, sino que decidió que, costara lo que costara, viniese el doctor Codorniú. Le escribió, ofreciéndole cinco mil pesos por el viaje, y le mandó coche y mozos que lo trajesen a la hacienda.

Llegó el sabio doctor, reconoció y observó a Mariana durante tres semanas, le mandó algunas medicinas que, o no le hicieron efecto o la empeoraron, y al fin se despidió de la hacienda, declarando que lo que tenía la condesita era patema de ánimo; que lo que convenía era distraerla; que hiciera ejercicio a pie y a caballo; llevarla a México; que fuera al teatro y a Bucareli, y, sobre todo, que se casara. Dejó escrito un método para un par de meses, y previno al conde para que le escribiese del estado en que se encontrase su hija para cambiar el régimen.

Empeñado el conde en que Mariana rejuveneciera y sanase, en las temporadas en que permanecía en la hacienda la hacía dar largos paseos a caballo; comía con ella en el chocolatero, pues el comedor grande se cerró al día siguiente del extraño banquete; se encargaba él mismo de darle las bebidas y cucharadas, y la hacía comer más de lo que apetecía; todo ello con ciertas maneras autoritarias que no admitían réplica.

Mariana prefería la soledad y aislamiento en que había vivido, a esta nueva conducta de su padre, que la tenía sobresaltada, contrariada, violenta todo el día, y no descansaba sino cuando se retiraba a acostar y tomaba una bebida narcótica que le había enviado el practicante que la asistió el día del banquete.

Fue durante una ausencia del conde cuando don Remigio le entregó la carta de Juan y ocasionó las amargas recriminaciones que se han leído al principio de este capítulo.

—No hallo qué hacer, don Remigio —continuó Mariana con más calma— y perdóneme usted lo que le he dicho; si abro esta carta y es una mala noticia, no la podré soportar; el corazón se me salta; y si es buena, tendré que tomar la resolución que he estado meditando desde el día fatal en que mi padre mostró en el comedor la furia de su carácter y la aversión que me tiene; en fin, le pediré a Dios consejo, y en la soledad de mi recámara leeré lo que me escribe Juan. Usted lo sabrá todo, don Remigio, al fin soy más bien hija de usted que del conde.

Don Remigio se retiró triste. Toda esta historia fatal de su hijo y de la condesa lo tenían sin vida. Estaba seguro de que si el conde llegaba a saber lo que había pasado, habría una catástrofe y estaba resuelto a matar al conde antes de dejar perecer a Mariana.

En una hacienda de bellísimos campos, de ganados lozanos y valiosos, con un palacio por casa, las caballerizas llenas de magníficos caballos, coches, plata labrada; en una palabra, el lujo y la opulencia más completas, sólo eran felices los peones humildes, que no sabían el drama terrible que se desarrollaba entre aquellas tres personas que reconocían como sus amos.

Mariana guardó la carta en el seno, entró a su recámara y se encomendó a aquella Virgen Milagrosa de las Angustias que le dio vida en la pobre casa del Chapitel de Santa Catarina. Después, tranquila, cerró su puerta, se sentó delante de su bufete y abrió la carta de Juan.

Share on Twitter Share on Facebook