XLIX. Episodio

Mientras Evaristo, su socio y sus indios enmascarados descansan de su laboriosa jornada, comen, ríen y se reparten los despojos tan valientemente adquiridos, la diligencia de don Anselmo Zurutuza, conducida por Mateo, camina al término de su jornada.

Los comerciantes de Guanajuato y las señoras principales de Puebla y sus criadas, poco nos importan, pero algo los tres distinguidos personajes que hemos mencionado, conocidos más o menos, si no de vista, sí por su fama en toda la república.

Escandón, banquero, propietario, agricultor, fabricante, empresario en su principio de la línea de diligencias, minero, financiero, ¿qué no era Escandón en esa vía de actividad y de ingenio, para ganar dinero y abarcar las más atrevidas empresas?

Couto, abogado distinguidísimo, orador de primer orden, político, un poco poeta, pero sobre todo, hombre amable, de un trato tan fino que el de una dama podía parecer áspero si se le comparaba.

Pesado, poeta, escritor correcto, teólogo consumado, hombre de economía severa y de un estricto método y orden en su casa, en sus negocios y hasta en sus acciones y modo de hablar.

Como estos personajes notables no volverán a figurar en las siguientes escenas y cuadros de costumbres, o figurarán muy poco, no llevarán a mal nuestros lectores que los acompañemos hasta Puebla, y con ello conocerán más el carácter de cada uno, del cual habían dado muestras desde que fueron asaltados por Evaristo.

El uno, hombre de negocios. El otro, tímido y orador hasta con los ladrones. El último, metódico y económico.

—¡Nos vas a desbarrancar y a hacer pedazos, Mateo, no tengas cuidado por la multa!… ¡Ah bárbaro, por poco volcamos!… ¡Mateo! ¡Mateo! ¿No oyes?

Don Manuel Escandón, sacando con trabajo la cabeza a riesgo de rompérsela contra la portezuela y evitando con una mano el recibir un golpe a causa de los saltos y vaivenes del coche, era el que gritaba a Mateo; pero Mateo no lo oía, o no lo quería oír, y continuaba su carrera vertiginosa por entre peñascos, piedras sueltas y agujeros profundos. Una goleta en medio del océano agitado, era nada en comparación de aquel coche. Todo era bueno para hacer correr el tiro: latigazos, gritos, piedras que lanzaba el sota para que alcanzaran a las ancas de los dos guías que iban delante.

Los pasajeros veían con terror pasar como fantasmas fugitivos los árboles del bosque, y cuando creían entrar en alguna calma, un nuevo salto golpeaba sus cabezas contra el techo o los estrujaba y revolvía unos con otros.

Las señoras principales de Puebla se encomendaban a todos los santos del cielo, y a cada brinco del carruaje, exclamaban: «¡Jesús nos valga!», y gritaban del dolor que les causaban los tropezones de cabezas, brazos y piernas.

Los dos viajeros taciturnos del interior, de cuando en cuando soltaban tamaña desvergüenza y maldecían la hora en que se les había ocurrido prolongar su viaje a Veracruz. En el invierno siguiente harían las compras en México, pues el camino del interior en tiempos de secas era mucho mejor que el de Veracruz, con todo y los miles de pesos que percibía cada año la Junta de Peajes. ¡Ladrones, que todo se lo aplican al pago de sus réditos y se contentan con mantener cuatro peones en la Olla y otros tantos en la bajada de Perote, para cubrir las apariencias!

—¡Mateo, Mateo! ¡Nos vas a matar! —gritaban ya hasta las señoras de Puebla.

Y Mateo seguía su carrera loca por aquellas subidas y bajadas de la montaña; pero eso sí, conduciendo su coche con la misma habilidad que un piloto lleva la nave por entre los escollos y rompientes de una costa desconocida.

En un momento de tranquilidad relativa, don Bernardo dijo con voz agradable y lógica:

—Me temía que esos indios, que están todavía en un estado salvaje, descargaran un palo sobre mi cabeza; pero no preveía que había otro más salvaje que ellos, que es ese cochero a quien ustedes llaman Mateo.

—Sólo a don Manuel —dijo Pesado— le ocurre venir el día en que Mateo hace el viaje. Es conocido por su brutalidad y atrevimiento. Las desgracias que ya se han sucedido deben atribuírselas a los cocheros, y no a los de la Junta de Peajes, que harto hacen en ceder algo de sus réditos para mantener medio regular el camino.

—¡Qué quiere usted, don Joaquín! —le contestó Escandón—. Mateo es medio yanqui; y en cuanto a manejar, ni los mejores cocheros que traje de los Estados Unidos cuando fundé la casa de diligencias, manejan mejor que él. No tenga usted cuidado; pero en cuanto a los de la Junta de Peajes, son los responsables, porque se han comprometido con el gobierno a componer el camino y conservarlo en buen estado, y por eso se les dio el fondo de avería que se cobra en la aduana de Veracruz y produce buenos pesos. Ya verá usted el día que se haga un camino de fierro.

Pesado soltó una carcajada.

—¡Qué disparate, don Manuel! ¡Ni todos los ingenieros del mundo son capaces de hacer un camino de fierro, ni todos los tesoros que encierra Londres bastarían para sufragar el gasto! Se necesitaría cortar montañas enteras y no sé cómo, conociendo usted más que yo esta altísima sierra, puede imaginar que se pueda hacer, ni aun pintando, un camino de fierro.

—¡Jesús nos ampare! —gritaron en coro las dos señoras ancianas y sus criadas, y esta exclamación fue acompañada con una andanada de los comerciantes de Guanajuato, que no habrían la boca sino para lanzar una maldición contra el gobierno, contra la Junta de Peajes, contra Mateo y contra ellos mismos, por haber sido tan animales de emprender el viaje hasta Veracruz.

La diligencia estuvo a punto de volcarse, tanto que el sota se desprendió del pescante y brincó al suelo con tal destreza, que no se hizo daño y volvió a subir al mismo tiempo que Mateo, obligando a hacer una rápida evolución a las mulas, restableció el equilibrio y los viajeros, que se creían en el suelo, respiraron y no pudieron menos que elogiar la habilidad del cochero.

La discusión sobre caminos de fierro, peajes y cocheros, siguió entre Pesado, Escandón y Couto, sin dejar de gritar de vez en cuando a Mateo; pero éste les contestaba unas palabras en inglés, que ni Escandón entendía; la salida de cada posta era cada vez más estrepitosa, y las mulas frescas y lozanas partían como locas, saltando y emprendiendo una estampida, como si se hubiesen desbocado. Mateo, entusiasmado, en vez de contenerlas las arreaba, y así entre peligros, sustos y esperanzas de salvación, llegaron los viajeros a San Martín.

Allí, entre tanto las señoras de Puebla se procuraban en la casa de postas alguna infusión de yerbas para calmar el susto, y disponían el tiro de remuda, Escandón habló largamente en inglés con Mateo, y dio cuenta a don Bernardo y a Pesado de que ya lo había hecho entrar al orden y nada había que temer.

Palabras perdidas. Se pegaron las mulas, subió Mateo al pescante, y poco era lo que había pasado.

Más veloz que en un camino de fierro, volaba la diligencia por el ancho y hermoso valle de San Martín, dejando atrás como en una visión, los pueblos, las haciendas y los ranchos que están como salpicados a poca distancia del camino.

Cinco minutos después de la hora reglamentaria, entraba con estrépito el coche en el patio de la casa de diligencias de Puebla donde, como de costumbre, había más de cincuenta personas que esperaban para saber noticias de México y recoger sus cartas y encargos.

Ordeñana, que era el administrador, se presentó a recibir la valija.

—¿Ninguna novedad? —le preguntó a Mateo.

—Ninguna —le contestó el cochero— el camino un poco pesado y una mula que se encuartó, me han hecho perder cinco minutos.

Tiró las riendas a los mozos, bajó del pescante y se marchó a su casa sin decir ni una palabra más.

Don Bernardo, antes de llegar, repitió su recomendación a las señoras y criadas de que ni a su confesor dijeran lo que había ocurrido; así es que la concurrencia se disolvió satisfecha de que la diligencia, como de costumbre hacía meses, había llegado sin novedad.

De Puebla a Veracruz había un paraje sombrío y de malísima fama, el Pinal de San Agustín; pero también hacía tiempo que nada se oía decir.

Las señoras y criadas se marcharon a sus casas, y los pasajeros subieron a sus cuartos a quitarse el polvo y asearse un poco. No tardó en oírse el repique de la campana que anunciaba la hora de la comida. Reuniéronse en el espacioso salón del comedor no sólo los viajeros, sino muchos abonados a la buena cocina que disponía Ordeñana, y la conversación fue, naturalmente, relativa al camino.

—¿Conque ninguna novedad, don Manuel? —preguntó el dependiente de la casa de Múgica que comía allí.

—Ninguna —contestó don Manuel— el camino pésimo, intransitable, se llega a Puebla y a Veracruz por milagro, y no cesará esto hasta que tengamos un camino de fierro.

La mayor parte de los que estaban en la mesa se rieron, como lo había hecho Pesado.

—Pero muy seguro, eso sí, segurísimo —continuó Escandón sin hacerles caso—. Hemos encontrado recuas, gente de a pie y de a caballo, viajeros seguramente del interior, montados en buenos caballos… pero ni asomos de ladrones, y algo es que, mientras tengamos el camino de fierro, se pueda viajar con seguridad.

Don Bernardo se agachaba más de lo regular sobre su plato y comía con poco apetito un cuarto de pollo asado.

Don Joaquín Pesado sonreía, y queriendo desviar la conversación sobre ladrones, temiendo se les fuese a salir una palabra indiscreta, volvió al tema del camino de fierro.

—Monomanía de Escandón. Está soñando siempre con un camino de fierro, y la verdad es que llevamos años que se ha gastado mucho dinero y que no hay ni media legua hecha de Veracruz a la Tejería.

—No es delirio, sino un pensamiento patriótico —replicó el dependiente de Múgica—. Y entre don Juan y Escandón solos podrían hacer el camino y ganarían dinero.

—Se conoce que no tiene usted ni idea de lo que son caminos de fierro; ni veinte Escandón, ni veinte Múgica juntos, eran bastantes para hacer un camino de fierro de México a Veracruz. Sabe usted en cuánto calculaba Arriaga el…

—Ya tengo noticia —interrumpió el dependiente— poco más de un millón, y Escandón y Múgica lo pueden dar y les queda algo para comer.

—Ésa es la ignorancia de las cosas —dijo Pesado— y perdóneme que se lo diga. ¡Cuarenta millones de pesos! Sí, cuarenta millones, y me parece que se quedó corto, pues cortar estas montañas o hacer un gran túnel, es obra, como quien dice, de romanos.

El dependiente se exaltó hasta un grado increíble, y dijo que si Escandón y Múgica se decidían a emprender la obra del camino de fierro, él se comprometía a contratarla en un millón de pesos, seguro de que le quedarían de ganancia unos ochenta o cien mil, y daría como fianza de que cumpliría, unas casas de adobe que tenía al pie del Cerro de Loreto.

Pesado no le hizo caso y se echó a reír, y don Bernardo no pudo menos que exclamar en voz baja:

—¡Qué errores tan garrafales tienen las gentes!

Siguieron todavía disputando sobre calzadas, caminos de fierro y de rueda, ladrones, fondas, paraderos, y quién sabe cuántas cosas más hasta muy entrada la noche. Al fin cada uno fue abandonando la mesa y dejaron solos a nuestros amigos, personas tan distinguidas, que no hay quien deje de conocerlas en la capital.

—Pero don Bernardo —le dijo Escandón— ¿cómo fue a ocurrirle a usted señalar al capitán de los ladrones los doscientos pesos, cuando ya había registrado su baúl?

—Vea usted, señor don Manuel, quizá eso nos ha salvado la vida. Si para mayor desgracia le ocurre registrar de nuevo el baúl y encuentra el dinero, figúrese usted qué hubiera hecho de nosotros.

—Pues nada, don Bernardo, ni él le había preguntado a usted si traía dinero, ni sabía bien si era el baúl de usted o de los otros pasajeros.

—Desengáñese usted, señor don Manuel, siempre es bueno decir la verdad en todos casos, aun a los ladrones. ¡Qué vergüenza para la pobre señora de verse azotada y casi desnuda delante de nosotros!… Y al fin perdió su dinero y cuanto traía, pues pedazos le hizo su baúl ese malvado. Si le hubiese dicho la verdad desde el principio, no se hubiese visto en tan feo trance.

—No soy de la opinión de usted, don Bernardo —le dijo Pesado—. Todo es lícito en propia defensa, y la ley misma no castiga al que mata por defender su vida. Cuando hay mala fe conocida, no hay daño en mentirle al que ofende o engaña, como en el caso de usted; es doctrina de San Tomás y de todos los teólogos. Cuando camino no llevo reloj o, si acaso, compro uno de plata muy viejo, y que no ande, para que si me lo roban queden chasqueados, y me echo en la bolsa ocho o diez pesos falsos y dos buenos para pagar el almuerzo o la comida. En este caso tuve que dar los ocho pesos, y el capitán nos tiró, en verdad, como de limosna, veintiún pesos buenos para nuestra comida. Ya lo ve usted, en vez de ser robados, hemos ganado, y, engañado al ladrón, hice un beneficio a los pasajeros, que no habrían tenido ni para pagar la fonda. La liquidación es muy clara y sencilla, y mi conciencia queda tan limpia como si me acabara de confesar.

Comida de los nueve pasajeros que veníamos en el coche, a 2 pesos cada uno $18.00 Reintegro que me hago de dos pesos buenos que traía entre los falsos que di a los ladrones $2.00 Al mozo o pasajero que venía en el pescante $1.00 Total $21.00

Pesado había sacado un lápiz y una cartera, y hablando había apuntado la liquidación anterior, que mostró a sus amigos.

—Abismado estoy, señor don Joaquín —exclamó don Bernardo Couto agarrándose la cabeza con las dos manos— del valor y sangre fría de usted para haber hecho semejante cosa, y cómo no le temblaron las manos al dar a ese hombre feroz que se titulaba capitán, las monedas falsas.

—Serpientes y escorpiones daría para que en el acto quedasen muertos esos ladrones, que son la plaga y la rémora del país. Desengáñese usted; el ladrón, por valiente que sea, al tiempo de robar siempre tiene miedo. El valor viene unido, dice Santo Tomás, con la justicia de la causa, y esto le explica a usted el valor de los mártires que desafiaban la cólera de los emperadores romanos; pero volviendo a los ladrones, repito que tienen miedo, y por miedo matan al que trata de conocerlos; además, siempre están de prisa temiendo ser sorprendidos, y no van a entretenerse en registrar si las monedas son buenas o falsas. A mí me ha surtido perfectamente este método, y las más veces me han dado para el almuerzo, aunque no tanto como ahora. Este capitán, aunque brusco y ordinario como toda esa mala gente fue generoso. Podía muy bien habernos dado un balazo en vez de los pesos.

—Don Joaquín dice muy bien; todo en este mundo se reduce a negocio, y hasta la salvación eterna es un negocio.

—Y como que sí, y el más importante —interrumpió Pesado— y es necesario atesorar buenas obras en este mundo para encontrar la verdadera riqueza en el otro. San Jerónimo tiene un capítulo admirable sobre esta materia.

Escandón se había levantado de su silla y dirigido al despacho o a su cuarto. A poco volvió con un pliego de papel blanco, un tintero y una pluma.

—Voy a hacer lo que don Joaquín: a liquidar mi negocio, pero es más largo, y de una vez haré el apunte para que Wise, el tenedor de libros, de la casa, lo asiente en el Diario. Es de mucha reserva y él sólo sabrá que nos han robado. Por lo demás, ni a mis hermanos diré lo que nos ha pasado. Hasta ahora parece que todos hemos representado bien nuestro papel.

Púsose a escribir y a hablar entre dientes mientras los dos amigos estaban conformes en dar gracias a Dios de que, aparte el susto, la humillación de ponerse boca abajo y lo que Couto había perdido, habían escapado con vida y no había en el lance más que los azotes a la señora principal de Puebla, pero ninguna sangre derramada.

Escandón acabó su apunte, lo leyó para sí entre dientes, hizo algunas correcciones, y al fin lo presentó a don Joaquín Pesado para que lo leyera en voz más alta, pero no tanto que alguien que pasase pudiera escucharlo.

El memorándum o apunte para el tenedor de libros, decía así:

DEBE
HABER
18.. 12 Diciembre
18.. 12 Diciembre
Manuel Escandón a Bandidos de Río Frío:
Bandidos de Río Frío a ganancias y pérdidas:
Valor de una «valisa» inglesa comprada a W. Laird Bow Street 10 libras esterlinas $50.00 Valor del reloj de oro que escondí debajo de los asientos de la diligencia $1,000.00 Ropa de uso y dos pares de botines Lord Palmerston. Libras 80 $400.00 Leontina y sello $100.00 Valor de un reloj repetición de minutos, Dent, número 19250, libras 200 $1,000.00 Por una onza de oro que tenía en la bolsa y me la eché en un botín Lord Palmerston $16.00 Leontina y sello, 20 $100.00 Comida que pagó Joaquín Pesado de Orizaba $2.00 Por una onza de oro $16.00 Saldo a favor de Manuel Escandón $448.00 Total $1,566.00 Total $1,566.00 Memorandum para Wise
Puebla, 12 Diciembre, 18..

—Por más que usted se empeñe —dijo don Bernardo a Escandón— no me hará usted creer que, habiendo perdido enteramente su baúl, haya podido ganar 448 pesos.

—Pues los números no mienten, a no ser que me haya yo equivocado en la suma. Revísela usted, don Joaquín.

Pesado sumó dos veces el extracto de la cuenta, que le pasó Escandón, y se lo devolvió diciéndole:

—Exacto, no tiene duda.

—¿Lo ve usted, don Bernardo? Yo no entiendo mucho de partida doble, y ya Wise arreglará el asiento como deba ser, pero lo que digo a usted es infalible. En la partida doble no cabe equivocación.

—No digo lo contrario —respondió don Bernardo— pero ni en partida doble, ni en simple, ni en ningún sistema de cuentas, se me hará creer que el que ha sido robado haya podido ganar dinero, salvo en el caso de don Joaquín, que he comprendido perfectamente.

—Todo consiste en el modo de plantear el negocio. Suponga usted que el baúl, reloj, dinero y hasta la camisa, eran propiedad de los ladrones. Una vez que uno cae en poder de ellos y está rendido, ya nada es de uno, ni la vida ¿no es verdad?

—Desgraciadamente es una verdad, señor don Manuel —contestó Couto exhalando un profundo suspiro.

—Luego, todo lo que se puede ocultar o salvar de cualquiera manera de las garras de los ladrones, es una ganancia, y esto en partida doble es un rubro, un asiento forzoso y muy usado: Ganancias y Pérdidas. Gané lo que no me robaron, perdí el valor de mi baúl inglés, que constituye un saldo contra los Bandidos de Río Frío, que nunca me pagarán; pero que viene a formar parte del activo de la casa; y cuando se hagan inventarios figurará entre las deudas incobrables.

Don Bernardo, pasado ya el susto y resignado y conforme en haber perdido sus doscientos pesos y algunas piezas de su ropa, rio de buena gana de la ocurrencia de Escandón y de sus explicaciones sobre la partida doble, confesando que sería muy clara y muy buena, pero que todos los profesores del mundo no podrían convencerlo, de que un robo en un camino real pudiese ser un negocio (a no ser para los ladrones), y que el robado pudiese probar que había ganado en vez de perder.

Pesado aprobó la liquidación de Escandón, añadiendo que la exactitud y el orden requerían que todo género de operaciones constaran en los libros de la casa, y que el tenedor de libros, con más calma, clasificaría mejor los asientos, pues Escandón no hacía más que dar apuntes, todavía bajo las impresiones del suceso.

Departieron todavía largo rato, y estas bromas, que tenían mucho de verdad, atendido el carácter muy marcado de los tres amigos, acabaron de disipar la impresión desagradable que les causó el encuentro con Evaristo; se fueron a acostar y durmieron con tanta tranquilidad como si nada les hubiese pasado.

Evaristo de pronto no asaltaba sino cada ocho o diez días la diligencia que bajaba a Veracruz. La que subía a México, la dejaba pasar tranquilamente, y cuando la encontraba en el camino, él y sus indios saludaban con mucha cortesía a los pasajeros. Ya tendremos tiempo de asistir a otras diversas escenas en el mentado monte de Río Frío.

En cuanto a nuestros viajeros Escandón y Pesado, cuando concluyeron sus negocios regresaron sin novedad a la capital, pero don Bernardo no se puso en camino sino dos meses después, acompañándose con un regimiento que volvía de Veracruz, a donde había conducido una conducta de cuatro millones de pesos.

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