LI. El viaje

A pesar de la oposición del testarudo abogado Rodríguez de San Gabriel, el no menos testarudo don Pedro Martín de Olañeta arregló los asuntos del marqués de modo que pudiese ponerse en camino no sólo con el avío completo, sino aumentado con dos tiros de mulas y provisto, además, de dos cajitas de estilo flamenco de carey y de marfil, llenas de valiosas alhajas, y bastante oro en los bolsillos.

Las cosas en la hacienda del Sauz estaban a poco más o menos como las hemos dejado en el capítulo anterior; Mariana, que ignoraba que se hubiesen cruzado cartas entre su padre y el marqués, comenzaba a tener una vaga esperanza de que desistiría de casarla, o que el marqués no se prestase a un enlace que no había sido precedido por el trato frecuente y el cariño. Como se ve, ignoraba también que el marqués se hubiese decidido a echarse el lazo del matrimonio con el fin de reponer su fortuna, ya muy menoscabada.

El marqués hizo el camino con mucha lentitud. Las jornadas eran cortas, y en las poblaciones de cierta importancia se detenía uno o dos días y esperaba que lo visitase el alcalde y los vecinos principales, a los que daba a entender que iba a ser dueño de las muchas y valiosas posesiones del conde del Sauz. Si alguno se aventuraba a hacer indagaciones, declaraba que se iba a casar con la hija del conde, cuya belleza y fama era conocida en las poblaciones del interior, por donde había transitado muchas veces.

Cuando el marqués estuvo a una corta jornada de la hacienda del Sauz, hizo alto, llamó al mayordomo del avío y le previno fuese a saludar muy respetuosamente de su parte al conde, y a decirle que estaba muy cerca esperando sus órdenes. Manera indirecta de invitarlo a que saliera a su encuentro.

El mayordomo partió a galope tendido, llegó en menos de media hora al Sauz, se hincó, besó la mano del conde y desempeñó su comisión.

—Vuelve y di a tu amo el señor marqués, que no se mueva, que salgo en este instante a recibirlo.

La casa de la hacienda del Sauz era más bien un castillo fortificado. Constituía la fachada una ancha y alta portalería, terminada en cada extremo por dos altos torreones con troneras, que correspondían a otros dos que guardaban la espalda del edificio. Las azoteas estaban rodeadas de almenas, detrás de las cuales se podía guardar perfectamente un soldado; de manera que cerrada la maciza puerta de encino, reforzada con clavos de fierro, era necesario un sitio en forma para tomar el edificio. Dentro de él había pozos de agua fresca y potable y víveres para tres o cuatro meses, armas, municiones y cuanto más era necesario para una defensa.

El interior era un espacioso cuadrado de portalería igual a la de la fachada. Una cerca o barandal de piedra volcánica, cerrando hasta más de una vara de altura la portalería, quitaba la luz a las piezas y la elegancia de las columnas, pero al desfigurar así una arquitectura correcta, hubo seguramente la intención de establecer una muralla o una segunda línea de defensa. Formadas estas fincas de campo en tierras de naciones que no se habían sometido como los mexicanos al dominio de España, los edificios se construían a la manera de las fortalezas, sacrificando a la seguridad, la comodidad interior y las proporciones arquitectónicas. En el patio, que era extenso, podían entrar tres o cuatro coches con sus respectivos tiros de ocho mulas, dar vuelta como en un circo y salir por la puerta del campo. El frente lo componían dos salones que rara vez se abrían, con seis ventanas a la portalería. El ala izquierda estaba destinada a la habitación de don Remigio y las oficinas de la finca. Seguía al gran comedor sombrío y que hemos visitado, un comedor más pequeño, que llamaban el chocolatero, decorado al estilo moderno, muy aseado y alegre, con sus ventanas al jardín; en los fierros de sus rejas solían trepar las madreselvas y las campánulas azules. Dos cocinas, una grande con su campana al estilo flamenco, servía por un torno el gran comedor, y otra pequeña, el chocolatero. Con una gruesa pared terminaba esta parte de la casa. Una puerta, como de capilla, daba entrada a una serie de dobles piezas, que unas recibían la luz por los corredores y otras por las ventanas que miraban al jardín, que se extendía por los costados y espalda de la casa, encontrándose en el más completo desorden árboles frutales, pinos, cedros, fresnos, flores y plantas de tierra fría y algunos naranjos, que era necesario envolver en petates en el invierno para que no perecieran con las heladas; pero este mismo aspecto alegraba las habitaciones, y todo el año había árboles y yerbas verdes y flores silvestres y buen aire sano que respirar.

Este departamento, destinado para los huéspedes, se componía de un salón y de diversas recámaras independientes unas de otras, y provistas de cuanto era necesario para la comodidad y aseo de los que las habitaban. Como solían venir cuando menos se pensaba, ya comerciantes de Zacatecas, ya mineros de Durango, o propietarios, vecinos y amigos del conde, siempre estaban aseadas y dispuestas; pero en esta vez se pusieron en el salón algunos muebles más, y en las recámaras servicios de plata maciza.

Toda la espalda de la casa la ocupaba el conde. Un espacioso salón, muy severo, con pantallas venecianas, con su grande araña de plata de veinticuatro luces, con una mesa de tres varas con plancha de alabastro de una pieza, con sillones de cuero de Córdoba y una alfombra de paño verde oscuro. Otro salón de igual tamaño, destinado al archivo y biblioteca, con armarios pintados al óleo de blanco y oro, llenos de libros forrados con badana encarnada o legajos con sus tarjetas de pergamino. Eran los títulos de los dominios de la casa, los procesos que había seguido sobre tierras y minas y los registros y copias de los escudos de nobleza. Algunos misales y libros muy curiosos con portadas, viñetas y miniaturas pintadas a mano en pergamino, habrían sido envidiados por un bibliófilo; después, multitud de papeles, libros y folletos modernos en desorden. Aunque el conde no se mezclaba en política, era muy afecto a leer cuanto se publicaba, especialmente si era contra el partido yorkino o liberal, pues él, de sangre y de opinión, era borbonista, y no perdía la esperanza de que un día u otro vendría una restauración. Su recámara era absolutamente igual a la del palacio de la Calle de Don Juan Manuel, en México, sin más diferencia, que en las paredes no había más que cuadros de algún famoso maestro italiano, con las batallas de Alejandro, el retrato de su padre con su uniforme de capitán de alabarderos, y el de su madre, una hermosísima mujer, cubierta de encajes, bordados y pedrería. Después seguía un pequeño comedor, un cuarto de baño de azulejos, cavado en el suelo, con cañerías subterráneas que daban a la gran cocina; cuatro o cinco piezas con armazones de madera, donde el conde tenía guardadas más de cincuenta casacas de infantería española, mucha ropa blanca y ornamentos muy ricos, bordados de oro y plata, y que servían en la iglesia de la hacienda los días solemnes.

Cuando el conde estaba en México, esa parte de la casa se cerraba y no volvía a abrirse hasta que regresaba. Si habitaba en la hacienda, nadie entraba sin ser llamado, con excepción de don Remigio, que tenía, como quien dice, la llave dorada y podía penetrar hasta su recámara misma sin previo permiso.

La parte de esta gran construcción, verdaderamente monumental, que se destinó a la difunta condesa y que heredó Mariana, era la más alegre. Casi todas las ventanas daban al jardín, y esa parte era la mejor cultivada. Por allí había bosquecillos de manzanos y naranjos enanos, que las mismas paredes abrigaban de los vientos del norte; las aguas cristalinas de un pozo profundo proporcionaban alimento, por medio de una noria, a unas fuentecillas rodeadas de flores, donde venían a beber agua en las montañas bandadas de tordos y de gorriones. Un salón, una amplia recámara, una asistencia que servía también de comedor, cuarto de costura, baño y gabinete, componían este departamento, adornado por la solicitud y cuidado de Agustina y de don Remigio, de cuantos muebles antiguos y modernos eran necesarios. Agustina aprovechaba sus pocos paseos y salidas para comprar lo que encontraba de útil y de curioso en México, y no tardaba en remitirlo con los arrieros y carros que regresaban a la hacienda. Bajo el punto de vista del aseo, de la comodidad y del lujo, nada tenía que desear Mariana; pero ¿qué es todo esto, sin la alegría del corazón y sin la paz del alma?

—¡Si estuviese aquí mi hijo! ¡Si Juan viviese aquí! ¡Si Agustina gobernase la casa! ¡Si mi padre me amase! —decía tristemente cada día que se levantaba y veía con la luz del alba venir parleras y bulliciosas a las bandadas de tordos y gorriones, que bebían en las claras fuentes y se llevaban en sus picos las briznas de yerba y los pétalos de las flores que el viento de la noche había regado en el suelo.

Nada; monotonía, tristeza letal, esperanzas desvanecidas a cada instante, tiranía insoportable, desesperación y pensamientos a cual más siniestros… Así pasaba la juventud de una de las muchachas más ricas y más hermosas de la nobleza mexicana.

Ya que tenemos una idea general de la suntuosa casa donde van a celebrarse tan rumbosas fiestas, volvamos a ocuparnos del conde, que acababa de despachar de vuelta al mayordomo del marqués de Valle Alegre.

—¿Todo está listo, Remigio? —preguntó el conde a su administrador.

—Todo lo que el señor conde ha mandado esta hecho.

—¿El Monarca ensillado? ¿La escolta de honor dispuesta?

—Montaban en el corral grande.

—Bien; que traigan al Monarca.

Don Remigio hizo una seña, y un mozo de a pie fue a la caballeriza a traer un caballo de siete cuartas, con la piel de oro.

Era el mejor de la hermosísima raza de caballos dorados que se ha criado en México, y que no se ven en ninguna otra parte, y la hacienda del Sauz era, entre otras causas, muy famosa por la cría de esa raza especial.

Jamás vendía don Remigio uno de esos animales en menos de dos mil pesos, y los venían a solicitar desde Nueva York.

El conde, vestido con su uniforme caprichoso de capitán, su bota fuerte y su larga espada toledana, montó en el Monarca, enjaezando más bien a la turca que a la mexicana, y salió de la hacienda, seguido de don Remigio, de veinticuatro rancheros vestidos de gamuza clara con botonaduras y agujetas de plata, su espada debajo de la pierna, tercerolas en las espaldas y reatas en los tientos, montados en caballos retintos de un mismo tamaño, y tan fogosos, que era necesario tenerles la rienda para que no diesen la estampida.

Detrás de la escolta venía el coche de la hacienda con cuatro grandes mulas prietas y dos mozos con dos caballos de sobrepaso, ensillados, por si el conde y el marqués, por capricho o por mayor comodidad, quisiesen cambiar al entrar en la hacienda.

Así, al trote corto y majestuosamente, tomó el conde el camino que conducía al lugar donde lo esperaba el marqués, que era una estancia de ganado mayor de la misma hacienda, que se llamaba San Cayetano. No había allí más que unos cuantos jacales de los vaqueros y un charco de agua pantanosa, a cuyo derredor crecían unos raquíticos sauces llorones.

Tan luego como regresó el mayordomo con la contestación del conde, dispuso su campo el marqués de Valle Alegre para recibir a su futuro padre político, como de potencia a potencia.

Al frente, y también con su uniforme de capitán, estaba montado en su soberbio caballo negro como el azabache, que se nombraba El Emperador. Era también una raza especial, que se llamaba de los azabaches, y que criaban, hacía muchos años los marqueses de Valle Alegre en sus haciendas, situadas en el fértil valle de San Juan del Río.

Dos días de discusión acalorada tuvo que sostener don Pedro Martín de Olañeta con el licenciado don Juan Rodríguez de San Gabriel para salvar al Emperador del embargo.

Al lado del marqués se colocó el mayordomo de avío que habla servido de correo, y detrás veinticinco cuerudos, armados hasta los dientes, con los rostros tostados, el pelo y barbas cubiertas de polvo y que, si de guerra se hubiese tratado, en momentos habrían dado cuenta de los veinticinco criados vestidos de limpio del conde del Sauz.

Este aparato militar no era porque hubiese partidas de ladrones, ni de revolucionarios, ni excursiones de salvajes. El interior estaba tranquilo y seguro, y sólo en las montañas que rodeaban el Valle de México aparecían y desaparecían bandidos, tampoco de una importancia notable, y tan precavidos, que el susto de don Bernardo Couto quedó tan ignorado, que ni su misma familia lo supo. La razón principal de este aparato era el lujo y la comodidad. Estas costumbres de la clase rica de los tiempos coloniales se conservaron muchos años, después de los tiempos de la república, como una de tantas cosas usuales en que no fijaban su atención sino aquellos a quienes interesaba.

Continuemos ocupándonos del espléndido marqués, que quería echar polvo de oro en los ojos de su pariente.

Detrás de los cuerudos, con cuyo aspecto feroz trataba de intimidar indirectamente el marqués a su pariente, estaba el coche de la casa, una gran máquina esférica color azul de cielo, con las armas del marqués en las portezuelas, sostenidas por dos gruesas varas doradas, dos enormes ruedas traseras y dos pequeñísimas delanteras. Se le había quitado la camisa de lona que lo resguardaba en el camino, y se le había sacudido el polvo para que algo luciese el forro de terciopelo rojo, maltratado y chafado con el uso.

Tiraban de ese pesadísimo carruaje, que parecía sacado de algunas caballerizas reales, ocho mulas prietas, dos de tronco, cuatro de centro y dos de guía, gobernadas por dos cocheros vestidos de rancheros, pero de paño grueso oscuro. En ese coche había hecho el marqués el camino, y aun algunas noches había dormido dentro de él, prefiriéndolo a las malas posadas de los ranchos.

Al coche del marqués seguía el de las criadas, por el mismo estilo, pero de menos lujo, más viejo y con su camisa de brin cubierta de polvo y salpicada de lodo. Uncidas a ese carruaje había ocho mulas bayas, que en brío y carnes no eran inferiores de las prietas.

De remuda había ocho mulas retintas, y lo más selecto, lo más valioso, era el tiro de mulas blancas que don Pedro Martín había añadido al avío, y que compró a uno de sus clientes del interior en la ínfima cantidad de dos mil pesos. Valían bien cuatro mil.

Esos tiros de remuda estaban al cuidado de seis u ocho mozos bien montados y con sus reatas en los tientos.

La retaguardia se formaba de un chinchorro de diez mulas, con sus arrieros respectivos, sus aparejos nuevos, adornados con madroños de lana de colores, y en las atarrias un letrero de paño blanco sobre fondo rojo, que decía: Sirvo a mi amo el marqués, y así daba vuelta, engastando vistosamente las ancas redondas de las mulas.

Era este tren soberbio, espléndido, curioso en muchos otros detalles de lujo y adornos vistosos, que sería largo referir. Este avío era realmente una fortuna, y para salvarlo registró más de un libro en latín el abogado de la antigua e ilustre casa de los marqueses.

En medio de un sol abrasador, pues eran ya pasadas las once del día, permanecía en el orden descrito el tren del marqués, sombreado apenas por los árboles torcidos y viejos de las orillas del pantanoso jagüey.

El negro Emperador que montaba el marqués estaba impaciente, tascaba el freno y pisoteaba fuerte para quitarse a las moscas; pero más impaciente estaba el marqués, que temía, conociendo el carácter excéntrico del conde, que lo hiciese esperar de intento un par de horas al rayo del sol; pero pronto cesó esta impaciencia, pues el relincho de los caballos y una nube de polvo anunciaban que se aproximaba la comitiva de la hacienda.

En efecto, quince minutos después, el conde del Sauz, montado en El Monarca, tendía la mano al marqués de Valle Alegre, montado en El Emperador.

Después de los saludos y preguntas de costumbre sobre el camino, la salud, etc., convinieron en enderezar rumbo a la hacienda, a donde llegaron como si fuesen unos príncipes, cerca de la una de la tarde.

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