Apenas había salido Casilda del umbral de la puerta cuando Evaristo se levantó de la silla. Su primer ímpetu fue detenerla y reconciliarse con ella; pero se detuvo y vio con una especie de terror y de sentimiento alejarse aquella mujer que andaba lentamente, como empujada con esfuerzo por el viento delgado y frío de la noche. Al fin Casilda había sido su primera querida, lo había acompañado en los días de infortunio, lo había amado a su manera, sin palabras dulces ni frases mentirosas que no sabía decir ni le permitían su educación y poca cultura; pero en los hechos, económica, fiel, sirviéndole de todo al pensamiento, había sido en la extensión de la palabra lo que se llamaba una buena compañera.
¡Despedirla así, con groseros ultrajes, con una paliza como se la da un carnicero bruto al perro que le roba un hueso! Esto no era justo, no era bueno. Evaristo, bien a su pesar, tuvo que reconocerlo en los pocos momentos que permaneció como una estatua apoyado en el marco de la puerta; pero brevemente se operó la reacción. La carita alegre y simpática de Tules, con su armador blanco, su pelo negro bien peinado, y sus enaguas muy almidonadas y limpias, se le presentaron delante de la sombra que se alejaba y que se confundió a poco entre la oscuridad de la noche, entre la espesura de los árboles y los murmullos del río que corría tranquilo, sin preocuparse de la dolorosa e inicua escena que había pasado cerca de sus orillas.
La ambición entraba por mucho en el ánimo del tornero. Suponía que, casado con Tules, tendría la protección de Agustina y quizá del conde mismo, que no lo miraba ya tan mal desde que resanó el marco de su escudo de armas y las molduras flamencas de un mueble antiguo, y alguna ocasión se dejó decir que sería necesario enviarlo a las haciendas, donde había multitud de cosas que reparar en las habitaciones.
Con estas ideas, echó, como quien dice, tierra a su conciencia, cerró la puerta, apagó la luz y se acostó en su frío y solitario colchón, diciendo:
—Casilda ya no volverá; mejor al fin logré aburrirla y en un tris estuvo que no la matara o la volviera a llamar.
Volvióse del otro lado, se acomodó en los pliegues de su jorongo y a poco roncaba sin que pesadillas ni remordimientos turbasen el sueño de este réprobo.
Al día siguiente se levantó, se fue a desayunar al Cabrío; a sus vecinos, en la tienda y en la barbería donde se fue a afeitar, dijo que su mujer (pues Casilda pasaba por tal) se había adelantado, y que él iba también a establecerse a México donde tenía muchas obras de tornería que le habían encomendado. Así nadie supo lo del escándalo, que era lo que deseaba.
Presentóse en la casa de don Juan Manuel, y sus deseos se realizaron más allá de lo que él mismo suponía.
El conde del Sauz dio su consentimiento, con la condición de que una vez casado con Tules, fuese a las haciendas a trabajar en las obras que se necesitasen. Las diligencias matrimoniales se hicieron brevemente. Evaristo se casó con Tules, la que quedó como depositada en la misma casa hasta que, habiendo dispuesto su viaje el conde, encajó materialmente al matrimonio en la barcina del coche y quince días después era ya Evaristo el jefe de la carpintería del Sauz.
El primer año la conducta de Evaristo fue irreprochable, arregló el taller, reconoció techos, trojes, muebles, carros e instrumentos de labranza y fue componiendo y reponiendo todo a medida que se necesitaba, de modo que el conde y Robreño, el administrador, estaban contentos de su inteligencia y de su actividad. Cuando no tenía trabajo urgente en la hacienda, daba sus vueltas por los pueblos, y sacaba no pocas utilidades de los remiendos. El matrimonio tuvo, como la mayor parte de sus congéneres, su luna de miel, pero a los dos años, la mansedumbre que formaba el carácter de Tules comenzaba a fastidiarle, y extrañaba la vivacidad de Casilda. Cualquier cosa hubiera dado porque Tules le hubiese un día de reyerta matrimonial enviado a la cabeza la cánula del guisado que almorzaban. ¡Extraña naturaleza humana! Evaristo no estaba ya contento, estaba arrepentido de haberse casado, sin acordarse de las ventajas materiales que había conseguido y del dinero que había ganado y ganaba diariamente; pero toleraba a Tules porque, como ahijada de Agustina, era considerada y aún respetada de los habitantes de la hacienda. Allá en sus ratos de mal humor, y eran frecuentes, Evaristo daba fuertes patadas en el suelo de la carpintería, y decía entre dientes:
—Esta mujer es una papa; tengo ya ganas de que se incomode para responderle algo que le duela, pero como la quieren aquí todos, comenzando por el viejo zoquete del administrador, ni modo, ni pizca.
Evaristo estaba también muy disgustado porque no había tenido sucesión, y Dios permitió, sin duda, que no la tuviera, porque desgraciado hijo y desgraciada madre con este bandido.
Así pasaban las cosas y así andaba el matrimonio. El tiempo, como tiene de costumbre, no cesaba de correr, y pasaron semanas, meses y años en que no se podía contar más sino que el maestro trabajaba en la carpintería y la maestra se ocupaba de las faenas de la habitación que se les había señalado, que estaba siempre muy limpia y propia, y nada más habría que decir si el carácter del maestro no se hubiese agriado cada día más, al grado que no pasaba semana sin que no tuviese, por la menor friolera, una cuestión, ya con los albañiles, ya con los trojeros, ya con los peones. Un día las cosas pasaron a más, y el trojero, que tampoco tenía buen carácter, cansado de aguantar se agarró a los trompones con el tornero, y como los dos eran fuertes y rencorosos la lucha fue como la de dos atletas ingleses; sin necesidad de armas se hubieran matado, a no ser por la intervención del administrador que, requerido por los peones, acudió corriendo y separó a los contendientes a cintarazos. Robreño no era hombre que dejara ultrajar su autoridad, y en esas haciendas lejanas, donde a veces el alcalde del pueblo o el juez es un indio que no sabe ni leer ni escribir, la justicia se administra sumariamente. El conde, que hacía frecuentes viajes, llegó a pocos días; informado de lo ocurrido, determinó que Evaristo fuese despedido dándole con cualquier pretexto una buena paliza y quedándose Tules en la hacienda; pero la buena, la sencilla Tules intervino, calmó la cólera del conde y manifestó la resolución de seguir a su marido.
—¡Ve, ve con Dios! —le dijo el conde—. Si es tu voluntad, allá te las avengas, pero nada bueno te ha de pasar, porque tu marido es hábil, no se puede negar, pero malo como Judas. Ya me lo han contado todo.
Evaristo y Tules, por la favorable intervención de Robreño, abandonaron pacíficamente la hacienda aprovechando la ocasión de unos carros que se mandaban a México con un cargamento de botas de sebo y sacos de lana, con los dineros que juntaron que no eran pocos, pues tuvieron casa y comida y se puede decir vestido, por los regalos que con frecuencia les enviaban Agustina y la condesita.
A su llegada a México se alojaron en el Mesón de San Dimas de la calle de las Moras, y lo primero que hizo fue prohibir a Tules que fuese a ver a su madrina, y la advirtió que el día que la viese siquiera por la Calle de don Juan Manuel, le daría muchos golpes. Desde que fue echado de la hacienda concibió un odio profundo contra todos los de la casa, tuviesen o no la culpa, que no era más que suya. Él, como de costumbre, comenzó a gastar dinero en hacerse calzoneras con botones de plata, fino sombrero y lujosas toquillas, y todo su afán era encontrar a Casilda para juntarse con ella. Recorrió mercados, tiendas, paseos de la Viga y Santa Anita para ver si la casualidad le proporcionaba un encuentro; hizo las más minuciosas indagaciones, la buscó hasta en la cárcel de las mujeres (por si por algún delito hubiese entrado allí), pero todo sin resultado: Casilda había desaparecido o tal vez se había marchado al interior. Estaba resuelto a juntarse con Casilda por bien o por mal, continuaba en sus indagaciones y no perdía la esperanza. En caso de que se realizasen sus deseos ¿qué haría con Tules, su mujer legítima, tan honrada, tan buena, tan sufrida? ¡Quién sabe!… No tenía un plan fijo. ¿Matarla? Eso no, las cosas no llegaban a tanto. ¿Aburrirla como aburrió a Casilda? Era difícil porque tenía miedo a los de la casa de don Juan Manuel. Tules, en un descuido, se refugiaría con Agustina, el conde mandaría a la cárcel al recalcitrante carpintero, y ya era otro el Gobernador del Distrito. Precisamente la picaba de aristócrata y era toda hechura del partido monarquista.
En éstas y en las otras, el dinero se iba volando y Evaristo tenía la experiencia de la miseria. Pensó que era tiempo de trabajar y lo era también de que la pobre Tules saliese del rincón del sucio cuarto del Mesón de San Dimas, donde se pudría de tristeza.
Evaristo se echó como se dice a buscar casa, pero como las del centro eran de renta muy subida y los propietarios le exigían fiador del comercio, tuvo que contentarse con el local de la Estampa de Regina, que para sus planes y trabajos le proporcionaba muchas comodidades. Compró un torno, los mejores instrumentos que pudo encontrar, maderas de todas clases, los muebles y trastes necesarios para la casa, y finalmente se instaló allí en compañía de Tules, surtida abundantemente de ropa interior y exterior que había traído de la hacienda. Si otro hubiese sido el carácter de Evaristo, habrían vivido muy dichosos. Pasaron mucho tiempo en la vecindad como el tipo feliz del matrimonio del artesano hábil y honrado. ¡Qué engaño! Ya se dejará entender que mientras pasaron los sucesos que acabamos de referir, se desarrollaron en la Calle de don Juan Manuel los muy dolorosos e importantes que ya sabe el paciente y curioso lector.
La buena o mala suerte, más bien la mala, guió los pasos de la viejecita trapera por las calles tristes y solitarias de la gran ciudad, hasta que se detuvo como en un puerto de salud en la Estampa de Regina, y allí no tuvo más remedio que entregar al nieto del muy poderoso señor don Gaspar, Melchor y Baltasar, conde del Sauz, al hijo de la hermosa condesita que compró la maravillosa almohadilla al verdugo de Casilda, al marido de Tules, al hábil artesano Evaristo el tornero.