XVIII. El aprendiz

En las clases y educación de las gentes de México (como en las de España) hay todavía más diferencia y matices que la que los químicos han establecido en los colores. Casilda era la hija del pueblo bulliciosa, alegre, de un cierto talento natural, vehemente en sus pasiones, sabiendo apenas leer y sin más nociones ni ideas que las de las cosas y objetos que pasaban por su vida diaria; hábil, sin que nadie la hubiese enseñado, para hacer un buen guiso al uso del país y unos frijoles refritos; coser en blanco y asear y gobernar su cuarto; buena y completa como ella misma lo vociferaba, con el hombre que la mantenía. No se había casado por… flojera… porque era necesario que se leyeran las amonestaciones en la parroquia, pagar los derechos al cura y… al fin era lo mismo: vivían juntos. Evaristo la quería, eran marido y mujer, menos la bendición del cura.

Tules era otra cosa. Era una mártir. Sabía leer y escribir regularmente, dobladillar muy fino, bordar hasta realzado con hilo de oro; la doctrina y las cosas de la religión le eran familiares, y como su memoria era feliz, retenía la erudición que escuchaba en los sermones; Salomón era su íntimo conocido, Rebeca y Esther sus amigas, y San Pedro, Santa María Egipciaca y la Magdalena, sus favoritos. Y nada se diga de la Virgen, en la que confiaba ciegamente. Muchas ocasiones acompañó a Agustina a la modesta casita del Chapitel de Santa Catarina y las dos rezaron salves y novenas hincadas de rodillas delante de la maravillosa imagen de Nuestra Señora de las Angustias. ¿Tules se casó con el tornero? ¡Nada de eso! La casaron y contribuyeron a eso Agustina, la condesita, el conde mismo, que veía con tanta indiferencia y despego a la servidumbre de su casa con excepción de Agustina. Tules se casó, pues, con el tornero, simplemente porque era hombre y la pidió en casamiento y porque su madrina lo quiso así. El tornero, que creyó tener una pasión o que tal vez lo sintió así, se consideró como engañado, como chasqueado al no encontrar más que una papa, desconociendo las excelentes prendas domésticas que formaban el fondo, el carácter de su mujer; y de esto provino que, pasada la luna de miel, fuese resfriándose la pasión absolutamente brutal de Evaristo, hasta convertirse en fastidio y en aversión buscando entonces como compensación sensaciones que le proporcionaba el carácter movible y rasgado de Casilda; pero en fin, una mujer legítima no se abandona como se abandona una querida, y a una mujer que tiene la fuerza y el prestigio de la Iglesia, el apoyo de la autoridad civil y demás personas que vean por ella y la defiendan, no se da fácilmente una paliza. Evaristo tuvo que aguantarse y aguantarla, y se puso a trabajar.

Le bastó dar una vuelta por las tapicerías y por las carpinterías, para proporcionarse trabajo. Perillas, bolas para pies de muebles, columnas pequeñas, centros o pies para las mesas redondas, molduras y mil otras cosas; tiempo le faltaba, y como tenía buenas maderas, nada pedía adelantado y cumplía entregando las obras acabadas el mismo día convenido; lejos de que tuviera que salir a la calle, su casa, apartada del centro como era, no se vaciaba desde las diez de la mañana hasta las seis de la tarde. Evaristo ganaba lo que quería y rehusaba trabajo, pues no podía cumplir, no obstante que algunas noches velaba. Su fama se extendió por toda la ciudad. Los muebles tallados por Evaristo valían el doble.

Más tarde vino a su cabeza una idea fija, y era la de buscar a Casilda, contentarla, hacerle muchas promesas, jurar ante Dios y los santos que no le tocaría, mientras viviera, el hilo de la ropa; y una vez que ella condescendiera, sostenerla, como dicen los artesanos y tener a Tules como criada y nada más. Tules le tenía miedo y era una mujer inerte, mansa; nada le diría aun cuando supiera el enredo, y si le decía ¿qué más da? Una patada, una buena cachetada en la boca lo remediaría todo, no volvería a hablar ni a mortificarlo; así, Evaristo, cuando estaba ya urgido con esta especie de monomanía, abandonaba el torno y salía por las calles y mercados en busca de Casilda. Muchas veces corrió tras de más de una en quien creyó reconocer su andar garboso y los meneos de sus caderas… Se acercaba… nada, ni sombra. Disgustado de tan frecuentes chascos, en vez de regresar a la casa entraba en una pulquería y bebía un trago, se detenía en una carpintería conocida y con los amigos bebía entonces un traguito (aguardiente de Cuernavaca) y así no acababa la pieza el día señalado y hacía volver veinticinco veces a los tapiceros y carpinteros para quienes trabajaba. En uno de sus frecuentes paseos creyó que una mujer que iba lejos y por la acera de enfrente, era Casilda. Materialmente corrió tras ella y la alcanzó. Era Casilda. Cogerla por el brazo y meterla de un empujón en el primer zaguán, todo fue uno. Casilda, cuando se repuso de la sorpresa, se encontró frente a Evaristo, atrinchilada contra la pared y una hoja del zaguán entornada. La casa tenía un segundo portón de madera y la calle era solitaria. No había remedio, había caído en la boca del lobo.

—Te vas conmigo, de aquí te llevo a un cuarto que buscaremos, y ya no te abandonaré nunca; o si tú quieres nos volveremos a San Ángel —le dijo Evaristo queriendo al mismo tiempo besarla por toda la cara.

Casilda, indignada, defendió su cara con el rebozo y rechazó a Evaristo.

—Déjame, déjame en paz o grito. ¡Seré tan tonta para volver a recibir sus hambres y sus palizas! Váyase…

Evaristo se puso furioso y la rechazó contra la pared…

Casilda tuvo repentinamente un rasgo de astucia que le inspiró el instinto de su propia conservación.

Medio se dejó besar de Evaristo y suavizando la voz le dijo:

—Mira, Evaristo, no seas bruto ni canalla; por eso no volví a la casa de San Ángel, pero ahora hablaremos en paz y así nos podremos entender.

Evaristo cambió repentinamente; dejó libres los movimientos a la muchacha, se asomó a la calle para ver si alguien venía y volvió contento, casi riéndose al zaguán.

Platicaron y platicaron y Evaristo hizo promesas por el alma de su madre y de su padre, y le añadió que ya estaba acreditado con el público por su buen trabajo, que ganaba mucho dinero, que vivía con una muchacha muy tonta que era su criada, pero que la echaría a la calle, y que en lo de adelante nada más con ella tendría tratos.

Casilda, por su parte, pareció olvidar lo pasado y perdonarlo, le pidió garantías, le dijo que necesitaba diez pesos para sacar su ropa empeñada, le juró que no había tenido otro querido y lo tranquilizó de tal manera, que Evaristo, lebrón como se creía, tragó el anzuelo.

—Bueno ¿por qué no te vas ahora conmigo? —le dijo echándole el brazo al cuello.

—Porque estoy sirviendo aquí junto en el número 7, tengo el dinero del mandado y adelantado mi mes y mi baúl con mi ropa. Si no vuelvo a la casa, creerán los amos que los he robado, y ¿para qué me he de exponer a que me lleven a la cárcel? Para que veas que no te engaño y… estamos hoy a veinticinco, el día último cumplo mi mes y ahora mismo voy a decir al ama que busque, y entonces nos juntamos… ven para que no digas que te juego una mala partida; todos los días a las nueve espérame en la acera de enfrente, me acompañas al mercado y el día último nos vamos donde quieras; busca cuarto, porque a la tornería no he de ir.

Evaristo se volvió a su casa contento, lleno de esperanzas y decidido ya a aburrir a Tules y a formar un plan que diese por resultado el que su madrina doña Agustina la recogiese y él quedase chino libre, para vivir a pierna suelta con Casilda. Ésta, fiel a su compromiso, no dejó de acudir puntualmente a la cita, y los dos daban un paseo por las calles e iban al mercado, donde Evaristo pagaba todo, hasta la carne, legumbres y fruta que se compraba para la familia donde servía Casilda.

El día treinta, a las nueve en punto, Evaristo se hallaba, como los días anteriores, esperando ansioso la salida de Casilda.

Las diez, las once; Evaristo pateaba, las horas pasaban, daba vueltas por la calle, intentaba penetrar en la casa, estaba como una fiera hambrienta.

Evaristo se resolvió a subir a la casa e informarse personalmente, pero como la familia era de fuera de México y rica, tenía mucho temor a los ladrones que se habían soltado haciendo algunas hazañas, y Evaristo con sus grandes y negras patillas tenía mala traza, le dieron con las puertas en la cara, y otras criadas le contestaron que ni de vista conocían a la tal Casilda a quien él buscaba.

No cabe la menor duda de que las mujeres, ya en un sentido, ya en otro, cambian de tal manera el carácter de los hombres, que unos se acuestan y otros se levantan, como se dice cuando se nota un notable cambio en alguna persona.

Cuando regresó a su casa Evaristo, era ya otro. Callado cuando trabajaba en el torno, no abría la boca sino para decir injurias inmerecidas a Tules. Por la comida, por la ropa, por el borrego, por las gallinas que compraba para engordarlas, por la más leve cosa Evaristo reñía con su mujer, y ella con una paciencia y una resignación ejemplares, desarmaba sus cóleras. El matrimonio estaba ya mal avenido. Tules, buena y sufrida como era, había perdido completamente el poco amor que le tuvo durante los primeros meses que duró la luna de miel, y este sentimiento fue reemplazado por el miedo. Buenas ganas tenía Evaristo de dar cada dos o tres días algunas bofetadas o patadas a su mujer; la amenazaba y alzaba la mano; pero no se atrevía, porque tenía miedo de que un día u otro se supiese esto en la Calle de Don Juan Manuel. No carecía de razón. En efecto, una tarde al oscurecer, el conde, por una de sus rarezas y excentricidades, entró en la casa de vecindad donde vivía Evaristo y, cuando éste menos lo pensaba, ya lo tenía delante.

—¡Canallas e ingratos todos ustedes! —dijo el conde encarándosele, retorciéndose el bigote y dejando ver su larga espada—. Desde que salieron de la hacienda, no han vuelto ni por el respeto que me debían a entrar en la casa que les hizo tantos beneficios. Así son todos los de tu raza, canallas y mal agradecidos.

Tules iba a decir algo para disculparse; pero el conde no lo permitió.

—Ya sé que tú no tienes la culpa; de buena gana te volverías al lado de Agustina y de la condesa, pero el bribón de tu marido te lo impide. Vaya, si no se te ha olvidado tu oficio —continuó dirigiéndose a Evaristo— necesito que me hagas un mascarón feo, deforme, pero que tenga la cara de un guerrero antiguo, de los tiempos de la guerra de Flandes; pero ¿qué entiendes tú de la guerra, ni sabes dónde está Flandes?… Vaya, toma un papel y pinta algo con tu lápiz.

Evaristo, altanero y soberbio con sus iguales, callaba y bajaba la cabeza, subyugado por las miradas del conde, que no le quitaba la vista.

Sin responder, tomó un papel y un manojo de lápices y en un instante trazó el bosquejo de un mascarón.

—Eso es —dijo el conde— eso es lo que yo quería, has adivinado mi idea. Lástima que estos artesanos de México, tan hábiles, sean tan viciosos y tan ordinarios… Bien, ponte a trabajar y antes de dos semanas debo tener el mascarón en mi casa. Cosa de una cuarta de tamaño y el ancho relativo. Toma… y cuidado con engañarme como yo sé que lo haces con todo el mundo.

El conde tiró sobre el banco del tornero media onza de oro, y embozándose en su capa salió del taller sin dirigir a Tules ni una mirada.

Evaristo desquitó con Tules la cólera secreta que removió toda su sangre al escuchar el imperioso e insultante lenguaje del conde; pero de nuevo como instintivamente, después de haber llamado a Tules descuidada y perezosa porque le había (y no era verdad) extraviado un lápiz, como obligado por una fuerza superior, agachó la cabeza, buscó un buen trozo de madera de ébano, tomó un pequeño formón y comenzó a tallar la figura, que antes de dos semanas estaba acabada.

¿Este miedo, este respeto tradicional, antiguo, inexplicable, es la causa de las conquistas y forma la gloria de los conquistadores, mantiene las monarquías y conduce a los hombres a la matanza saludando a César antes de morir? ¡Quién sabe! Es un problema y un misterio que la filosofía moderna y profunda de los alemanes y los escoceses no ha podido descifrar. ¿Hay hombres superiores en el mundo? ¿Nacen unos para mandar y otros para obedecer, como creía Aristóteles? ¿Es una ley providencial para la marcha y la organización de las sociedades? ¡Quién sabe! Pero los hechos son terribles. Mario, con sólo una mirada, hizo temblar al bárbaro que tenía la espada levantada para matarlo. Hernán Cortés se presentaba ante miles de indígenas valientes y aguerridos, y en vez de aniquilarlo, como pudieron haberlo hecho mil veces, caían a sus pies de rodillas. Francia, la nación más ilustrada, más inteligente, más activa, más descontentadiza del mundo, estuvo años dominada por la voluntad de Napoleón. Los hombres más distinguidos, los literatos y poetas más célebres, los abogados de más valía, solían, como Evaristo el tornero, guardar silencio, agachar la cabeza y obedecer, con la rabia y despecho en el alma, las órdenes de Napoleón, obligados por este sentimiento secreto desconocido, y sin embargo, poderoso e ineludible que se trata de disculpar de mil maneras, pero que nunca se explica satisfactoriamente.

La revolución francesa quiso destruirlo, aniquilarlo, proscribirlo para siempre en todas las sociedades humanas. ¡Vano esfuerzo! De la guillotina y de la sangre volvió a renacer más fuerte, más organizado, más temible, revestido de las formas llamadas constitucionales. ¡Sangre perdida! ¡Víctimas inútiles!

Una explicación hay material y visible. La aparición del comunismo y nihilismo, que es menester contener con millones de soldados armados que a su vez cargan y disparan el fusil estimulados por ese tradicional miedo que no los abandona. La Europa presenta hoy en medio del constitucionalismo y de la libertad relativa, el espectáculo imponente de la autoridad y de la misteriosa obediencia antigua, representada en un canciller, oculto muchos días del año en un ignorado bosque de Alemania, y de cuyos labios está pendiente el mundo entero.

Las jóvenes y turbulentas repúblicas hispanoamericanas, progresistas y ambiciosas del bien y de las grandezas, adoptando en el acto cuanto tienen de grande y de vital las ciencias, la ingeniería, la literatura y la inteligencia humana en todo su admirable desarrollo, no se han podido sacudir de esa tradición. Unas están sujetas todavía a la política de la Iglesia, otras tienen en su seno un grupo poderoso de ricos egoístas y de pretendientes de nobleza y aristocracia que esperan con ansia la misa anual mortuoria del príncipe que, casi echado de su tierra, vino a terminar su vida con una trágica aventura.

Hay en este cuadro severo y moralmente oscuro y triste, una luz que lejos de extinguirse brilla más viva y espléndida a medida que pasan los años: La República de los Estados Unidos. Se contentan en sus aspiraciones con ser todos capitanes, coroneles y mayores de un ejército que no existe; pero nadie agacha la cabeza, como nuestro tornero, ante el antiguo y fantástico noble de bigote retorcido y espada toledana de taza y cruz. ¡Lástima que no sean nuestros buenos y sinceros amigos! ¡Lástima que sus cualidades de independencia personal y de constante y atrevido trabajo sean a veces nulificadas con la corteza grosera y egoísta que envuelve al yanqui de las praderas! Del americano educado, instruido y, digámoslo así, pulido por la educación y los viajes, sale un Washington, un Adams, un Cooper, un Irving, un Prescott.

A cada momento tengo que pedir gracias y perdón a mis lectores, porque en efecto, digresiones que tienen la pretensión de ser didácticas y filosóficas, si tienen algún valor, son de seguro inoportunas e interrumpen la acción y dan un chasco a la curiosidad de los que puedan interesarse en la lectura; pero yo no escribo novelas que puedan compararse en interés con otras francesas, inglesas o españolas. Ésas tienen un valor literario que estoy muy lejos de pretender; escribo escenas de la vida real y positiva de mi país, cuadros menos bien o mal trazados de costumbres que van desapareciendo, de retratos de personas que ya murieron, de edificios que han sido derrumbados; son una especie de bosquejos de lo que ha pasado, que se ligan más o menos con lo que pasa al presente. Si así sale una novela, tanto mejor; si agrada, ése es mi deseo y mayor el de mi buen amigo y editor, y si por ello me conocen un poco más, me sería indiferente si no deseara dejar a mis hijos algo de herencia moral, ya que la suerte me hizo nacer en medio del trabajo y de las penas y no en la canastilla de los pesos del águila y de las onzas de oro.

Tiempo es ya de volver a pedir perdón, y dudo que se me conceda, y de ocuparnos de nuestros personajes, que hemos un momento olvidado por Mario, por Napoleón y por Bismarck, como si tan grandes e históricas figuras tuviesen algo que ver con nuestros pobres artesanos y nuestras humildes mujeres del pueblo, pero en alguna parte se había de lucir la erudición.

Evaristo, contento con su mascarón, que consideró una de sus mejores obras, se propuso llevarlo personalmente a la casa de Don Juan Manuel; pero tuvo miedo al lenguaje terrible del conde y prefirió enviar a Tules, la que tuvo un momento de alivio y de alegría, pensando que sólo necesitaba atravesar algunas calles para abrazar a su madrina y besar las blancas manos de la condesita. Vistió su mejor ropa y su rebozo de hilo de bolita, envolvió en un pañuelo el mascarón de ébano y, por el rumbo más corto, se encaminó al viejo palacio del conde del Sauz.

De un brinco se puede decir que Tules subió las escaleras, y sin hablar con los criados que encontró al paso penetró hasta la alcoba de Agustina. Una y otra quedaron espantadas al verse y apenas se podían reconocer. Los años que pasaban antes, no habían producido otro efecto que desarrollar y llenar de sangre y gordura sana las formas de Tules, y de fuerza y solidez los músculos y nervios de la madrina; pero desde que se habían dejado de ver ¡qué cambio!, ¡qué diferencia! Se miraron un rato y se comprendieron. Tules dejó caer en un canapé el mascarón de ébano y quiso decir algo, pero tenía un nudo en la garganta.

—Calla, calla, no me digas una palabra. He sido una vieja loca en casarte con ese hombre. Ya sé sus vicios y su conducta y cómo te trata. Dios me ha castigado, ya me ves… huesos… huesos… no pasa una semana sin que esté enferma.

—¿Y la señorita condesita? —se aventuró a preguntar Tules con una voz que apenas se entendía.

—Peor, todo peor, la desgracia ha entrado en esta casa, ya la verás… Tú no puedes comprender, no puedes saber ni sabrás nunca lo que ha pasado.

Mariana, que sin duda oyó una voz que no le era desconocida, salió de la recámara y entró en la de Agustina.

Tules dejó caer los brazos desconsolada y bajó los ojos sin atreverse a abrazar a su ama y sin poder hablar.

—¿Tan desfigurada estoy, Tules? —dijo la condesita—. Y tú… ¡Dios mío! Si no fuera por tu voz no te habría reconocido.

No habían pasado en verdad tantos años para tan notable mudanza; pero ¡cuántos y qué hondos pesares no destrozaron la primavera de la vida de la ama y de la criada y acercaron el crudo invierno de la camarera que, llena de remordimientos, jamás podía tener en las noches el sueño tranquilo y completo! Se creía criminal y culpable por haber casado a Tules y protegido los amoríos de Juan Robreño y de la condesita, y en realidad no era más que la criada antigua, cariñosa, apegada y solícita como una madre, con los que había conocido desde que nacieron.

Tules calló la dura vida que pasaba y sólo les contó la visita de conde y la ocasión que le había proporcionado el ir a la casa, y les entregó el mascarón que no pudieron menos de elogiar por la fineza de la talla y la extraña forma de la cara.

—Toma —le dijo Agustina, abrazándola estrechamente— adivino, mejor dicho sé lo que te pasa —y le puso en las manos una bolsita de piel llena de dinero— algo te aliviará esto… aunque el dinero, hija mía, no sirve de nada para la felicidad de la vida… Ya ves… aquí nos sobra y…

La condesita entró a su tocador sin poder despedirse de Tules.

Tules bajó poco a poco las escaleras echando en cada escalón una mirada a su madrina, a su ama la condesita, cuya figura blanca se dibujaba en la vidriera, a las altas e inmóviles almenas y a los mascarones de piedra que parece que con sus grandes ojos saltones veían salir y se despedían de la pobre Tules que quizá por última vez pisaba las baldosas del palacio señorial de la Calle de Don Juan Manuel.

El día que siguió a la visita de Tules, fue precisamente cuando se presentó con su huérfano la viejecita trapera al obrador de tornería, lo entregó a Evaristo y lo dejó de pie y mudo de sorpresa y de miedo, arrimado contra la pared cercana al torno.

Evaristo, sin hablar más, continuó su trabajo hasta que acabó la pieza y la colocó en un armario.

—Ya has traído una boca más para mantenerla y obligarme no sólo a que trabaje de día, sino a que vele de noche —dijo bruscamente Evaristo echando una mirada colérica a Tules.

—Poco gasto nos hará, y ya ves que los días que estoy mala no puedo hacer los mandados; él nos ayudará.

—Tiene trazas de un buen flojo.

—Me dio mucha lástima la viejecita, tan flaca, tan débil y tan pobre, y él… yo creo que trabajará y será un buen muchacho. Además, tenemos el dinero que el conde te mandó por el mascarón, y que le gustó mucho.

—Ya te dije desde el mismo día que volviste con el dinero, que no me lo toques aunque nos muramos de hambre; ese dinero es para pagar lo que debo en la ferretería y en la maderería y para pasearme y descansar los domingos y los lunes, que bastante trabajo en la semana —y luego encarándose con el muchacho:

—¿Qué sabes hacer? —le preguntó con voz desagradable.

—Nada.

—¿Sabes escribir?

—No…

—¿Sabes leer?

—No…

—¿Entonces no sabes nada?

—Hacer mandados.

—Para eso no te necesitamos, el oficio ni lo has de aprender, porque pareces un burro. Ven acá, te enseñaré a ser obediente y hombre de bien.

El aprendiz se acercó tímidamente y Evaristo le echó mano a la oreja y comenzó a sacudir fuertemente. El muchacho empezó a gritar y a defenderse.

—¿Qué haces, Evaristo? —le dijo Tules levantándose y tratando de impedir la ejecución—. ¿Qué te ha hecho? Acaba de entrar ¿por qué lo maltratas así?

—¿Y te defiendes, pillo, lépero? —gritaba colérico el tornero y lo sacudía más fuerte. Cuando ya tenía casi media oreja arrancada y las vecinas alarmadas por los lloros y quejidos del muchacho que acababa de entrar, salían de sus cuartos y se asomaban a la tornería, Evaristo soltó la oreja a Juan, se sentó otra vez en el banquillo del torno, y dijo a las vecinas con la mayor indiferencia—: No es nada, es un aprendiz que me han entregado.

Las vecinas parece que se fueron convencidas, pues sabían a poco más o menos cómo se había portado el maestro con dos aprendices que había tenido y se le habían fugado sucesivamente, antes de recibir al nieto del conde del Sauz y marqués de las Planas.

Por lo que va referido hemos visto el estado que guardaba el matrimonio y las malas disposiciones de Evaristo contra todo el mundo cuando recibió al degraciado muchacho. Era el hombre protegido por la sociedad, y sus vicios y su carácter le hacían odiarla sin razón y rebelarse contra ella.

Evaristo cayó en la costumbre de la mayor parte de los artesanos, de pedir adelantado y de engañar. Se comprometía a entregar tres o cuatro obras al mismo tiempo el sábado, y no entregaba ninguna. No podía, por consiguiente, cobrar la raya, carecía de dinero y la semana siguiente tenía que acudir a otras personas para que le prestaran, sin contar que casi todo lo que conseguía lo derrochaba los domingos y lunes en las vinaterías, y Tules pasaba la pena negra para mantener la casa y pagar la renta.

Le llovían disgustos y cuestiones; a todas horas del día estaban en la puerta oficiales y aprendices de otros talleres, a reclamar las piezas que le habían dado a tornear. Tenía que esconderse en el cuarto interior, y era Tules, a fuerza de disculpas, de súplicas y aún de mentiras, la que lograba de pronto quitarle de encima a los que justamente querían o la obra que le habían encomendado, o que les devolviese el dinero. Pronto voló por el vecindario y por toda la ciudad la fama de Evaristo como embustero, tramposo, pendenciero y valentón; pero era tal su habilidad, que con todo y ello no le faltaba trabajo, en su obrador se veían personas decentes y de proporciones pidiéndole, como por favor, que les hiciese ya una mesa, ya un ajuar. Verdad es que el tornero era hasta cierto punto respetuoso con ciertos parroquianos que le pagaban bien, mientras que se mostraba insolente con los carpinteros sus iguales que por necesidad lo ocupaban, y no pocas veces se agarraron a las trompadas en el patio.

Cuanto de malo pasaba al tornero, iba a recalar contra su mujer y contra Juan.

La fuerte sacudida que le dio el maestro tan luego como pisó la casa, lo llenó de terror, de cólera, que su impotencia de muchacho y esa sumisión tradicional de que hemos hablado le hizo sufrir y callar. Lloroso, escurriéndole la sangre y con su mano en la mejilla, tratándose de pegar el pedazo de oreja que le habían arrancado, quedó en un rincón del taller sentado entre las astillas, hasta que Evaristo terminó su trabajo, se puso la chaqueta y su sombrero jarano y salió a la calle.

Tules, que había quedado inmóvil, aterrorizada e indignada, se levantó.

—¡Pobre muchacho! En mala hora viniste a esta casa y me arrepiento de haber conseguido de Evaristo que te admitiera. Ahora no tiene remedio, si por cualquier circunstancia te vas y te encuentra un día en la calle, es capaz de matarte. Ven, ven, te lavaré la oreja.

Tules, en efecto, le lavó y le dio fomentos de aguardiente, continuó hablando con él y haciéndole preguntas sobre sus padres, su familia, su casa, en fin sobre todo lo que la curiosidad sugiere en tales casos.

Juan contestó cándidamente lo poco que sabía de su vida de orfandad y de miseria y cómo había sido salvado del muladar por una perra y recogido por la viejecita.

—Soy también huérfana como tú —le dijo Tules—, pero fui criada por mi madrina, que es una santa y es todavía ama de llaves de un conde muy rico, sólo que me casé… y ya ves, mi marido no tiene buen genio. No trates de fugarte, quédate, yo te serviré como de madre y tú serás como mi hijo; no tengas miedo, te defenderé y tal vez, si te portas bien, Evaristo ya no se meta contigo.

Juan olvidó su cólera y su dolor. En ese momento le preocupaba un sentimiento extraño y triste de soledad y de abandono que enferma generalmente el corazón de los huérfanos, y sin poderse contener abrazó amorosamente el cuello de Tules.

—Quita, quita —le dijo Tules— me haces daño; si Evaristo viniera y nos encontrara así, te arrancaría la otra oreja. Cuando te veo bien, eres el retrato vivo de mi ama… ven, deja que te vea con la luz…

Tules llevó a la puerta al aprendiz, le limpió mejor la cara y la sangre que aún goteaba y se quedó mirándolo atentamente con una especie de asombro.

—Sus mismos ojos —dijo en voz baja— su nariz… idéntica, la misma boca de la condesita, los mismos ojos feroces del conde… Pero, ni pensarlo… la condesita encerrada siempre, y tan cristiana y tan temerosa de Dios, y luego… el señor conde la hubiera matado… malos juicios, la vida que llevo me hace pensar mal hasta de mi madrina y de mi ama.

Tules quedó pensativa y callada largo rato. Juan, azorado, la miraba y no acertaba a comprender el significado de la conversación que sostenía Tules consigo misma. Hizo ella rápidamente en su memoria la cuenta del tiempo que había pasado desde que se casó, su permanencia en la hacienda, su regreso a México y su última visita cuando fue a entregar el mascarón de ébano… Le parecía todo imposible y como cosa de pesadilla; pero no le cabía duda: por la edad, por la fisonomía de Juan, por el estado de desolación en que encontró a la familia, por las pocas palabras misteriosas de su madrina; por una adivinación de su alma, quedó enteramente segura de que el aprendiz era hijo de su desgraciada y querida ama. La voz bronca de Evaristo, que averiguaba algo con las vecinas, y las pisadas contra las losas de sus tacones con herraduras, sacaron a Tules de sus cavilaciones.

—Toma una escoba… pronto, pronto y ponte a barrer, Evaristo llega.

Juan apresuradamente tomó la escoba que le alargó su nueva ama y se puso a barrer, mientras ella se acercó al brasero a picar cebollas y recaudo.

Evaristo entró de mal humor, botó el sombrero en el suelo, que Tules recogió humildemente, se quitó la chaqueta y se sentó a trabajar en el torno.

—Mueve la rueda, haragán, ocioso, inservible —le gritó al muchacho.

Juan dejó la escoba y comenzó a mover la rueda. Un cuarto de hora después volvió a gritar:

—¿Está el almuerzo?

—Listo —contestó Tules—. En un momento pongo la mesa.

Y en efecto, en menos de dos minutos servilleta blanca, vasos y platos limpios, cubiertos bruñidos, salero de cristal, chilitos verdes y pan y tortillas cubrían la mesa, que tenía un conjunto apetitoso que aumentaba el vapor aromático de los barnizados trastes de barro colocados en las hornillas. Era en la apariencia, con la mujercilla bonita y aseada, el aprendiz joven, pobremente vestido pero de simpático aspecto, y el hombre trabajador agachado sobre su trozo de ébano, el cuadro sencillo del artesano modelo que tenía algo de ingenuo y de natural, y se armonizaba y completaba, por decirlo así, con los paseos y saltos de un carnero con su vestidura blanca y esponjada, con el collar rojo en el cuello, de donde le pendía una campanita de plata que repicaba alegremente. El que de improviso hubiese entrado en estos momentos al taller, habría sin duda envidiado la calma y la dicha de este hogar de hombre honrado, de buen esposo y de inteligente artesano, y jurado que la felicidad existía allí.

—Te tengo dicho mil veces que cuando yo venga has de tener el almuerzo servido. No puedo perder tiempo.

—Se me quemaba la comida —le interrumpió Tules…

—Tú eres la que me quemas el alma. Bruta y tonta serás hasta que te mueras —le respondió el tornero sin dejar su trabajo.

Tules se puso encendida, miró al aprendiz, que a su vez indignado de la injusticia quería decir algo, y sus ojos se llenaron de lágrimas. Disimuló, arrimó una silla y se sentó silencioso.

Estas escenas eran diarias. A estas brutalidades de Evaristo, Tules oponía la resignación y el silencio, que exasperaban más al marido, que extrañaba la contradicción y las repostadas de Casilda. Con razón dicen las mujeres que los hombres son llevados por mal.

Por fin el tornero se levantó de su banco y se sentó en la mesa. Tules había puesto tres platos.

—¿Para quién es ese plato? —preguntó con voz violenta Evaristo.

—Para Juan —respondió Tules— mejor que coma con nosotros, comerá bien y tendré menos trabajo.

—¿De dónde te has figurado, pedazo de bestia —le dijo Evaristo colérico— que un aprendiz coma con el maestro? Afuera ese plato, que vaya al rincón y se le dará lo que sobre. ¡Canallas! ¡Desagradecidos todos los aprendices cuando se les trata bien, y no están contentos ni trabajan sino a coscorrones!

Y añadiendo a las últimas palabras el hecho, Evaristo le dio un fuerte coscorrón en la cabeza con los nudillos de los dedos. El muchacho se agachó y se fue gruñendo al rincón.

—¿Qué dices? ¿Gruñes? —le dijo Evaristo amenazándole.

—Nada, nada —le interrumpió Tules—; déjale, comerá en el rincón como tú quieres.

Evaristo devolvía al nieto con usura las injurias del abuelo. ¡Así es la triste escala social!

Evaristo devoró la comida sabrosa y excitante usual de la gente del pueblo, bebió su tinita de pulque, y él mismo, con una maligna intención, juntó en un plato pedazos de pan y de tortilla, huesos de carne, caldo de frijoles y algunas cortezas de naranja, un puñado de capulines, y lo mezcló bien y puso delante del aprendiz esta detestable escamocha.

Juan clavó sus ojos negros y feroces en el maestro, y éste, sin saber por qué, no pudo sostener la mirada; pero pronto se repuso.

—¿No lo comes, no lo quieres comer? Pues muérete de hambre, o yo te mezclaré aserrín y te lo haré comer a fuerza.

Tules hizo una señal al muchacho; éste bajó la cabeza y con un pedazo de pan que le dio, comenzó a tragar, más bien que a saborear esta indigesta macedonia.

—De una vez —dijo Evaristo, recréandose en la repugnancia con que veía comer al muchacho— arreglaremos la manutención de este haragán. Por la mañana pilón de atole y un pambacito blanco; a mediodía su escamocha, en la noche otro pilón de atole y los mendrugos de pan que sobre. Ya verás cómo antes de un mes engorda como un marrano; y cuidado conque le des más, ni me gastes el dinero, que no quiero trabajar para mantener huérfanos. Dale un petate viejo y que duerma en el rincón de las astillas. Va a estar mejor que el conde. La vieja que lo trajo no le daría tanto.

Evaristo, después de haberse asegurado que sería obedecido, echando una mirada decisiva a su mujer y al aprendiz, bebió su último trago de pulque y se puso a trabajar, porque necesitaba bastante dinero, pues había convidado a varios amigos artesanos y a unas comadres conocidas del barrio.

La existencia del muchacho no habría sido posible sin los auxilios secretos de Tules. A las cinco de la mañana tenía que levantarse para comprar la leche de la ordeña de la plazuela cercana, y pobre de él cuando el sueño lo vencía. Evaristo lo despertaba a patadas y lo hacía salir casi desnudo en las mañanas frías de diciembre. El resto del día movía la rueda, hacía mandados, y por todo aprendizaje aserraba trozos de madera hasta que las fuerzas le faltaban en los brazos y el sudor goteaba de su frente. Muchos días, cuando Evaristo estaba de buen humor, le daba cuartilla para fruta, pero en cambio, lo obligaba a comerse el plato de escamocha. Los vestidos, no obstante los cuidados de Tules, se le caían a pedazos. Evaristo prohibía expresamente que se le comprase ropa, que se lavase la que tenía y que se le dieran más alimentos que los que él había señalado.

—Sólo así aprende esta canalla —le respondía a Tules cuando ésta, a riesgo de tener una fuerte querella, se interesaba por el aprendiz.

Este cuadro de sufrimientos diarios, de martirios de todo género que constituían a Evaristo en el verdugo implacable de su corta familia, tenía, sin embargo, un rincón luminoso que a momentos, aunque cortos, mantenían realmente la existencia de esas gentes. Tules, con su carácter resignado, había concluido por no hacer caso de los insultos y groserías del marido, y cuando temía que de las palabras pasase a los hechos, sabía interponer, ya a una vecina, ya a alguno de los muchos parroquianos que acudían al taller; porque todos la querían y la compadecían sospechando la vida que le daba el marido. El aprendiz recibía sus puntapiés, sus golpes en la cabeza con una regla o con cualquier instrumento, y así sufría y pasaban ignorados sus dolores y sus penas.

Tules había reconcentrado sus aficiones, todo su cariño en Juan y en el blanco carnero.

—Sufre, aguanta por mí y por tu madre… Sí, porque tú tienes una madre muy rica y un día u otro la conocerás, y entonces tendrás buena comida y vestirás bien y en vez de que tengas que temer nada de Evaristo, él se quitará el sombrero y tú le darás a tornear mascarones de ébano… Pero no sé qué hacer, tengo miedo, y no me atreveré nunca… Todos los días le pido a Dios que me inspire, para que cuando me resuelva no lo vaya a echar a perder. Me paso las noches en vela y no acierto…

—¿Pero qué cosa es, maestra? —le preguntaba Juan.

—No te lo puedo decir, ni tú lo podrás entender y yo misma no lo entiendo; lo que te ruego es que te dejes matar (va como de comparación) de Evaristo antes de decirle nada de esto; ni ahora ni nunca, y por Dios te ruego, no te vayas a fugar… ¿Cómo me dejas aquí sola con él…? Me sirves de compañía, de no sé qué… el caso es que cuando te dilatas en algún mandado se me figura que ya no vuelves.

—¿Que no vuelvo? Ni que pensarlo, maestra. Dice usted bien, me dejaré matar del maestro antes de abandonar a usted que me quiere tanto; ya me habría empachado con la escamocha y andaría desnudo, si no fuera por usted, y no vaya a creer que yo tengo miedo. El día que el maestro le pegue a usted recio, como hay Dios que le encajo un formón por donde pueda.

—¡Calla, calla, ni lo pienses! ¡Dios nos ha de sacar, y quizá pronto, de esta situación!

En efecto, Tules estaba cada día más convencida de que Juan era hijo de su ama la condesita. ¿Pero cómo decir esto, cómo hacer las cosas? Por una parte, tenía miedo a Evaristo y no encontraba pretexto para ir al palacio de la Calle de Don Juan Manuel, y aunque arriesgándose pudiera ir ¿cómo declarar a su madrina lo que podía ser sólo sospecha, cómo platicar de esto con la misma condesita? ¡Imposible! La arrojarían de la casa, le dirían que era una malagradecida y canalla, pagando los favores que le habían hecho desde que nació con deshonrar a su propia ama; y ¿luego si el señor conde lo sabía? ¡Jesús! Ni trizas quedarían de ella, de Evaristo y de Juan. Tules cerraba los ojos aterrorizada y pasaba el tiempo sin resolverse a nada.

Tules tenía otro cariño, otro amor entrañable, vehemente, y era el cordero. Lo había mandado traer de la hacienda su madrina, y pequeñito, apenas había acabado de mamar, cuando un ranchero a caballo, caminando leguas y leguas, lo trajo con mucho cuidado. Aunque Evaristo y Tules no volvieron a la casa de Don Juan Manuel, Agustina, por los mil medios que tienen las mujeres, se informaba de su ahijada y no la perdía de vista. Le mandaba regalos de cuando en cuando, y sobre esto Evaristo no decía nada. Cuando recibió el corderito, que era de raza fina, Evaristo se puso muy contento; precisamente había tenido la intención de comprar un chivo o carnero. A la mayor parte de los carpinteros les gusta tener algún animal en su taller. Fue un cordero de paz; por algunas semanas no hubo querella y Tules tuvo por un momento la ilusión de que había cambiado de carácter. Generalmente se cree, y tal vez es cierto, que los carneros son poco inteligentes. Sea de eso lo que fuere, Tules con paciencia y cariño enseñó a su corderito a hacer muchas cosas. En primer lugar, la conocía y la seguía a todas partes como si fuese un perro. En las bendiciones de San Antonio Abad lo presentó con las pezuñas y cuernos dorados, y un collar de paño rojo y su campanita de plata.

Doblaba las dos manos y pedía de comer, atravesaba el taller en dos pies. Hacían una farsa con un cuchillo y el cordero tendía el cuello, daba algunos brincos irregulares como para manifestar el dolor de la herida, y después caía como muerto, estiraba los pies y cerraba los ojos. No cambiaba de esta posición sino llamado por la voz de Tules. Entonces se levantaba alegre, saltaba e iba como a besarle o a lamerle las manos. Era un primor, y la vecinas afirmaban que jamás habían visto cosa semejante. Tules todos los días lavaba y peinaba a su borrego, y su lana, mejorada con el cuidado, parecía de seda. Evaristo mismo tenía una predilección por el borrego, y cuando no había bebido aguardiente o acababa de recibir dinero, jugaba con él y le daba pedacitos de pan en la boca. A falta de hijo, el cordero era un lazo de unión en ese desgraciado matrimonio.

Cuando Evaristo, ya por entregar sus obras, comprar sus materiales o, lo que era más frecuente, por sus disipaciones con los amigos y comadres, hacía largas ausencias que a veces duraban días y noches enteras, Tules respiraba, descansaba, parecía que la torre de Catedral se le quitaba de encima. Entonces era Juan, era el cordero, era un viejo zentzontle que había sido de su madrina lo que formaba su familia, y limpiaba la cabeza de Juan, escarmenaba los sedosos vellones del cordero, se dejaba picar el dedo por el irascible zentzontle, que apenas cantaba un poco de noche, y haciendo un sabroso almuerzo, olvidaba todas sus penas y martirios, se hacía la ilusión de que Evaristo se había marchado y no volvería, de que su madrina le daría siempre dinero, de que Juan era como su hijo, y de que un día u otro le daría a conocer a su verdadera madre, que lo sacaría de manos del verdugo a quien la viejecita lo había entregado. Tules entonces se consideraba feliz. Era la única, la fugitiva luz que de vez en cuando entraba en el cuarto sombrío de su vida.

Tules, después de no dormir el domingo pensando en Juan, en su madrina y en la condesa, formó la suprema resolución de aprovechar la primera ausencia de Evaristo, ir a la Calle de Don Juan Manuel y contar los secretos que ya no cabían en su corazón.

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