La gran fortuna de Evaristo fue que le tocase ser juzgado por un gobernador de ideas liberales; de otra suerte se habría, en efecto, podrido en la cárcel, como se lo había sentenciado el noble don Carloto.
Llegaron a la garita antes de que se cerrase; a riesgo de ser robados y asesinados se aventuraron a atravesar, en medio de una noche oscurísima, la larga calzada de San Ángel, y a poco después los dos estaban ya tranquilos, contando y comentando las aventuras en su retirada casita.
Casilda, activa y diligente, se encargó de los negocios, y su buena y alegre habitación y el aseo de su persona, no común, desgraciadamente, en gentes de su clase, le facilitaban lo que a Evaristo mismo hubiese sido muy difícil. Recogió de la tesorería del Ayuntamiento los cien pesos, desempeñó la ropa y compró para ella y para Evaristo algunos nuevos trastes, instrumentos, cristal, sillas, un colchón y quién sabe cuántas baratijas más, y volvió todavía con bastantes pesos.
Ociosidad, holganza, alegría, paseos a la montaña y a los tianguis de Coyoacán y Mixcoac. Así pasaron días, hasta que el tesoro se agotó, las necesidades comenzaron de nuevo y, por cuarta o quinta vez, fueron sucesivamente las prendas a la casa de los empeñeros.
¡Qué gentes las del pueblo de México! Así pasan la vida. La cuestión del ahorro y de la economía, que es la cuestión capital de los franceses y de los suizos, les es enteramente desconocida.
Vacilando entre si volverían a merodear por las noches en las huertas y a labrar chucherías de madera, o a continuar la venta de la almohadilla, que tan pronto era un talismán que les traía la dicha como la desgracia, se decidieron por esto último, y comenzaron de nuevo las exhibiciones en el Portal de Mercaderes, sin más éxito que reunir al derredor curiosos y muchachos que, cuando se descuidaban, tentaban la alhaja y le hacían rayitas y daño con las uñas.
Un día, mientras que Casilda con su mesita en la cabeza se adelantaba camino de San Ángel, Evaristo dio vueltas por una calle y otra en varias casas, y se retiraba desanimado, cuando acertó a entrar al patio de un gran edificio de la Calle de Don Juan Manuel, cuya puerta estaba abierta de par en par. El viejo portero, gruñendo, salió con ánimo de echarlo: pero al decirle algo fuerte, observó la almohadilla y trabó una conversación amistosa. El viejo, sin querer, lo impuso de quiénes vivían en la casa, de la hora a que se levantaban y de cuanto le importaba y no le importaba saber al vendedor.
—Ni que dudarlo —le dijo Evaristo, después de haber oído la relación— la niña de la casa me tiene que comprar la almohadilla. Es condesa y tiene mucho dinero; si la ve, no puede quedarse sin ella. Si la vendo en más de cien pesos, veinte son para usted, amigo.
En esto estaban cuando desde el corredor, y por entre los barandales de fierro y los macetones del Japón, asomó la cara de una muchacha animada con unos ojillos color de aceituna, y una vocecilla de tiple se escuchó:
—¿Quién es, qué quiere ese hombre, con quién está platicando?
—¿Ah, eres tú, Gertrudis? Dile a mi ama la condesita que este hombre trae una cosa muy bonita que es menester que vea; que si permite qué suba.
—¿Qué es eso? ¿Con quién hablas, Tules? ¿Qué dice el portero? —preguntó Mariana entreabriendo la vidriera de su récamara.
—¡Qué escándalo en esta casa, señor Dios! ¿Qué pasa? —preguntó Agustina, que precipitadamente desembocó por el pasadizo que conducía a la azotehuela.
—Nada, nada —contestó Tules con calma— es un hombre que trae una cosa bonita que quiere enseñar a mi ama.
—Que suba, que suba al momento —dijo Mariana.
Y cuando Evaristo, sin saber en ese momento por qué subía de dos en dos la majestuosa escalera, ya las tres personas que parecían curiosas o asustadas lo esperaban en el portón.
Mariana lo introdujo a su recámara, se sentó en un sillón y, rodeada de sus criadas, comenzó a examinar con la minuciosidad y cuidado de una mujer la maravillosa almohadilla.
—¡Qué primor, qué delicadeza, qué perrito tan natural y qué bien imitadas las pinturas con los colores de la madera; y los cajoncitos, y este secreto, que nadie adivinaría!…
Vaya, jamás habían visto obra igual; no podían creer que fuese de pedacitos de madera.
Fue una verdadera ovación para Evaristo, que lo puso hinchado como una lechuga; pero al oír tales elogios, no quitaba la vista a Tules. Mariana, con la inquebrantable voluntad que desplegaba cuando tenía empeño en cualquier cosa, declaró que quería quedarse con ese primor; Agustina opuso algunas dificultades, pero condescendió al fin.
Al debatir el precio, Evaristo refirió su año de dedicación y de paciencia infinita para labrar los miles de trocitos, las hambres y miserias que había pasado y su pleito en la Calle de Plateros con el señor rico, y enseñó las cicatrices que aún conservaba en la frente, y cómo había sido puesto en libertad por el gobernador; pero en toda esta relación no mentó ni de chanza a la pobre Casilda, que tanto había sufrido también y tanto le había ayudado.
Mariana, Agustina y Tules se enternecieron, y Evaristo concluyó por recibir doscientos pesos nuevos del cuño español.
Al retirarse, Agustina le dijo:
Vaya, maestro (porque en México se les llaman maestros al albañil, al carpintero, a cualquier artesano, no siendo muchacho aprendiz), se irá usted muy contento; ya su mujer de usted y sus hijitos tendrán un desahogo por algunos meses mientras usted trabaja.
—Señora, yo no soy casado ni tengo hijos.
—¡Bendito sea Dios! —dijo Tules irreflexivamente, y se puso muy colorada.
Agustina quizá iba a regañarla, pero Mariana dijo:
—A esta almohadilla le faltan carretes y devanadores y aguja de jareta y dedal, y…
Evaristo no quitaba los ojos de Tules.
—¿Lo oye usted, maestro? Le faltan muchas cosas.
Evaristo volvió en sí, y poniéndose también colorado, respondió a Mariana:
—Yo podré hacer lo que falta, y quedaría muy bonito de marfil.
—Cabal, de marfil —dijo Mariana—. Mira Agustina, saca ese niño Dios, que está en mi cómoda y tiene quebradas las piernas y se lo daremos al maestro para que labre lo que falta.
Agustina, sin hacer observación, volvió a poco con una primorosa escultura de marfil, quizá obra florentina de la época de Cellini y que un anticuario habría pagado a peso de oro.
Evaristo se echó al niño al bolsillo y haciendo mil reverencias, prometió volver pronto y bajó contentísimo la escalera, dedicando a Tules una última y expresiva mirada.
Sin mucho devanarse la cabeza, el lector ha podido reconocer que estas escenas pasaban en el Palacio del señor Conde del Sauz, que cuando andaba en sus expediciones, dejaba el gobierno absoluto de la casa a doña Agustina, con las más severas órdenes; pero apenas había salido de la garita, cuando Mariana mandaba abrir las puertas, entrar y salir vendedores de fruta y de chácharas; hacía, en una palabra, su santa voluntad, y ni Agustina, ni los criados que la querían mucho a la vez que odiaban al conde, podían resistirla. Agustina, que sabía ordenar el gasto y ahorraba cuanto podía, siempre tenía dos o tres talegas de pesos guardadas en un arca de cedro con tres llaves, y no pocas veces ocurrió el mismo conde a su ama de llaves en solicitud de algunas onzas de oro para satisfacer una deuda de juego; así pudo pagar a Evaristo y podía contentar otros caprichos de Mariana. Al fin ella era la condesita, la hija única, la heredera. En conciencia, Agustina creía que obraba bien.
Como vamos presentando sucesivamente al lector familias enteras de personajes que sabe Dios (pues nosotros mismos no lo sabemos) el paradero que tendrán, fuerza es que digamos dos palabras acerca de Gertrudis, que por abreviatura y cariño le decían Tulitas cuando era niña y Tules cuando fue mayor. Era hija de una antigua criada de la condesa, que la llevó a su lado cuando se casó, y era también ahijada de Agustina. Murió la madre y Agustina, como madrina, por obligación como dicen, la recogió y quedó formando parte de la servidumbre. Era realmente hija de la casa. El conde no se había fijado en ella, pero Mariana sí, porque con dos o tres años de diferencia, simpatizaban por la edad y la había dedicado a su inmediato servicio. La verdad es que los criados de esas casas grandes, de las que hoy apenas se encuentran vestigios, salvo el carácter ceremonioso y en ocasiones duro y brutal como el del conde del Sauz, pasaban una vida tranquila y hasta regalada.
Pero volvamos a nuestro artesano.
Después de la venta de su almohadilla regresó al pueblo; pero, como quien dice, ya otro hombre. Los elogios de Mariana, los ojos de Tules y los doscientos pesos le trastornaron completamente la cabeza.
Antes de tomar el camino de la garita, se detuvo en la esquina del Portal en la alacena de libros de don Antonio de la Torre, a quien conocía, y al que cuando estaba arrancado le vendía por casi nada sus chucherías de madera. Contóle su buena fortuna y le dio a guardar 150 pesos. Llegado a San Ángel, ocultó lo que había pasado, contando a Casilda que un inglés de la Calle de Capuchinas le había comprado la almohadilla y encargádole labrase los avíos con el niño viejo y quebrado de marfil. Casilda se lamentó amargamente, pero creyó el cuento, y por de pronto las cosas terminaron así.
Evaristo nunca había ensayado el trabajo en marfil, pero lo juzgó análogo al que hacía en madera, y provisto de los útiles que creyó más aplicables, comenzó la obra con más tesón que la de la almohadilla, y antes de cuatro semanas había ya convertido el grueso estómago del Niño Dios en curiosos devanadores, en dedales y en agujas de jareta y se presentaba ufano en el palacio de la Calle de Don Juan Manuel, donde encontró el acceso fácil, mediante los veinte pesos que religiosamente le había dado al viejo portero. En todo el tiempo de su trabajo, ni una caricia, ni una sola mirada para la pobre Casilda, que en su buena fe de mujer quiso atribuirlo únicamente a la preocupación de Evaristo para dar gusto al inglés y adquirir más dinero; ¡no era mal inglés el que se le había atravesado! A las horas de comer Evaristo más bien devoraba que comía. En las noches, al acostarse, se envolvía en su sábana y ponía la cara contra la pared. Cuando miraba a Casilda a hurtadillas, era más bien con una especie de ceño o de rabia, como si fuese su mortal enemiga. La verdad era que la comenzaba a aborrecer y le estorbaba. Le venía a veces la idea de convidarla a bañarse en el río y ahogarla, procurando la manera de que apareciese el suceso como una desgracia imprevista; pero desechaba este pensamiento, porque, en definitiva, no podía compaginar bien su plan y tenía miedo a la cárcel.
Por supuesto, en la Calle de Don Juan Manuel fue perfectamente recibido. Mariana, Agustina, la cocinera, las demás criadas, el portero, Tules, sobre todo, con un candor que le era genuino, elogió hasta más no poder los objetos de marfil, que relativamente a los medios de que el artesano podía disponer estaban curiosos y nada más.
En esa vez Evaristo se retiró con unos veinte pesos que le mandó dar Mariana; pero con la firme intención de casarse con Tules.
En todo el camino pensó la manera de deshacerse de Casilda, y lo que primero le vino a las mientes para lograrlo, fue lo que nuestros hombres del pueblo llaman aburrirla. Son las dos maneras de tratar a las mujeres que, aunque con distintas formas, usan también los ricos, los bien educados y los nobles: quererla y aburrirla. Cuando uno de nuestros leperitos dice a quererla, es completo. En la calle van abrazados, en la casa no se separan, y rebozos, zapatos, pulque, almuerzos, pellizcos de cariño, el jarabe, el aforrado y el malcriado en las canoas de Santa Anita y a gastar con ella hasta el último medio del jornal. Cuando se trata de aburrirlas es otra cosa: pleito por la comida; pleito por un cabo de vela; por la camisa, que no está bien planchada; y una cachetada un día y una patada en la cintura otro, y además mantenidos, porque el jornal lo gastan en la calle y exigen los alimentos como si diesen dinero para comprarlos. Entre tanto Evaristo ponía sus cinco sentidos en aburrir a Casilda, el Conde del Sauz llegó de las haciendas, y un día que Agustina le daba cuenta minuciosa, aunque no muy verídica, de lo que había pasado en la casa, le habló de la almohadilla, y de lo honrado y hábil que era el artesano, y por último y con miedo, de los devanadores y chucherías que habían salido de la barriga del niño Dios de marfil.
Esto fue lo que cayó en gracia al conde y, contra su costumbre, sonrió con una buena fe y contento, pues de habitud su sonrisa era maliciosa y colérica.
—¡Qué ocurrencia! —dijo al ama de llaves—. Me alegro mucho que en esto haya venido a parar ese fenómeno, que me daba dolor de estómago sólo de verlo cuando lo solía sacar la difunta condesa, que decía era una escultura de mucho mérito hecha en Flandes o no sé dónde. Bien, todo está bien, dame algunas onzas de oro que tendrás, como siempre, encerradas bajo de siete llaves.
Echó una mirada desdeñosa a la almohadilla y a los devanadores, y señalando la puerta a Agustina le repitió:
—El oro, el oro, que tengo que salir pronto de casa.
En asuntos de dinero así se manejaba el conde. El padre de Juan Robreño enviaba dinero o ganados; el escribiente los realizaba, llevando su cuenta en un libro forrado de badana encarnada; el conde pedía y gastaba por su lado y Agustina hacía los gastos de la casa y guardaba las economías en la grande caja de cedro.
La buena acogida hasta donde permitía el carácter del conde, hecha a la almohadilla, hizo nacer una idea en la cabeza de Agustina, poco lógica al parecer, y fue la de casar a Tules con el hábil y honrado artesano, que no era mal parecido y de edad proporcionada para su futura. Las mujeres de cierta edad, y particularmente educadas a la antigua, son lo que se llama casamenteras. En la primera ocasión que Evaristo se presentó, y lo hacía con cualquier pretexto frecuentemente, Agustina lo llamó aparte.
—Evaristo —le dijo— diga lo que se le debe por las obras que ha hecho en la casa, y no vuelva más, porque así es menester y así lo manda Dios.
—Pero señora ¿qué he hecho para esto, más que dar gusto al pensamiento a usted y a la señora condesita? He compuesto la mesa de la cocina, la cómoda del señor conde, y el escaparate del corredor y nada he cobrado ni dado motivo…
—No se trata de eso, y por eso le digo que haga la cuenta para pagársela, sino de que Tules está como se dice, perdiendo con los demás criados y aún con el portero, que soltó el otro día una palabra que no me gustó. Ya he platicado de esto al padre Fray Jerónimo, mi confesor, y me dice que si usted no trata de casarse con ella, no debe volver a poner un pie; y si la niña condesa tiene alguna cosa que mandarle hacer, en el patio o en el cuarto del portero nos entenderemos.
Evaristo, que creía que iba a ser expulsado por orden del conde, a quien sólo había visto una vez con una cara de vinagre, vio el cielo abierto. Le brindaron con lo que precisamente quería; pero no había tenido valor para decir una sola palabra y más bien revolvía en su cabeza pensamientos violentos como de hacer bajar con engaños a Tules, robársela y después pedir perdón por medio de una carta; pero en fin, a nada se decidía, hasta que la invencible casamentera de Agustina lo sacó de su indecisión.
—La verdad, señora —contestó Evaristo, tomando las manos de la ama de llaves y queriendo besárselas— es que desde el primer día que mi buena estrella me trajo a esta casa y vi a doña Tules, la que quise mucho, y desde entonces he estado trabajando para juntar algún dinerito, y con lo que ustedes me favorecen, ya tengo algo, pero no me atrevía…
—Ya lo había conocido. ¿Cree usted que a mi edad se me podían escapar estas cosas? ¿Está usted resuelto a casarse?
—Sí, señora.
—Tules es sola, no tiene ni padre, ni hermanos, ni ningún otro pariente. Es mi ahijada y aquí está como hija de la casa, nada le falta, yo creo que ella está inclinada a usted y se casará en el momento que yo se lo diga. Con que ¿cuándo?
Evaristo se quedó reflexionando un rato, y después respondió resueltamente:
—Dentro de tres semanas.
Fue el plazo que creyó suficiente para acabar de aburrir a Casilda.
—Me conviene —dijo el ama de llaves— y yo aprovecharé este tiempo para preparar a Tules a fin de que se confiese y comulgue, y para pedir la licencia al señor conde, sin la cual no habrá nada de casamiento; pero yo me encargo de estas cosas. Véngase usted por acá dentro de diez días, haga usted méritos, junte su dinero y prepárese para vivir cristianamente con su mujer, pues ya sabe que es necesario que haga usted su examen de conciencia, que ha de ser trabajoso, y se confiese y nos traiga la cédula.
Evaristo prometió cuanto quiso Agustina, que fue larga en sus exigencias, y se retiró, no a examinar su conciencia, sino discurriendo el modo de deshacerse de Casilda. No pensó, porque no le convenía, ni echarla al río, ni en ahorcarla cuando estuviese descuidada durmiendo en la noche, sino que ella misma lo abandonase.
¡Qué vida pasó Casilda durante dos semanas! Difícil sería referir las escenas diarias y nocturnas de esta ya mal avenida pareja. Evaristo quería que con una peseta diaria se desayunaran, comieran y almorzaran. Era imposible, pero la muchacha, mientras Evaristo estaba en la ciudad, pues ni trabajaba ni entraba a la casa sino al anochecer, por evitar cuestiones empeñaba su ropa y presentaba buena comida: pero antes de los diez días del plazo en que debía volver a la casa de Don Juan Manuel, ya Casilda no tenía más que lo encapillado.
Una noche la cena se componía de chicharrones medio duros en una agua tibia teñida con un chile ancho, pues ya no había carbón, ni manteca ni nada. La sal misma la había pedido Casilda a una vecina.
—¿No hay otra cosa que cenar? —dijo Evaristo con cólera.
—¡Pero qué quieres que haya! Hace tres días que me diste la última peseta, y ya no tengo ni qué empeñar. Aquí donde me ves —le contestó Casilda también colérica y con razón no he comido en la semana más que tortillas, por guardarte a ti lo poco que se puede hacer; eres un malagradecido y voy perdiendo la paciencia. Come eso y si no…
—Pues esto te lo comes tú y…
Evaristo tomó con las dos manos la cazuela de mole aguado y lanzó su contenido a la cara de Casilda.
—Eres un soez malcriado y toda tu generación —gritó Casilda llevándose las manos a los ojos.
A esto contestó Evaristo con una puñada en las narices de Casilda, y dos chorros de sangre mezclada con el caldo del guisado corrieron por las mejillas de la muchacha.
—Así pagas, canalla, lo que yo he hecho por ti —le gritó Casilda frenética, y cogiendo la cazuela ya vacía la tiró a la cabeza del forajido. Éste, ciego y frenético, buscó un arma, un palo o cualquier cosa para matar a su querida, y encontró un grueso garrote de encino que, a guisa de bastón usaba cuando regresaba tarde de México, y ya lo levantaba sobre la cabeza de la muchacha, que lanzó un grito doloroso de terror; pero reflexionó en el acto que no era su idea matarla, porque en ese caso era hombre perdido, buscó convulsivamente otra cosa, acertó a encontrar un otate delgado y descargó golpe tras golpe en las espaldas de la desventurada, con más furia que lo había hecho sobre las suyas el aristocrático caballero de la Calle de Plateros. Casilda quiso defenderse, y con boca, uñas y manos hirió a su agresor; daba gritos y pedía socorro, pero ¿quién la había de oír? Evaristo, más fuerte, naturalmente, logró tirarla al suelo.
—¿Si la habré matado? —dijo, volviendo repentinamente en sí—, Casilda, Casilda —continuó tirando el otate ya hecho trizas, y tratando de levantarla.
Casilda estaba como muerta. Evaristo se sentó en una silla y con los ojos muy abiertos, espantados, miraba aquella figura sangrienta y pálida, casi desnuda, pues en la lucha había perdido pedazos de su camisa y enaguas.
—Perdido, perdido sin remedio —dijo en voz baja— ni casamiento, ni que volver ya a poner los pies en la casa. Perdí a Tules para siempre.
Media hora después Casilda se movió, se sentó, miró a todos lados; finalmente se puso en pie, y silenciosa e imponente se dirigió a donde estaba Evaristo y le dijo:
—Eres un malvado, un asesino, un cobarde. Has de morir en la horca. Acábame de matar si eres hombre.
Evaristo, aterrorizado, bajó los ojos.
Casilda ya no le dijo más. Se lavó la cara con agua clara para quitarse la sangre, cambió su ropa por otra ya vieja y remendada, única que existía en su baúl, meses antes lleno y bien provisto, y en medio de la noche fría de diciembre, pocos días antes de los regocijos y fiestas de la Nochebuena, abandonó para siempre, bañada en llanto, el río donde corrían las aguas cristalinas, el bosquecillo donde cantaban los pájaros, el jardín donde crecían las rosas de Castilla, la sencilla pero tranquilizadora habitación donde en las noches de verano entraban zumbando las bellas de noche y se desprendían del techo los siniestros murciélagos.