XI. Comodina

—¡Está salvada! ¡Bendito sea Dios! —dijo la vieja—. Comodina está defendiendo a la criatura —y se acercó con más resolución al grupo de perros. —¡Comodina, Comodina! Ven acá ¿No me reconoces?

La perra, sentada, cubriendo con su cuerpo al niño abandonado, tenía los ojos todavía sangrientos y, con el labio superior levantado, enseñaba sus afilados colmillos a los demás perros. Tanto gritó Nastasita a la perra, que ésta volvió la vista, la reconoció, comenzó a mover la cola y a hacerle fiesta. Animada con este auxilio, acertó a encontrar cerca unos trozos de ladrillo que lanzó a los canes, y con el palo acabó de dispersarlos; entonces se acercó y recogió a un hermoso niño de más de un año de edad y envuelto en pañales muy finos. La criatura, como si tuviese ya el uso de su razón, como si hubiese sabido el peligro que corrió y el servicio que la buena vieja le había prestado, contuvo su llanto, dirigió su mirada de ángel a su salvadora, que ya lo tenía en brazos, y llevó las manecitas afiladas y tiernas con que había querido defenderse de las fieras a la cara de Nastasita, como queriéndola recompensar con un cariño.

—¡Imposible abandonarlo! —dijo besándolo amorosamente, y limpiándose con la manga del vestido una lágrima que había venido a sus ojos secos. La Comodina, muy contenta, meneaba la cola y miraba a su derredor, buscando todavía enemigos con quienes combatir.

Tenemos que hacer algunas explicaciones. Comodina era una perra que vivía en la célebre colonia de la viña, y era ya madre de cuatro cachorritos amarillos y bravos como era ella, a quienes cuidaba amorosamente como tal vez no lo hacen muchas madres que tienen nombre cristiano y son, según vulgarmente se dice, seres racionales. Por la mañanas salía de su escondite, donde tenía a sus hijos bien seguros, y se dirigía a la ciudad a vagar, mejor diríamos a pasear, porque no había lugar que no visitase, ni tocinería o carnicería donde no se parase a oler y a examinar lo que había; pero como nunca se robaba nada ni molestaba, adquirió buenas relaciones, y en vez de palos o pedradas le solían tirar pellejos de carne y chorizos o morcones ya invendibles que, dicho sea de paso, no comía si estaban en estado de putrefacción, y tampoco tenía necesidad de ello, pues su principal recurso era la casa del canónigo Madrid (que después fue obispo de Tenagra), persona no sólo afecta a los animales, sino que estaba poseído de una inocente monomanía por los perros. Era hombre rico, de una distinguida familia; después de haber estudiado y graduándose de Doctor en la Universidad, había viajado y recorrido la Europa, y disfrutaba por su virtud y una cierta elocuencia popular que hacían célebres sus sermones, de una prebenda en la Catedral. Vivía en una gran casa llena de valiosos muebles antiguos, de cuadros originales de gran mérito, de mil curiosidades que había colectado en Italia y Francia. Su servidumbre se componía de criadas y criados muy viejos, que habían permanecido años y años en la familia, y su sociedad era absolutamente con los animales. Pájaros de todas especies, dos o tres borregos y cabras, un changuito (mono) de Oaxaca y, sobre todo, seis perros, perfectamente cuidados y educados. A la una en punto se sentaba a la mesa, colocándose en la cabecera, en un magnífico sillón antiguo de terciopelo rojo. En los costados, los seis perros en sus sillas a propósito, con sus platos hondos de hojadelata y sus servilletas siempre muy limpias. Una criada ocupaba la otra cabecera de la mesa para atender a los perros, mientras otros criados, de los muchos que tenía, lo servían con la mayor exactitud. A una señal, cada perro brincaba a su silla respectiva y se sentaba sobre sus dos pies, mientras que con las manos hacían seña a su amo para que les dieran de comer, y lo miraban fijamente con sus ojillos inteligentes. Esto encantaba al canónigo. En seguida la criada les servía su carne en trozos pequeños y su pan; y cuidado con que se desmandasen o ensuciaran las servilletas, porque el canónigo les enseñaba un chicote que estaba colgado en la perilla de su sillón. Concluida la comida, tomaba café en el jardín o en alguno de los anchos corredores llenos de macetas y flores, divirtiéndose con los cantos de los pájaros, las muecas y travesuras del mono y los retozos de los perros, hasta las tres de la tarde, en que montaba en su coche y se dirigía al coro a la Catedral. Además, la comida sobrante, y era mucha, se dedicaba a los pobres y a los perros de la calle. La valiente perra que salvó al desgraciado niño asomaba su hocico a la puerta de la casa del canónigo todos los días, cerca de las dos de la tarde; olfateaba, recorría con la vista el patio y los corredores, y esperaba. No tardaba en bajar el criado seguido de la cocinera con unas cazuelas con caldo, garbanzos, arroz, pedazos de carne y huesos; entonces la perra, poco a poco y meneando la cola, entraba al patio, y el viejo portero, haciéndole cariños, la ponía en posesión de su banquete. Luego que acababa, se echaba cosa de un cuarto de hora, se lamía los labios y limpiaba las manos con la lengua, movía la cola y se marchaba, llevándose en la boca un hueso o un trozo de carne para sus hijos. El canónigo, que a veces veía esto, llamaba a la perra, le hacía caricias y le decía: «Eres muy ingrata y muy Comodina; apenas comes, cuando te vas; ya te portarías de otro modo si yo te hubiera educado». De esto le vino y se le quedó a la perra el nombre de Comodina; así la llamaban las gentes de la vecindad, que la conocían, y ella entendía perfectamente. Nastasita entregaba ceniza limpia y tamizada, de que se hacía mucho consumo a causa de la gran cantidad de candelabros necesarios para las velas que ardían a los diversos santos que había en la casa; le daban su bocadito en un plato de loza de Puebla, y por lo común se regalaba en compañía de Comodina, y de aquí la amistad tan íntima entre la viejecita trapera y la perra vagabunda, que fue tan útil y esencial para la salvación de la criatura que la bruja Matiana arrojó a los muladares de la viña.

Nastasita, seguida de la perra, enderezó su camino hacia la atolería, y bien que la carga no fuese muy pesada, llegó fatigada. La criatura no chistaba cuando la destapó y la acostó en un petate, y al mismo tiempo refería brevemente a las molenderas lo que había pasado. Parecía muerta y apenas respiraba, y no era extraño, pues aunque hubiesen mediado pocas horas entre el robo de Matiana y el hallazgo de la trapera, bastaba eso y la emoción por el asalto de los perros; y obra de Dios fue que no le diese alferecía. Imposible de describir el sentimiento de esas rudas y buenas mujeres, que en su idioma mitad español y mitad indio, discutían los remedios que deberían hacerse. Una fue a buscar chinguirito a la vinatería de la esquina; otra a la botica, vinagre de los cuatro ladrones; otra, a pedir a la vecindad yerbas aromáticas; pero la que se había quedado dijo: —Lo que tiene el piltoncle es hambre y frío—. Y lo tomó en brazos, sacó un pecho grueso y denegrido, le exprimió una poca de leche caliente en la cara y le metió en la boca un pezón negro, gordo y estirado como tapón de una botella de champaña, arrullándolo y estrechándolo brusca y cariñosamente en su seno caliente y húmedo, por donde corrían con el sudor gotas del vapor del nixtamal y de la masa que estaba moliendo. Cabalmente el día antes había ingresado en lugar de otra en la gran fábrica de tortillas esa nueva molendera que estaba criando su último hijo.

—Y no había pensado en esto —dijo la viejecita trapera—. ¡Quién sabe cuántas horas estaría este angelito sin mamar! Prometo, si Dios le da vida, oír de rodillas cuatro misas, y esto que mis rodillas ya no me sostienen mucho. ¿Para qué lo salvé entonces? Dios lo ha de querer…

La perra, en el umbral de la atolería, sentada y con las orejas paradas y como escuchando, miraba con sus ojos inteligentes a la india.

La criatura, que en efecto tenía hambre, rechazó al principio el tosco pezón, pero concluyó por chuparlo, abrió los ojos y sonrió a la madre adoptiva; todo había pasado ya y para el niño no existía ni el recuerdo del peligro ni el sentimiento del abandono. Las demás indias volvieron con sus medicinas, se le desnudó, se le dieron friegas de aguardiente y de bálsamo y a poco, acostado en un rincón ahumado de aquel antro, dormía verdaderamente el sueño tranquilo de la inocencia. Comodina se marchó sin que nadie lo advirtiera.

En vez de ser una carga y una molestia, fue para la atolería un día de fiesta y de júbilo la llegada del pobre huérfano del muladar; la gente de México es así. La molendera, que ya era madre de dos muchachos y criaba al tercero, se constituyó en nodriza del recién venido.

¿Qué nombre le pondrían? ¿Estaría bautizado? ¿Quiénes serían sus padres? ¿Por qué lo tirarían en el muladar? Estas y otras cuestiones ocuparon a los habitantes de la atolería, hasta que oyendo la queda en la Catedral, consideraron que se habían desvelado, atrancaron su puerta y se durmieron.

Nastasita había encontrado en el cuello del niño un cordón con un relicario de plata, que instintivamente procuró conservar, por si algún día podía ser de utilidad al huerfanito. En lo que no se equivocó, como veremos más adelante.

En la primera ocasión que volvió a la casa del canónigo a entregar la ceniza, contó al portero la extraña historia que ya sabemos. No pasaron tres semanas sin que el canónigo estuviese enterado del suceso, aumentado por sus criados con milagrosas añadiduras. Quiso conocer al huerfanito y se dedicó a retener en su casa a la valiente Comodina, que había representado tan importante papel en ese lance que parecía más bien un verdadero milagro.

—Quizá esta perra —decía el canónigo— que no busca más que sus conveniencias, lo que quería era reservarse al chicuelo para comérselo ella sola, y por eso lo defendió hasta que llegó la viejecita trapera; pero ¡ca!, no es bueno hacer malos juicios de los animales, que al fin son criaturas de Dios; decididamente nos quedaremos con la perra y ya completaré su educación. Mañana que venga, la meten con engaños al cuarto vacío; ya se aquerenciará. En efecto, los criados a quienes se dirigía esta conversación, tan luego como llegó Comodina la llevaron mañosamente al cuarto, le pusieron allí su cazuela de caldo y otra de agua y la encerraron. ¡Que noche! Rascó la puerta, ladró, aulló, lloró, se enfureció y parecía que tres hombres maniobraban para romper la puerta. Ninguno durmió en la casa. Muy temprano mandó el canónigo que abrieran el cuarto y el zaguán. La Comodina, de un salto, se puso en la calle y echó a correr. En cuatro días no volvió, y el canónigo se preocupó tanto, que llegó a formar escrúpulos de conciencia pues hasta en las horas del coro pensaba en esta ocurrencia; pero el día menos pensado Comodina hizo una irrupción formidable con toda su familia. Cuadro cachorros gordos y bravos se lanzaron al patio brincando y ladrando, penetraron hasta las habitaciones de los perros de la casa, despertaron sus celos y se lanzaron los unos contra los otros, trabando una pelea horrorosa. El canónigo con su fuete, las criadas con los trapos de cocina, el portero con la escoba, todos tuvieron que intervenir y que poner orden, a lo que no poco contribuyó Comodina, que con sus ladridos y aun agarrando con la boca a algunos de sus hijos, logró que la obedecieran y dejasen tranquilos a los amos de la casa. El canónigo rio mucho del lance y por varios días no tuvo otra conversación con los amigos que solían formar su tertulia a primera hora de la noche. Uno de los hijos de Comodina, que tenía una mancha blanca en el pecho de la figura de un corazón, quedó instalado en la casa y los demás regresaron con la madre a su habitación solariega de la viña.

La viejecita trapera, un día que hubo aseado bien al huerfanito, lo llevó a la casa del canónigo. Era un muchacho bien amamantado por la primera nodriza que lo crió y mucho mejor por la segunda, que era muchacha, fea, greñuda, pero sana, robusta, con unos pechos bronceados, duros y grandes como los de una vaca inglesa y con una leche abundante y espesa, producto de la admirable gramínea que era la base de la alimentación de la gente de la atolería del Callejón de la Condesa. El canónigo quedó sorprendido al examinar al huérfano. Ojo negro y grande y ya sañudo, con una mirada fija y extraña para su tiernísima edad, pelo abundante, boca grande, labios gruesos y una naricilla audaz y remangada. Por aquel día, se limitó a hacer algunos cariños a la criatura y a dar a la viejecita cualquier cosa; pero así como se preocupó cuatro días con la ausencia de Comodina, más de ocho le duró la vacilación en que lo puso semejante visita. Examinó el relicario y concluyó por abrirlo, sospechando que no sólo en las novelas, sino en la realidad de la vida las criaturas abandonadas tienen o una señal en el cuerpo o una marca en su ropa o un papel atado en la faja. Apretó el conocido muelle del marco y entre las dos pastillas de cera bendita encontró un papel. «Está bautizado, deberá llamársele Juan Robreño; su padre es caballero militar; su madre de la primera nobleza de México. Dios lo ayude en su vida.» Así decía el papel que aumentó las dudas y la ansiedad del buen canónigo. ¿Se quedaría la criatura en su casa? ¿Lo daría a criar y educar por su cuenta a personas decentes? ¿Qué haría con él, pues parecía que Dios se lo había enviado?

Después de sufrir mucho se decidió a no cargar con el huérfano.

—El público y mis amigos, y mis hijas de confesión y mis oyentes en las iglesias, me toleran como una excentricidad el que tenga animales y los perros coman en mi mesa; pero si ven hoy un niño criándose en mi casa y mañana otro, no dirán nada bueno y tendrán razón. Dios no manda eso.

Tranquilo con esta resolución platicó de nuevo con Nastasita, persuadiéndola de que debía entregar al huérfano a la casa de Niños Expósitos, y aunque no era recién nacido, él se interesaría para que lo recibieran. La viejecita le rogó por todos los santos del cielo que le dejase la criatura, asegurándole que ella y las atoleras lo cuidarían mejor que en la cuna. El canónigo concluyó por transigir y le asignó una limosna de ocho pesos cada mes.

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