De por fuerza tenemos que pasar a otro lugar no muy distante, pero de seguro más raro y extraño que el Chapitel.
No era por cierto la viña del Señor, ni el lugar ameno donde las hojas de la verde parra trepan por los árboles y cubren las fachadas y los tejados de las casas de campo, proporcionando sombra y fresco en las calurosas horas del medio día y llenando el ambiente de gratos olores después de las lluvias del estío. Lo contrario de todo esto, y no se puede ahora creer cómo subsistió tantos años la viña sin causar la muerte de los habitantes de la Gran Tenoxtitlán.
Acabando de andar las seis calles del Reloj, que en tiempos antiguos se llamaban de las Atarazanas, y tomando el otro crucero paralelo, terminando el paseo, por las calles de Santa Catarina, Santa Ana y Puente Tezontlale, se encuentra uno repentinamente en un país no sólo desierto, sino desolado, tristísimo y asqueroso. Allá a lo lejos se divisan las torres y cúpulas de Santiago, la fachada ennegrecida de un edificio llamado el Tecpan, donde se asegura que estaban los más ricos mercados en tiempo de los reyes aztecas. A la izquierda, y como si estuviera muy lejana, aparecía la pequeña torre de la iglesia de los Ángeles, donde hay una imagen de la Virgen pintada en una pared de adobe, que se conserva todavía intacta, no obstante la humedad, lo cual la gente del barrio considera un milagro. Viniendo por el lado de Santa María, hay hasta cerca de la plazuela de los ángeles una acequia llena de lodo, y sobre la poca agua que tiene se producen diversas plantas acuáticas que abrigan infinidad de sapos, mosquitos e insectos. El resto de este vasto terreno es erizado, salitroso y color de ceniza, en la estación de calor soplan frecuentemente unos ventarrones con dirección a la ciudad, a donde llevan nubes de ese polvo, sucio y ardiente, y durante las aguas, en las depresiones del terreno se forman pequeñas lagunas y lodazales profundos, donde se atascan las carretas que vienen del interior cargadas de efectos, y tienen que transitar por allí para ahorrarse una gran vuelta, entrando por la garita de Vallejo. Los historiadores y anticuarios afirman que, en los días de la conquista, era lo más poblado, lo más alegre y lo más floreciente, tanto que formaba un reino, o por lo menos, una capital separada de México, que no se reunió a él sino al advenimiento de Moctezuma I o II; pero sea de esto lo que fuese, en el curso del tiempo, ya por falta de agua, ya porque impregnado el terreno de salitre era impropio para la cultura, las gentes fueron abandonando sus casas, que el tiempo y las lluvias se encargaron de destruir, y en la época de nuestra narración no existían más que ruinas, pero ruinas sin interés, sin tradición ninguna. Casas sin puertas; otras con los techos caídos; otras rajadas, como si las hubiese partido un hacha; y en las hendeduras de los adobes ennegrecidos, naciendo y colgando yerbas ordinarias y de mal olor, y todos estos restos que el vulgo llamaba paredones, esparcidos aquí y allá en medio de ese suelo fangoso e insalubre.
No sabemos ni queremos averiguar si fue un virrey, o un presidente o un ayuntamiento el que dispuso que se tirasen en ese lugar las basuras y los desechos más asquerosos de la ciudad, que ya tenía sin duda más de ciento veinte mil habitantes; pero el hecho es que así se ejecutó durante muchos años, y que más culpables y dignas de crítica son las autoridades que lo toleraron, que las que en su principio lo dispusieron.
Desde las ocho a las once de la mañana unos carretones pequeños tirados por una mula recorrían la ciudad, se detenían en el centro de una calle y tocaban una campanilla. Un momento después salían las criadas y vecinas atropellándose por llegar primero a entregar al carretonero un tompeate o un canasto lleno de cuantos despojos y basura habían reunido en los cuartos o viviendas. Así continuaba el carretón su corrida hasta que estaba copado y la mula no podía tirar. Muy despacio se dirigía a la viña, donde vaciaba lo que había juntado. Así se fueron formando pequeñas montañas y una especie de pueblecito con sus calles y veredas, hasta el grado de que a los que no estaban habituados, trabajo les costaba salir de ese inmundo laberinto si no acertaban orientarse por la primera torre de la ciudad que podían descubrir. No hay para qué decir que cuando soplaba un ventarrón, gran parte de la basura volvía a la ciudad.
La viña tenía su población especial, que se componía de traperos, pordioseros y de perros, y los suburbios o paredones eran habitados de noche por los matuteros y rateros que no tenían casa ni hogar. Ninguna persona del interior de la ciudad se atrevía a transitar por la viña después de las siete de la noche.
Los traperos esperaban todos los días sentados en la cumbre de esas pequeñas montañas la llegada de los carretones, y sin más instrumento que un palo o un clavo grande, escarbaban hasta encontrar pedazos de fierro, platos quebrados, trapos, zapatos viejos o cualquier cosa que les pudiera producir alguna utilidad. No era extraño que encontrasen cucharas de plata y alhajas que se apropiaban, pues ninguna obligación tenían de presentar a la autoridad esos objetos de valor. Los pordioseros no escarbaban la basura, sino que simplemente observaban si algo de lo que recogían los traperos les podía convenir y comprar al contado, y por un tlaco o cuartilla un sombrero, un pantalón o un par de mangas de chaqueta o la pierna de un pantalón. Si nada de esto encontraban, volvían a las puertas de las iglesias o a las esquinas a continuar mortificando a los transeúntes. Los perros, en tropel, peleando unas veces, en paz otras, recorrían las veredas, trepaban por los montones, escarbaban la basura con la desesperación que da el hambre, hasta encontrar un hueso o un armazón de gallina; pero concluyeron por fijar allí y en San Antonio Abad su domicilio y formar una colonia perfectamente organizada. Es curioso saber por qué.
El conde de Revilla Gigedo, que fue el gobernante por excelencia de la colonia, que quitó el muladar que había frente al palacio virreinal y que se ocupó hasta de los más insignificantes pormenores relativos a la policía, notó que existían en la ciudad muchos perros vagabundos, y dispuso que los zapateros pusiesen diariamente una cubeta llena de agua limpia en las puertas de su taller. Como los zapateros entonces, y aún muchos años después, tenían costumbre de trabajar en la puerta de su accesorias o en los zaguanes de las casas, fue muy fácil cumplir esta disposición, y los perros, privados de agua por no existir río ni corrientes accesibles cerca de la ciudad, tuvieron modo de aplacar su sed. Desde entonces se estableció esta costumbre y hoy mismo la siguen muchas personas. Para formar contraste con ese reglamento, se dictó otro en el curso del tiempo que condenó a una muerte cruel a la raza canina, y de la ejecución se encargó a los serenos. Al oscurecer, después de pasar revista delante del Portal de la Diputación, recibir su aceite y encender sus farolillos, armados de un grueso palo de encina se dispersaban por las calles de la ciudad y parecía un enjambre de vistosas luciérnagas; los que los observaban ir presurosos y resignados a tomar su puesto en una noche fría y lluviosa, no podían menos de concebir una cierta simpatía. Esas luciérnagas se convertían en unos animales más crueles que los que iban a matar. Hasta las once de la noche, el sereno, acurrucado en la puerta de una panadería y envuelto en su capotón azul, dormía profundamente. Concluido el teatro, cerrados los billares y cafés y retirada la gente a sus casas, quedaba el traidor enemigo de los perros dueño del campo. Dejaba su farol en medio de las cuatro esquinas, empuñaba su garrote y se deslizaba cautelosamente por las aceras. Encontraba un infeliz perro durmiendo descuidado en el quicio de una puerta, le asentaba un tremendo palo y le rompía las costillas o la cabeza. Si el animal no podía correr el sereno se encarnizaba y lo hacía allí pedazos; si corría, le lanzaba el palo con fuerza y le quebraba una pierna; y allí, tirado, indefenso, le daba a diestro y siniestro hasta dejarlo tendido en un charco de sangre. A los perros que transitaban pacíficamente en busca quizá de algún alimento que no habían encontrado en todo el día, les cabía la misma suerte; a veces solían escapar heridos y morían en los arrabales después de tres o cuatro días de sufrimientos. En varias noches se ponían de acuerdo cuatro o cinco serenos y, apoderándose de las bocacalles, se espantaban mutuamente los perros de modo que por cualquier lado que quisieran huir, recibían terribles golpes o heridas con un lanzón corto que llamaban chuzo, y era el arma reglamentaria.
La ciudad toda y por todas partes era turbada en las noches por lejanos ladridos de los perros que estaban fuera del alcance de la matanza, y por los dolorosos quejidos y aullidos de los que morían o quedaban heridos. Muchas noches era imposible dormir y las calles amanecían manchadas de sangre. A los serenos se les pagaba un real por cada perro que mataban, y a la madrugada cada uno, según sus obras, se dirigía a la Diputación arrastrando un racimo sangriento, deforme y horrible. Tendían los perros abajo de la banqueta para que el público se recrease con este agradable espectáculo, obra de los sabidos ediles y de los íntegros y celosos gobernadores de la ciudad, y no faltaba vez en que el regidor a quien tocaba manifestar su celo por la íntegra distribución de las rentas municipales, bajara a contar los cadáveres, seguido de una turba de muchachos y mujeres que lo veían con una especie de terror y como si él fuera personalmente el autor de toda aquella espantosa carnicería.
Los perros dilataron, en verdad, pero tuvieron que reflexionar para poner fin a este estado de cosas. Repentinamente desaparecieron; ni uno solo acostado en las puertas, ni uno solo transitando por las calles. En vano buscaban los serenos, ya en grupo de tres o cuatro, ya separados, un perro siquiera para dar testimonio de su celo y ganar el real. Tuvieron que contentarse con sus cuatro reales de sueldo y resignarse a dormir el resto de la noche, pues una vez que atizaban los faroles, ya no tenían ocupación ninguna, importándoles muy poco la seguridad de los vecinos.
Los perros resolvieron no transitar por la ciudad de noche. Hicieron sus habitaciones en la viña, cavando agujeros en lo más intrincado y recóndito de la basura, y lo mismo en San Antonio Abad, pasada la garita, aprovechándose de unos montones de tierra. En la mañana, la mayor parte se encaminaba trotando, corriendo con las orejas paradas y moviendo la cola, hasta las calles; allí hacían alto, olfateaban y se dispersaban a buscar su vida. El uno se metía en un figón y era obsequiado por los que almorzaban con un pedazo de pan o de carne, o con un puntapié, lo que era más frecuente; otro atisbaba con paciencia que se descuidase la vendedora para arrebatarle de su sartén un pedazo de chicharrón y corría; algunos tenían ya sus casas conocidas, donde las criadas o las amas les guardaban las sobras y se las ponían en el patio en una cazuela, y no tenían más que entrar y almorzaban caldo, huesos de gallina y ternera, garbanzos, pedazos de pan; vaya, como unos príncipes. Los más desgraciados recogían lo que podían en las calles y recibían tal vez una herida de un desalmado carnicero que de intento los dejaba entrar y le ponía la golosina de la carne; pero en obsequio de la verdad, otros de éstos, en vez de puñaladas les tiraban los pellejos y los huesos sobrantes; en cuanto al agua, no carecían de ella y sabían ya las puertas de los zapateros donde estaba la cubeta con el líquido cristalino y fresco. Era quizá el único goce cierto y sin riesgo alguno. Tan luego como oscurecía y observaban la luz de los faroles de los serenos, agachaban las orejas y unos hambrientos, otros repletos, otros heridos o maltratados, salían al trote de las calles de la ciudad y se dirigían a sus madrigueras. En las noches, en vez de los lastimeros quejidos de otros tiempos, se escuchaban lejanos ladridos amenazadores, y era que algún ladronzuelo descarriado ganaba con precaución un abrigo en los paredones.
La viña tenía fisonomía especial. Por la mañana, de las ocho a las once, presentaba un aspecto alegre, si alegría podía haber entre las inmundicias y residuos humanos; pero el sol brillante reflejaba sobre los tiestos de botellas y vasos rotos; los restos de legumbres que desperdiciaban las cocineras, recobraban con el sol su tinta verde, y las cúspides de aquella extraña serranía estaban llenas de muchachitos casi desnudos y de hombres que, vestidos de harapos y remiendos de colores, se destacaban desde lejos como si fueran los bocetos de un gran cuadro al estilo Díaz, y luego los carretones iban y venían, apostrofaban a sus mulas, reían y platicaban entre sí, como si fuesen las gentes más felices del mundo, y uno que otro arriero solía dirigirse por las orillas de este extraño lugar por si los burros encontraban para almorzar algunos rabos de cebolla u hojas de col. Después de las doce de la mañana todo ese rumbo quedaba desierto; ni perros, ni traperos, ni arrieros, nada; el sol, reverberando, calentaba las montañas que parece querían arder, y se comenzaban a desprender gases mortíferos y deletéreos que el viento se encargaba de introducir hasta los más ricos comedores de los desgraciados habitantes de la capital.
Entre las muchas viejecitas que concurrían a la viña había una muy metódica, muy callada y, hasta cierto punto, más bien vestida y aseada que las demás, que eran la imagen de la mugre y de la miseria. A las ocho oía su misa en Nuestra Señora de los Ángeles y se encaminaba en seguida a los basureros. Juntaba únicamente fierros viejos, llaves, tomillos, picaportes y ceniza. En el baratillo tenía ya los marchantes para la ferretería, y cuatro o seis casas donde entregaba la ceniza, limpia y tamizada, que servía para bruñir los candelabros y vasijas de plata. Esta viejecita, que se llamaba Anastasia y le decían seña Nastasita, estaba arrimada en una Atolería del Callejón de la Condesa.
La mentada atolería, porque tenía cierta fama en el rumbo, no obstante estar en el costado de la opulenta casa de los marqueses de Guardiola, presentaba el aspecto más desagradable. Era una accesoria que daba al angosto callejón con una acera donde apenas podía andar una persona de frente. El interior tenía un piso de vigas podridas, y el color de las paredes comenzaba desde el amarillo pálido hasta el negro cerrado; matiz como de panorama de infierno, que se comunicaba a las vigas torcidas y desiguales del techo, adornadas como de intento con espesas telas de araña. En un rincón, el brasero con dos comales, y al frente, en fila, cuatro indias con las camisas asquerosas, con los pechos colgantes y las cabezas enmarañadas, moliendo maíz y haciendo el atole y las tortillas. En el otro rincón, pocos trastos de barro y los petates de tule para dormir. En la noche se quedaban una de las molenderas, la dueña del establecimiento y seña Nastasita, la arrimada.
Quisiéramos terminar, pero quizá logremos que el lector se interese por esta pobrecita vieja que no deja de hacer un papel interesante en esta verídica historia. Señá Nastasita era sola, como si hubiese caído de la luna. Cerca de once años había estado de portera en casa de un licenciado en la Calle del Amor de Dios, habitando una covacha oscura y húmeda y manteniéndose con coser ropa de munición. Se le acabó la vista y quedó reducida al bocadito que por caridad le bajaban de la casa del licenciado. Era chupadita, de bajo cuerpo, encanijada, llena de canas, casi amarilla, y no tenía por cierto, motivos para engordar y tener buen color. El licenciado murió, la familia tuvo que dejar la casa, los nuevos inquilinos le dieron tres días de término para que desocupara la covacha; y después de once años de buenos servicios quedó, de la noche a la mañana, en las cuatro esquinas, sin tener ni con qué amanecer ni dónde dormir. Así sucede a cientos de gentes en México; pero Dios no abandona a los desgraciados. Nastasita no lloró, porque estaba ya seca y no tenía más que los huesos, ni maldijo la suerte, ni se quiso suicidar, sino que salió simplemente a ver qué hacía, y cómo, economizando, con un duro, que era su capital, podía comer algunos días. Vagando aquí y allá por la ciudad, al pasar por la atolería del Callejón de la Condesa le dio una corazonada; entró, compró tortillas, contó a la atolera su situación y le pidió un rinconcito. Así es costumbre entre la gente del pueblo, que jamás niega la hospitalidad y concede un rinconcito y parte su miseria con cualquiera, aunque jamás lo haya conocido. Esto constituye un arrimado o una arrimada. El gobierno no ha pensado en establecer casas de asilo ni para el día ni para la noche; pero en cambio, en los barrios de México todas las casas de los pobres son casas de asilo para los que son más pobres que ellos. La atolera, con la mayor naturalidad del mundo, le señaló un rincón limítrofe con las molenderas, y sólo le exigió que trajese su petate. En la noche, señá Nastasita abandonaba para siempre el agujero negro e infecto donde había vegetado como un hongo durante once años, y se instalaba en su nueva habitación. Ya se puede echar de ver que las herbolarias, a quienes creímos en lo más profundo de la escala social, vivían como unas reinas comparándolas con nuestra nueva conocida. México es así, y ya iremos entrando y recorriendo círculos tan numerosos como los del Dante y que forman un infierno, más terrible que el que le reservó el poeta florentino a la enamorada Francesca. Pedir limosna le fue imposible a la viejecita; pero como el peso duro iba mermando cada día a pesar de que sólo se mantenía con atole y tortillas, otra corazonada, al regresar de la iglesia de los Ángeles, la condujo a la famosa viña, logrando establecer el modo de mantenerse de la manera que ya se ha dicho.
Así iban días y venían semanas y meses, y Nastasita caminaba penosamente rumbo al sepulcro, pero contenta, bendiciendo e implorando siempre a las vírgenes de los Ángeles, de los Remedios y de Guadalupe; en fin, a las vírgenes de todas las advocaciones.
Un día, 11 de diciembre, tratando de hacer en el muladar un agujero con un palo, tropezó con algo resistente y sonoro que a poco brilló con la luz del sol. Eran una cuchara y tenedor de plata, probablemente del célebre doctor Codorniú, que perdía cada semana piezas de su vajilla. Al día siguiente, 12, creyó que era una obligación el ir a dar las gracias a la Virgen de Guadalupe, y caminó entre la turba por la calzada de piedra, si no descalza, a punto menos, pues su calzado viejo, pero de finísima seda negra, lo había encontrado en la viña pocos días antes. Rezó, bebió agua del pocito y regresó muy contenta con su ramo de álamo blanco. Al día siguiente, a la hora de costumbre y entusiasmada con el hallazgo de la plata, estaba ya trabajando en el declive de uno de los montones de basura, cuando llamó su atención, no tanto el ladrido de los perros, que se peleaban de una manera furiosa, sino el llanto y gritos lastimeros de una criatura. Se acercó con precaución, armada de su palo, y descubrió un niño con algunas manchas de sangre en la ropilla, que daba desgarradores y lastimeros gemidos; los ojos se le saltaban y con sus manecitas quería como luchar o defenderse de cuatro o seis mastines hambrientos que ladraban en su derredor y que no lo habían devorado porque se disputaban la presa y porque un círculo de zopilotes, gritando y rozando el suelo, tan pronto quería descender como se remontaba; en una palabra, trataba de participar del festín y espantaban a los perros con el zumbido de sus alas.
—¡Santísima Virgen de Guadalupe! —gritó la viejecita—. ¡Van a devorar y a hacer pedazos a esta inocente! ¡Qué crueldad de madres de tirar así a sus hijos! ¡El infierno y los diablos se las han de llevar!
Y así exclamando, blandía su palo y procuraba espantar a la jauría; pero tenía miedo de ser derribada y mordida, porque era apenas un poco más fuerte que la criatura.
La viejecita agonizaba; de su piel apergaminada y seca había brotado, por el susto y la pena, un sudor helado.
El niño gemía más dolorosamente y continuaba moviendo sus pequeñas manos para librarse de aquellas fieras que lo cercaban.
Un momento en que los zopilotes se elevaron formando su fantástico círculo, dos de los perros que se levantaron mordidos y sangrientos de la lucha con los otros, en vez de seguir peleando se lanzaron sobre el niño.
—¡Jesús! ¡Jesús me valga! —gritó aterrorizada la viejecita, y cerró los ojos; pero en el acto la misma angustia y la curiosidad hicieron que los abriese, notó que un perro amarillo fuerte y vigoroso, hacía frente y acometía a los demás, y apenas querían acercarse al niño, cuando daba un brinco, los derribaba en el suelo y volvió a su puesto.
Así pasaron cinco minutos, que parecieron siglos a la buena anciana.