XII. El esclavo blanco

El cielo vio abierto la viejecita trapera con el arreglo que hizo el canónigo. ¡Qué poco se necesita para la felicidad de ciertas personas! Desde el momento en que Nastasita se encontró al niño, cambió su vida; tuvo ya una ocupación, un objeto, un cariño que hiciera latir un poco su arrugado corazón, y recordaba con tristeza y hasta con horror los once años que estuvo metida en la negra covacha, esperando que los inquilinos entrasen después de acabado el Teatro Principal, para abrirles la puerta, y el resto del tiempo ociosa, triste, sola, crujida con el frío y la humedad del agujero donde tenía que estar metida por sólo mal comer.

Los ocho pesos del canónigo constituían un tesoro inagotable y la instalación en la atolería no fue difícil ni costosa. Con retazos de brin y unos mecates se hicieron dos hamacas, que se fijaron en las paredes de los rincones con unas gruesas alcayatas. Como lujo, un par de petates nuevos de Xochimilco, y dos frazadas ordinarias del Portal de las Flores. Con esto Nastasita y la india chichihua estaban como en un palacio. Una cuerda al alcance de las molenderas, ponía en movimiento las improvisadas cunas cuando las criaturas lloraban; pero la mayor parte de las veces no les hacían caso, y concluían por callarse, porque los hijos de los pobres y los huérfanos expósitos tienen el instinto del sufrimiento desde que nacen, así como los hijos de los grandes, de los ricos y de los reyes tienen el de causar molestias a todo el mundo. ¿Qué juguetes más finos y costosos había de comprar la pobre trapera para divertir al que llamaba ya su hijo? Apenas podía traerle de vez en cuando, de la velería, soldaditos de barro de a ocho por tlaco que chupaba, embarrándose manos y cara con la pintura, ganando no pocas veces un cólico que lo ponía a las orillas de la muerte, pero en la atolería estaba también la botica y todo lo curaban con el maíz, cataplasmas de masa en el vientre para el empacho, friegas con agua caliente del nixtamal para la calentura y jarros de agua de cabellitos como tisana y la aplicación de chorros del pezón negro de la nodriza por la boca, ojos, orejas y narices que lo sofocaban y le hacían volver el estómago, que eran el verdadero contraveneno, y la criatura marchita y caída como la flor a la que han estrujado y quebrado el tallo, a los dos días estaba sana y chillando tan fuerte que los vecinos no había semana que no reclamaran y amenazaran a las de la accesoria; y luego el bon Dieu tiene sus juguetes para los niños pobres, se sonríe con ellos, y esto basta para que estén contentos. La sonrisa del niño tiene algo que no es de esta triste vida; y a cierta edad, y cuando aparece lo que se llama razón, cesa y es reemplazada por la forzada risa de las cosas graves y serias de este mundo. Las arañas, incansables en el trabajo y que aprovechan las más insignificantes oportunidades, no tardaron en urdir su tela y formar un verdadero pabellón en la maraña de mecates con que aseguraron y formaron el mecanismo y movimiento de la cuna de las dos criaturas. A ciertas horas, las arañas comenzaban su tarea para reparar los desperfectos que había causado el aire, o cualquier accidente del día anterior, y así que afirmaban y reponían perfectamente sus hilos, se dedicaban a la caza de moscas, lo que allí no era nada difícil, y después a divertirse y divertir a las criaturas que eran como sus amigas y compañeras. Tejían su cuerda fuerte, se descolgaban por ella hasta cerca de la cara de los niños; apenas éstos movían sus manecitas para cogerlas, cuando remontaban rápidamente hasta su nido y allí, meneando sus ojillos salientes y como prendidas en la punta de un hilo, observaban la atolería. Si había muchos marchantes, ruido y tráfago que las pusiese en peligro, se encogían, se reducían a una bolita imperceptible y se ocultaban en lo más negro y espeso de las telarañas. En cuanto se establecía la calma, pasaba una mosca cerca o se paraba en la tela, de un salto prodigioso caían sobre ella, la apretaban con sus antenas el cuello, la amarraban con dobles hilos en menos de un segundo las alas, y dejándola prisionera para chuparle la sangre a su hora de almorzar, volvían a formar su cuerda y a descolgarse a la cara y a las manos de los chicos, aventurándose en ocasiones a parárseles por la frente sin pretender su sangre, pues eran menos supersticiosas que la bruja Matiana. Este juego se repetía y los dos muchachos, cuando no dormían, estaban callados y entretenidos. Nastasita atribuía esto al apacible carácter de su hijo adoptivo y no sabía que era uno de los juguetes que Dios regala a los niños pobres que viven en las miserables chozas. A ella le había dado también un pedacito de felicidad antes de llegar a la puerta oscura de la otra vida.

Día por día el humo del brasero criaba más hollín y ponía más negras las paredes; las arañas, incansables, no cesaban de urdir sus telas y formar pabellones no sólo sobre las cunas, sino por todas partes, y de aprisionar moscas, y bajo este aspecto eran una policía benéfica, pues disminuían las innumerables que volaban al derredor de las bateas y de los metates y descansaban confiadas en las enmarañadas cabelleras de las molenderas; las vigas del techo, calcinadas, daban traquidos amenazando desplomarse, y de las hendeduras del pavimento podrido se escapaban vapores mefíticos. En las noches se apagaba el carbón, se cerraba la accesoria y arrimaban los metates y los comales a un lado, y después de una frugal cena compuesta de una gorda untada de chile colorado y picante, y un tecomate de pulque, se acostaban en los petates, en sus rincones, la dueña de la atolería, la nodriza y la vieja Nastasita. En la estación del calor, por dos boquetes perforados en lo alto de las puertas, entraba, dizque a refrescar esta habitación cargada de miasmas deletéreos, el aire emponzoñado del inmundo caño del callejón. En los altos vivían los opulentos marqueses de Guardiola.

Y sin embargo de estos elementos contrarios a la vida, la viejecita se había repuesto, las atoleras gruesas y fuertes, los muchachos rollizos y sanos. O el clima de México es el mejor del mundo, y parece que es la verdad, o los habitantes de la atolería, se habían connaturalizado con la venenosa atmósfera que respiraban.

Así fue creciendo Juan Robreño (pues el canónigo había referido a la trapera parte del contenido del papel encontrado en el relicario), duro, tosco, resistente; una vez se quemó una mano en el comal; muchas veces cayó, ya en el umbral de la puerta, ya en una viga hundida; la cabeza con chichones, el cuerpo con morados y rozaduras, las narices y la boca con sangre y los labios partidos. El cuidado de la viejecita no era bastante; ella tenía sus quehaceres, como, por ejemplo, asistir al muladar, entregar su ceniza y fierros viejos, aparecerse por la casa del canónigo a cobrar la limosna, y pasear a veces con la perra Comodina, a quien quería también mucho, aventurándose con ella algunas ocasiones a los praditos de Belén. La india nodriza le daba su buena leche, y en lo demás no le hacía caso. Si se caía, lo dejaba en el suelo gritando de dolor, y ella seguía moliendo o tortillando. Ya más grande, con su calzoncito y su camisa de manta mugrosa, se le veía en la puerta de la atolería o junto al caño; algunos marchantes brutos solían darle un puntapié para quitarlo de la entrada donde estorbaba. El muchacho, mitad en español y mitad en azteca, les decía mil insolencias y les echaba agua del caño. Las criadas, por el contrario, solían darle un chavacano o un puñito de moras o capulines; entonces las acompañaba a la casa, llevándoles la canasta del recaudo o el manojo de velas.

A los diez años Juan sabía el azteca o náhoa tal como lo había aprendido de las atoleras, y el español como lo había oído a los cargadores de la esquina y a los borrachos de la pulquería vecina, que frecuentaba con motivo de comprar el licor para el consumo de la casa. Nastasita no sólo había decaído por los años transcurridos, sino por los cuidados que le ocasionaba un muchacho ya grande y voluntarioso a quien no podía sujetar ni atinaba a educar, puesto que ella misma ignoraba todo y no sabía más que rezar y oír misa. El canónigo no había dejado en ese largo transcurso de dar la mesada, y cuando solía ver en el patio a la trapera, le preguntaba por el huérfano y le instaba para que lo pusiese en una escuela; pero no pasaba a más, porque su delicadeza de conciencia y las muchas atenciones religiosas que tenía, predicando a veces cuatro sermones en un día, no le permitían ocuparse expresamente de él, concluyendo por olvidarlo del todo. Hacía la caridad como podía, y no estaba obligado a más.

La viejecita se resolvió un día a poner a Juan a aprender oficio, y no le costó poco trabajo; pero con ruegos y súplicas y haciéndole patente que no tenía con qué mantenerlo ni vestirlo, que ya era grande y necesitaba trabajar, logró persuadirlo a que se dejase entregar. En el tiempo a que nos referimos, y no sabemos si aún dura esta costumbre, los padres o deudos de los muchachos pobres los colocaban en la casa de un artesano para que les enseñase el oficio, y en cambio quedaban bajo el absoluto dominio del maestro, el que se rehusaba a recibirlos si no se los entregaban. El Estado, con sus fondos o con los especiales consignados a la institución pública, tenía colegios donde se enseñaba latín, lógica, metafísica, leyes, cánones y algunas otras materias tan útiles como esta última, para los que no abrazaban la carrera eclesiástica.

Ninguna enseñanza de idiomas, muy poca de ciencias, hasta que se estableció la escuela de medicina; y en cuanto a oficios mecánicos, no había un solo establecimiento donde pudiese la gente infeliz aprender algo para ganar su vida en la baja esfera en que la había colocado la suerte. Ya veremos, siguiendo un poco los pasos de Juan, cómo pasaban estas cosas y cómo debe tenerse por un verdadero prodigio el que en México, con este sistema negativo, se hubiese encontrado alguien que pudiese labrar un palo o hacer un par de zapatos. Así hemos estado de atrasados en las ciencias, en las artes y en los trabajos mecánicos, hasta que se estableció el sistema de instrucción pública exuberante en la enseñanza superior y mezquino y todavía insuficiente y exiguo en la primaria y en lo que se refiere a los oficios mecánicos, que proporcionan trabajo honesto a los pobres y goces legítimos a los ricos. Habiendo sido necesaria esta digresión, que el lector perdonará, pues no es de lo más propio para una novela, sigamos a nuestros personajes.

La pobre trapera hizo un esfuerzo supremo para comprar un vestido a su protegido. Camisa de manta, chaqueta y pantalón de pana, sombrero tendido de panza de burro. Era un lujo escandaloso; una madre no hubiera hecho más por su hijo.

Un día, repetimos, salieron por fin por esas calles de Dios a buscar un maestro cualquiera. Juan, entre resignado y contento, pues siempre alborota a los muchachos cambiar de posición, y la viejecita sacando fuerzas de flaqueza, arrastrándose más que andando a causa de sus callos y sus años. Eran dos desvalidos entre los más desvalidos de la ciudad; dos desheredados, entre los más desheradados de la tierra. Nadie los conocía, nadie los quería fiar, nadie quería echarse a cuestas un bodoque, una especie de salvaje criado en el lodo y en el polvo de las calles de México. Los pobres exigen no recomendación, pero sí conocimiento, y ya se ha dicho que nadie los conocía. ¿Qué oficio debería aprender Juan? Cualquiera. A él poco le importaba; la viejecita lo que quería era entregarlo, para descargo de su conciencia, para alivio de sus años y de sus fuerzas, ya que no la sostenía. Caminaron tres días de calle en calle; entraron en una zapatería: sobraban aprendices. A una hojalatería: sobraban aprendices. A una carpintería: sobraban aprendices. A una sombrerería: eran extranjeros y tenían aprendices extranjeros. No había salvación posible; todas las puertas estaban cerradas. Al cuarto día, cansada la viejecita y aburrido Juan, acertaron a entrar en una casa de vecindad de la Estampa de Regina, guiados por un rastro de astillas de madera, y se encontraron con que un hombre trabajaba en un torno. Le cantaron la misma canción que habían repetido tantas veces. El artesano ni les contestó, siguió trabajando y con la vista les hizo seña de que se marcharan; pero una mujer que estaba sentada cosiendo en el fondo del cuarto, se levantó y dijo algunas palabras al oído del que trabajaba con pie y manos; entraron ya en conversación, hicieron muchas preguntas a la viejecita, la obligaron a jurar que sólo vería al muchacho una vez por semana, y que jamás lo reclamaría, si no era pagando los gastos que hubiesen hecho para mantenerlo; en una palabra: un contrato de esclavitud, sobre el cual la Federación, la libertad, las logias yorkinas, el caritativo canónigo, el arzobispo y los doctores de la Universidad cerraron los ojos, continuaron cerrándolos muchos años, y los cierran todavía los ministros, diputados y senadores, como los cerró entonces, no sin que sus párpados se humedecieran, la desvalida trapera. Y quedó entregado, completamente entregado, es decir, esclavo blanco del ciudadano Evaristo el Tornero, el hijo de Mariana, el nieto del muy noble y poderoso señor don Diego Melchor, Gaspar y Baltasar de todos los Santos. Caballero Gran cruz de la Orden de Calatrava, Marqués de las Planas y Conde de San Diego del Sauz.

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