XX. Delirio

Una vela de sebo que había quedado sobre el brasero, alumbró tristemente el resto de la noche el cuadro de desolación y de horror que presentaba el taller. Evaristo, por una extraña alucinación producida por la mezcla del pulque con los licores reforzados con alumbre y otras sustancias venenosas, al herir a Tules hundiéndole el instrumento en diversas partes de su cuerpo, pensaba destruir una cosa, para poseer otra: quería aniquilar a Tules para que inmediatamente la reemplazase Casilda, a la que en verdad no había vuelto a encontrar; así al vomitar su boca alcohólica y sangrienta atroces injurias contra su mujer, mezclaba el nombre de Casilda y refería las escenas secretas y escandalosas que tanto se habían repetido mientras estuvieron unidos en su casucha en San Ángel. Creía tener a las dos mujeres delante de él; y así como arrojó a la calle a Casilda dándole una paliza, para casarse con Tules, en esos momentos trataba de acabar con Tules para volver a echar el brazo al cuello de Casilda; y entre él y estas visiones se interponía Juan el aprendiz levantando sobre su cabeza una larga y afilada sierra; así, loco, frenético, profería palabras incoherentes, buscaba instrumentos, trozos de madera, martillos para destruir, para herir, para triunfar de estas visiones amenazadoras, para hacer desaparecer el sillón de terciopelo rojo oliendo a incienso y a iglesia, y que como escudo había libertado al muchacho de ser asesinado.

Evaristo, al caer beodo y herido por el golpe que le asestó Juan y agotados los últimos esfuerzos de sus nervios excitados por la bebida, tendió los brazos al aire, creyendo estrechar a Casilda y dio sobre Tules, y la boca impura y sucia del bandido quedó pegada a los labios fríos y descoloridos de la pobre muerta, de donde acababan de salir dolorosas palabras pidiendo misericordia al asesino y encomendando su alma a Dios.

Quién sabe cuántas horas permanecieron al parecer confundidos y estrechados en supremo abrazo el asesino y su víctima. La triste vela de cebo arrojó sus últimas e indecisas luces, y quedó en la oscuridad y en el silencio esa lúgubre escena, como si Dios, horrorizado de la depravación del hombre que hizo a su imagen y semejanza, hubiese querido, aunque fuese por un momento, echar un velo sobre ese negro crimen. A poco, los rayos primeros de un sol espléndido entraban por dos anchos círculos que, para darle ventilación y luz, había en lo alto de las puertas del taller.

Juan, envuelto en las astillas, en los trozos de madera tallados, en los modelos de cartón que servían al hábil tornero para sus esculturas, había permanecido inmóvil y como muerto detrás del milagroso sillón, que olía a incienso y a iglesia, y que estaba resquebrajado y hecho trizas por los golpes furiosos de Evaristo. Al tratar de guarecerse detrás del sillón, y ésa fue quizá su fortuna, cayó y dio su cabeza contra el banco, y la emoción y el golpe lo privaron del sentido. Repuesto ya, se incorporó, se limpió los ojos muchas veces, sin cesar de mirar hacia donde estaba el grupo sangriento, y con los cabellos erizados y las manos crispadas, mientras más miraba creía que era presa de una horrible pesadilla. Juan se había acostumbrado a la miseria y a la accesoria ahumada y mefítica de la atolería del Callejón de la Condesa; pero la mansedumbre de la vieja Nastasita y la bondad de las indias rústicas que molían y trabajan todo el día, enseñando con sus naturales risas las hileras de sus blancos dientes, le habían en otro tiempo proporcionado, en medio de su orfandad, una cierta felicidad; pero una escena de sangre, de violencia y de frenesí como la que tenía delante de sus ojos, le producía sensaciones encontradas de terror y de tedio que él mismo estaba en la imposibilidad de clasificar. Por fin, sin darse él mismo cuenta, sino que por el solo impulso de sus nervios, se levantó resueltamente, cogió un hacha que tenía junto y se acercó al grupo espantoso. Evaristo roncaba como si estuviese ahogándose; a ocasiones se revolvía, haciendo un esfuerzo para ponerse en pie, abría grandes sus ojos y giraba su mirada al derredor del cuarto, después caía de nuevo como anonadado y agotadas sus fuerzas sobre el cadáver de Tules.

El primer impulso de Juan fue levantar el hacha y hacer mil pedazos la cabeza de su maestro. Era el momento, no de la venganza, sino de la justicia. Allí pagaría los golpes, las humillaciones, el hambre que le había hecho padecer sin enseñarle en compensación ni aun los primeros rudimentos del oficio, empleándolo sólo, como si fuese una bestia bruta, en dar vueltas al torno; pero esto no era nada; su maestra, su pobre maestra que lo había querido como a un hijo, que por defenderlo se echaba encima a cada día las iras del marido; su maestra tan buena, tan joven, tan bonita, estaba tendida nadando en su sangre, que aún brotaba de los muchos agujeros que Evaristo le había hecho con el formón. E la hora y la oportunidad propicia para el castigo; pero en esos momentos Juan deseaba que el tornero se levantase y lo reconociese, que tomase otra hacha y entonces entablar una lucha a muerte hasta hacerse pedazos, hasta formar una especie de escultura con sus carnes, como se formaban en los trozos de madera. Juan removía fuertemente a Evaristo con el pie y se inclinaba tomándole los brazos para ayudarlo a levantar y que comenzara la pelea… pero nada; Evaristo volvía a caer como un cuerpo muerto y azotaba sus dos brazos contra el enmaderado del cuarto. Repentinamente vino a Juan una idea. Si yo mato al maestro, de seguro que un día u otro que me cojan, todas las vecinas atestiguarán que yo he matado también a la maestra, y aunque lo niegue, nadie me lo creerá, y eso sí que sería para mí peor que la muerte…

Juan cesó de remover y de incitar a la lucha a Evaristo, dejó caer el hacha de sus manos, miró la cara pálida de su maestra, donde aún se reconocía la mansedumbre y la bondad, y comenzó a derramar silenciosas lágrimas.

Después de un rato se limpió los ojos con la manga de su camisa, tomó un jarro del brasero, abrió con cuidado la puerta, la cerró tras de sí de la misma manera, diciendo: «¡Mi pobre maestra, mi pobre maestra!», y atravesó el patio como lo tenía de costumbre todos los días, con su traste en la mano para buscar la leche que servía para el desayuno.

El sol había salido ya, la casera barría el frente de la calle, las vecinas entreabrían las puertas de sus cuartos, salían a hacer su compra o regaban el patio con el agua del pozo; todo estaba en la mayor calma; el día claro y despejado, la mañana, fresca. Nada anunciaba que en esa casa tan tranquila hubiese pasado pocas horas antes un horroroso drama.

¿Evaristo, con cierta conciencia de lo que pasaba, vio al aprendiz con el hacha levantada, tuvo miedo y continuó fingiendo que aún estaba borracho? ¿O lo estaba efectivamente todavía, hasta que llegó el momento en que, disipada la influencia del pulque, volvió en sí de su sangriento delirio? Eso es lo que quizá no podría explicarlo él mismo; pero el caso fue que poco a poco se sentó, después se puso en pie, se agachó y tomó el instrumento que el muchacho había dejado abandonado.

—¿Se iría ya? ¿Estará escondido acechándome para matarme? ¿No lo vi delante de mí con el fierro levantado para matarme, cuando estaba yo tirado e indefenso? ¡Canallas! Canallas todos éstos, como decía el conde; si lo hubiese yo medio matado a palos antes, no habría ahora un testigo contra mí, para perderme.

Evaristo se acercó con cierto miedo y el arma levantada, al sillón del abad que olía a incienso y a iglesia, y lo removió. El sillón dorado de terciopelo rojo, hecho ya trizas, cayó con cierto estrépito como si hubiese sido también una víctima inmolada al furor alcohólico del artesano… de Juan nada… Evaristo removió astillas, tablas, trozos de madero… nada… el aprendiz se había largado… iba a denunciarlo, no tardaría en volver con el alcalde y con los soldados del cuartel cercano… no había tiempo que perder. ¿Qué hacer, cómo salir cubierto de sangre por el patio de la casa y por las calles? ¿Adónde iría? Al monte de Río Frío. No le quedaba otra salida. ¿Pero la manera de hacerlo?

Evaristo pensó en el carnero, en el Consentido, como le llamaba Tules y las vecinas, que lo querían mucho, y cuando estaba amarrado en el patio le hacían caricias y le daban pedacitos de pan en la boca. Matarlo, no había más remedio; así podría salir al patio con las manos y la camisa manchadas de sangre, presentarse ante las vecinas y convidarlas un trozo para hacer una fritanga. Se le ofrecía otra dificultad. ¿Y el cadáver de Tules? ¡Oh! eso era fácil; enterrarla debajo de las vigas. Un día o dos podían pasar así las cosas y mientras él ganaría el monte de Río Frío. Llegado allí, estaría salvado; encontraría sin duda otros criminales como él, y el monte era inexpugnable. Los soldados se contentaban con pasear por las orillas del camino real y jamás habían penetrado en su espesa arboleda; ¿pero si el aprendiz venía antes con el alcalde? Entonces era hombre perdido… De todas maneras, matar al Consentido era cosa resuelta; él tenía que salir a sacar agua del pozo para lavarse, y esto no lo podía hacer sin pretexto… Después de matar a la mujer buena y honrada, tenía que sacrificar al inofensivo cordero.

No sé si a algunos animales les está concedido el alivio de las lágrimas; pero de lo que estoy seguro, por una serie de observaciones, es que el carnero es un animal que parece que sabe el destino que tiene de ser inmolado diariamente para el alimento del animal voraz que se llama hombre; que tiene un horror muy marcado por la sangre, y que, cuando está seguro de su muerte, sus grandes ojos oscuros tienen una mirada tan suplicatoria, tan triste, que seguramente cualquier persona de corazón delicado preferiría comer otra cosa que personalmente matar a tan inocente criatura de Dios.

El Consentido estaba, como quien dice, acostumbrado a las escenas que pasaban en la tornería; lo mismo que las vecinas, que ya no hacían caso y se limitaban a compadecer a Tules. Voces, gritos, bancos tirados unos sobre otros; instrumentos de acero chocándose entre sí, todo esto era común y diario, ya porque el maestro disputaba con un tapicero, ya porque reñía a Tules, ya porque castigaba al aprendiz. El borrego se limitaba a agachar la cabeza, pues ya le habían dado de rechazo algunos zoquetes de madera en la frente; o si estaba suelto, salía como disimuladamente al patio, hasta que, aplacada la tormenta, Tules lo llamaba para darle de comer.

En la noche de la catástrofe, el carnero seguramente notó algo extraordinario. Cuando Evaristo con sus fuertes pasos, con sus juramentos y tirando muebles y maderas hizo casi temblar el taller, el carnero agachó la cabeza y la ocultó en el hueco del banco en que estaba amarrado; después que volvió todo al silencio, la sacó poco a poco y clavó la vista en su ama tirada en el suelo en el lago de sangre. ¿Es que el animal tenía idea de que la que le daba de comer, lo peinaba, le daba besos en su hocico limpio y untuoso estaba muerta? ¿Quién sabe lo que pasa a los animales que del estado natural y salvaje vienen a vivir en la sociedad de los hombres? Creo que se opera en ellos, aun en los menos avisados, una transformación completa. Entienden el idioma, tienen quizá aunque sea una idea de lo que pasa en las casas; se alarman con los ruidos, se animan con la música y la alegría; vienen a formar parte de la familia.

El cordero, el tímido cordero, querido y consentido de Tules, toda la noche estuvo temblando y no despegó sus grandes ojos negros, profundamente tristes, del grupo sangriento que estaba junto a él.

Evaristo, sombrío y terrible, desató al borrego, buscó un arma aguda; pero el animal, aterrorizado, dio un salto y fue a caer sobre el cadáver de su ama. El golpe que Evaristo le había tirado hirió sólo el aire…

—Hasta el borrego se resiste —gritó furioso—; su lana está manchada con sangre y será una prueba; no puedo dejarlo vivo… el maldito aprendiz no tardará en venir.

Y tiró otra puñalada al borrego, tan inútil como las otras. Entonces se entabló una especie de lucha. Los golpes se amortiguaban en la esponjada lana… ya era mucho; el aprendiz estaría quizá en la puerta con el alcalde… Evaristo quiso salir de esta situación; tomó una pesada garlopa y acertó un golpe tremendo que partió la frente del carnero, el que cayó medio muerto sobre el cuerpo de Tules.

—Bien —dijo Evaristo por ese lado he concluido; pero no hay que descansar—. Como mejor pudo se limpió la sangre de la cara y barbas, mudó la camisa y las calzoneras del San Lunes por otras viejas que usaba para trabajar, entreabrió con precaución la puerta, y salió al patio arrastrando al carnero moribundo y que aún entreabría sus tristes ojos, y lo acabó de matar en el patio.

—¿Pero se ha vuelto usted loco, don Evaristo? —le dijeron las vecinas que ocupaban un cuarto frente al suyo—. ¿Qué ha hecho usted… matar al Consentido que tanto quería doña Tulitas? ¿Cómo lo ha permitido?

—Más dolor tengo yo que ella, que se fue muy temprano para no presenciar la ejecución —contestó el tornero con una tranquilidad aparente—; pero ¿qué quería usted que hiciera? Anoche, y tal vez oyeron ustedes el ruido, se le enredó el mecate, tiró del banco de encino, se lo echó encima, y se le quebraron las dos manos; no había más remedio que matarlo para que no padeciera.

—¡Qué desgracia! —dijeron otras vecinas que habían oído el cuento, y salieron al patio a la curiosidad—. ¡Tan manso, tan gordo y limpio como lo tenía doña Tules! Pero la verdad ha hecho usted muy bien, maestro.

—Ya les convidaremos, y comeremos unas tripitas y una barbacoa —les contestó continuando su trabajo de asesino y sacando los intestinos y dentros de la víctima.

Las vecinas no pusieron ya más atención y continuaron sus quehaceres, agradeciendo mucho que les participase de la carne y ofreciendo ayudar a doña Tules a guisar el pecho, las piernas y las tripas.

Evaristo dejó la zalea y los trozos del cordero en el patio, entró, cerró la puerta y procedió al entierro de la muerta. Despejó el suelo, levantó con facilidad las vigas y arrastró dentro del zócalo el cuerpo, lo cubrió con el aserrín y los palos sangrientos, aplanó todo con los pies, volvió a poner en un mediano orden el taller y disimuló como pudo las manchas de sangre que había aquí y allá; y lavándose y limpiándose cuidadosamente, hasta cerciorarse de que no tenía manchas visibles, se puso el sombrero, el jorongo, un puñal en la cintura y el dinero que tenía en el baúl; salió del taller y al pasar por el cuarto de la casera le dijo:

—Óigame, doña Miguelita, si el aprendiz, que se fue de madrugada por la leche, vuelve, dígale que me espere en el patio. Voy un momento a casa de mi compadre; mientras le dejo a usted la llave. No se la dé usted más que a Tules, que volverá muy pronto.

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