Glorioso, magnífico, espléndido para los artesanos de México, no tienen durante la semana otra idea, otro pensamiento, otra ilusión. Desde el martes, los días de la semana le parecen una eternidad; y sin embargo, trabajan y trabajan, velan y se fatigan, y se cortan las manos con los instrumentos y hacen los más grandes esfuerzos para entregar la obra el sábado o domingo, y todos estos sacrificios, todos estos afanes son porque de llegar tiene el glorioso, el suspirado San Lunes. ¡Quién piensa en el porvenir! ¡A quién le ocurre echar en una alcancía un poco, una mínima parte del jornal para que tengan siquiera que comer durante tres o cuatro días! ¿Comprar unas enaguas a la mujer buena y fiel que vela por el marido, que le lleva de comer cuando está preso, que sube y baja llorosa, con su rebozo en los ojos, las escaleras de la Diputación para conseguir, si no hay otro modo, a costa de un momento de olvido la libertad del marido? Ni pensarlo, mucho menos. Los hijos andan sin zapatos, no pueden ir a la escuela porque no hay cuartilla para comprarles en casa de Abadiano un silabario y una tabla de cuentas; el casero toca la puerta, y no hay para pagarle la renta; la accesoria sin una silla; todo dado al diablo; pero ¡cómo ha de ser de otra manera! Es viernes ya ¡gracias a Dios! San Lunes está cerca, es necesario sacrificarlo todo por este día sagrado que los artesanos mexicanos observan con más exactitud que los musulmanes el Ramadán. Sólo que entre los asiáticos es el ayuno, y entre los americanos la hartura, la indigestión y la crápula.
El domingo suele el artesano que no ha concluido la obra, trabajar medio día para entregarla a las doce y cobrar su precio o percibir el resto de su raya. Algunos se quedan en su casa, se tiran en su petate cansados y fatigados del trabajo, se estiran, se revuelcan para hacerse ellos mismos una especie de masaje, que vuelve a las coyunturas cansadas su elasticidad, y concluyen por dormirse. Otros, los más arreglados y hombres de bien, ayudan a la mujer a peinar a los muchachos y salen muy planchados y limpios a la misa de doce en la parroquia; regresan, sacan sus sillas al patio de la casa de vecindad y se sientan al sol, a platicar con los vecinos. A la tarde, como buenos padres de familia, van a la maroma de la calle de Arsinas o a los títeres o entremeses del teatro de Alconedo; pero siempre hay algo secreto y reservado entre ellos y la familia, y es el San Lunes. Guardan lo que pueden de dinero, se marchan de la casa a escondidas, porque las mujeres o las queridas se oponen generalmente a las festividades de San Lunes, y regresan las más de las veces heridos o contusos, sin un ochavo en la bolsa, si no es que van a pasar la noche a la Diputación.
No hubo modo de impedirlo. Evaristo se fue a la barbería, lo desmelenó un poco el maestro, lo rasuró, le arregló ya unas crecidas y revueltas patillas negras, y de regreso a su casa se vistió sus calzoneras de paño azul con botonaduras de plata, que a todo trance conservaba, lo mismo que el jorongo de Saltillo, y calando su sombrero jarano lleno de toquillas y chapetas de plata con remates de oro, se dispuso poco antes de las doce del día a salir de la casa.
No hubo modo de impedirlo.
—Mira, Evaristo —le dijo Tules con una voz que hubiera ablandado a cualquiera que no fuese el tornero—, no vayas por esos barrios a tirar tu dinero con amigos que no hacen más que gastarte lo poco que tienes. Mejor sería que nos fuésemos a pasear a la Villa de Guadalupe; tomaremos un coche de sitio, almorzaremos allí bien, y en la tarde, con la fresca, nos volveremos poco a poco a nuestra casa, muy quietos y en paz de Dios.
—Tú no tienes más diversión que la Villa de Guadalupe para meterte en la iglesia y no salir hasta que te echa el sacristán, y luego ¡qué almuerzo!, un mole aguado con la manteca cruda por encima. Ya sabes, a mí me gustan las enchiladas picantes y la sangre de conejo.
—Eso es lo que precisamente me da miedo, la sangre de conejo. Ya sabes que ese pulque es muy traicionero, se sube a la cabeza, y el hombre que se emborracha es un loco, no sabe lo que hace; además, lo poco que me has dado en la semana se me acabó ya y esta noche no tendremos qué cenar. Tú no quieres que yo vea a doña Agustina; ella me daría o me prestaría de seguro dinero y se lo iríamos pagando poco a poco.
—Siempre me sacas a esa maldita vieja de doña Agustina, que me repatea y se me sienta en la boca del estómago.
—Yo no te saco nada; te digo tan sólo que de veras, con tres cuartillas que me quedan, no puedo hacer la cena. Tampoco quieres que empeñe nada.
—¿Me pides cuentas? No faltaba más; yo trabajo lo que me da la gana, y tiraré mi dinero también en lo que se me dé la gana, y no me muelas con la Virgen de Guadalupe, ni con doña Agustina, porque ya sabes que tengo malas pulgas y no aguanto ni al alma de mi madre.
Buenas pruebas tenía Tules de que no aguantaba pulgas el tornero, pues tenía sus blancos y gordos brazos llenos de cardenales morados; pero sin hacer caso de sus repostadas y amenazas, con una vocecilla suplicante, le dijo:
—Mira, Evaristo, no quiero que te enojes, y ya veré cómo me compongo con la cena. Lo que quiero es que no salgas a hacer San Lunes. Te vuelvo a rogar; el corazón me dice que algo va a suceder; no vayas.
—¿Sucederme algo? Si no hay quien me complete a mí, y ya se me iban quitando las ganas de salir, pero sólo porque tú no quieres he de salir y saldré y tres más, y haré mi santa voluntad y tiraré el dinero, que para eso trabajo, y cena tú o no cenes, lo mismo me da.
Y Evaristo al decir esto, miraba malamente a Tules y sonaba en sus bolsillos los pesos y la moneda menuda que tenía.
—Te lo ruego por Dios, Evaristo —volvió a insistir Tules.
No hubo medio. Evaristo se abrochó las calzoneras, se enredó una banda de burato encarnada en la cintura, se caló el pesado sombrero jarano lleno de adornos de plata, se puso el jorongo en el hombro izquierdo y salió de la tornería sin dirigir la vista a Tules que quedó anonadada, y lenta y silenciosamente continuó lavando el tinajero y arreglando unos cuantos vasos y cubitos dorados de cristal.
Al desembocar una calle apartada del centro de la ciudad, llena de hoyos y de piedras, y por donde corre un caño de aguas negras y espumosas, formada de uno y otro lado de casas de vecindad, las unas de color de rosa, otras amarillo, otras morado y renegrido, imitación detestable de mármol, pero todo ello viejo, deslavado, cayendo en costras como dejando descubierta su fea epidermis de adobe, o de pedruscos sueltos y mal encadenados, asomando en los zaguanes chicuelos medio desnudos, con las greñas enredadas en fragmentos de pambazo y con bigotes de champurrado o de mole del día anterior, se divisa un gran cobertizo o jacalón con un techo de tejamanil, que el tiempo, las aguas y el sol se han encargado de ennegrecer y de imprimirle un aspecto siniestro. Este techo torcido e irregular donde penetran las lluvias, descansa en vigas mal trabadas y en unos trozos de árbol mal pulidos, enterrados en un pesado zócalo de piedra que sirve también de asiento y descanso. El pavimento es de tierra negra, y los cuatro vientos entran y salen, arrojando, cuando son impetuosos, el polvo, las basuras, los desechos de los almuerzos y fandangos populares.
Pero el fondo de ese extraño edificio, que más bien parecía olvidado allí desde los tiempos anteriores a la Conquista, tenía algo de claro y de alegre que contrastaba con la triste desnudez del resto. En el centro de una pared blanca que lo cerraba enteramente por ese lado, estaba colocado un gran marco con la imagen de un San José muy mal pintado al óleo, adornado con flores coloradas y blancas de papel, industria muy conocida de los comerciantes del Portal de las Flores. Todo el ancho de la pared, ocupado con grandes tinas llenas de pulque espumoso, pintadas de amarillo, de colorado y de verde, con grandes letreros que sabían de memoria las criadas y mozos del barrio, aunque no supieran leer: La Valiente, La Chillona, La Bailadora, La Petenera. Cada cuba tenía su nombre propio y retumbante, que no dejaba de indicar también la calidad del pulque. Algunos barriles a los costados, una mesa pequeña de palo blanco y varias sillas de tule. El suelo estaba parejo, limpio y regado, y esparcidas hojas de rosa. El domingo era día clásico. El lunes lo era más, se podía decir de gala.
Tal era la antigua y afamada pulquería de los «Pelos».
Afamada por sus pulques, que eran los mejores y más exquisitos de los Llanos de Ápam; afamada por la mucha concurrencia diaria, mayor el domingo y en toda su plenitud el lunes; y afamada, en fin, por los muchos pleitos, heridos, asesinatos y tumultos.
El tornero, arrogante y erguido, entró por el extremo opuesto; atravesó todo el espacio hasta llegar al tinacal.
—Qué solo está esto, don Jesús, y ya es tarde. ¡Qué diablos habrá sucedido con la gente! ¿Algún sermón del padre Pinzón los habrá acobardado? —dijo Evaristo al jefe o encargado del tinacal.
Don Jesús era un hombre alto, fuerte, muy gordo, con las narices rematando en una media bola de color de fuego, donde se veía uno tentado de encender un cigarrillo; patillas muy negras, espesas y cerdosas, cortadas al estilo de los toreros andaluces, cejas juntas y ojos chicos y maliciosos; estaba en pechos de camisa, con un calzón ancho de pana azul; y entre la banda negra que le daba dos vueltas a la cintura, atravesado un ancho belduque con su vaina de cuero amarillo. Cerca de él saltaba, haciendo muecas y farsas, el jicarero, que era un muchacho como de veinte años, de la raza indígena, que le llamaban Garrapata, y dos chicuelos más para hacer los mandados que se les ofrecían a los parroquianos.
—Ya irán viniendo, don Evaristo —contestó el pulquero sacudiéndole la mano— en cuanto lleguen los músicos y las almuerceras ya me lo dirá usted.
—Es que vengo dispuesto a rifarme con los guapos.
—Mejor haría usted, don Evaristo, con darme la mitad de su dinero y guardarse la otra mitad, porque no hay lunes en que no pierda lo que trae en la bolsa. No sé qué clase de mano tiene usted que hace milagros en el torno, pero nunca puede echar la teja en medio de la rueda.
—Ya nos veremos hoy.
—Es que tendrá que habérselas con algunos muy listos. No dejarán de venir hoy el tuerto Cirilo, Vicente La Chinche y mi tocayo Chucho El Garrote. Llegaron de tierra adentro la semana pasada, y vienen muy habilitados.
—¿Y cómo?
—Allá lo saben ellos. Ya me conoce, don Evaristo; no me gusta saber vidas ajenas. El día que me metiera a chismoso no duraba dos días en este sitio, y de veras acababa la pulquería de los «Pelos».
Estando en esta conversación se presentaron tres ciegos conducidos por un muchacho. El uno con un gran guitarrón y los otros con sus bandolones. Las almuerceras llegaron al mismo tiempo, establecieron sus anafes y una indita tortillera comenzó a moler y a echar tortillas calientes.
Una hora después los bandolones rasgaban un estrepitoso jarabe, las frituras de longaniza y carnitas saltaban en las cazuelas, y el maíz molido, el chile y el pulque producían una mezcla de aromas indefinibles, embriagadores para los concurrentes, pero repugnantes y nauseabundos para los que no estaban acostumbrados. La concurrencia fue aumentando de hora en hora, y al mediodía el espaciosos jacalón estaba completamente lleno. Artesanos con sus camisas muy limpias y encarrujadas, sus pantalones de coleta amarilla o de pana, sus sombreros nuevos, más o menos adornados. Los unos con chaqueta, otros en pechos de camisa; alegres, listos, con sus fisonomías trigueñas, sus ojos, barba y pelo negro, y en lo general inteligentes y simpáticos. No dejaba de estar matizado este cuadro con el aspecto de limosneros andrajosos y de indios pobres, tristes y enredados en una sucia sabanita de jerguilla, recargados como si fuesen unas estatuas, contra los toscos pilares del jacalón.
No tardaron mucho en reunirse los grupos de conocidos. Unos se sentaron en la tierra húmeda, junto a las almuerceras, y comenzaron con un placer que les salía por los poros del cuerpo a mascar los tacos de chorizos y camitas; otros a sopear el mole verde con las quesadillas acabadas de freír; otros establecieron sus partidas de rayuela. Cerca de las tinas, ocho o diez mujeres de zapato de raso, pierna pelada y enaguas anchas y almidonadas, cantaban y zapateaban un jarabe, alternando con versos picarescos, y los bandolones y el guitarrón, al acabar el estribillo, se hacían casi pedazos; risas, aplausos, cocheradas, palmoteos, gritos, cuantas formas de ruido se pueden hacer con las manos, tantas así salían del grupo difícil de penetrar que rodeaba a las bailadoras.
Don Jesús, con su largo belduque en la cintura, daba vueltas, recorría su gran jacalón, como imponiendo miedo y orden con sólo su presencia. Dos aguilitas almorzaban muy tranquilos, sentados junto a un pilaron, con su larga espada entre las piernas.
Repentinamente el tornero separó con manos y codos a los que le estorbaban el paso, y cayó como del tejado en medio del círculo; encarándose con una bailarina, muchachona de no malos bigotes, se puso las manos tras la cintura y comenzó a pespuntear un jarabe que le valió los aplausos de la rueda, que se propagaron por toda la pulquería. Evaristo había comido una quesadilla y bebido medio tecomate de pulque. Estaba alegre y nada más.
Cuando los dos que formaban la pareja de jarabe, cansados y goteándoles por la figura el sudor, apenas podían mover los pies, la música cesó y los ciegos voltearon sus instrumentos, los colocaron junto a sus sillas y pidieron a Garrapata una jícara de pulque. Los ciegos, en los fandangos populares de México, son los bastoneros, y cuando se fastidian de tanto rascar los bandolones cesan, y no hay modo de volverlos al orden hasta que no han bebido o comido algo.
Evaristo se limpió el sudor con la manga de la chaqueta, sin más ceremonia echó el brazo al cuello de su compañera, y haciendo a un lado con el codo y con el pie a la multitud compacta que lo rodeaba, atravesó triunfante hasta el otro extremo de la pulquería, donde había una almuercera que tenía ya a punto las chalupitas de chile verde y un rimero de tortillas blancas y delgadas que despedían el oloroso vapor del maíz.
—Almorzaremos, chula, y bien, que para eso tengo las bolsas llenas de dinero, y con algo se ha de pagar ese zapateado que en mi vida lo he visto bailar mejor.
—Como quiera —le contestó la compañera—, pero déjeme que busque a Chucho y también lo convidará. ¿No hay obstáculo?
—Ninguno; que vengan los que quieran, que hay para pagar hasta que se me arranque.
La muchacha se separó y deslizándose como una culebra y haciendo zig zags entre la turba, buscó a Chucho hasta que dio con él.
—Don Evaristo nos convida a la pulcata ¿vienes?
—Y no andes, Pancha, refregándote mucho con don Evaristo, ya te vi; pero vamos, y cuidado, no tengamos a la noche una pelotera.
—Y que la tengamos, ya sabes que no me dejo; pero no te me vuelvas el exquisito; jala por delante —y la muchacha le dio una suave cachetada en la mejilla, lo miró bien, como quien dice «no tengas cuidado», y lo empujó.
Los dos llegaron a donde los esperaba Evaristo. La almuercera había ya colocado en la tierra refrescada con el riego unos petates, unas servilletas bordadas de lomillo, una cazuelita en medio, con sal y chilitos verdes, unos platos de loza poblana y sus correspondientes vasos verdes, largos, profundos y torneados en forma de espiral, servicio de vidrio muy popular debido a la industria típica de Puebla, establecida y estacionada seguramente hace más de cien años.
—Don Evaristo, aquí tiene a mi marido Chucho —dijo Pancha.
—Ya me lo había dicho don Jesús —contestó Evaristo tendiendo la mano a Chucho, que éste apretó.
—Conque compas y a almorzar —respondió Evaristo— que las chalupitas se ponen tiesas si se enfrían. —Al mismo tiempo tendió su jorongo en el suelo e hizo seña a Pancha para que se sentara—. Y los demás amigotes que vengan, llámelos —le dijo a Chucho.
Sin hacerse del rogar, Chucho, que ya se había sentado, se levantó y volvió a poco acompañado del tuerto Cirilo, de Vicente La Chinche y de otras dos o tres mujeres más. Se sentaron, formaron rueda; la almuercera no tenía ya ni tiempo para freír enchiladas y chalupitas, ni para servir los platos; la sartén de los frijoles refritos humeaba, la tortillera no cesaba su monótono ruido con las palmas de las manos y echaba las tortillas por entre la cabeza de los concurrentes; los tecomates, encarnados como la laca del Japón, llenos de blanco e hirviente Tlamapa, alternaban con la sangre de conejo, rebosando y goteando en las servilletas, en las camisas blancas y en las almidonadas enaguas de muselina. Los almorzadores circulaban los tecomates sin cesar, mordían los tacos con aguacate y chilitos verdes con un verdadero placer; reían franca, ingenuamente; se pellizcaban hombres y mujeres; se decían sus requiebros a su modo; gozaban como ningún día de la semana; tenían más hambre, más fuerzas, más deseos; veían la vida por el lado alegre, sin cuidarse ni de sus esposas ni de sus hijos; gastaban el dinero sin pensar lo que comerían el martes. ¡Quiá! Se empeñaría el jorongo y la chaqueta; la mujer pediría prestado a las vecinas; el artesano, algo adelantado al patrón; en último caso, una tortilla y un poco de pulque; y para las criaturas un poco de atole y un pambacito blanco. Era lunes, el San Lunes; el glorioso San Lunes, en el que pensaban la semana entera. Evaristo el primero, desde que olvidando el trabajo y las costumbres sencillas y monótonas de la hacienda, y siéndole ya pesada la pobre Tules, no pensaba más que en Casilda; y mientras la encontraba, a divertirse y a tirar el dinero en las pulquerías y en los trucos de billar. Glorioso San Lunes. Evaristo bebía, bebía; pero su cabeza era fuerte. Estaba algo más que alegre, pero no borracho. El grupo de almorzadores estaba rodeado de gente curiosa y algunos indios callados, con su mirada triste, inmóviles y envueltos en sus viejas frazadas.
De cuando en cuando Pancha les pasaba un tecomate con restos de pulque blanco y de sangre de conejo. Los indios devolvían la vasija vacía, y besando la mano de Pancha, le decían:
—Dios se lo pague, madrecita.
Y Pancha les daba un rollo de tortillas.
—Pa tus hijos —les decía.
—¡Las mujeres siempre son buenas!
Uno que otro decente asomaba la cabeza para ver la gran festividad del San Lunes. Era un empleado o el hijo de algún escribano, o un portero de oficina que se retiraba a comer; se les hacía agua la boca, y al llegar a su casa mandaban a la criada por un real de quesadillas y chalupitas para añadirlas a su almuerzo.
Tiempo tendremos de hacer conocimiento con los demás personajes del San Lunes, por ahora lo haremos con Pancha, que tenía por sobrenombre la «Ronca», porque a consecuencia de una fiebre le quedó la voz velada. Era mujer legítima de Chucho, que tenía el apodo de Garrote porque siempre traía en la mano un bastón grueso, cuyo puño representaba una cabeza de conejo que le había tallado Evaristo; y por lo pronto era todo el conocimiento que tenía, y el haberse una que otra vez encontrado en las vinaterías y pulquerías. Chucho era chaparro, de cuello grueso, espaldas anchas y piernas zambas, siempre muy limpio y rasurado; vestía una especie de blusa de lona y calzón de pana color café. Mucho tiempo fue cargador de la aduana; pero un día, jugando en el patio, dio de chanza un trompón en la sien a otro cargador y lo dejó muerto en el sitio. Como había muchos testigos que declararon que no había habido malicia en la muerte, estuvo solamente tres años en la cárcel, como olvidado y sin que se siguiera su causa.
Un día el alcaide, que concluyó por ser muy su amigo, lo puso en libertad, pero perdió su destino. Chucho era hombre de bien; pero a poco que salió de la cárcel y que continuó aparentemente siendo cargador de la esquina, vestía bien, ganaba dinero, se robó a Pancha de una casa de vecindad, después se casó con ella, y los dos gastaban, triunfaban y hacían San Lunes, y nadie sabía cómo. El único que todo lo sabía o lo maliciaba, era su tocayo el pulquero; pero no decía ni a su sombra una palabra.
Volvamos a nuestros felices y alegres convidados. Prolongóse a más de dos horas el convite, y entrada la tarde convinieron en que mientras las mujeres bailaban con quien les diera la gana, jugarían unas partidas de rayuela. Evaristo pagó, y bien, a la almuercera; pero aún le quedaba bastante dinero en el bolsillo, que no cesaba de hacer sonar y remover con las manos, con asombro de los inditos, que lo miraban azorados como si fuera el mismo Dios del oro.
Comenzaron por apostar una botella de mistela de naranja. La mistela entonces, y tal vez ahora también, con otro nombre más retumbante europeo, era un compuesto de chinguirito reforzado con alumbre y cáscara de naranja en infusión. Un verdadero veneno, capaz de trastornar la cabeza más fuerte. Se trajeron de la vinatería vecina, no una, sino media docena de botellas. Evaristo perdió y las pagó. La rayuela continuó, y Juan el genovés, en lugar de las tejas de plomo sacó un par de onzas de oro. Evaristo hizo lo mismo, y siguieron jugando y bebiendo mistela.
En media hora, todo el dinero de Evaristo había pasado al bolsillo de Chucho El Garrote. Evaristo estaba medio borracho; la echó de generoso, disimuló y fue a la rueda del baile. Separó con la mano al que hacía frente a Pancha y continuó bailando y taconeando, pero ya como queriendo caer. Se hizo el fuerte, se quitó el sombrero y lo tiró a los pies de Pancha. Ella lo aceptó, y entusiasmada con lo que había bebido, pespunteaba de lo lindo, se acercaba provocante a Evaristo, levantando sus enaguas hasta media pierna y logrando los palmoteos y dichos picantes de la rueda.
En esta vez Chucho, que menos bebido observaba a su mujer, no aguantó más; con una mano cogió de las trenzas a Pancha y la apartó lejos, y con la otra dio un revés en la cara a Evaristo, no muy fuerte, porque lo habría matado como al cargador su compañero.
—Si es hombre —le dijo— véngase conmigo.
Evaristo, aturdido, de pronto se quedó sin saber qué hacer.
—Véngase —le repitió.
Evaristo buscó en la cintura su puñal, que nunca abandonaba en el día sagrado de San Lunes. Ya tenía experiencia, y se le fue encima a Chucho. Los curiosos se apartaron de un lado y otro.
—Cobarde, montonero ¿no ve que no tengo arma? Pero no le hace.
Evaristo, frenético, seguía a Chucho tirándole puñaladas, que el otro se quitaba diestramente con el sombrero, que jugaba admirablemente como si fuese un escudo.
Así salieron de la pulquería a la plazoleta polvorosa y a la calle cercana mal empedrada. Pancha y las demás mujeres les seguían gritando quién sabe qué cosas. Los partidarios de Evaristo, que eran carpinteros y torneros, tomaron parte en favor de él. Los léperos del barrio en favor de Chucho, y en breve se hizo el combate general, silbando las piedras en todas direcciones.
Don Jesús, el dueño de la pulquería, sereno e impasible, se limitó a sacar su belduque y se puso al frente de su tinacal en compañía de Garrapata, que reía y no cesaba de hacer gestos y piruetas.
Los dos míseros aguilitas quisieron intervenir, pero nada: a uno de ellos tocó una pedrada en una taba, y se fue a refugiar a un zaguán; el otro, con la espada desnuda, corrió a pedir auxilio al cuartel de infantería de San Pablo.
Entre tanto, sin saber él mismo cómo, Evaristo había sido desarmado y estaba tendido en un charco de lodo, y Chucho encima de él.
—No lo mates —le dijo Pancha— no seas bruto; al fin pagó y nada ha de haber entre nosotros.
Los soldados llegaron corriendo, con la bayoneta calada y repartiendo cañonazos a diestro y siniestro; hubo descalabrados y contusos; la multitud se dispersó como por encanto; la tropa se retiró al cuartel, y el aguilita, con su compañero cojeando, se dirigieron a la Diputación. Don Jesús y Garrapata permanecieron inmóviles delante de sus tinas coloradas, verdes y amarillas. Las sombras invadieron el viejo jacalón; el barrio quedó solo y silencioso, y gruesas gotas de agua, que se desprendían de un cielo negro, borraron en breve la sangre de conejo y la sangre humana que manchaba la famosa pulquería donde los artesanos celebraban el glorioso San Lunes.
La inquietud de la pobre Tules había sido grande. El aprendiz salió a dar un paseo, y ella lavó tinajero, trastos, vigas y cuanto encontró, sin que pudiera calmarse un instante. El borrego, amarrado en el patio, también había estado inquieto, saltando, balando y queriendo reventar el cordel. Tules lo metió al cuarto, lo acarició, le dio unos cuantos pedazos de pan, y en esto regresó Juan de su paseo.
—Es ya muy tarde y Evaristo no ha venido, quizá tendré tiempo para hacerle algo de cenar. Si quisieras quitarte tu chaqueta y llevarla a la vinatería, con lo que te den, compra pan, queso y manteca, y aquí tengo dos chiles y unos pocos de frijoles de ayer. Haré un poco de chile con queso y refreiré los frijoles. No compres pulque en el bodegón, porque bastante habrá bebido Evaristo.
Juan, sin decir una palabra, salió y no dilató en volver con lo que le había encargado. Echó carbón en la hornilla. Tules para hacerse quizá ruido y creyendo que también halagaría a su marido cuando llegase, colocó la limpia mesa en medio del cuarto, puso una servilleta limpia y bordada, una tinajita de Guadalajara con agua fresca, un cubierto y fue al brasero donde ya gritaba la manteca caliente.
Se escuchó un ruido de pasos. Un vuelco dio el corazón de Tules y soltó una cazuela que tenía en la mano.
Evaristo, envuelto en su jorongo, con el sombrero machucado, sin la toquilla, las patillas greñudas y en la cara verdugones sanguíneos, entró vacilando; con algún trabajo pasó el umbral, y sombrío, temible, sin hablar una palabra, se dejó caer en un sillón de terciopelo carmesí que olía a incienso y a iglesia y que le había dado a componer el abad de Guadalupe. Juan se refugió en un rincón y Tules se quedó como estatua delante del brasero. La manteca se quemó e hizo una llamarada; el líquido rebasó la cazuela y apagó la lumbre. La cena preparada con tanto trabajo, estaba perdida; nueva congoja de Tules. ¿Qué daría a su marido si la pedía? Pero no hubo necesidad. Evaristo, vuelto de esa especie de insomnio producido por el alcoholismo, recobró al parecer un vigor extraño. Tiró el jorongo y el sombrero, se limpió la cara con las manos y se compuso las patillas.
Evaristo venía humillado de su derrota, pero rabioso, no sabiendo con quién saciar su venganza.
—¡La cena! —gritó con voz enloquecida por la mistela y el pulque.
Tules tembló, pero echó en un plato los restos quemados del guisado, y no tuvo más remedio que servirlos a su marido.
—Los frijoles estarán mejor, voy a refreirlos. Espera, espera un momento, Evaristo, no te enojes.
Apenas Evaristo vio delante la especie de pasta negra y grasosa, cuando cogió el plato y lo lanzó a la cabeza de su mujer, que se agachó y evitó el golpe.
—Eso te lo comes tú y la vieja puerca de doña Agustina. —Tiró al mismo tiempo de la servilleta, y trastes y tinaja de agua fueron al suelo.
—¡Evaristo, por la sangre de Cristo que te calmes! ¡Espérate, haré en un momento otra cena! ¡Lo que tienes es que has bebido un poquito, te lo decía al salir, que ese pulque colorado…!
—No me andes con sermones, ya quisieras parecerte a Casilda y a Pancha; ésas sí que son mujeres, no tú, que bastante te he aguantado no sé cuántos años; pero esta noche hemos de acabar tú, el aprendiz, el borrego y mi alma condenada también. Me han pegado, me ha tirado en el suelo ese bruto de Chucho El Garrote, pero lo he de matar; por ti, por ti, que no eres más que una…
El tornero, vacilando, cayendo, levantándose por el cuarto, blandiendo los puños, buscaba un arma, un instrumento; y bastantes había para herir, para exterminar a todo el mundo. El delirio del alcoholismo había llegado a su colmo.
Tules huía por un lado, Juan el aprendiz por otro.
—¡Maestro, maestro! —gritaba el aprendiz.
—¡Por Dios, Evaristo, no me mates, me iré, mañana no me tendrás aquí! ¿Qué te he hecho?
Evaristo tropezó con el sillón que olía a incienso y a iglesia y se hizo una herida en la frente, pero se levantó más furioso y encontró un formón.
—¡No me mates, Evaristo, de rodillas te lo pido!, ¡por Dios!
Evaristo se lanzó con el formón levantado.
—¡Eso no, maestro; eso no! —gritó Juan, y tomando un serrote, acertó un golpe a la cabeza de Evaristo, el que, aturdido un poco se detuvo.
Juan se refugió detrás de la silla del abad; Evaristo la hizo pedazos a golpes, y creyendo que había matado al muchacho, volvió sobre la pobre Tules, que de rodillas como una santa, con las manos enclavijadas, suplicantes, decía:
—¡No me mates, no me mates!… ¡Dios mío, ten misericordia de…!
Evaristo loco, delirante, hundió varias veces el formón en el pecho de Tules, que no tuvo aliento más que para decir:
—¡Jesús, Jesús me ampare! —y cayó bañada en su sangre.
Evaristo con los ojos saltándosele, chorreándole sangre por la cara; permaneció un momento con el brazo levantado, con el formón sangriento hasta el mango, y después como una torre, se desplomó junto a Tules, deponiendo, arrojando por ojos, boca y narices la sangre de conejo, la mistela y la sangre que su pobre mujer había derramado inicuamente.
¡Glorioso San Lunes, magnífico San Lunes el de los artesanos de México!