Haciendo Juan un esfuerzo para disimular, salió del taller tranquilo, pacíficamente, como lo hacía todos los días, tirando por alto su jarro vacío y recibiéndolo en la mano. Una de las vecinas que andaba por el patio tendiendo la ropa, le encargó la compra de su leche, y al darle el traste y el dinero, le dijo:
—¿Qué te ha sucedido que tienes la cara manchada de sangre?
Juan se puso pálido como un muerto; dirigió la vista hacia donde la vecina indicaba la mancha, notó unas escoriaduras y cortadas en su mano, y tuvo la viveza de responder:
—Me corté con los fierros, trabajando.
—Sería tu maestro quien te cortó. Anoche hubo ruido, y ya pensamos que ni tú, ni doña Tules saldrían bien librados. El hombre vino ayer tan borracho, que no se podía tener. Ve, no te dilates, y cuando vuelvas te guardaré un pambazo, pues parece que te matan de hambre.
Juan, en efecto, poseído de una especie de locura, corría, corría tanto como se lo permitía su edad y la fuerza de sus piernas. Lo que quería era alejarse del taller fatal, y los esfuerzos que hacía le parecían pocos. Se le figuraba que Tules desnuda, sangrienta, enseñando sus abiertas llagas lo seguía y detrás el maestro, con el formón levantado; y esta fantástica procesión terminaba con el sillón de terciopelo rojo que olía a incienso y a iglesia y que rechinaba y caía a pedazos por los golpes que con las garlopas y los martillos le daba el furioso maestro Evaristo. En un momento de locura espantosa, las calles le parecían cortas y estrechas, y escogía las más anchas y rectas, queriendo llegar… ¿adónde? No lo sabía. Su única idea era huir y alejarse del taller. Ya no le ocurriría ni remotamente la idea de buscar al alcalde ni a los soldados como lo temía Evaristo, porque era bastante avisado y pensaba que él y su maestro irían a la cárcel mientras se averiguaba la verdad. ¿Y quién era capaz de hacer la revelación de lo que había pasado?
Por fin, fatigado, sin aliento, vino casi a caer a una de las puertas del mercado del Volador. Entró, se rebujo en un rincón y ¡lo que son los pocos años y la exuberancia de la vida! A poco se quedó profundamente dormido, con su mano herida, desgarrada, sobre su pecho. Nadie podía ya tener duda del origen de las manchas de sangre que se dejaban ver de una manera notable en su camisa. Llegada la noche y la hora de cerrar las rejas de fierro, uno de los guardas le dio un puntapié.
—Levántate y vete —le dijo— que bastante has dormido y se van a cerrar las puertas. ¡Lárgate pronto!
Juan se levantó, y sin decir una palabra salió y se echó a vagar por las calles. Su primera idea fue dirigirse a la atolería, donde hacía tiempo que no iba porque Evaristo le había prohibido expresamente que volviera a ver a Nastasita.
—¿Qué dirán las gentes —gritaba Evaristo— de que tenga yo por aprendiz en mi taller, donde vienen señores y señoras de coche, al hijo de una indecente trapera? El día que sepa que vas a la atolería te daré una paliza.
Juan, sin embargo, se había dado sus escapadas para visitar a su bienhechora; pero en esta ocasión, sin saber por qué, tenía repugnancia. Pasó la noche en el quicio de las alacenas del Portal de las Flores, pero tenía que mudar de lugar cada vez que el sereno hacía su ronda. Amaneciendo Dios, ofrecióse para hacer mandados a los que fueron de nuevo a la plaza del mercado a comprar fruta o legumbres; pero no hubo quien lo ocupara, porque le faltaban unos canastos, cuerda y ayates, que son indispensables a los muchachos que ganan así su vida. ¿Cómo comprarlos?… Imposible; no tenía ni un tlaco; había salido con lo puesto de la casa del maestro; además su mano lastimada y su camisa con sangre daban asco. El día, pues, lo pasó vagando en la plaza, comiendo hojas de lechuga, troncos de col y cáscaras de fruta. Cuatro o cinco días pudo vivir así, pero no era posible continuar; la indigestión y el hambre lo habían hasta desfigurado, y no sólo no podía ya correr, sino que trabajo le costaba andar. En vano se dirigía a las fruteras y recauderas, que en vez de ocuparlo lo rechazaban en cuanto se acercaba al puesto, porque otros muchachos, temiendo la competencia le habían señalado como vago y ladronzuelo. La única frutera a quien no se había acercado era una a quien llamaban Cecilia. Era una mujerona grande, hermosota, de buenos colores, nariz chata, y resuelta; ojo negro y maligno y grandes y abultados pechos que, como si estuviesen inquietos para salir a la calle, se movían dentro de una camisa de tela fina bordada de colores, donde apenas se podía observar una que otra pequeña mancha del jugo de las frutas. Su cuello era un verdadero aparador: sartas de corales, rosarios de perlas y de plata, listones rojos con medallones de oro y unas grandes arracadas de piedras finas en las orejas… Sentada sobre su cobertizo como una reina de las frutas, entre montones de naranjas, de limas de limones, de plátanos, de mameyes y de otras especies de las azucaradas producciones de la tierra caliente, no descansaba, porque eran tantos los marchantes que manos le faltaban para despachar y recibir las monedas, no obstante que la auxiliaban dos muchachas de no malos bigotes.
El aspecto imponente de Cecilia y la mucha gente que la rodeaba habían retraído a Juan y no se atrevía a aproximarse a ella; pero urgido por la necesidad, se decidió, y aprovechando las horas en que concurren pocos compradores al mercado, se acercó a hablarle. De pronto la reina de las frutas lo recibió mal; pero así que Juan le refirió que era huérfano, que su protectora estaba casi muriendo de debilidad y de vejez, y que él se mantenía hacía una semana con legumbres podridas y cáscaras de fruta, se compadeció de él y de pronto le dio un par de tacos de tortilla y unas manzanas.
—¿Qué necesitas, en qué quieres ocuparte? —le preguntó.
—Necesito una canasta grande, cuatro o seis tompeatitos y dos ayates. Quiero ocuparme en llevar la fruta y el recaudo a las casas. Pagaré con mi trabajo lo que usted preste.
—¡Vaya! Parece que tienes cara de listo y de hombre de bien. ¿Dónde vives?
—En ninguna parte.
—¿Pues dónde has estado?
—He pasado las noches en las calles, arrimándome a las puertas y huyendo de los serenos.
—Cuidado si te portas mal. ¿Cómo te llamas?
—Marcos —respondió resueltamente el muchacho, que reflexionó que debía ocultar sus antecedentes. El único miedo que tenía era que lo encontrase alguna de las vecinas de la casa, pues suponía que el crimen se había descubierto, aunque él nada había oído decir en la plaza.
—Bueno —le dijo Cecilia— te daré lo que necesitas y dormirás debajo del tejado; se lo avisaré al administrador. Me abonarás cada semana la mitad de lo que ganes y con la otra mitad te compraras una frazada, una camisa y unos calzones, porque ya viene el frío. Esta noche te daré otra camisa para que te quites esa mugre, y párate junto al puesto, que yo echaré la fruta en tus canastos y los marchantes te ocuparán, quieran o no.
En efecto, el siguiente día Juan estaba un poco limpio, había comido las sobras del almuerzo de Cecilia y estaba listo. Ese día y los siguientes fueron de trabajo y de ganancia para Juan, conduciendo la fruta a la casa de diputados, de senadores y de ministros de la Corte de Justicia, que eran marchantes, porque el puesto de Cecilia era el mejor y más acreditado de la plaza del Volador. Vendía caro, pero la mejor fruta se encontraba allí. Antes de un mes, Juan pagó los canastos y su ropa y tenía sobrantes algunos reales y cobre en las bolsas. Un día, a la hora en que no había trabajo y aprovechando la ocasión de un mandado que le encargó su nueva protectora, Juan se dirigió en busca de la viejecita trapera.
El tiempo transcurrido, y no era poco, en nada había variado el aspecto del rumbo en que vivió. Los míseros coches de alquiler, sucios y medio quebrados en la Plaza de Guardiola; los mismos borrachos y cargadores en tertulia permanente en la vinatería de la esquina de Santa Isabel; el mismo caño verde arrojado sus burbujas mortíferas y llenando el Callejón de la Condesa. Sólo en la atolería había algún cambio.
Comodina, casi ciega, flaca y cayéndosele el pelo de su antes fina y lustrosa piel amarilla, estaba echada en la puerta, lamiéndose una mano lastimada; sus hijos, como la mayor parte de los hijos de las perras, la habían abandonado, andaban vagando o habían muerto. Al acercarse el muchacho la perra cesó de lamerse, lo miró y dudó, pero fue solamente un instante; se levantó y quiso dar un brinco como para darle la bienvenida, como para abrazarlo después de tanto tiempo que no se veían, pero imposible; ni su mano manca, ni sus años (pues tenía más de los que suelen asignarse de la vida a la raza canina) se lo permitieron, y volvió a caer al suelo, sin dejar de manifestar su contento y su cariño con el movimiento de su cola.
—No, no puedes ya moverte, pobre Comodina; estás muy vieja y lastimada de tu mano —le dijo Juan—, pero no importa, yo soy muchacho y fuerte, a pesar de haberme tratado la suerte peor que a ti, y tú has sido mejor que mi madre, que me tiró al muladar; a mí me toca hacerte cariños.
Y Juan diciendo así, se sentó en el umbral de la puerta, cogió la cabeza grande y todavía temible del animal, y comenzó a acariciarla y a pasar sus manos por el cuerpo flaco, donde se dibujaban las costillas.
—¡Pobre, pobre perra! Desde hoy te cuidaré; cada vez que haga un mandado vendré a verte y tendrás carne, y pan, y cuanto puedas comer. —Y acariciaba a Comodina, la que sacaba su lengua floja y descolorida y la pasaba por las manos callosas de Juan, el que al fin se levantó y se resolvió a penetrar en la oscuridad y el humo de la accesoria. Eran las últimas horas de una tarde nublada, raras en México; la luz de los leños que ardían en el brasero para cocer el atole que se vendía de noche para los enfermos, alumbraba a veces vivamente y a veces de una manera indecisa la accesoria, que tenía ya más hollín, más polvo y telarañas en las paredes y vigas. La cuna en que se meció Juan estaba allí todavía y había servido para arrullar sucesivamente a otros muchachos hijos de las diversas molenderas que se habían sucedido; y las arañas, astutas, trabajadoras y juguetonas, probablemente nietas o biznietas de las que divertían a Juan, se deslizaban cautelosamente por las cuerdas que sostenían tan primitivo aparato. La dueña de la atolería había engordado hasta un extremos mostruoso; y su redonda y ahumada faz y sus ojos encarnados daban miedo; parecía uno de esos deformes ídolos de los aztecas, incrustado en la negra y ruinosa pared.
Nastasita, por el contrario, era una bolsa arrugada y apergaminada donde no existían más que los huesos. ¡Milagro que hubiese vivido tantos años! Acostada en su mismo rincón y quizá en los mismos petates, y tapada con una frazada, asomaba una cabeza escasa ya de pelo y cana; pero en su fisonomía flaca y cadavérica estaba impresa la bondad y la resignación. Lo mismo que Comodina, luego que reconoció a Juan quiso incorporarse y abrazarlo, pero imposible; apenas logró sacar un brazo descarnado, que Juan, inclinándose, se encargó de colocar él mismo sobre su cuello.
—Quieta; estáte así, Nastasita; yo me sentaré junto a ti; tú no puedes. ¿Qué tienes?
Nastasita, con una voz débil que parece que salía de debajo de la tierra, le contestó:
—¿Qué he de tener, Juan? Los años. ¿Qué más quieres? Pero pedí a Dios que no me quitase la vida hasta que te volviese a ver para echarte la bendición. Pues que no tienes madre, a mi me toca bendecirte, hijo. —Y Nastasita, haciendo un esfuerzo supremo, quitó el brazo del cuello de Juan, se incorporó un poco y extendiendo sus dedos descarnados, bendijo al huérfano, cayó en su dura y sucia almohada y dio un suspiro que fue el último que salió de su pecho. Sin esfuerzo, sin dolor, su alma sencilla había volado a través del humo espeso del cuarto y de la luz vacilante de los leños a las misteriosas regiones de la eternidad.
Juan habló mil cosas, se disculpó como pudo de su larga ausencia, alegando que el maestro Evaristo no lo dejaba salir; le contó cómo estaba ya ocupado y ganando su vida, pero todo en vano. Nastasita no le oía. ¡Estaba muerta! Juan, así que reflexionó destapó a la viejecita, la tentó… rígida, fría. Dirigióse a la dueña de la atolería para contarle lo que pasaba; no logró tampoco que le respondiera, y no sólo la tentó, sino que la movió fuertemente… nada: muerta también. La sangre le había subido a la cabeza y, sentada en la misma postura que tenía una semana antes, había concluido sus ochenta años de una inconsciente peregrinación sobre la tierra.
Juan se retiró pensativo. Sin que cerrase los ojos, iba delante de él Tules, robusta, blanca, echando borbotones de sangre por sus heridas, y el esqueleto enjuto de Nastasita; y en medio de estas dos figuras siniestras, Comodina andando con trabajo, con los ojos entrecerrados, su costillar dibujado en su piel, sucia y sin poder apoyar en el suelo su mano lastimada. A veces Juan se limpiaba los ojos con la manga de la camisa; en su corazón, que le dolía, no podía distinguir cuál le preocupaba más de los tres seres que por distintos caminos se habían asociado a su existencia. Así llegó al mercado; el guarda, que ya lo conocía, le abrió la reja, y desolado, triste, se echó en su duro lecho debajo del cobertizo. Cecilia, después de arreglar su puesto y dejarlo en orden, se había marchado a su casa en compañía de sus dos sirvientas.
Al día siguiente Juan refirió a Cecilia la muerte de su vieja protectora, y con su licencia se fue muy temprano al Callejón de la Condesa. La gran fábrica de atole y tortillas, como se diría si fuese francesa, había disminuido su trabajo. Un solo brasero estaba encendido y una molendera trabajaba; las otras dos, con el cabello alborotado, la cabeza baja, lloraban delante de las dos muertas tendidas en sus petates frente a la calle, con cuatro velas de cera ardiendo cada una. La india molendera más antigua fue la albacea de la mostruosa propietaria. Tres o cuatro días antes le había enseñado, en el rincón, un agujero practicado entre la pared y las vigas del pavimento; y en ese agujero se encontraban trapitos hechos nudos y en cada uno de ellos más o menos cantidad de moneda menuda de plata, cuartillas y algunos pesos. Con este dinero se dirigió al mercado, compró dos petates nuevos y, en cuanto llegó Juan, le encargó que trajese dos cajones de muerto del Callejón de Tabaqueros y fuese a la parroquia a pagar los derechos, y traer a la caída de la tarde la cruz y los ciriales. Juan, que estaba ya ejercitado en mandados y comisiones, y de suyo era listo, volvió a poco con los cajones y el notario de la parroquia, que temiendo fuese una burla o cualquier otro engaño, vino personalmente, hizo preguntas a las atoleras, recogió sus siete pesos y medio de derechos parroquiales por cadáver, y en la tarde, cosa de las cinco, el vicario, con una capa vieja negra con galones de plata, cinco monigotes con sus sobrepellices sucios y la cruz y los ciriales de hojadelata, se presentaron en la puerta, cantaron un responso, rociaron la casa con agua bendita; después los cargadores de la esquina, que acudieron sin que nadie los llamara, acomodaron en los ataúdes a las muertas, sin más cal, ni cloruro, ni otra cosa; clavaron muy bien los ataúdes y cargaron con ellos. El padre y los monigotes echaron a trotar delante por la Calle de Santa Isabel. Los cargadores los seguían trotando también; y Juan, cansado, y la pobre perra Comodina cojeando, apenas podían alcanzar este entierro de pobre.
Llegando al cementerio de Santa María, se hicieron dos agujeros profundos hasta que brotó el agua; el vicario cantó otro responso; regó los negros ataúdes y las tristes sepulturas con agua bendita, y Juan vio hundirse en la profunda tierra los restos de aquellas mujeres que habían sido el consuelo y el abrigo de sus primeros años. El muchacho y la perra, cabizbajos y temblando de frío, regresaron a la ciudad al terminar la nublada tarde de uno de los días destemplados y melancólicos del invierno.