XL. Dentro de casa

Cecilia no era cualquier cosa; era una rica propietaria: tenía dos casas, una en México y otra en Chalco; de la de México hemos dado apenas una ligera idea; pero haremos, cuando sea necesario, una descripción minuciosa. De la de Chalco tenemos que ocuparnos en este momento. Chalco no es tampoco un pueblo rabón. En tiempos de los aztecas era un reino, y los chalcas vinieron, como otras muchas tribus, de tan lejanas y tan ignoradas tierras que hasta ahora, por más que han cavilado los anticuarios mexicanos y extranjeros, lo único que han podido saber es que vinieron por el norte, lo cual es casi lo mismo que la respuesta del negro cuando reunió a todo un cabildo para decirles quién se había robado la lámpara de la catedral. Durante la dominación española se le llamaba la providencia de Chalco, y la República le dio el título de ciudad. Sea por la inmediación a las lagunas, sea por la disposición de las montañas o por cualquiera otra causa que los observatorios meteorológicos no indagarán, es muy airoso y sólo le gana en esto, en la tristeza habitual y en el polvo, Tenango del Aire; pero los jueves de cada semana cambia un poco de aspecto con la feria de maíz. Allá van los hacendados pobres y que sin embargo quieren arrastrar a toda costa coche en México, no sólo a vender el grano, sino la cosecha en berza; allí van los administradores ladrones a jugar onzas de oro como testimonio de la buena dirección de las fincas de campo de su amo; allí van los jugadores ambulantes de ruleta y baraja, y allí van también no pocos ladrones a ver lo que se pescan y a indagar quién tiene dinero y quién no tiene, quién viaja o se queda en su casa, para salirle al encuentro o asaltarlo. Además de la plaza y Calle Real, que es lo más animado, hay en las orillas cercanas al canal cierto movimiento diario con la entrada y salida de las trajineras y con la llegada de los arrieros de la Tierra Caliente.

Por ese rumbo estaban las importantes posesiones de Cecilia. Era una gran casa vieja; pero un francés le hubiera dado el nombre de palacio. En efecto, debió haber pertenecido en otro tiempo a alguno de esos españoles ricos que querían tener su casa cerca de sus haciendas para poder vigilarlas sin estar sujetos al aislamiento absoluto y a los peligros consiguientes en épocas revueltas, en que se formaban partidas de ladrones que se ocultaban en Río Frío y caían de improviso en cualquier hacienda indefensa. Un alto y ancho zaguán, coronado con un tímpano romano, y encima añadida posteriormente una pesada cornisa de ladrillo, y sobre esa cornisa un santo de piedra de una sola pieza, toscamente labrado, cuyo nombre se había perdido, pues mientras unos decían que era San Dimas, otros aseguraban que era San José, a lo que otros contestaban que para ser San Dimas le faltaba la cruz, y para ser San José la vara y el Niño Dios. La verdad era que, en los títulos viejos, se llamaba la casa de San Fernando; y en efecto, aquel busto de piedra tenía una corona en la cabeza. A cada lado de la puerta, cuatro altas ventanas con sus medias muestras y sus tímpanos sobre las cenizas; pesadas rejas de fierro, bastidores sin vidrios y puertas de cedro, talladas en cuadrados entrantes y salientes. Abriéndose el zaguán, se penetraba a un gran patio con corredores de cuatro varas de ancho, sosteniendo sus techos columnas de piedras de una sola pieza (o monolitos, para echar al descuido alguna erudición). De una ancha cornisa, también de piedra, y sobre el tosco capitel (de ningún orden) de cada columna se desprendía, como escapada de dentro de la cornisa, o una culebra o una lagartija o algún otro animal mostruoso de granito, y eran las canales por donde desaguaban las azoteas de todo el edificio. Estas esculturas de piedra eran fragmentos de antigüedades aztecas, preciosos para un museo, y que el rico propietario que construyó o habitó la casa había limpiado, taladrado y acomodado como a fuerza, y sustituido a los simples tubos de barro. La casa era lo que llamamos en México entresolada; así, al entrar, dos escaleras de ocho peldaños, de piedras también aztecas con relieves extraños, daban acceso a los corredores; y en éstos, distribuidas sin mucho orden ni simetría, las entradas a las habitaciones, con toscas puertas de cedro labradas ya en cuadrilongos, ya en trapecios, ya en cualquiera otra figura geométrica que, examinadas bien, daban una curiosa muestra de la carpintería antigua. Al frente, dos salones espaciosos; en el fondo, un gran corredor capaz de contener cien convidados; y en los costados, viviendas, recámaras, gabinetes, retretes, cocinas, una confusión de cuartos de doble fondo, al punto que el que no conocía el local, se aturdía y se extraviaba fácilmente. Los techos, todos de cedro labrado con sus ménsulas terminando en caras de leones o de perros. Las paredes estaban pintadas simplemente de cal; pero en los salones y piezas de honor se reconocía una buena pintura al fresco en los frisos, con sátiros, ninfas, cornucopias, jarrones de flores y cariátides; pero todo viejo, polvoriento, con cuarteaduras muy tapadas y con remiendos hechos por un pintor de ollita. Añádase a esto la falta de muebles y de habitantes, y resultaba el caserón un tanto pavoroso.

Después del fallecimiento de la rica trajinera madre de Cecilia, el caserón de San Fernando se puso en venta; pero a pretexto de que se necesitaba mucho dinero para repararlo, y era verdad, no hubo quien ofreciera más de dos mil pesos; no queriendo casi regalarlo, los herederos convinieron en quedarse con él, y sucesivamente vivieron los hermanos y parientes; pero Cecilia poco a poco les fue prestando hoy veinte pesos, mañana treinta, hasta que un día liquidaron amigablemente, y Cecilia quedó dueña absoluta y se estableció allí cuando su parentela había abandonado definitivamente la casa y el pueblo.

Los salones los tenía ocupados con paja, maíz y cebada arrumbada en los rincones, con aparejos de burros, con jarcia, con remos y pedazos de chalupas y con otros mil trebejos; las ventanas se abrían una media hora de tiempo en tiempo para dar ventilación; los demás cuartos —y eran catorce o quince— vacíos y sin muebles, menos el departamento que ella se había reservado, que consistía en la cocina, que tenía muy limpia; en una especie de sala y dos recámaras; piezas todas amplias, de techos muy altos que comunicaban con la azotehuela, con el corral y caballerías, y con la huerta, que estaba abandonada y que, rodeada de una alta cerca de adobe, tenía una ancha puerta a la espalda de la casa por donde entraban y salían, cuando era necesario, los carretones. Del costado de la huerta a la laguna había una corta distancia; Cecilia poco a poco, sin pedir permiso a nadie y sin que nadie tampoco se lo estorbara fue cavando un canal hasta que logró llegar a la orilla del agua, y con trabajo y arrastrando con cuerdas las canoas logró que entrasen hasta dentro de su casa; de modo que, en la estación de las lluvias, en que abundaba el agua en los lagos y canales, podía salir embarcada en su trajinera desde su palacio de Chalco, y entrar en el muelle de piedra de sus almacenes de la Calle de la Acequia. En el tiempo de secas esta navegación era difícil y tenía que suspenderla algunos meses, limitándose a embarcarse en Chalco como todo el mundo y venir a la garita de San Lázaro, de México.

En la sala que habitaba Cecilia había en el centro una mesa sola antigua, con la tabla de cedro de una pieza, muy gruesa y de más de media vara de ancho, lo que daba testimonio de los frondosos y colosales cedros que debieron encontrarse en los montes cercanos en tiempos remotos; dos canapés de caoba con pies de leones, uno con tabla y otro acojinado con indiana, unas cuantas sillas de caoba que estaban como de respeto, y más de una docena de sillas ordinarias de tule, de distintos tamaños y colores. Un petate de Puebla con tejidos rojos servía de tapete al estrado. Ni un espejo, ni un cuadro, ni una estampa de santos; las paredes lisas y limpias, con los restos extraños de los frescos retocados con colores fuertes y, por consiguiente, echados a perder. El techo era un verdadero artesón de cedro digno de un palacio.

La primera recámara servía de muchas cosas; en primer lugar, de guardarropa. De uno a otro extremo había cuatro cuerdas gruesas fijadas en la pared con unas alcayatas. La primera y segunda cuerda estaban destinadas para las camisas y enaguas blancas; las otras dos, para las enaguas de encima y para los rebozos. Las camisas y enaguas, con pocas excepciones, estaban bordadas, cosidas con randas y terminadas en encajes finos. Las enaguas de encima presentaban una variedad infinita. Seis u ocho de castor, variando los encarnados, con cinturas de tafetán, salpicadas de lentejuelas de plata y oro o sin ellas; las demás, azules, verdes y de muchos colores, de las indianas más caprichosas que se fabrican en Inglaterra y Francia, expresamente para las Américas. Los rebozos de seda, de otate, de bolita, de hilo común, hechos en Temascaltepec, en Tenancingo, en San Miguel el Grande, en todas partes donde los tejían mejor; en resumen, el guardarropa era tan variado, tan surtido y tan lujoso como el de una comedianta de primer rango; pero además, tan limpio, tan oloroso, tan atractivo y tan curiosamente colocado, que debajo de aquellas camisas blancas y de las enaguas de vivos colores, huecas y esponjadas con el almidón, el hombre de menos imaginación, San Luis Gonzaga mismo, que hubiese podido levantar los ojos, habría creído ver moverse dentro los brazos, el pecho, las piernas frescas y redondas de otras tantas mujeres, vestidas de chinas y tapatías, como se veía en las calles de México, de Puebla y de Guadalajara. En un rincón de este cuarto estaba un montón de colchones de diversos tamaños, frazadas y sábanas finas y ordinarias, que casi llegaban a las vigas; en otro, petates ordinarios por docenas, y en el tercero, en una especie de armario de palo blanco sin puertas, filas de zapatos bajos de seda verde, azul oscuro, blancos, negros, carmelitas; uno que otro par amarillo canario o azul claro; pero todos, lo mismo que la ropa, limpios, olorosos, provocantes, pues era la pieza más limpia y perfumada con sahumerios de exquisitas plantas, con el aroma de unas cuantas macetas que cultivaba Cecilia en la azotehuela y que colocaba algunas horas allí para evitar que se tostaran con el sol y dejaran al mismo tiempo sus aromas. Junto a ese escaparate había una tina grande de madera, otra de hojadelata, una calentadera y varios cubos de bateas pequeñas.

La tercera pieza, que era la que Cecilia había destinado para su recámara y la única en que habitaba, pues las demás estaban cerradas con llave, era quizá la mejor de la casa. Amplia, casi cuadrada, con dos grandes ventanas al costado derecho de la finca, una puerta al frente, desde donde se veían las montañas y la llanura inmensa de agua y, lo mismo que la sala, con un curioso artesonado de cedro como si lo acabaran de reponer; los frescos de las paredes, aunque desmejorados, sin toques ni pintarrajos, parecían una imitación o copia de esas complicadas grecas, cenefas y adornos de los pergaminos antiguos; el suelo, de buenas y nuevas soleras enlazadas en cada cuadro con azulejos; las ventanas y la puerta con sus vidrieras y cortinas de lienzo transparente blanco, bien plegadas; la cama, muy limpia, pintada de verde, con su cabecera y rodapié con miniaturas y flores; tres colchones cubiertos con sábanas bordadas y finos sarapes de San Miguel y las almohadas un primor de calados, randas, bordados y relieves de seda de colores, obra de manos de la misma Cecilia, que había estado de pupila en México, en su niñez, en la amiga de las manitas, en la calle de Medinas, y por inclinación se dedicó a la costura, al bordado y muy poco a la lectura y a la escritura. Una mesa, unos sillones, unas sillas, un ropero de caoba, dos grandes pantallas, única cosa que adornaba las paredes; eran los muebles verdaderas antiguallas rotas, desdoradas, que había tenido cuidado de mandar restaurar. En un rincón una regular escultura del Señor del Sacro Monte, con un vaso delante lleno de flores. Los obligados y conocidos petatitos de Puebla servían de alfombras. Cuando ocurrió el naufragio, Cecilia misma, a pesar del susto y de la fatiga, ayudada de la hija de un remero dispuso una de las mejores piezas para el licenciado Lamparilla, poniéndole un banco de cama que encontró entre los trebejos de los salones, su par de colchones, buenas sábanas y cobertores, y sillas y sillones más decentes, sin faltar candeleros y demás cosas indispensables en una recámara, que abundaban también, aunque no de lo más escogido y fino, mientras que a Evaristo lo colocó al otro extremo de la casa, dándole por cama tres o cuatro petates ordinarios, un poco de paja seca y un par de frazadas. Para un desconocido era mucho, y demasiado buena fue con albergarlo y mantenerlo por tres días.

Cuando residía Cecilia en lo que llamaremos su castillo de Chalco, dejaba cerrado el puesto de la Plaza del Volador, y los almacenes de la Calle del Puente de la Leña a cargo de un remero ya medio instruido y civilizado, que había elevado al rango de mayordomo, y un velador en la calle, y se llevaba a sus dos doncellas que, como la mayor parte de las indias, tenía el nombre de la Virgen; pero para distinguirlas a una le llamaba María Pantaleona y a la otra María Pánfila. Las había traído de Ameca casi niñas y las acostumbró a su modo y trabajo que tenían que hacer; eran labraditas, limpias, afables, medio civilizadas con el trato de los marchantes, de una sencillez y candor que, como se dice, no habían perdido la gracia del bautismo; y las desvergüenzas y malas palabras que oían a los cargadores, cocheros y verduleras, las solían repetir con la mayor naturalidad, como los niños, y sin comprender su significado. En la sangre tenían la honradez y jamás les había dado la tentación de enconarse ni con un tlaco. La venta de la fruta entraba íntegra en los cajoncitos que tenía Cecilia dedicados a guardar el duro, el menudo y el cobre; fieles y apegadas a su ama, la servían al pensamiento: en el puesto, vendiendo fruta; en la cocina, en el aseo de las cosas, en el cobro de deudas y mandados, desde que había desaparecido Juan; en una palabra, eran sus esclavas; pero en compensación comían y vestían bien, y además recibían un buen salario, que Cecilia les guardaba, o les compraba sus hilitos de perlas, sus arracadas y sus medallas de plata. Estaban las dos Marías tan contentas, que oro molido que les hubieran ofrecido en otra parte lo hubiesen rehusado por no abandonar a su ama. Aparte de los disgustos en la plaza con los marchantes que manoseaban la fruta sin comprarla, las borracheras de los indios remeros, lo cual era realmente insignificante y pasajero, esta familia de tres mujeres del pueblo, solas y aisladas en Chalco, pasaba la vida bien entre el trabajo, la buena comida y el mejor sueldo; y eran más felices que los que entre seda, plata y oro habitan el palacio de la Calle de Don Juan Manuel. La criada o segunda capitana, que acompañaba a Cecilia en sus viajes en la trajinera, era alquilada por viaje redondo y variaba cada mes o cada dos meses; pero las Marías nunca se le despegaban. Lo único grave era la guerra sorda, pero sin tregua, que le hacía San Justo; mas el percance del naufragio le había ocasionado el grandísimo bien de que Lamparilla le quitase este enemigo, y tal servicio lo agradeció tanto que no hallaba cómo pagárselo; se sentía como enamorada y dispuesta a corresponderle, pero desechó esa idea como una cosa imposible y pensó en hacerle un espléndido regalo. Un caballo del Jaral, un reloj de oro, un anillo de brillantes, una prenda, en fin, que llamara la atención.

Con estas ideas, con la de comprar o mandar construir en el astillero de Zoquiapan una buena canoa más grande y mejor que la que había naufragado, y con la de encargar a Tierra Caliente que continuaran los envíos regulares de plátano, de naranja, de chicozapote, de granadas y otras frutas sabrosas de esas tierras, de que hacían gran consumo don Pedro Martín, los ministros de la Corte y la casa de los marqueses de Valle Alegre, Cecilia resolvió pasar un par de semanas en Chalco, y ya se verá que tenía necesidad de ello.

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