Qué años hace que ocupados con la menguada suerte de la rica familia del palacio de la Calle de Don Juan Manuel y con el fin trágico de la desventurada Tules, no damos un paseo por el ignorado y pacífico rancho de Santa María de la Ladrillera. Es necesario dar una vuelta y visitar a las personas con quienes primero hemos hecho conocimiento, pero acompañados, por supuesto, de nuestro amigo el licenciado Lamparilla.
Lo que los políticos, con gran entusiasmo y agarrándose de él para medrar, llaman progreso, es una cosa que efectivamente existe y que empuja unas veces a la gloria y otras al precipicio; pero no importa, empuja siempre, y no hay medio de evitarlo.
El rancho de Santa María de la Ladrillera no había podido resistir este empuje. La fachada de la casa que ya conocemos, retocada con mezcla revuelta con sangre de toro, presentaba un color morado renegrido, imponente cuando se le veía de lejos y tristísimo cuando se le veía de cerca; las ventanas ya tenían completos sus verdosos vidrios de la fábrica de Puebla, y las rejas pintadas de negro. En el frente se había plantado un jardín, cubierto de claveles, de anémonas, de alfombrilla, de ruda, de borraja y yerba de Santa María; el fresno, no obstante su edad y lo torcido de su tronco, echaba a relucir cada año su verde copa, y los sauces llorones habían sido reemplazados por sauces derechos, álamos blancos, ocotes y fresnos, y ya parecía aquello un pedacito del monte de las Cruces o de Río Frío; no se sabía si alegraba o aumentaba la tristeza de la sombría fachada, a la que se habían agregado seis almenas y un medio círculo sobre la puerta. La calzada se había recompuesto con arena y piedra suelta, y la era para trillar la cebada y el trigo estaba detrás de esa especie de castillo feudal. El ganado se había reproducido: los hijos de las vacas, de las borregas y de las cabras eran los que habitaban el corral, y los parientes habían encontrado digna sepultura en los estómagos de la familia, convertidos en chito y en cecina. Los hijos de los perros retozaban más gordos y alegres que sus padres, y las gallinas, gallos y guajolotes, mezclados con palomas, eran tan numerosos que se necesitaba espantarlas para andar, y taparse los oídos, pues tanto así era el cacareo y bullicio amoroso de esas aves, compañeras y víctimas del hombre. Es necesario no olvidar que los caballos de don Espiridión, ya viejos e inservibles, los había vendido ¡el ingrato! a don Javier Heras para que fuesen destripados en la plaza de toros de San Pablo. Un tordillo quemado y un retinto ocupaban el tejabán construido en un ángulo del corral y comían paja y buen grano en el pesebre. Las burras muy gordas, y los burritos retozones, bonitos y alegres. Todo había mejorado y era debido a la iniciativa y actividad de Moctezuma III. Se conocía que corría en sus venas la sangre del gran emperador azteca, que amaba la pompa y el lujo y no se podía pasar sin estas cosas. El muchacho, de divagado, ocioso y dormilón, se había convertido en activo y trabajador.
Don Espiridión engordó, engordó de tal manera que no se movía sino con mucho trabajo; el bigote cerdoso y tieso formaba una especie de tejado sobre sus labios que cada día estaban más gruesos y más morados; las cejas le caían también sobre sus párpados arrugados; los cachetes le colgaban, y el vientre era un medio globo inflado constantemente con gases inflamables y peligrosos; apenas discurría y sólo hablaba para pedir de comer, y comía que daba miedo. Lo levantaban a las ocho entre Pascuala y Moctezuma III, y andando, poco a poco, lograban sentarlo en la banca de piedra que estaba también descompuesta, y allí permanecía echando maíz y migajas de pan a las gallinas, hasta que lo quemaba el sol. Cuando tosía fuerte, era señal de que se quería marchar, y entonces doña Pascuala y Moctezuma lo conducían al rayador, donde comía y cenaba; de allí, casi dormido con su tlachique, que no cesaba de tomar con abundancia, lo conducían a la cama, y era un trabajo que hacía sudar a la pobre mujer arroparlo hasta que cerraba completamente los ojos. En todo esto no hablaba, sino que de cuando en cuando gruñía sin llegar a articulación ninguna; pero eso quería decir que algo necesitaba, y por señas se hacía entender: regularmente pedía sus cajillas de asquerosos puritos del estanco. Al levantarse y al acostarse lo único que decía con visible esfuerzo era «Pa… pa… pa… ascuala…» «Mo… mo… mo… tezuma ter… ter… cero», y levantaba una mano con los dedos gordos y renegridos de no lavarse y la pasaba por la cabeza de doña Pascuala.
Moctezuma había crecido y engordado también, pero no al grado de ponerse inútil y pesado; por el contrario, era ágil y expedito. Se apropió las calzoneras, la manga, la silla y la espada virgen de don Espiridión; montaba bien a caballo; lazaba y echaba manganas a yeguas y burros ajenos, pues su ganado, que estimaba como suyo, lo cuidaba mejor que don Espiridión. Todo lo más del día estaba en el campo o en el cerro plantando magueyes, echando chicotazos a los peones para que no flojearan, y cuando no, él mismo pintaba las puertas, rejas y ventanas, o guardapolvos de humo de ocote a las piezas de la casa. La cocina tenía un brasero que él mismo, ayudado de un peón albañil, había construido, agregando un horno tan grande que se podía asar un borrego entero. Por supuesto, sabía leer en carta, escribir letra gorda y sumar; hacer la difícil multiplicación que a cada momento se le ofrecía: ochenta arrobas de paja a real y medio y tres tlacos, o diez cargas de cebada a dos pesos, dos reales y tres cuartillas. Nunca se equivocaba, y podía desafiar a uno de los catedráticos de segundo curso de matemáticas a que hiciera de memoria esta operación como él solía hacerla. En una palabra, doña Pascuala decía que había criado a Moctezuma para rey y a su hijo para licenciado.
En efecto, el heredero que con tanto trabajo vino al mundo, por obra de milagro, estaba de pupilo en la escuela de Tlalnepantla, acabando de aprender a leer en carta y a escribir en falsa, para pasar al colegio de San Gregorio de México a estudiar gramática latina, filosofía y leyes, y recibirse, en fin, de licenciado, mientras que Moctezuma aprendía prácticamente a sembrar maíz y cebada, raspar los magueyes, vender la paja y estar así en aptitud de ponerse al frente de los vastos dominios que debía heredar de su real antecesor. Las notables mejoras que se habían hecho en el rancho se debían a su iniciativa. Él tuvo la idea de construir una caballeriza para que en tiempo de las lluvias y del frío se abrigasen los caballos; él compró unas dos burras de primera cría; él se empeñó en que se revocara y se pintase de almagre y sangre de toro la fachada de la casa. Era un gran reformador y no pasaba día sin que tuviese un nuevo proyecto en su cabeza, y tenía que entablar una lucha continuada con don Espiridión, que se oponía decididamente, moviendo la cabeza, revolviendo ferozmente sus ojos saltones y diciendo: «Nooo, nooo, no». Pero doña Pascuala intervenía y concluía por obtener un triunfo completo. Como todas estas mejoras requerían dinero, era Lamparilla quien lo suplía, hasta que pareciéndole exagerada la suma y sabiendo que don Pedro Martín de Olañeta tenía a veces dinero de sus clientes que colocar, le pidió tres mil pesos con hipoteca de la finca, y con esa suma se reembolsó sus adelantos, se aplicó una buena parte a cuenta de honorarios y, con el resto, Moctezuma III emprendió la construcción de una nueva troje, compró un pedazo más del cerro y aumentó los linderos del rancho, empeñándose en circundarlos de una muralla, cuya idea llevó a la práctica. Y ya con esto le parecía que podía darle el pomposo nombre de «Hacienda de Santa María de la Ladrillera».
Fue tanto el remordimiento y el pesar que aquejó a doña Pascuala después de su prodigioso parto, el cual preocupó tanto al doctor Codorniú y a los doctores de la Universidad, que no pudo criar a su hijo, sino que mandó buscar a los remedios una chiche, y ella, pensando siempre en la suerte del niño robado en Guadalupe por la bruja Matiana, no comía ni dormía, y se puso flaca como un esqueleto; pero el tiempo, que es buen amigo, fue borrando con su eficaz polvo el fastidioso recuerdo, y la salud y la buena comida ayudándole, le devolvieron su natural gordura, y con la gordura la tranquilidad, hasta el grado que con la mayor calma platicaba del suceso con Jipila, cuando ésta iba de tiempo en tiempo a recoger yerbas, lagartijas, gusanos de maguey y catarinas por el cerro. Tenía su dentadura blanca y completa; la cabeza sin una cana, y trabajaba desde el amanecer con Moctezuma en ordeñar las vacas, hacer cecina, sembrar el jardín, componer las jaulas de los pájaros y asear la casa, que estaba como un plato de China. La única cosa negra que se veía en este cuadro era el fantasma de don Espiridión.
El día menos pensado, y cuando doña Pascuala estaba en su buena cocina guisando su almuerzo, la sorprendió una nube de polvo, ruido de espadas y el galope de caballos; asomó la cabeza por la puerta y se encontró con el licenciado Lamparilla seguido de tres jinetes.
—Cartas y cartas, compadre —porque es necesario no olvidar que Lamparilla llevó a cristianar al chico y de común acuerdo se le puso el nombre de Guadalupe Espiridión— y nada de venir —le dijo doña Pascuala luego que lo reconoció—. Apéese usted y entre a la sala, que allí lo alcanzo, y almorzará con nosotros.
Lamparilla bajó del caballo, y al entrar a la sala tropezó con don Espiridión que, como de costumbre, estaba asoleándose sentado en una banca de piedra.
—Li… li… li… cen… li… li… —fue todo lo que pudo decirle; pero Lamparilla, que ya conocía su enfermedad o, mejor dicho, el estado de imbecilidad a que había llegado, no lo dejó concluir, lo calmó y le dio su par de palmadas un poco fuertes en el hombro.
—No hay que acobardarse, compadre —le dijo— cada vez lo encuentro a usted más sano, más contento, más gordo. Siga usted así; en la cara se le conoce que está vendiendo salud.
—Li… li… li… —tartamudeó don Espiridión hinchando su labio superior y presentando como defensa su bigote tieso.
—No, no hay que hablarme, ya sé lo que quiere usted decir, que tengo el ojo morado ¿no es verdad?
Don Espiridión inclinó la cabeza en señal de asentimiento, y Lamparilla, sin hacerle más caso, entró en la sala, donde pronto lo siguió doña Pascuala.
—¡Pero calle, compadre! ¿Qué tiene usted en el ojo, no lo había reparado cuando le saludé?
Percances del oficio, qué quiere usted. Esta herida que ve usted, la recibí en el servicio de Moctezuma III, y si me da un poquito más abajo, me cuesta la vida; un ladrillazo terrible que me tiró uno de los Melquiades; pero ya hablaremos después de almorzar, tengo un hambre devoradora. Mientras usted acaba, mándeme con la indita una poca de agua para lavarme siquiera las manos. ¡Puf!, he tragado polvo en esa calzada…
—Antes de un cuarto de hora estaremos en la mesa, que ya Espiridión está también gritándome y es señal de que ya no aguanta.
En efecto, don Espiridión gritaba: «¡Pa… pa… pas… pas… cuala!» y no cesaba, pero no se podía mover. La indita sirvienta, que tendría doce años y que había sustituido a la que encontramos cuando doña Pascuala salió de su cuidado, entró con un lebrillo de agua y una toalla al tiempo también que Moctezuma, que andaba recorriendo sus posesiones, se apeaba del caballo y estrechaba la mano de Lamparilla.
Ni diez minutos dilató doña Pascuala. El almuerzo listo, la mesa bien puesta, y ella, con sus manos ya lavadas, se presentó a invitar al licenciado a pasar al comedor, mientras Moctezuma fue a dar el abrazo a don Espiridión.
Pasó la comida sin incidente, colocaron otra vez a don Espiridión en su banco, y provistos de un par de tazas de hojas de naranjo y su botella de anisete, Lamparilla y doña Pascuala volvieron a la sala.
Comadre, no quería darle un disgusto antes de comer; pero estamos mal por todos lados.
—Por Dios, cuénteme lo de la pedrada, que tiene usted el ojo que da lástima y voy a hervir un poco de saúco para darle unos fomentos —dijo doña Pascuala.
—Ya le contaré a usted lo del ojo.
—Sí, sí, lo del ojo, compadre, es lo más importante, y mientras platicamos hervirá el agua.
Doña Pascuala fue a la cocina, puso el jarrito en la lumbre y regresó al instante.
—Comencemos por lo más importante, comadre —dijo el licenciado, limpiándose con su pañuelo el ojo, que le lloraba, pues se le había irritado con el polvo del camino—. Este rancho…
—Hacienda, compadre, ya sabe usted que Moctezuma lo ha vuelto hacienda.
—¡Tanto peor! —continuó Lamparilla—. Pues esta hacienda, va usted a quedarse sin ella, porque dentro de poco deberá ser vendida por usted misma y por mí, si no queremos quedarnos hasta sin camisa sosteniendo un pleito injusto y que al fin no se puede ganar.
—¿Pero cómo así? No es posible, compadre —interrumpió doña Pascuala asustada—. ¡Explíquese usted, por el amor de María!
—La explicación es muy sencilla. Debemos, con los réditos vencidos hasta hoy, seis mil ochocientos sesenta pesos al licenciado don Pedro Martín de Olañeta. Ya había dicho a usted que él me había ido proporcionando el dinero que Moctezuma ha gastado en volver hacienda el rancho de la Ladrillera; la escritura está hace un mes cumplida, y el dinero no es de don Pedro, sino del Marqués de Valle Alegre, que ha sido también embargado, que está en la ruina y que quiere recoger lo poco que le queda para irse al interior a casarse con la hija del Conde del Sauz, del que también le he hablado algunas veces. Es muchacha bonita y rica y el marqués reparará su fortuna; pero a nosotros nos arruina de pronto. Como don Pedro es persona muy respetable, y además nos ha servido y nos ha de servir mucho, como explicaré a usted después, no es posible demorar el pago del dinero, ni mucho menos intentar un pleito. No seré yo quien lo haga.
Doña Pascuala se puso descolorida y dejó caer los brazos con desconsuelo.
—Y la cosecha que está tan mala, el maíz perdido con la helada, la cebada no alcanza ni para el gasto de la casa y el pulque ha bajado de precio, y con todo, si no fuera por ese único recurso, no tendría ni con qué ir al tianguis de Cuautitlán…
—Pensaba yo —continuó Lamparilla— dar un golpe maestro en el negocio de Moctezuma III; pero me lo han dado a mí.
—Voy a traer, compadre, el cocimiento de saúco —dijo doña Pascuala—. ¿Qué haré yo en este trance si usted se me enferma, compadre?
La pobre doña Pascuala, dominando la emoción que las malas noticias le habían causado, fue a la cocina y volvió con el cocimiento de saúco y unos lienzos delgados y limpios y mientras cuidadosamente fomentaba el ojo de Lamparilla, éste le contaba minuciosamente su naufragio, el tumulto de Ameca, el peligro que corrió su vida, el ladrillazo y lo demás que sabe el lector. Doña Pascuala sufrió tantas y tan diversas emociones al escuchar el portentoso relato, que estuvo a punto varias veces de soltar el traste donde mojaba el trapo con que curaba a su compadre.
—No se canse usted, comadre; fue Melquiades el que me tiró el ladrillazo. Esos Melquiades son raza de víboras, como dice la Escritura, y es menester exterminarlos. A las víboras se les pisa la cabeza y no la cola, como dice ese gran don José María Tornel, que desgraciadamente no está en el poder en estos momentos, que me serviría de mucho, porque es hombre afecto a servir… pero creo que basta ya de fomentos; ya se me ha desinflamado el ojo, y sería mejor un defensivo; lo tendré puesto mientras esté aquí.
Doña Pascuala retiró sus aparatos y Lamparilla, enjuagándose bien los ojos con su pañuelo, continuó:
—Creía yo las cosas casi hechas, pero me he encontrado con unos verdaderos demonios; esos Melquiades quién sabe cuántos son, y quién sabe cuántos años hace que están en plena posesión de los bienes de Moctezuma III, y para quitárselos, además de obtener las órdenes necesarias del Gobierno, se necesita un batallón entero y hasta piezas de artillería. La hacienda y los ranchos que están en el monte en la falda del volcán, son unas verdaderas fortificaciones, según los informes que he tomado, y además, el bosque es tan espeso y tan lleno de barrancas, que al que lo conoce y se esconde allí, no lo puede sacar ni toda la policía junta. Además, malas lenguas dicen que estos Melquiades tienen relaciones con los bandidos de Río Frío, que atraviesan las veredas y vienen a refugiarse por Ameca cuando los persiguen por Chalco o por Puebla. Ya ve usted cuántas dificultades tenemos que vencer antes de entrar en posesión de los cuantiosos bienes de Moctezuma III.
—¡Pero compadre, por el amor de la Santísima Virgen de Guadalupe! ¿Será posible que me quede yo sin el rancho donde tantos años he vivido? ¿Qué haré yo con Espiridión, que está tan enfermo, qué dirá Moctezuma? Se largará desesperado a buscar su vida, y el día que se gane su herencia nada tendremos, ni tampoco él, pues sabe Dios dónde andará.
—Todo y más de lo que usted dice ha pasado por mi cabeza, y no sólo será el mal para la familia de ustedes, sino para mí. Van a decir que arruiné a usted, que por la mala dirección e ignorancia mía se han perdido los negocios. Imagine usted lo que hablarán esos tinterillos de Tlalnepantla y Cuautitlán… Por eso, malo como estoy del ojo, he venido a consultar con usted y a que tomemos una medida… Vamos ¿nada tiene usted guardado en la caja de madera, del producto de la cosecha del año pasado? La cebada se vendió bien, no dejó usted de coger sus cien cargas de trigo… Es preciso y, por mi parte, yo le ayudaré con lo que pueda.
—Se lo iba yo a decir a usted —contestó doña Pascuala, limpiándose los ojos, pues se le habían venido las lágrimas sólo de pensar que tenía que desprenderse de lo que había ahorrado—. Es triste cosa ir a dar a los usureros lo poquito que se ha podido juntar, y que tenía yo destinado para el entierro de Espiridión, para comprarle un caballo a mi hijo antes de que entre al colegio, para hacerle a usted un regalito de día de su santo y para otras cosas.
—Comadre, no diga usted desatinos; no hay usureros ni nada de por medio. Ya le he dicho que mi maestro, porque así llamo al licenciado don Pedro Martín, es el que ha prestado el dinero; por lo demás, ya veremos cómo se entierra a don Espiridión cuando se muera; y respecto a mi cuelga, me contentaré con uno de los caballos de Moctezuma… Vamos a ver, en primer lugar, cuánto tiene usted y cómo se paga ese dinero.
Doña Pascuala llevó a Lamparilla a su recámara, cerró las puertas con llave, abrió la consabida caja y comenzó por sacar la mancerina y diversas piezas de plata, cajitas con corales, perlas y relicarios de oro, un prendedor con una esmeralda del tamaño de una haba, propiedad de don Espiridión, y otras chucherías de valor.
—Vea usted, comadre, en vez de gastar dinero, con ese fistol que para nada sirve a don Espiridión, que está con un pie en el sepulcro, sale usted de su cuidado el día de mi Santo.
—Dice usted muy bien, compadre; yo haré que Espiridión mismo se lo dé a usted…
—Es una chanza, comadre —dijo Lamparilla, contento de ser ya como dueño de la monstruosa esmeralda—, guárdelo usted, y veamos lo que va encontrando de dinero.
Doña Pascuala registraba y hundía el brazo en la profundidad de la caja, retiraba un envoltorio o una cajita o una petaca de pita, y con un suspiro la ponía donde estaba el licenciado, muy atento y empeñado en esta busca.
Reunidos los bultitos, petacas y nudos de trapo, comenzaron a contar, y había poco más de cuatro mil pesos en escudos y onzas de oro. Eran las economías de doña Pascuala, menguadas en parte para pagar las tierras y el cerro que había comprado Moctezuma.
—Estamos salvados ¿no es verdad, compadre? Me quedo con unos cuantos medios nuevos, y es todo mi capital, no hay más en la caja.
—Se equivoca usted, comadre, no estamos salvados. Yo he prometido pagar dentro de ocho días la cantidad íntegra a don Pedro. Si le doy un peso menos, no lo admitirá; es hombre así: se llamará a engañado, perderé su amistad, procederá judicialmente, y antes de dos meses estará usted fuera del rancho.
—¿Qué hacer, compadre, qué hacer? —dijo doña Pascuala apretándose las manos—. Ya no queda nada en la caja; la voy a vaciar para que usted la vea. Empeñaremos las alhajitas y la plata.
—Puede ser un recurso, pero no completaremos. Yo le ayudaré a usted con quinientos o seiscientos pesos —le respondió Lamparilla—, es de lo que puedo disponer de pronto.
Doña Pascuala acabó de vaciar la caja, y enseñaba el fondo limpio al licenciado, cuando tocaron la puerta. Echó en la capa precipitadamente y con silencio el oro y la ropa que pudo, la cerró, fue a abrir y se encontró con Jipila.
Esta visita contrarió a la dueña del rancho en esos momentos que estaba tan apurada, y se vio tentada de regañar a la herbolaria, cerrar la puerta y decirle que se fuese a esperarla a la cocina; pero recordó que entre las dos había un terrible secreto, disimuló y correspondió con afabilidad el humilde saludo.
—Entra, Jipila, entra; pon tu huacal en el suelo, siéntate y descansa. ¿Qué te había sucedido? Hacía tiempo que no venías y hay mucho culantro verde en el cerro, que es lo que a ti te gusta.
Jipila estaba fuerte, sana, con su dentadura blanca, su cabello negro muy liso, su limpio e igual color cobrizo y sus ojos muy negros e inteligentes. Los años no habían pasado por ella; estaba lo mismo que el día en que, acompañada de Matiana, vino a curar con sus eficaces bebistrajos el mal incurable de doña Pascuala.
—Madrecita —le dijo Jipila— con perdón del señor licenciado, quería comunicarte una molestia.
—Vaya, Jipila, ni las buenas tardes me das. ¿Ya no te acuerdas de mí?
—Ni lo quiera Dios, señor licenciado. Los pobres no olvidamos a los señores ricos que nos hacen algún aprecio. Su merced sí se ha olvidado de mí. Lo veo pasar a usted los más días por la esquina de Santa Clara y en la plaza, hablando con las del puesto de fruta de doña Cecilia.
Lamparilla, al oír el nombre de Cecilia, de un salto se levantó de la cama y se le vinieron los colores a la cara, pero disimuló.
—¿Ya volvió Cecilia a su puesto? —le preguntó.
—Creo que ayer estuvo allí, riéndose y muy contenta, pues ya San Justo se fue del mercado y está otro señor dizque es muy bueno. De don Justo nada tengo que decir: le llevaba yo todos los días su manojo de hojas de naranjo a su casa y nunca me chistó ni una palabra.
—Vaya, me alegro de que estés como si fuera el día en que por primera vez te vi aquí. Si tienes algo que decir a doña Pascuala voy un momento afuera.
Salió Lamparilla e inevitablemente se encontró con don Espiridión, sentado como un ídolo de piedra en su banco, que le gritaba.
—Li… li… li… cencia… cencia… do Lam… pa… pa… pa… pa… rilla.
Tuvo que detenerse y llevarle la corriente al pobre enfermo, y explicarle que había estado tratando con doña Pascuala de traerle al doctor Codorniú y a los doctores de la Universidad para que lo curaran.
Don Espiridión, con la cabeza, le dijo que no, y animándose por un momento sus ojos y queriendo reír, se erizaron los pelos de su bigote y dijo muy contento:
—Ji… ji… ji… pi… pi… la.
Jipila, a la que dejamos con doña Pascuala, abriendo su boca y pelando sus dientes blancos, le tomó la mano y se la besó, entre humilde y cariñosa.
—Madrecita —le dijo— te tengo que pedir un gran favor, y la Nuestra Señora de Guadalupe te lo pagará.
—Di, Jipila, di, ya sabes que te quiero, que te estoy muy agradecida, pues hiciste de tu parte lo posible; Matiana tuvo sólo la culpa; pero ¿qué había de hacer la pobre si creyó que la Virgen se lo había mandado? Espero en ella y en Dios que a esa desgraciada criatura no se la comieron los perros, y que tendrá buena suerte o que su madre lo habrá encontrado.
Jipila suspiró y bajó los ojos.
—Siempre que te veo recuerdo esos días, que no tendré otros tan amargos en mi vida; pero, vamos, di qué se te ofrece antes de que vuelva a entrar el licenciado.
—Quiero, madrecita —dijo simplemente Jipila—, que me guardes mi dinero.
—¿No es más que eso? Pues te lo guardaré muy bien; estará en mi caja, que siempre está cerrada. Dámelo si lo traes.
—Es mucho, madrecita; te dejaré lo que traigo.
—¿Como cuánto? —le preguntó doña Pascuala.
—Mucho, madrecita; yo no sé contar más que con maíces; pero no he podido.
—Y ¿de dónde has cogido ese dinero, Jipila? le dijo doña Pascuala, alarmada y creyendo que se trataba de un robo.
—Tantos años de trabajo, madrecita. ¿Qué quieres que haga una pobre como yo con el dinero, más que comprar una velas y unos cohetes para la Virgen el día doce?
—Vamos, es otra cosa; ya lo iremos contando.
Jipila, de entre el tomillo, el laurel, el palo mulato, la zarzaparrilla y las muchas otras yerbas aromáticas de que estaba lleno el huacal que cargaba en las espaldas, sacó un bultito envuelto en un ayate y en frescas hojas de maíz, y lo puso en el suelo. Doña Pascuala contó trescientos pesos en menudo, pesos y algunas monedas de cobre.
—Todos los días traeré lo que pueda, madrecita; está enterrado en Zacoalco, debajo de unos adobes, cerca del jacal donde antes vivimos Matiana y yo, y es preciso que vaya antes que amanezca y lleguen las recuas del pulque que pasan muy cerca. Me robarían si me vieran, o lo desenterrarían. Desde que vivía Matiana hemos guardado allí lo que Dios nos ha dado por nuestro trabajo.
—¿No puedes calcular, poco más o menos, cuánto será?
—Sí, madrecita; serán como ocho tamalitos como éste.
Doña Pascuala al momento pensó que la suma que venía a confiarle Jipila pasaba de dos mil pesos, y vio el cielo abierto.
—La Virgen de Guadalupe te ha enviado al rancho, Jipila; no lo dudes, me quiere mucho su Divina Majestad. Me prestarás ese dinero; es decir, como tú no lo has de gastar ¿quieres que yo use de él mientras se levanta y se vende la cosecha? Por la Virgen te juro que te lo pagaré y te daré un logro, es muy justo; al fin tú trabajas sin descanso y debes ganar no sólo con vender yerbas sino con tu mismo dinero.
—Su merced hará lo que guste —contestó sencillamente Jipila—. Para antes del día doce de diciembre necesitaré veinte pesos para cohetes y velas, y diez pesos para mercarme una poca de manta y unas enaguas que quiero estrenar.
—No sabes el bien que me haces, Jipila. Tu dinero estará seguro, y más adelante, lo que será bueno es que con él compres un ranchito o una huerta o una casa en que vivas; ya hablaremos de eso. Ve a la cocina, ya te sigo, para que comas algo, pasa la noche en el rancho, pues no podrás llegar a tu casa antes de que se meta la luz. ¿Vives todavía en la Villa?
—En la Villa, como siempre —respondió Jipila cargando su huacal y dirigiéndose a la cocina.
Doña Pascuala se asomó a la puerta y quitó a Lamparilla, a quien don Espiridión había agarrado de una mano y no lo quería soltar, significándole que deseaba que Jipila le diese algún brebaje, porque repentinamente se le puso en la cabeza que Matiana lo había hechizado en una de las ocasiones que volvió a juntar culebras en el cerro, y desde entonces clavó el pico hasta ponerse en el estado en que lo hemos encontrado.
—Venga usted, compadre. ¿Qué hace usted con ese ventarrón que está soplando, y agarrado de la mano de este pesado de Espiridión, que cuando coge a uno no lo suelta, como si fuera el convidado de piedra? Para eso sí que tiene fuerzas. Venga usted, que nos hemos salvado, y bien se conoce que la Virgen de Guadalupe me quiere mucho.
—Voy, comadre, al instante —le contestó Lamparilla, haciendo un vigoroso esfuerzo para que le soltase la mano don Espiridión—. Quiere que le dé Jipila una infusión de yerbas para curarse del hechizo.
—Ya le daremos gusto, pero entre usted un momento.
Lamparilla y doña Pascuala volvieron a instalarse junto a la consabida caja de madera.
—¿Quién le parece a usted que nos ha sacado del apuro?
—Me lo acaba usted de decir: la Virgen de Guadalupe —le contestó Lamparilla sonriendo.
—No sea usted masón ni hereje, compadre; no diría usted eso cuando se estaba ahogando en la laguna; es verdad, nos ha salvado la Virgen por medio de Jipila.
—¿Cómo así comadre? Estoy azorado; cuénteme usted —dijo Lamparilla medio recostándose en la cama.
—¿Quién nos había de decir que esas indias, cuyo capital consiste en yerbas, pedacitos de raíces, lagartijas, gusanos y culebras, tuviesen más dinero que nosotros?
—Eso no es creíble…
—Como se lo cuento a usted, y aquí tiene la prueba —y doña Pascuala sacó de la caja el bulto que contenía la primera remesa de dinero que le había entregado la herbolaria—. Como este bulto dice que tiene muchos, y que los irá trayendo para que se los guarde. Creo que serán como cuatro mil pesos; de modo que con esto y lo que tenemos ya habrá para pagarle al marqués, y usted quedará bien con el licenciado.
Lamparilla no creía, pero tuvo que convencerse tomando el peso al bulto de dinero que le puso en la mano doña Pascuala.
—Pero bien, supongo que Jipila va a traer ocho o diez envoltorios como éste ¿y qué?
—¿Y qué? Ya tengo su consentimiento para usar de ese dinero que me traía a guardar, porque lo ha tenido enterrado en Zacoalco y tiene miedo de que se lo roben.
—Entonces, dice usted bien, nos hemos salvado —dijo Lamparilla muy alegre, levantándose de la cama y sonando las manos—. Dice usted bien y creo lo que usted dice; que es la Virgen de Guadalupe la que ha venido en nuestro socorro. Apostaría cien pesos a que Jipila antes de venir aquí ha ido a consultar a la Virgen, como lo hizo cuando ella y la bruja vinieron a curar a usted; pero sea como fuere, estoy ya tranquilo. Y a propósito… qué cabeza… vine al asunto de dinero y a otra cosa… y me había olvidado, como de la primera camisa que me puse… ¡Qué cabeza la mía! Desde el naufragio y el ladrillazo de los Melquiades me voy poniendo como don Espiridión. Le traigo a usted un muchacho guapo, poco más grande que mi ahijado.
—¿Pero cómo o para qué me trae usted ese muchacho?
—Es precisamente un recomendado de don Pedro Martín de Olañeta, que nos acaba de prestar un servicio interesante, que también venía a contar a usted, y ya lo olvidaba. ¡Qué cabeza la mía! Si no pienso más que en Cecilia.
—¡Cómo, compadre! ¿Qué tiene que ver en nuestros negocios Cecilia?
—Nada, comadre; pero acabo de referir a usted que le debo la vida, y ¿qué quiere usted? No la puedo olvidar. ¿Cree usted que no tiene mérito una mujer que pudiéndose haber refugiado en el tular, prefirió estar sumida hasta el cuello en el agua y teniéndome abrazado como a un chiquillo para que no fuese a sumirme?
—Tiene usted razón, compadre; pero no se distraiga y acábeme de decir lo del huérfano que me trae.
—Es un huérfano del licenciado don Pedro. Por razones que ni a usted ni a mí nos importan, no lo puede tener en su casa, y desea que permanezca al lado de usted en el rancho.
—En la hacienda, compadre —interrumpió doña Pascuala.
—Pues bien, que permanezca en esta hacienda —continuó Lamparilla— para que aprenda los ejercicios del campo y más adelante pueda proporcionarle entre sus muchas relaciones un destino de mayordomo o administrador.
—Con mucho gusto, compadre, basta que usted lo trajera. Esta hacienda siempre ha sido de usted, y más ahora que me está ayudando a salvarla.
—Gracias, comadre, gracias; pero volvamos a Juan, que así se llama. (Juan había vuelto a tomar su nombre, pues nada había ocultado al licenciado.) Es necesario que lo trate usted como si fuese su hijo y al igual de Moctezuma; que monte a caballo, que conozca bien el cerro y los caminos, que sepa poner las yuntas y las yeguas de trilla, raspar los magueyes, sembrar el maíz, darle su escarda, vender la paja y los demás esquilmos; en una palabra: sacarlo un buen ranchero para entregarlo al licenciado don Pedro Martín sabiendo sus obligaciones y en disposición de administrar una finca.
—¡Qué lástima que Espiridión, que era tan buen agricultor —interrumpió doña Pascuala, dando un suspiro— esté ya tan incapaz!; que él, antes de un año… Pero no tenga usted cuidado, yo sé un poquito de todo y además le diremos a Moctezuma que lo tome a su cargo.
—Cabal —dijo el licenciado— le viene como anillo al dedo; sabe leer bien, escribir y gramática y ortografía que el mismo don Pedro Martín le ha enseñado. De modo que podrá enseñar a Moctezuma estas cosas, pues no lo creo muy adelantado, a la vez que Moctezuma lo adiestrará en las faenas del campo y podrá llevar los apuntes de las ventas del pulque; en fin, un libro de cuentas, porque ya lo necesita esta hacienda.
—Como usted lo dice, compadre, todo se hará así; yo, además, tendré una compañía y quien me haga mis mandados a Tlalnepantla y Cuautitlán…
—No, todo menos eso. Expresamente me encargó el licenciado que no fuese Juan a los pueblos, y que no pasase de los campos de la hacienda. Tendrá sus razones y es menester darle gusto, y voy a decir a usted el servicio que nos ha prestado, además de la consideración y esperas en el asunto del dinero del marqués. Necesitaba yo aclarar una duda importante que tenía el Ministro de Hacienda antes de resolver definitivamente que Moctezuma III entrase en posesión de sus bienes, y esta duda era sobre la descendencia de ese verdadero rey, que tiene usted como su hijo en este rancho.
—Hacienda, compadre.
—Hacienda, comadre, no lo olvidaré, y tiene mucho por el pedazo de cerro que ha comprado, y que si no ha sido por Jipila, todo se lo lleva el diablo.
—Por la Virgen de Guadalupe, usted lo ha confesado. No sea usted incrédulo ni desagradecido, compadre.
—No acabaremos en toda la tarde, y ya es hora de marcharme —dijo Lamparilla con muestras de impaciencia—. Los caminos no están muy seguros, los Melquiades pueden ponerme una emboscada y por eso ando por todas partes con un par de mozos de mi confianza, armados hasta los dientes.
—Tiene usted mucha razón, compadre. Soy una necia y no le volveré a interrumpir.
—Pues al grano, y aunque a usted no le importen personalmente estas cosas, es fuerza que las sepa, pues es, como quien dice, la madre de nuestro legítimo emperador, una vez que al pobre de Iturbide le dieron en Padilla una fusiladota como una casa. Moctezuma II tuvo varios hijos de ambos sexos que sobrevivieron a las matanzas y a los horrores que hicieron los conquistadores. De pronto se confiscaron todos los bienes que pertenecían al emperador, y como soberano déspota y absoluto que era, figúrese usted si no tendría tierras a Dios dar; los cerros de Ameca, los volcanes, el monte, la nieve; el azufre del Popocatépetl sólo es un tesoro; sobraría para hacer pólvora para todos los ejércitos del mundo entero; pero después, el mismo conquistador don Hernán Cortés y el emperador Carlos V les otorgaron mercedes a manos llenas concediéndoles tierras, aguas, montes, vasallos y pensiones sobre el tesoro, y por eso hemos dado buenas mordidas nosotros a cuenta de mayor cantidad. Fuéronse sucediendo los herederos en línea directa hasta don José Cayetano Vidal Moctezuma, que fue, óigalo usted bien, comadre, Cristóbal de la Mota Portugal Moctezuma; y de éste desciende nuestro Moctezuma III, que Dios guarde, como dicen los gachupines. ¿Me entiende usted ahora, comadre?
—Clarito, compadre, una burra del corral lo entendería —contestó muy alegre doña Pascuala—. Ni duda, hasta parientes de obispo.
—Pues bien, esa historia la debo al licenciado don Pedro Martín de Olañeta, y con sus indicaciones y protegido por mi tío el archivero, he sacado copias de las reales cédulas, y no me faltaba más que una copia muy esencial que debe estar en Ameca, para presentar una nueva solicitud al Ministerio de Hacienda y probar hasta la evidencia que es a Moctezuma III a quien pertenecen los volcanes y las tierras de Ameca y no a los condes y duques de España, muy buenos para considerar a los indios como animales, que el Papa dijo que eran gentes racionales, pero muy listos para cobrar las pensiones y pretenderse descendientes directos del emperador Moctezuma II. Creo que me he explicado ¿no es verdad comadre?
—Como un predicador.
—Ya pensará usted cuánto empeño debemos tener para que Juan esté contento y de esa manera pagar a don Pedro sus favores, que no han de ser los últimos; pero le dije que se iba haciendo tarde y es fuerza que acabemos hoy, que no tardaré en volver a recoger el dinero. Acuérdese usted que tenemos nada más ocho días.
—Antes de ocho días ya habrá traído Jipila los ayatitos llenos de pesos que vaya desenterrando de Zacoalco; pero no hay que decir ni una palabra a nadie.
—¿Me tiene usted por un chiquillo, comadre? Ni a mi sombra; voy por Juan para presentarlo a usted.
Lamparilla, en efecto, estaba tan aturdido con sus aventuras, con el pago del dinero, con su ojo inflamado a causa del ladrillazo de Melquiades y, sobre todo, con la memoria de Cecilia, que al apearse del caballo dejó a Juan y a los mozos en el sol y no se volvió a acordar de ellos; pero uno de sus criados, que era camastrón, el mismo que se durmió en la paja en Ameca mientras la vida de su amo estaba amenazada, así que vio que nada se disponía, entró al corral con los caballos, les echó un buen pisto de paja y en seguida se dirigió a la cocina en compañía del otro criado y de Juan, se arregló con la molendera y, mientras su amo comía con doña Pascuala, ellos se hacían servir gordas calientes untadas con salsa de chile, carnitas fritas y sus jarros de tlachique.
Don Espiridión quiso detener a Lamparilla, insistiendo en que le diera el brebaje; pero no le hizo caso y volvió acompañado de Juan y lo presentó con nuevas recomendaciones a doña Pascuala. En esto volvió Moctezuma de su excursión al cerro, donde estaba plantando unos magueyes; se le instruyó de lo que convenía saber y se le presentó también a Juan, el que fue bien recibido; les simpatizó desde luego, y no les faltaba razón. El muchacho, en el tiempo aunque corto que había estado en casa de don Pedro, se había mejorado con la vida arreglada y regular, con la compañía de Casilda, que lo tenía encantado, y con la tranquilidad completa, que no se turbó sino hasta el día en que leyó el párrafo del periódico; así pues, sus facciones iban tomando una regularidad varonil, y sobre todo sus grandes ojos negros, que había heredado de Mariana, lo hacían interesante, a lo que contribuía su vestido nuevo de buen paño y bien hecho.
Como don Espiridión se iba poniendo furioso, fue necesario que al fin le hiciesen una infusión de muicle, y se le dijo que eran yerbas misteriosas que había traído Jipila; que con eso se aliviarían sus males y desaparecería el hechizo de la bruja Matiana; pero fue necesario que la misma Jipila, doña Pascuala y Lamparilla le dieran la bebida y le llevasen en seguida a la recámara. Hecho esto, Lamparilla se despidió de su comadre, dio unos cuantos consejos a Juan y, montando a caballo, ya entrada la noche, seguido de sus dos valientes criados, emprendió a galope el viaje para la capital.
Después que se marchó Lamparilla, doña Pascuala impuso a Moctezuma del estado de sus negocios, y trastornando la relación que había oído, le hizo saber que era hijo legítimo de un obispo, y ese obispo hijo directo de Moctezuma II, con lo cual quedó muy ancho y contento el muchacho; y como sabía que el Juez de Tlanepantla tenía secretario, y que también había secretario en el ayuntamiento, la llegada de Juan le vino como de molde; él mismo fue al rayador a disponer una cama para Juan, lo sentaron a la mesa a cenar y cuando estuvieron solos dijo su idea a doña Pascuala, la que convino en ella. En consecuencia, el primer acto de este monarca ignorado de todo el mundo fue nombrar su secretario particular, con doce reales de sueldo semanarios, al hijo de Juan Robreño y nieto del muy poderoso señor don Diego, Melchor, Gaspar y Baltasar de todos los Santos, Marqués de las Planas y Conde de San Diego del Sauz.