VII. Don Diego de día

El entierro fue en las primeras horas de la mañana y el cadáver de la condesa, llevado en un ataúd forrado con terciopelo negro y plata en hombros de los criados, seguido del mejor carruaje y depositado en el sepulcro de la familia en la capilla de Aranzazú, de la que habían sido bienhechores los condes del Sauz. El palacio de la calle de Don Juan Manuel se tapizó de negro, con lazos de crespón blanco, desde los corredores hasta el cuarto del portero; don Diego, manifestando un sentimiento templado con la conciencia de su grandeza, recibió con una perfecta urbanidad a las numerosas visitas que durante los nueve días acudían a darle el pésame. La calle, de un extremo a otro, estaba llena de carruajes.

El domingo siguiente al en que terminaron los nueve días, se hicieron en la iglesia mayor de San Francisco unas honras magníficas, cantándose el oficio de difuntos y los salmos, acompañados de las orquestas de la Catedral y de la Colegiata de Guadalupe. Todo México asistió a esta fúnebre función, y no se recordaba que otra mejor se hubiese celebrado hacía muchos años. La mayor parte de los que visitaron al conde y asistieron a las honras, decían:

—¡Qué lástima de condesa! ¡Tan joven, tan hermosa y tan feliz con tanto dinero y un marido tan excelente! Con un farol no lo hubiera encontrado mejor… Pero son los altos juicios de Dios; ya se la llevó a su gloria y está descansando.

Los hijos del marqués de Valle Alegre y la condesa de Miraflores no eran de la misma opinión y, por el contrario, decían que don Diego era un verdadero bandido, que le había dado mala vida a su esposa, la había matado a pesadumbres, y que lo mismo haría con su hija.

En cosa de cuatro meses el conde no pasó de su recámara a la biblioteca y de la biblioteca al comedor, donde lo acompañaba Mariana; pero padre e hija no atravesaban una palabra.

Al perder Mariana a su madre no puede explicarse lo que sintió. Dolor agudo, profundo, porque la condesa la veía como a las niñas de sus ojos y era la única luz en la sombría noche de su matrimonio; y al mismo tiempo miedo, despecho, desesperación, tristeza sin tregua al hallarse sola en el inmenso palacio, sin tener más que la limitada conversación de la criada antigua de la casa que sirvió de camarista a su madre, que continuaba haciendo con afán y cariño los mismos oficios con su hija. Las horas de comer eran su tormento, pues cuando levantaba la vista se encontraba con el semblante torvo del conde, y no sabía dónde poner los ojos. Encerrada en su recámara, el bordado y la costura eran su única distracción; a las nueve de la noche entraba en su lecho, cansada sin haber hecho nada, aburrida, desesperada y pensando que el siguiente día, la semana y un mes y otro mes, serían igualmente monótonos y tristes para ella.

El conde, por su parte, tenía diversos sentimientos. Algo sintió la muerte de la condesa, porque al fin fue una esposa tímida y resignada; pero día por día notaba que Mariana se ponía más hermosa, y concebía por ella un vivo cariño, que en la noche, al acostarse, procuraba rechazar; pero al día siguiente, a la hora que se reunía en la mesa, renacía más fuerte, sin que su hija lo correspondiese, pues se mostraba fría y a veces dura con él cuando en cualquier cosa indispensable tenían que entablar una corta conversación. Esto tenía al conde furioso; y sea por esto o por añejas costumbres, volvió a su vida desarreglada y la casa al mismo giro, menos la escena nocturna del puñal, que no tuvo valor de repetir con su hija.

Así pasaron más de dos años, lentos como dos siglos para Mariana. El día menos pensado, al terminar el almuerzo, el conde dijo a su hija:

—He mandado traer el avío; prepárate, porque dentro de una semana marcharemos a la hacienda.

Mariana, por toda respuesta, inclinó la cabeza.

El día señalado llegó el avío, es decir, un pesado coche de forma esférica, revestido de su camisa blanca de lona, tres tiros de mulas para la remuda, un chinchorro de mulas de lazo y reata para los equipajes y quince o veinte mozos armados de machetes y tercerolas, vestidos de gamuza amarilla y en buenos caballos. Así caminaban los hacendados. A los dos días siguientes el conde y su hija pasaban en el coche con todo este tren por la garita de Peralvillo.

En el camino nada de notable. Después de tres semanas de calor y de polvo llegó a la hacienda del Sauz el avío, y con él don Diego y Mariana. Repicaron las campanas de la capilla, quemaron cohetes, regaron de flores la entrada y patio de la casa; pero en lo general la ranchería lo recibió mal y fríamente, deseosa de vengar los crueles azotes inferidos al desventurado cochero. Se apercibió de ello el conde; pero al cabo de un mes, la belleza, el carácter, si bien altivo, humano y amable de Mariana, el contacto que necesariamente se estableció con el ama de la finca, destruyó las malas prevenciones, y en lo sucesivo se estableció una tranquilidad relativa.

Mariana tenía ya ocupaciones domésticas que la distraían; y el aire libre del campo, las excursiones a pie, a caballo y en carruaje por los extensos potreros, el cultivo del jardín y, sobre todo, la libertad de que gozaba, la hicieron olvidar la sombría mansión de la Calle de Don Juan Manuel; y pocos años bastaron para que se convirtiese en una arrogante mujer perfectamente desarrollada por la madre naturaleza, ya que la condesa le había faltado cuando más necesitaba de su apoyo y cariño.

Así pasó mucho tiempo sin incidente notable, hasta que un día llegó a la hacienda, seguido de cinco correyitas, un muchachón grande y robusto, requemado con el sol, vestido de cuero y empolvado de los pies a la cejas. Cuando al día siguiente apareció aseado y vestido con un traje militar, Mariana fijó su atención y pensó que era un hombre lo que se puede llamar guapo y bien presentado. Su suerte se decidió.

Era este joven hijo del administrador de la hacienda, había nacido en ella y luego que tuvo la edad suficiente, fue enviado a un colegio de México y después a servir en la frontera, en las montañas presidiales, a las órdenes del viejo veterano don José Juan Sánchez. De cadete pasó a alférez, a teniente, y finalmente era ya capitán en la época de que vamos hablando. En uso de una licencia, fue al Sauz a pasar algunos meses con su padre, del que había estado largo tiempo separado. Ver a Mariana y amarla, todo fue uno. Su suerte se decidió también.

El administrador, padre del nuevo personaje que tenemos el honor de presentar al lector, era un viejo servidor de la casa de los condes. Nació en México, de una honrada familia. Recomendado al antiguo conde comenzó su carrera de escribiente de la hacienda del Sauz, ascendió después a trojero y finalmente a administrador; y llevaba años de manejar la finca con tanta inteligencia y honradez, que había logrado captarse la buena voluntad de don Diego y hasta dominarlo en algunos ratos, no obstante su carácter duro y altanero.

El hijo fue, pues, muy bien recibido; se le sentó en la mesa del amo, se pusieron a su disposición los caballos y los coches de la hacienda y se le agasajó cuanto se pudo. La ranchería estaba atónita al observar que don Diego había cambiado repentinamente de carácter. Pasaron meses y los jóvenes, aunque se amaban y se entendían perfectamente, habían guardado tal reserva y tal disimulo, que don Diego, preocupado con las empresas amorosas en la misma ranchería y en los pueblos inmediatos, no había concebido ni la más leve sospecha. En una de las ocasiones en que fue a Sombrerete, donde tenía parte en una mina y con motivo de ese asunto solía permanecer dos o tres semanas, Mariana y el novio entraron juntos al despacho del administrador.

—Don Remigio —dijo Mariana, sin más rodeos y tomando de la mano al novio y obligándolo a que se acercase— su hijo de usted y yo nos queremos; más diré a usted; nos amamos mucho. Yo no he conocido ni tratado sino a mis primos los marqueses de Valle Alegre, que me repugnaban no sé por qué. El primer hombre que he visto con atención, que he tratado ya lo bastante, ha fijado mi suerte. A él le pasa lo mismo. Es necesario que nos casemos y que usted sea el que se lo diga a mi padre.

Don Remigio quedó mudo, como quien ve visiones. Imposible que hubiese pasado por su imaginación que su hijo se hubiese atrevido a poner los ojos en la condesita, como le decían, en la hija de su terrible amo.

—¡Vamos! ¿No dice usted nada, don Remigio? —continuó Mariana con la mayor naturalidad—. ¿Qué le asombra a usted? Nos queremos casar y nos casaremos ¿qué tiene eso de particular? Hable usted, sí, hable usted cualquier cosa, y sobre todo, prométanos que en cuanto llegue mi padre se lo dirá usted.

—Pero señora condesita —murmuró conmovido el administrador—. ¿No lo conoce usted? ¿Cree usted que será capaz de permitir que mi hijo, aunque bueno y honrado se case con una condesa? Y tú bribón —continuó tratando de encender en cólera— ¿cómo te has atrevido a pensar… a faltar, a pretender… a solicitar… a enamorar, pícaro, a la hija del señor conde, a la niña Mariana, que se casará o la casará su papá con un marqués?

—Nada, nada contra él, don Remigio —le interrumpió Mariana—. Si hay quien tenga la culpa, soy yo y yo nada más.

El novio quería hablar, pero Mariana no le dejaba.

—Nada tienes tú que decir. Acuérdate de lo que hemos convenido. Tu padre te perdonará y hablará al mío. Con que por ahora, a la mesa, que es la hora de la cena, hemos andado más de dos horas en los potreros y tengo tal apetito que devorarla todo el corderito que está en el horno.

—¡Juntos, juntos en los potreros y a dos leguas de aquí! —exclamó el administrador, agarrándose la cabeza y dejándose caer en el sillón de cuero que estaba delante de la mesa de escribir—. ¡Juntos, juntos! ¿Qué va a ser de nosotros cuando llegue el señor conde?

Mariana y el hijo, Mariana, sobre todo, consoló al administrador y lo llevó a la mesa. Los novios cenaron opíparamente. Don Remigio no pudo pasar un pedazo de pan.

El conde regresó a los quince días de Sombrerete. Durante este tiempo, tanto Mariana como su hijo no dejaron descansar al infortunado don Remigio y le hicieron todo género de reflexiones hasta lograr que les diese palabra de que, aventurando su empleo y aun su vida, hablaría al conde tan luego como observara que estaba de buen humor.

Pasaron días y días, hasta que por fin el afligido padre se hizo el ánimo fuerte, y una mañana, después de dar cuenta a su amo de los asuntos y observando que no sólo estaba de buen humor, sino alegre, comenzó por rascarse la cabeza y retroceder poco a poco para ganar la puerta.

—¿Tienes algo que decirme, Remigio? —le dijo el conde, que observaba esta indecisión.

—Señor conde es una cosa tan fuerte, tan… tan… no sé cómo lo que tengo que decirle, se lo diré; puede ser que hasta quiera matarme usía.

—¡Vaya, vaya! Lo que sea, fuerte o suave, dilo en el acto —repuso el conde ya algo cambiado en su fisonomía.

—Señor conde, me perdonará usía; lo que tengo que decirle es que mi hijo se quiere casar.

—¡Bah! ¿Y no es más que eso? —contestó riendo—. Pues es lo más sencillo: le ayudaremos, le haremos un buen regalo. Y tanto preámbulo y tanto miedo para decirme esto. Además, sabes que eres dependiente viejo de la casa y que te considero y te quiero. Vamos ¿y con quién se quiere casar?

El sencillo, por no decir tonto, del administrador, creyó que la cosa estaba hecha, que el conde sabría algo, que tal vez la misma Mariana le habría ya prevenido; en fin, se figuró ya su misión terminada.

—Vamos —volvió a decir el conde— ¿con quién?

—Con la niña Marianita —contestó con mucho aplomo don Remigio.

El conde dio un salto y agarró como una tenaza el brazo de don Remigio. Sus ojos echaban chispas, su respiración era trabajosa, la rabia le salía por los poros.

—¿Conque con mi hija, con mi hija?…Y se ha atrevido ¡vive Dios!

Don Remigio cerró los ojos y creyó que había llegado el último trance de su vida.

El conde, después de dejar un cardenal morado en el robusto brazo de su antiguo criado, dijo con una voz que debió oírse hasta las lejanas y verdes praderas donde se habían dicho sus amores pocos días antes los entusiastas novios:

—¡No! —e hizo seña a don Remigio para que saliese.

Don Remigio salió, casi apoyándose en las paredes llegó a su recámara y se encerró para no decir a los novios el fatal resultado de su misión.

Al día siguiente, temprano, el conde llamó a su recámara a don Remigio.

—No, no hay que caer de rodillas, ni nada de esas farsas propias de las mujeres. Escucha bien lo que voy a decir y a darte la última prueba de confianza. En el acto dispondrás que tu hijo monte a caballo, regrese a la frontera y no vuelva a poner los pies en la hacienda. No quiero verlo porque lo mataría. Mandas después y cuando tu hijo haya partido, poner el avío y te llevas a Mariana a México; en cuanto llegues, despides a todos los criados hombres, menos al viejo portero; que no haya más que mujeres en la servidumbre; la camarista de la difunta condesa tendrá el gobierno de la casa. Notificas a Mariana de mi parte que no salga de su recámara hasta que yo llegue. Un grave asunto me impide hacer este viaje, pero fio en ti. ¡Cuidado!

Tres semanas después Mariana llegaba a México y quedaba como enterrada en vida en el sombrío palacio de la Calle de Don Juan Manuel.

Share on Twitter Share on Facebook