VI. Don Diego de noche

No hay dicha completa en este mundo: nada es más cierto. Doña Pascuala, que debió haber sido la mujer más feliz al dar a luz, después de tantos años y fatigas y con peligro de su vida, a un hijo sano, robusto y para ella hermoso, era, sin embargo, la madre más infortunada de toda la comarca. Por el lado de la justicia se consideraba segura, pues no ignoraba que los indios saben guardar un secreto, y que Cuauhtémoc se dejó quemar las plantas de los pies antes que revelar el lugar donde había ocultado el tesoro; pero casi todas las noches turbaban su sueño horrorosas pesadillas: unas veces veía a su hijo arrebatado por la bruja, dando lastimeros gemidos y tratando de huir de ella y de entrar por la puerta del convento de capuchinas; y otras en lo alto de un montón de basura, rodeado de perros feroces que, aullando y ladrando, se disputaban sus delicados miembros; sobre todo en el momento que apagaba la luz y trataba de dormir, se encontraba con los ojos, encarnados y redondos de Matiana, que la miraba fijamente, y escuchaba su voz como un rechinido que le decía: Le tuve lástima, no le maté, pero lo tiré en la viña. La justicia de la tierra no habría castigado tan severamente el crimen que le hizo cometer el miedo y la superstición. Las dos herbolarias no lo pasaban mejor. Se les figuraba que todo el mundo sabía lo que habían hecho, y que de un momento a otro serían llevadas a la cárcel y ahorcadas en la Plazuela de Mixcalco. Matiana, en vez de buscar arrieros enfermos en los mesones de Santa Ana, se iba muy de madrugada a los barrancos y a los cerros y no volvía sino ya entrada la noche; y Jipila, aunque más tranquila en su conciencia, pues realmente ninguna parte había tenido en el crimen, desapareció durante algunas semanas de la esquina de Santa Clara. Don Espiridión sí estaba contentísimo, no sólo por tener un heredero, sino por haber acertado, librando a su mujer de la muerte, obligándola a que la curasen las brujas; y Moctezuma III en sus glorias, pues en vez de dar la lección y hacer palotes, cargaba al muchacho, tiraba del mecate de la cuna y le cantaba rorros. El más aprovechado de todos fue nuestro amigo don Crisanto Lamparilla, que se hizo cargo de su andar, pintar el retablo (para desquitarse del doctor), disponer el bautismo, que fue solemne, en Tlalnepantla, así como el banquete que se dio al cura y a las autoridades y vecinos, lo que valió más coles, alcachofas, gallinas y guajolotes, que los que recibía ordinariamente cada semana, y algo en plata en cuenta de honorarios. Toda la clase indígena, y aún mucha de razón de los ranchos y pueblecillos vecinos, creyeron a pie juntillas el milagro. Era, en efecto, patente; todos lo habían visto, todos supieron la gravedad de doña Pascuala, todos supieron que el dotor le había jerrado la cura, y un solo día, el 12 de diciembre, había bastado para que la Virgen curase a la que estaba ya expirando; pero dejemos por ahora a los habitantes del rancho de Santa María de la Ladrillera, y a la infeliz criatura olfateada ya por los perros de la viña, para ocuparnos de personajes más altos e importantes, aunque quizá menos felices que los del humilde rancho donde, como curiosos, hemos vivido algunos meses.

La calle que hoy se llama de Don Juan Manuel, y que en el principio de la formación de la ciudad se llamó Calle Nueva, se componía de edificios, mejor diremos de palacios, de una arquitectura severa y triste, una verdadera calle de una ciudad de la Edad Media. Altas y gruesas paredes que los proyectiles de la época habían desportillado; ventanas con espesas rejas de fierro pintadas de negro; altos zaguanes con puertas macizas de cedro con dibujos caprichosos de clavos con cabezas redondas de metal de China; un aldabón figurando la garra de una fiera, que solía resonar en las altas horas de la noche como si lo hubiese movido la mano del Convidado de Piedra; en lo alto de cada fachada el pesado escudo con las armas de la noble familia; el conjunto imponente y la calle sola durante el día, pues no había ninguna tienda ni comercio que interrumpiese la monotonía de las construcciones, y en las noches, completamente desierta y mal alumbrada con dos faroles de vidrio opaco y aceite rancio. La leyenda terrible de don Juan Manuel, que refería que dejaba tendido cada noche en un lago de sangre al desventurado que pasaba a las once por ese lugar siniestro, se conservaba viva en la memoria de los habitantes de la capital. Hoy mismo no ha cesado del todo el pavor, no obstante que las balconerías, la pintura de colores alegres de las fachadas y el movimiento necesario por ser habitadas la mayor parte de las casas por el alto comercio, han casi cambiado el aspecto feudal que todavía la caracterizaba en la época en que pasan los acontecimientos de esta verídica historia.

En uno de esos palacios habitaba el muy rico, noble y poderoso señor don Diego Melchor y Baltasar de todos los Santos, Caballero Gran Cruz de la Orden de Calatrava, marqués de las Planas y conde de San Diego del Sauz. El interior tenía un aspecto feudal más caracterizado. El patio era espacioso y formando un cuadro sin columnas, ni medias muestras, ni ménsulas, pues los amplios corredores eran sostenidos por bóvedas planas, lo mismo que la atrevida escalera de tres tramos que, formando una majestuosa perspectiva, llamaba la atención desde que se penetraba al zaguán.

La azotea, cercada de altas y fuertes almenas y en las cornisas mascarones de leones y perros, que con los ojos saltones y torvos, parecían mirar siniestramente a los que entraban y en la estación de lluvias arrojaban torrentes de agua por sus deformes bocas y convertían al patio en un estanque. Por donde quiera tibores grandes y chicos de China y del Japón; pero en desorden, vacíos y empañados, lo mismo que las jaulas de alambre dorado que se balanceaban vacías, por un viento frío que parecía de intento recorrer los corredores y zumbar en las bocas oscuras de los macetones sin flores; en todo se notaba, si no el desaseo, sí el abandono; ni una flor que matizase el color gris de las paredes, ni la nota alegre de un pájaro que turbara el silencio profundo, apenas interrumpido por los pasos tímidos de uno que otro criado que atravesaba como fugitivo las recámaras y pasillos con motivo de algún quehacer doméstico. Una puertecilla disimulada en un ángulo del corredor y forrada de planchas de hojadelata, daba entrada a una espaciosa biblioteca rodeada de estantes pesados, llenos de libros antiguos en pergamino y donde lo más curioso que había, según los rumores del público, era un espejo redondo, en el que se veía a las gentes desnudas, colocado de tal manera, que sólo el conde podía observarlas al tiempo mismo que abría la puerta de entrada. Cuando se acercaban, la ilusión desaparecía y se miraban como en cualquier espejo, con el traje que traían. Las señoras se resistían mucho a esta prueba; pero era también fama que el conde recibía en ciertas épocas visitas de durangueñas y zacatecanas que, procedentes de las haciendas, venían a la capital a arreglar sus cuentas de arrendamientos y tratar otros asuntos de interés.

El salón, magnífico en la extensión de la palabra. Canapés de ébano incrustados de marfil y concha nácar, con forros de damasco rojo de China; no se podía conocer si muebles tan primorosos, que valdrían hoy un caudal, habían sido mandados hacer a los más hábiles artistas de Flandes o de China. Del techo, de maderos de cedro o artesonado, colgaba en el centro una pesada lámpara de plata, con treinta y dos arbotantes. En el comedor y por las recámaras, escaparates antiguos de extrañas formas, con caprichosos adornos de cobre, plata u oro, y el servicio de la mesa de plata maciza, con las armas de la familia artísticamente grabadas. La recámara del conde era la pieza más notable. Cama de madera de caoba con gruesas columnas salomónicas, que sostenían un baldaquín de damasco amarillo, del que pendían caprichosas colgaduras bordadas en China. Las paredes casi cubiertas con los retratos de los antecesores, desde el tiempo de Felipe II, a cuyas órdenes inmediatas sirvió alguno de ellos, y dos panoplias de terciopelo de Utrech, surtidas de las más bien trabajadas armas de Toledo y de Damasco. El suelo, de ladrillos rojos, cubierto con pieles de leopardos y de jaguares cazados por el mismo conde en el monte de una de sus haciendas. Bien que el palacio así ajuarado presentase por este motivo y por su construcción un aspecto aristocrático, como los balcones que daban a la calle estaban siempre cerrados y las piezas que recibían luz del corredor veladas por espesas cortinas, tenía en todas las estaciones una temperatura fría y una media luz tan lenta, que al entrar de la calle, del calor y de la claridad, se helaba el sudor, se lastimaba la vista y se encogía el corazón. Los criados y criadas, vestidos de oscuro y hablando y pisando quedo y con las fisonomías místicas y amarillas, parecían más bien sombras. El silencio y la oscuridad que reinaban aún en el patio, donde no penetraba bien el sol a causa de las altas paredes, parecían indicar que los habitantes habían fallecido, que en lugar de seres vivientes no había más que cadáveres tendidos en sus lechos y que la casa estaba constantemente de duelo.

El conde de San Diego del Sauz parecía hecho adrede para habitar esa mansión señorial. Era alto, delgado, color cetrino, bigote entrecano, retorcido en forma de cuernos de alacrán, ojos pequeños aceitunados, pero fijos y feroces al mirar; dentadura fuerte y blanca y labios delgaditos y retraídos, donde siempre vagaba una sonrisa de cólera, de sarcasmo y de desprecio hacia todo el mundo. A los veintidós años se casó, o mejor dicho lo casaron (pues fue un pacto de familia para que ni el dinero ni los títulos de nobleza pasasen a gente extraña) con una prima en segundo grado, de edad poco más o menos igual a la suya, a quien desde los siete años pusieron en un convento, de donde salió para tomar estado; de modo que los novios se conocieron dos semanas antes de unirse para siempre, y por cierto que no se amaron repentinamente como Julieta y Romeo. La muchacha se casó, con un miedo que no pudo disimular; tanto, que se desmayó al acabar de pronunciar el sí, y el conde fue guiado únicamente por el interés de adquirir, en cuanto naciese un hijo varón, el título de marqués de Sierra Hermosa y una valiosa hacienda cercana a Zacatecas.

Al año justo de haberse casado vino al mundo no un varón, sino una niña; y como la condición para obtener el título y disfrutar los bienes era que el hijo debería ser varón, el conde vio frustrado el objeto de su enlace y concibió un odio profundo por su mujer y por su hija. Apenas pasó el bautismo que fue, por el qué dirán, muy solemne, cuando el conde se marchó a la hacienda de San Diego, situada cerca de Durango, donde estaba fundado el mayorazgo, y no volvió ni a escribir ni a saber de su familia sino a los ocho años. El día que menos se pensaba penetró hasta la misma recámara de su mujer, con la que estaban de visita dos primos, hijos del marqués de Valle Alegre; su madrina, la condesa de Miraflores y dos señoras ya ancianas que la habían conocido de muy niña. No podía darse tertulia más inocente; la esposa había cultivado esas dos amistades de la gente principal de México, olvidada como había estado durante la larga ausencia del marido. Éste, sin quitarse ni el sombrero ni el polvo del camino, entró de rondón, hizo un mal gesto a las visitas, apenas bajó la cabeza y rechazó con la mano a su hijita Mariana, que se acercaba como a reconocerlo, con la confianza y el candor de la niñez, y se encerró en su recámara.

Al día siguiente llamó a su mujer y a su hija y, sin saludarlas, sin ninguna otra explicación y con voz dura y decisiva les dijo:

—De hoy en adelante, nadie ¿lo entendéis? nadie ha de entrar en mi casa sin mi permiso. En vez de encontrarme con una mujer cauta y recogida, ocupándose de la educación de su hija he sorprendido a una loca rodeada de parientes y de viejas a quienes detesto, sin acordarse del marido, que ha vivido en la soledad de las haciendas por sostener el brillo de su antigua casa, mientras aquí se emplea el dinero en dar meriendas, chocolates, regalos y limosnas a viejas ociosas, a monjas fanáticas y a jovenzuelos pervertidos…

—Pero… pero… —quiso articular la condesa, si no para rechazar tales injurias, al menos para dar alguna disculpa, mas el marido no lo permitió.

—¡Silencio!, nada tenéis que decir; y no permitiré que me calentéis la cabeza con frívolas disculpas…

—¡Vive Dios! —prosiguió dando una fuerte palmada en la mesa, junto a la cual estaba— que esto no ha de continuar así… ¡Venid, venid! —y al decir esto tomó de una de las panoplias un largo y relumbrante puñal de dos filos.

La madre y la pobre niña, aterrorizadas, cayeron de rodillas.

—Levantad… no se trata de eso, y no hay que armar escándalo; venid, os digo.

Teniendo el puñal en una mano, con la otra levantó bruscamente a la madre, después a la hija, y volvió a decirles:

—Seguidme…

Más muertas que vivas, y sin poder articular una palabra, siguieron al conde, que atravesó las siniestras y medio oscuras piezas de la casa hasta la recámara de su mujer, y levantando un almohadón colocó el puñal debajo.

—De una vez por todas, escuchad. Mariana tiene ya suficiente edad para comprender. Las puertas de la casa, desde el zaguán, deberán permanecer día y noche abiertas de modo que yo pueda penetrar a la hora que me parezca, sin ser visto ni sentido de nadie; o al contrario, siendo visto y oído por los criados y por vosotras. No pido cuenta del pasado. La presencia en mi casa de los pillastres hijos del marqués de Valle Alegre, que han disipado ya la mayor parte de su patrimonio, me dieron bastante que sospechar. Perdono hoy…

—Pero… pero… —volvió a balbucear la cuitada esposa.

El conde, como la primera vez, no lo permitió, e interrumpiéndola bruscamente, continuó:

—Repito que perdono hoy; pero en lo de adelante, a la primera sospecha que tenga, te clavo en el corazón este puñal y después sigo con tu hija.

Una mujer resuelta de ánimo, habría celebrado la brutal excentricidad de su marido, que le proporcionaba un arma para defenderse en caso de verse amagada de un injusto asesinato; pero la pobre condesa no pudo articular una palabra. Al día siguiente amaneció con una fiebre, de que escapó merced a la robustez de su complexión y a la esmerada asistencia que le proporcionaron, no su marido, sino los sirvientes y especialmente una antigua camarista que casi la había casado. En cuanto a la hija, ya por su edad, ya porque fuese menos tímida que la madre, no hizo mucho caso de la amenaza; pero sí concibió un odio profundo por el hombre que veía por primera vez y que con el título de padre obraba de una manera insensata con ella y con la madre.

En el curso del tiempo la vida del conde fue de lo más extraña. Entraba a su casa a las dos o tres de la mañana, y menos el zaguán de la calle que le abría el portero, apenas daba una suave palmada, todas las puertas quedaban de par en par, y así entraba hasta la recámara de la condesa, levantaba la almohada, veía si el puñal estaba en su lugar, y se retiraba a dormir hasta las doce del día, en que, en su vasija de plata, le servían a él solo el almuerzo en el comedor. Volvía a su recámara hasta las ocho, hora de la cena, y luego que concluía se envolvía en su capa, ceñía una espada española de taza y cruz y se marchaba a la calle. Apenas atravesaba una que otra palabra con su mujer cada ocho o diez días, pasaba la mano bruscamente por la abundante cabellera de su hija Mariana, y con esto creía haber cumplido con los deberes de padre y de esposo. ¿Dónde iba el conde? En su casa nunca lo supieron; pero las gentes que en México cultivaban el ramo de la crónica escandalosa no lo ignoraban. Tenía sus tertulias de juego y de muchachas del medio mundo, como se dice hoy, en la Cruz Verde, por el Parque del Conde, por el Puente Solano, por andurriales y casas misteriosas conocidas de los que se llamaban entonces calaveras; y allí, disfrazado, pues no se daba a conocer más que como un hombre rico del interior, jugaba, bailaba, enamoraba (nunca bebía) y gastaba una buena parte de sus rentas. Decía llamarse don Diego Machado, pero le llamaban las alegres contertulianas don Diego de Noche, pues por más esfuerzos que habían hecho, no lograron conseguir que ni una sola vez las visitase de día.

La pobre condesa, que el lector juzgará más desgraciada en su feudal palacio que la herbolaria Jipila en su jacal de Zacoalco, convaleció lentamente, pero jamás recobró no ya la alegría, pero ni siquiera una mediana tranquilidad, y no pudo, en lo sucesivo, dormir en las noches, sino cuando había ya entrado su marido y pasado en revista el puñal. A las cuatro de la mañana generalmente se levantaba de la cama donde se había fingido dormida, pasaba a su gabinete, y allí una antigua criada le servía un chocolate ardiendo, único y raro placer de que disfrutaba, y dormitaba en el canapé hasta las doce, hora en que solía entrar el conde para pedirle a veces alguna de sus alhajas que dizque tenía compromiso de enseñar a un amigo, pero que nunca le devolvía.

Para que se pueda formar el lector idea del carácter feroz de don Diego, bastará referir uno de tantos hechos a los que él no daba ninguna importancia. Caminaba una vez de una otra de sus haciendas en un carruaje viejo con las ruedas apolilladas, si bien estaba siempre pintado y lustroso. Tropezó el cochero con un pedrusco, una de las ruedas se desgranó, volcó el carruaje y el noble conde se hizo un hoyo en la cabeza. Se levantó sin decir una palabra y ganó a pie la hacienda, que ya no estaba lejos. Al día siguiente mandó amarrar al cochero de pies y manos a la rueda que había quedado buena y le dijo:

—Vas a recibir tu gala por haberme roto ayer la cabeza —y le tiró diez pesos—; pero también tu castigo prora que otra vez tengas más cuidado.

Tres mocetones fuertes comenzaron a dar al infeliz con unas varas de membrillo tales azotes, que a chorros le escurría la sangre. Desmayado lo desataron y lo llevaron a su cuarto, donde varios días estuvo entre la vida y la muerte. Este hecho bárbaro llenó de indignación a los mismos rancheros de la hacienda; en secreto dieron parte al juez del pueblo y hubo entre ellos sus pláticas para ponerse de acuerdo y asesinarlo. El juez fue un domingo, pretextando cualquier cosa. Luego que el conde lo vio entrar, se le acercó al oído y le dijo:

—Sé a lo que viene el señor juez. Obre como quiera, pero tenga entendido que la suerte de usted será peor que la de José Gordillo.

En seguida lo sentó a su mesa y almorzaron opíparamente el juez y el reo. El asunto terminó ahí.

La condesa cada día peor; los médicos, que tenían la idea de que gozaba de la existencia regalada que proporcionan las riquezas, no era posible que atinasen con su enfermedad.

Un día de tantos como corrían monótonos y tristes para la pobre condesa, se levantó, se puso frente a su tocador y llamó a su recamarera favorita.

—Dame el calendario.

La criada, sin replicar, le dio un calendario de Ontiveros.

—Mañana —dijo la condesa— hace años que me casaron, y es también el aniversario del funesto día en que el conde tuvo la crueldad de amenazarme de muerte, sin motivo alguno, y de poner su puñal debajo de mi almohada.

—¿Pero por qué recordar esas cosas tan tristes? —le preguntó Agustina.

—¿No las recuerdo todas las noches? ¿He podido tener una noche de sueño desde que esto sucedió? Pasarán años después de mi muerte. Tú y otras personas que saben esto lo contarán y nadie lo querrá creer. Sácame mis mejores alhajas y el vestido con que me casé y fui a la iglesia.

Agustina vacilaba; pero la condesa con una mirada le hizo comprender que debía obedecer.

La condesa se vistió, se adornó con todas sus joyas y el resto del día estuvo contenta y hasta risueña. El conde no pareció por la casa. En la noche, al acostarse, tomó el puñal de debajo de la almohada y lo tiró al suelo.

—Ya no temo al conde —dijo—. Mañana tengo que morir.

—Pero qué, ¿siente usted algo, señora condesa? —le preguntó Agustina alarmada.

—Nada; al contrario, nunca me he creído más fuerte; pero ya verás.

A la madrugada, como de costumbre, tomó su chocolate hirviendo, se reclinó en su canapé y cerró los ojos para no volverlos a abrir más. Agustina cayó al pie del sofá desmayada. Así les encontró el conde.

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