—Tenemos sobrado tiempo para descansar, almorzar y platicar. Tan luego como acabemos de subir la cuesta, dispondrás que se sitúe en el extremo opuesto de esta montaña una gran guardia, que la tropa descanse sobre las armas y que toquen a rancho. La pagaduría y las mujeres tardarán todavía en llegar, y ya sabes que es una maldita costumbre, pero sin ellas no se puede establecer bien el campamento, o los soldados se quedan sin comer; sabes también cómo los cuido, y por eso se baten como hombres cuando yo los mando; no dudo que tú has hecho y haces lo mismo.
—¿Conoces este terreno? —preguntó el oficial a quien se daban estas órdenes.
—No mucho, es muy difícil e intrincado, y no lo saben bien más que los ladrones o los indios queseros, pero entre los soldados del 5.º de línea hay dos cabos que han merodeado cosa de dos años por aquí; los haremos montar a caballo, esta tarde recorremos todo el rumbo y mañana tú y yo daremos razón hasta del último vericueto, pero tú eres el que principalmente debes poner cuidado y ya hablaremos de esto.
—¿Quieres que me adelante para dar las órdenes?
—Será mejor, y así almorzaremos más presto. Hace veinte horas que no pruebo bocado.
—Pues creo que hace treinta que me pasa lo mismo, hemos andado recio, pero yo estoy más acostumbrado que tú.
Esta conversación pasaba entre dos oficiales que, con los caballos fatigados y cubiertos de sudor subían lentamente la cuesta de una montaña cubierta de ocotes, cedros y oyameles, apartada dos o tres leguas del camino real de Toluca y que por una parte continuaba a reunirse con la serranía y por otra parecía que era el límite de la extensa llanura de Lerma. Uno de los oficiales recogió las riendas a su caballo, le aplicó el acicate y adelantó a cumplir con lo que se le había ordenado. El otro oficial, que era el jefe, sacó sus instrumentos y fumando un cigarrillo continuó la subida tan pausadamente como quería su caballo. Al frente, en la altura, se veían relucir los fusiles de las compañías de infantería que formaban la vanguardia, y de uno y otro lado, por entre los troncos del arbolado, caminaban soldados, mujeres, arrieros y muchachos.
Una hora después estaba establecida la gran guardia, la tropa había formado pabellones con las armas, descansaba y se disponía a tomar el rancho; los dos oficiales, sentados sobre unas piedras debajo de un grupo de encinas, saboreaban con apetito un frugal almuerzo y reanudaban la conversación que sobre diversas materias habían entablado en el camino.
—No me has acabado de contar tus amores y las últimas peripecias de la novela que empieza a formarse en tu vida. La mía es más larga, pues en todo soy más viejo que tú.
El que decía esto era un personaje de 35 a 40 años de edad, trigueño y además quemado por el sol; ojos pequeños pero de miradas resueltas e incisivas, la boca sombreada con un bigote negro y espeso; de estatura mediana, delgado, muy derecho, listo y vivo en sus movimientos; era, en fin el coronel Juan Baninelli, conocido por la severidad de su disciplina en los cuerpos que había mandado y por su arrojo y temeridad en la campaña. Cuando se trataba de asaltar un fortín, Juan Baninelli iba adelante; si le daban a defender una posición, no la largaba sino cuando le habían puesto fuera de combate a las tres cuartas partes de la tropa. El otro oficial era Juan Robreño, de cosa de 25 años, de estatura alta, robusto y fuerte en todos los miembros, más claro de color que su compañero y de fisonomía franca y abierta. Era el teniente coronel del 5.º regimiento de línea que, estando en alta fuerza, se componía de mil plazas, con una excelente música y maniobrando admirablemente, como formado por Baninelli.
—La fortuna ha sido favorable en esta vez y así creo que continuará —contestó Robreño—. Dos años hacía que había pedido pasar a un cuerpo de línea y nada se había resuelto, hasta que por tu influjo logré mi intención, precisamente en los momentos en que más lo necesitaba.
—Nada tienes que agradecerme —dijo Baninelli— siempre he procurado tener oficiales valientes en mi regimiento, y eso es todo, pero no veo en qué pueda haber sido favorable a tus asuntos privados.
—¿Cómo que no? Y mucho. Mariana ha sido enviada a México, y está en su casa como secuestrada; pero eso no importa, pues tengo modo de corresponderme con ella, y cuando termine esta campaña, que no será larga, entonces…
—¿Pero qué Mariana es ésa? No entiendo ni una jota y me has contado tantas y tan diversas cosas a la vez, que es necesario, si no has perdido la chaveta, que pongas un poco de orden en tus ideas.
—Mariana es la hija del conde…
—Acabaras… ahora sí comprendo algo; pero prosigue.
—El conde se puso furioso cuando mi padre se la pidió en casamiento para mí y ordenó, si quería escapar con vida, que saliese en el acto para la frontera.
—¿Y qué, le tuviste miedo?
—No me digas eso, Juan; y debes figurarte que con la espada en la mano me puedo rifar con el conde, sin embargo de que es un hombre atrevido y feroz; pero se trataba de mi padre y de Mariana. ¿Qué querías que hiciera? Salí más que de prisa de la hacienda, caminé como acostumbro, día y noche, y en Lampazos me encontré la orden para venir a México. Enderecé sin pérdida de tiempo mi camino y llegué para ponerme a tus órdenes. Mariana, como te digo, está en la calle de Don Juan Manuel, y mi padre mismo que la condujo me ha dejado una razón circunstanciada con una tía, hermana de mi madre, de lo que ha pasado. Cuento con los criados antiguos, que detestan al conde e idolatran a Mariana. Uno de mis asistentes que traje de la frontera, está en inteligencia con la camarista para advertirme de lo que sea importante y buscarme donde quiera que esté.
—¿Y qué piensas hacer? —le preguntó el coronel.
—En la situación en que Mariana y yo nos encontramos, no hay más remedio que casarnos.
—Se volverán a repetir las escenas de la hacienda.
—No tiene duda —contestó Juan Robreño—. La independencia no ha acabado con las preocupaciones, y los títulos de Castilla que hay en México están engreídos y orgullosos como en el tiempo de los virreyes.
—¿Entonces?
—Tú lo comprendes; será necesario casarme contra la voluntad del conde.
—¿Y tu novia se atreverá?
—Perfectamente; es una muchacha resuelta y en eso ha sacado el carácter de su padre, saldrá de su casa y nos casará el capellán de nuestro regimiento. Cuento con que tú me ayudarás.
—Con alma y vida, sólo que necesitamos la licencia del gobierno y bastará pedirla para que todo el mundo lo sepa.
—Me casaré sin la licencia y después la pediré…
—Ya arreglaremos eso —interrumpió el coronel—, seguiremos platicando. Por ahora es necesario reconocer el terreno, los dos cabos están listos y los veo venir.
—Como quieras —contestó el teniente coronel— y andando, andando te diré mis planes.
Los dos jefes montaron en los caballos de refresco que estaban ya listos y, seguidos de los dos cabos que conocían el terreno, se internaron en el monte y a poco se perdieron entre la espesura de la arboleda.
Muy entrada la noche regresaron los dos oficiales y estaban ya listas sus camas de campaña, que se componían de unas pieles de cíbolo, el capotón azul y la maleta por almohada. Delante había una lumbrada y junto a ella, ensartados en la baqueta de un fusil, se asaban unos trozos de carne fresca de carnero.
—Ya que hemos hablado como unas cotorras de aventuras y de amores —dijo el coronel apeándose de su caballo— antes de cenar y dormirnos hablaremos de las cosas importantes del servicio, que no quería yo tocar sino después de haber recorrido el terreno… ¿Estás ya bien enterado de la posición que ocupas?
—La conozco ya como a mi maleta.
—Perfectamente. Ahora ya puedo decirte mi plan.
El teniente coronel entregó su caballo al asistente y escuchó con mucha atención a Baninelli, que se paseaba azotándose el pantalón con un chicotillo que acostumbraba llevar, ya a pie, ya a caballo.
—Este Gonzalitos, de quien te he hablado ya en el camino, se pronuncia y se despronuncia, entra y sale a Toluca como Pedro por su casa y hasta ahora se ha burlado de los jefes que ha mandado el gobierno a batirlo. Yo he jurado que de mi no se ha de burlar. Tiene en constante inquietud al gobierno general y al gobernador del Estado, y si quieres, para mí, además de ser un deber el acabar con este mentecato, es cuestión de amor propio. No regresaré a México sin haberlo destrozado, cogido y fusilado.
—Pero ese Gonzalitos deberá ser muy valiente —dijo Juan Robreño.
—Cualquier cosa —contestó el coronel—; lo que tiene es tropa bien montada, indios de los pueblos del costado del volcán que andan muy recio, y se dispersan y se esconden cuando los atacan… Y conoce bien estos rumbos. Escucha cuál es mi plan. Gonzalitos está entre Ixtlahuaca y Toluca. A las cuatro de la mañana salgo de aquí con 600 hombres y voy a marchas dobles a colocarme a su retaguardia y empujarlo para Toluca, donde no hay guarnición. En Lerma hay una brigada con una batería. Luego que ya esté con mi fuerza a su alcance, mando un correo violento a la tropa de Lerma. Si nos presenta batalla, se encuentra entre dos fuegos; si entra a Toluca, lo encerramos y con la tropa tuya, la de Lerma, la de Morelia y la mía, lo cercamos y al fin tendrá que rendirse. Si trata de escapar, precisamente vendría por este lugar para pasar al Estado de Querétaro sin tocar a México. Aquí lo coges desprevenido y lo haces pedazos. Si sus fuerzas son superiores a las tuyas, te haces matar tú y tus soldados hasta que yo llegue, que no dilataré en llegar, porque de por fuerza he de venir picándole la retaguardia. ¿Me has comprendido?
—Perfectamente —respondió el teniente coronel— y cuenta que aun cuando no vinieras en mi auxilio, me bastan estos cuatrocientos muchachos para dar cuenta con él. ¿Quién podrá desalojarme de este bosque ni con 2,000 hombres?
—Me alegra oírte. Escucha por último: te he dicho que para mi esta campaña es cuestión de amor propio; así, después de haberte dado mis órdenes como jefe, espero que, como amigo, me servirás en esta ocasión. Ya conoces mi carácter y mi modo de obrar. Si te portas como quien eres, contarás conmigo en todo. Si perdemos esta campaña, bien entendido si es por tu culpa, te fusilo en el acto donde quiera que te encuentre. Piénsalo, y si no estás conforme, te retiras mañana a México con pretexto de enfermedad, te daré tu pasaporte en regla y entregarás en seguida el mando al capitán más antiguo.
Por toda contestación Juan Robreño estrechó la mano de su coronel.
—Gracias —dijo el coronel—. Nada más tenemos que hablar. Durmámonos un poco, pues el primer toque será a las tres de la mañana, y a las cuatro estaré en marcha.
Efectivamente, a las cuatro el coronel había ya partido con una sección de su tropa y el teniente coronel ordenaba su campamento y su servicio. Cerca de una semana pasó sin novedad alguna. El lunes de la siguiente, Juan Robreño recibió un correo de Baninelli. En un papelito decía: «Gonzalito está remontado en el volcán, reclutando gente. Nos hace esperar mucho: no importa. Estoy a la mira y todo bien preparado; por ahora nada tendremos de caliente; sin embargo, mucha vigilancia».
El día menos pensado, muy de mañana, un indito que cargaba en sus espaldas un huacal vacío y un manojo de velas de cera en la mano, fue llevado ante el jefe por una patrulla de cuatro hombres y un cabo.
—Mi teniente coronel —dijo poniéndose la mano en la visera del kepí— la avanzada que está situada a la salida del camino, ha cogido preso a este indio, que trataba de penetrar en el campamento y andaba ocultándose con los troncos de los árboles. Luego estos indios son espías y su señoría determinará si se les fusila.
—¿Qué querías, José? —dijo con buen humor el teniente coronel dirigiéndose al indio, que con el sombrero en la mano y los ojos bajos esperaba su sentencia, pues los soldados de la patrulla le habían amenazado y acobardado mucho mientras lo conducían.
El indio alzó la vista e hizo una seña de inteligencia al jefe.
—Que se retire la patrulla y yo examinaré a este indio.
El cabo hizo los honores de ordenanza, dio media vuelta a la izquierda y se retiró a su puesto con los soldados.
—Vaya, ahora puedes decir lo que quieras, ya se fue la escolta y ningún mal te haré.
Juan, en vez de creer que el indio era un espía, supuso que era enviado por Baninelli.
—Vamos, no tengas miedo, di por qué venías a este campamento, quién te ha mandado ¿traes alguna carta?
El indio examinó atentamente la fisonomía de Juan, miró a todos lados, y ya fijo en lo que iba a hacer, puso el huacal en el suelo, se desató una faja de algodón y del centro de ella sacó un papel muy bien plegado que entregó.
—¿Quién te ha dado esto? —le preguntó Juan tomando el rollito de papel.
—Pues la amita de México, de la calle de Don Juan Manuel. Yo entrego los quesos y las mantequillas de la hacienda de San Nicolás en la casa.
El corazón de Juan dio un vuelco, y sin saber por qué se puso pálido como un muerto.
—Toma y retírate por ahí a descansar, pues te necesito para que lleves la respuesta —dijo Juan dándole un duro al indio—. ¿Podrás hacerlo?
—Sí, señor amo, lo que quiera su mercé. Bajaré de camino a la hacienda de San Nicolás, recogeré mis mantequillas y mañana a las siete estaré en México en la casa.
El indio se retiró a poca distancia, se sentó debajo de un árbol, y sacando del huacal unas gordas de elote, comenzó a morderlas y a saborear los bocados con el mayor apetito.
Juan desdobló el rollito, pasó rápidamente la vista por las páginas escritas y exclamó arrancándose un mechón de cabellos:
—¡Rayos del cielo! ¡El infierno se ha conjurado contra mi! ¿Qué hacer? ¿Cómo salir de este aprieto? En fin… calma… es necesario reflexionar mucho, ya leeré otra vez y despacio esta carta…
Juan, en efecto, desarrugó con mucho cuidado la carta, la guardó en el bolsillo, recomendó al indio que no se separase de aquel sitio, recorrió el campo dando algunas disposiciones y regresó a su puesto, donde ya lo esperaba el asistente con un frugal almuerzo que apenas comió. Se recostó, trató de dormir y no pudo; al fin, inquieto, se levantó y dirigiéndose a un sitio apartado, leyó de nuevo la misiva que tanta emoción le había causado.
La carta de Mariana no era por cierto una carta que, como las de la célebre Eloísa, pudiese servir de modelo y de copia para los amantes de todos los siglos, sino por el contrario, revelaba sencillez y hasta vulgaridad. Como se ha visto, Mariana, aunque hija de noble casa, no tenía cultura ninguna. Encerrada casi siempre, atemorizada unas veces, violentada otras, desesperada las más a causa del carácter raro y excéntrico de su padre, cuando vio y trató a Juan fue con una decisión completa, con una especie de salvajismo terrible, pero al mismo tiempo desnudo de los adornos y del brillo con que el talento natural de la mujer reviste los lances y los sucesos en que interviene el amor. Entre papeles muy curiosos, un viejo amigo conserva esta carta que, como se verá más adelante, fue entregada al coronel Baninelli. No hacemos más que copiarla aquí íntegra, porque además de dar idea del carácter de Mariana, contiene ideas extrañas sobre el suicidio, escritas por ella que nada tenía de romántica.
Juan: Yo no sé si Dios me ha abandonado o me quiere todavía. A pesar de que Agustina (la camarista de confianza) me explicó bien el rumbo que tomabas y el modo como te había de escribir si algo se me ofrecía, nos fue imposible el acertar dónde estabas, pero la casualidad quiso que viniese antier por la mañana el indito que trae a la casa las mantequillas y los quesos de la hacienda de San Nicolás Peralta. Agustina le preguntó si había visto alguna tropa por el rumbo del monte, y si la había visto, dónde podría encontrarla, en fin, cuanto se le ocurrió para poder escribirte con seguridad. No sé si sabrás que los indios queseros atraviesan por veredas que ellos solos conocen y llegan a México en la mitad del tiempo que cualquiera otro que viene por el camino real. El indito, que es muy vivo e inteligente, nos impuso de cuanto quisimos, le dimos dos pesos y dijo que si no te habías marchado a otro lugar él te encontraría y en mano propia te entregarla mi carta. Creo que hasta te vio en el camino y te conoce. Quiera Dios que llegue a tu poder esta carta porque sería terrible si así no sucediese.
Tuve que salirme de noche de la casa de Don Juan Manuel, cuando las criadas se recogieron a sus cuartos y el portero estaba profundamente dormido. Estoy en la casa de Agustina, que tú conoces, y me vine a ella porque… ya lo pensarás, no era materialmente posible que permaneciese un día más en la Calle de Don Juan Manuel.
Me tienes aquí: mi padre llega el día… de modo, que sólo hay ocho días escasos de qué disponer. Si en este corto tiempo no estoy libre y vuelta sin que nadie lo sepa (como no ha sabido mi salida) en la casa de la Calle de Don Juan Manuel, soy perdida, pero no solamente perdida, sino de una manera horrorosa.
Te vuelvo a repetir es preciso que yo esté libre. ¿Lo estaré? No lo sé.
Es preciso que tú vengas. ¿Vendrás a tiempo? Tampoco lo sé.
No una muerte, sino mil muertes eran preferibles a esta agonía.
¿Por qué no quiso mi padre que me casara contigo? ¿Porque eras hijo del administrador y él es conde?
¡Malditos mil veces los condes y los marqueses! ¡Maldito mil veces el dinero, que no ha servido sino para hacerme la criatura más infeliz de la tierra!
¡Qué vida tan tranquila pasaría mi padre y nosotros viviendo ya en México, ya en la hacienda, cuidando mi padre y tú mismo los intereses de la casa, en vez de encontrarnos como lo están os ahora, en la situación más triste, teniendo necesidad de ocultarnos y de engañar no sólo a mi padre sino a los criados, a los parientes, a todo el mundo, y todo porque no hemos nacido iguales! ¿Qué igualdad es ésa? Yo te veo a ti, joven, bien hecho, te diría hasta hermoso, con tu gran bigote y con tus patillas negras. Menos blanco que yo, es la única diferencia; pero puede ser que esto sea porque estás quemado por el sol. ¡Sangre azul! La mía y la tuya son encarnadas, y luego, si me hubiese casado con uno de mis primos, de sangre azul, me habría puesto como regalo de boda un puñal debajo de la almohada, como lo hizo el conde con mi pobre madre que estará en el cielo… Pero no sé ni cómo tengo valor ni aliento para escribirte estas cosas que tú sabes lo mismo que yo, cuando necesito valor y aliento para otra cosa más terrible, que es morir. Lo he pensado, es el único remedio si mi padre llega antes que tú. Es seguro que mi padre me matará con ese horroroso puñal que conozco desde que abrí los ojos. ¡Llorar! Echarme a sus pies de rodillas, pedirle perdón, todo será inútil. Conozco su carácter; cuando sólo de pensar que le he de ver esos ojos que echan rayos, ese bigote negro retorcido que da miedo y levantada la mano con el puñal, sufro una congoja peor que la misma muerte. Antes que pasar por esto prefiero matarme yo… Pero ¿cómo? Hace cuatro días que no se me quita esta idea de la cabeza, y por supuesto que nada he dicho a Agustina, a la que he hecho diversas preguntas para ver si lograba que me comprasen algo de la botica; pero imposible, el láudano mismo que le pedí para calmar un dolor nervioso, no se lo quisieron vender sin receta de médico. Echarme del balcón a la calle ¡qué horror! De cabeza, sí, de cabeza, porque de otra manera me rompería los huesos y no moriría; con todo y esto mi padre me mataría y la calle quedaría llena de sangre y todo el mundo sabría por qué causa me di la muerte. He ocultado un cuchillo afilado y con punta que sirve en el comedor. Con ése sí… Un momento de valor, y enterrarlo en el mero corazón me dará la muerte en el instante. ¿Y si no me hiero bien y quedo viva y sufriendo no sé cuántos días?… La verdad es que tengo miedo… mucho miedo; quiero morir y no me resuelvo a darme la muerte de ninguna manera; y luego ¿qué me pasará en la otra vida? Espero que Dios me perdonará pues he sido tan desgraciada en el mundo. ¿Y si no me perdona y me voy al infierno por toda una eternidad? Yo creo, Juan, que los que se matan están locos; ninguna persona en su sano juicio puede tener el valor de destruir su existencia; pero lo que yo temo es volverme loca y entonces me mataré; no sé cómo, pero lo haré y además para mi no hay otro remedio. Entre morir cosida a puñaladas y oyendo maldiciones e injurias de mi padre, a morir sentida y llorada por Agustina y por ti, prefiero esto y lo haré, no hay duda… acabo de examinar el cuchillo… si… entrará fácilmente en mi corazón… me acostaré en la cama, colocaré lo mejor que pueda la punta, haré un esfuerzo supremo… Dios tendrá misericordia de mi si tú no vienes. Es necesario que entres por el balcón a la una de la mañana. Agustina te abrirá la vidriera.—Adiós.
Cuando el jefe del destacamento acabó de leer la carta golpeó su frente contra el tronco del árbol en que estaba apoyado y volvió a gritar:
—¡Rayos del cielo! ¿Por qué no aniquilas a estas gentes tan miserablemente tratadas por la suerte? ¡Matar al conde! ¿Y qué gano con esto más que mayores desgracias? Matarme yo. ¡Oh! No tengo miedo como Mariana ni el infierno me atemoriza, pero sería una infamia abandonarla… ella… ella…
Después de media hora en que quedó con la frente recargada en el tronco del árbol y las manos sobre la cabeza, sacó su pañuelo, se limpió el sudor que le produjo la agonía de su situación y se dirigió al campamento.
—No hay remedio —dijo— si no voy, perecerá de una manera o de otra; es necesario ir a verla y salvarla.