IX. El Chapitel de Santa Catarina

Agustina, la antigua y fiel camarista que sirvió y acompañó a la difunta condesa hasta sus últimos momentos, tenía una modesta habitación en la calle del Chapitel de Santa Catarina, en la cual se refugiaba tres, cuatro y hasta cinco días cuando estallaba alguna tormenta en la casa de Don Juan Manuel o el carácter violento de don Diego la obligaba a evitar su presencia. Un angosto portillo cerca de la entrada del zaguán, daba paso a una empinada escalera de losas que terminaban en un corredor pequeño lleno de macetas bien cultivadas. Como en muchas de las viviendas de las casas de vecindad, la primera pieza era la cocina, después un cuarto que podía servir de comedor y en el fondo un salón con balcón a la calle; las paredes blancas pintadas de cal, los suelos de tierra roja, los muebles antiguos y viejos, la cama de madera pintada de verde, su cabecera con deformes miniaturas que representaban la degollación de los inocentes y el todo limpio, propio y agradable. Lo que había no solamente curioso, sino sorprendente, era un nicho de cristales de Venecia y dentro una Virgen de las Angustias con su hijo muerto, descoyuntado y sangriento, que caía de su regazo al suelo, al que con débiles manos trataba de levantar y sostener. El que por primera vez entraba, no podía menos que sobrecogerse de miedo y quedarse fijo e inmóvil delante de este grupo de escultura, que parecía más bien natural que no obra del arte. En un rato de bueno o de mal humor, el conde que no era muy devoto, había hecho este regalo a la criada de confianza, y ésta, antes de que pudiera arrepentirse, se apresuró a trasladarlo a su sala. Desde entonces la casa no estuvo sola. Agustina encontró una celeste compañera con quien conversaba, a la que consultaba sus negocios, contaba sus penas, daba cuenta de las cóleras del conde y de cómo trataba a su infortunada mujer. A esta casa fue llevada Mariana con tal tino y secreto, que nada habían sabido ni los criados de don Diego ni las vecinas del Chapitel, y en esta casa escribió su carta al amante y esperaba ansiosa su llegada o la muerte.

Desde el momento en que Mariana salió de su palacio para encerrarse en la sala de la camarista, tuvo que sostener un combate terrible. Las horas le parecían una eternidad; no anunciándose los síntomas precursores que debían determinar un desenlace, se figuraba que el amante no habría recibido la carta o no acudiría con exactitud a la cita; pero cuando por otra parte pensaba en su padre, el tiempo volaba, y día por día, hora por hora, minuto por minuto se lo figuraba en el coche, entre el polvoso camino, acercándose cada vez más a la garita, atravesando las calles, entrando en el gran patio, abriendo la portezuela, subiendo las escaleras y gritando con su voz estridente: «¡Mariana, Mariana! ¿Dónde estás? ¿Por qué no has bajado a recibirme?». Y entonces, no obstante que cerrase los ojos y se los cubriese con las manos, veía relucir en la oscuridad el largo puñal que tantas veces había visto debajo de la almohada de su pobre madre. En esos momentos sentía que su razón se extraviaba y que, venciendo su miedo, sin pensar ni en Dios ni en la eternidad, usaría del tosco cuchillo que había ocultado y que por una fatalidad inexplicable tenía, como la madre, debajo de su almohada.

El momento decisivo, ineludible se acercaba. En una noche de vela, de agitación, los síntomas aparecieron; esto fue un consuelo, era la mitad de su salvación, otra noche de vela sin lograr cinco minutos de sueño ni de reposo. Ya se paseaba agitada de uno a otro extremo de la pieza, ya se sentaba en el sillón o en el duro canapé, ya se recostaba, tratando de dormir en la aseada cama o ya fijaba su atención en los monstruosos muchachos degollados y sangrientos pintados en la cabecera… nada… Una tensión de nervios aguda que le quería dar rabia, que la volvía loca, que la botaba de una parte a otra, que la forzaba sin voluntad a buscar el puñal debajo de su almohada o a abrir el balcón para arrojarse a la calle. Agustina, silenciosa, no hacía más que observar con dolor esta febril agitación.

Llegó por fin la última y terrible noche en la que su suerte debería resolverse. Era lunes, el jueves a medio día llegaba el conde, un criado se había adelantado con una carta urgente para una persona con quien tenía un asunto grave, y Agustina había sido advertida.

Mariana estaba ya casi loca; los dolores la hacían sufrir; pero más que todo su espíritu sucumbía, se quejaba; no podía llorar; sus ojos más bien ardientes e inyectados, se dirigieron a la afligidísima y triste virgen y le pareció, todavía más que a Agustina, que aquellos ojos de donde corrían las lágrimas, se desviaban un momento para mirarla afectuosamente; que aquellos labios entreabiertos y pálidos se movían y le hablaban; que las manos blancas y torneadas abandonaron un momento su preciosa carga y se tendían hacia ella para sostenerla… Mariana separó los cabellos que en desorden le caían sobre la frente, quedó un momento entre la vida y la muerte, como si su alma se hubiese separado de su cuerpo, y derramando un torrente de lágrimas, cayó de rodillas con las manos enclavijadas exclamando:

—¡Señora mía de las Angustias, madre piadosa de los afligidos, ampárame en este trance terrible de mi vida, o dame fuerzas para salir de este mundo! ¡No es un crimen, madre mía; mi alma está inocente y pura; a ti ofrezco mi vida, de ti espero mi salvación…!

No pudo concluir su ferviente plegaria, las fuerzas le faltaron; pero Agustina presurosa la sostuvo, la levantó y la condujo a la cama…

—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Me muero! —y dio un agudo grito; pero a poco otro grito de júbilo resonó en la estancia, y fue escuchado por la maravillosa imagen.

—¡Salvada, salvada, gracias madre mía, gracias, Virgen santa de las Angustias!

Mientras pasaba esta escena en la apartada y silenciosa vivienda que hemos descrito, no obstante que esté ya muy avanzada la noche, tenemos que dar un paseo por el Chapitel, sin miedo de ladrones, pues de por fuerza el sereno tendrá que estar despierto, como en efecto lo estaba en ese momento. Levantóse del quicio de una puerta donde estaba sentado, tomó su farol colocado en medio de las cuatro esquinas y, cargando la escalera se dirigió con un ligero trote al primer farol que estaba apagándose, y así continuó con los demás, con lo que se consiguió que quedasen un poco más visibles los edificios viejos y descascarados, las ventanillas y balcones con papel en lugar de vidrios, los grandes agujeros del empedrado y del caño con sus aguas negras y espesas que corre a lo largo de esta triste calle y por algunas partes la llena hasta hacer difícil el paso. Al principio de esta calle está la parroquia de Santa Catarina Mártir, con su pequeño atrio rodeado de pilastras con gruesas cadenas de fierro, a semejanza de la entrada de un castillo feudal. Enfrente, el mercado del barrio, formado de tablas de tejamanil muy viejo, sucio y remendado por todos lados, que aunque cerrado en la noche despedía un olor acre de cebollas, ajos y vegetales en descomposición. A lo largo, por un lado el imponente y sombrío edificio de Santo Domingo, de tezontle amoratado; por el otro la peligrosa avenida de Santa Ana, que termina en la garita de los Pulques.

Cuando el sereno, habiendo acabado su trabajo de encandilar los faroles, colocaba su escalera contra la pared de la esquina, sonaron lentamente las doce de la noche en el reloj de la parroquia.

—No puede dilatar el comandante —dijo el sereno— acaban de dar las doce. Voy a avisar al guarda del mercado.

En efecto, se dirigió al guarda del mercado y habló cuatro palabras con él, lo que bastó para que éste tomase su farol y se fuese a esconder en el callejón.

La calle del Chapitel estaba oscura y desierta, lo mismo que las inmediatas; de cuando en cuando se oía el rechinido de las botas y los tacones de algún vecino retardado que daba vuelta por las calles de Celaya o la Puerta Falsa, y todo quedaba después en silencio, que era solamente interrumpido por el monótono ruido del chorro de la fuente del mercado y de los muchos gatos que andaban en sus amorosas excursiones por los tejados de las tiendas. La noche estaba oscura y amenazaban unos de esos formidables aguaceros tan frecuentes en la estación de julio a octubre. Una persona no acostumbrada a las calles de México no habría pasado con mucho gusto ni muy segura por la vieja y solitaria Calle del Chapitel.

Un hombre, sin embargo, tenía que hacer en ella. Embozado en un largo capotón azul, pegándose a las fachadas de las casas, vino de por el rumbo de Santo Domingo, tocó el hombro del sereno que estaba medio sentado en la columna de la esquina, y habló con él algunas palabras en voz baja.

—Entendido, mi comandante —dijo el sereno— cuando usted quiera.

—Al momento —contestó el embozado—. Va a dar la una y es la hora precisa de la cita.

El sereno volvió a cargar en sus hombros la escalera, y seguido del embozado, siguió hasta la mitad de la calle y la aplicó al balcón de una casita situada junto al cuadrante de la Parroquia.

El embozado subió, y a un ligero toquido se entreabrió la vidriera del balcón.

—Espere usted, espere usted un momento, encenderé la luz, todo va bien hasta ahora; apagué la vela para que no fuese a observar alguno de la vecindad.

—Todo está solo y cerrado —contestó Juan— nadie me ha visto. ¿Y Mariana?

—Aquí, aquí, Juan; he salido con bien y viniste. Ya sabía yo que habías de venir. Sólo temía que no hubieses recibido mi carta. Mariana buscaba en la oscuridad las manos de Juan.

Agustina había cerrado el balcón y encendido las palmatorias colocadas delante del nicho de la Virgen, Juan se encontraba junto a la cama donde estaba recostada Mariana.

—He perdido quizá el honor, mi porvenir y mi carrera, y después también perderé la vida; pero no importa. Todo por ti, Mariana. He venido y estoy contento.

Juan estrechó a Mariana en sus brazos y le dio un ardiente beso.

—Todo lo he perdido también por ti, Juan; honor, títulos, riqueza, quizá también la vida más adelante, pero estoy contenta como tú. —Y a su vez Mariana estrechó a su amante en sus brazos y correspondió su amoroso beso. Únicas, pero sinceras y ardientes caricias.

—No hay que perder tiempo, Mariana —dijo el amante—, las patrullas, por una disposición del comandante general, deben recorrer la ciudad desde la una de la noche, porque temen no sé qué movimientos de los barrios, oye… oye.

En efecto, se escucharon las herraduras de unos caballos y a poco una patrulla de cuatro hombres y un cabo pasó por la calle. El sereno, listo, antes de que llegaran quitó la escalera y la arrimó al farol cercano. A poco todo volvió al silencio.

—Lo tengo ya arreglado —dijo Juan—. Estará con mi tía, que lo cuidará al pensamiento y nada le faltará, y tú debes estar completamente tranquila. Mientras tengamos de nuestra parte a esta buena Agustina, tendrás modo de verlo, aun cuando esté aquí tu padre, y nos escribiremos para arreglar la manera de hablarnos, si es posible y de concertar nuestro casamiento, para lo que voy a valerme de personas a quienes el conde considera y necesita mucho. De pronto tengo que regresar a mi campamento. He dejado la tropa a cargo de un capitán, y sabe Dios lo que habrá ocurrido.

Juan descendió con mucho tiento por la escalera que había vuelto a colocar el sereno y cuidando mucho un bulto que tenía en un brazo y cubría su espeso capotón azul. Cuando se vio en la calle, sacó del bolsillo unas monedas de oro, las dio al sereno y desapareció misteriosamente entre las sombras de la negra noche.

Tres días después, Mariana estaba recostada en su lecho en la recámara de su casa de la Calle de Don Juan Manuel. El conde, de regreso de la hacienda, la encontró con el médico a la cabecera. No era gran cosa, un resfrío que pasaría, la calentura había disminuido y únicamente se necesitaba del reposo y de una dieta moderada para que volviese a la salud.

Juan devoró el camino y con el caballo casi moribundo de fatiga, llegó al campamento. No encontró más que a los indios queseros de la hacienda de San Nicolás, que atravesaban la montaña con sus huacales en las espaldas. Tomó de ellos, y en las haciendas cercanas, informes, y supo que Gonzalitos había entrado y salido de Toluca; que Baninelli no lo había atacado, sin duda por la falta de combinación; que una brigada permanecía en Lerma y que su tropa, encontrándose sin jefe, se había desbandado y el capitán regresado a México con los soldados viejos y aquerenciados con su coronel.

—¡Perdido, completamente perdido! En donde quiera que me encuentre Baninelli, me fusilará. Sin embargo, hice bien. Mariana se habría matado. Lo volvería a hacer. —Y diciendo esto, Juan, en vez de regrasar a México, tomó a galope el camino de la frontera.

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