LII. Las bodas del marqués de Valle Alegre

A los pocos instantes de haber salido de la hacienda el conde, entraba el practicante que asistió a Mariana, con sombrero de copa, levita negra, pantalón blanco muy arrugado y subido hasta cerca de las rodillas, montado en un caballo manco y flaco, que parecía muy cansado y caminaba a fuerza de cuartazos. Llevaba el muchacho en la mano un botellón de vidrio con una bebida, y tenía gran dificultad para manejar las riendas, arrear al tordillo y no soltar el brebaje; pero al fin, sin ser notado por la comitiva, logró llegar hasta el fondo del gran patio; se apeó, ató de las riendas a su pobre cabalgadura a una de las muchas argollas que había en la pared y penetró hasta las habitaciones de la condesa, la que naturalmente se sorprendió al verlo repentinamente delante, pues ni ella ni nadie lo había oído llamar.

—No hay que asustarse, señora condesa. He venido a galope desde el pueblo, en un malísimo caballo; se me cansó en el camino y creí no llegar a tiempo; pero al fin estoy aquí. Le traigo a usted esta bebida, que es muy a propósito para la situación de usted y no tiene riesgo ninguno, se lo aseguro. Con una cucharada, hará usted dormir tres horas un sueño muy profundo y tranquilo a cualquier persona. Si quiere usted que el conde se duerma, ya verá como en una copa de vino Jerez le hace tomar una cucharada sopera; y si usted misma quiere dormir o fingirse muerta, si le conviene, tómese cucharada y media; es un descubrimiento de mi catedrático en México, que le sorprendí y, a excusas de él, lo aprendí a confeccionar, lo experimenté en mí mismo corriendo el riesgo de morirme en la experiencia; pero salí bien, y después lo he aplicado en diferentes personas que han salido muy bien, y yo he ganado algún dinero. A usted, señora condesa, nada le costará; ya está incluido lo que vale en la cuenta de la curación de usted, que traigo en el bolsillo y que espero que me pagará don Remigio cuando regrese.

El practicante hizo toda esta relación sin que Mariana, que no se reponía de la sorpresa, pudiese responderle; cuando concluyó, puso su botellón sobre una mesa, se sentó en un canapé, y hasta entonces advirtió que no se había quitado el sombrero. Pidió mil perdones a Mariana y quedó un momento en silencio.

Mariana, que se había levantado y escuchado de pie la narración, se dejó caer de nuevo en el sillón donde estaba sentada. Iba a preguntar al practicante qué razón especial tenía para regalarle esa bebida; pero no tuvo tiempo, porque el practicante continuó:

—Está en casa oculto, nadie lo sabe más que yo, porque entró a media noche, me tocó la puerta con las señales que hace tiempo tenemos convenidas, y aunque no lo esperaba, desperté y le abrí.

—Pero ¿quién, quién? —preguntó con agitación Mariana.

—Juan, señora condesa, Juan. ¿Quién otro pudiera ser? Ya se lo había dicho al oído el día que la vine a curar. ¡Qué casualidad y qué fortuna para usted! ¡Cómo fue a dar conmigo don Remigio, en lugar de ir al pueblo de enfrente, donde hay dos curanderos! Verdad es que son curanderos y yo soy estudiante de México, el año próximo me iré a recibir y volveré con mi título de médico cirujano. Me faltaba dinero y por eso no he podido hacer el viaje; pero vea usted qué casualidad y qué fortuna que hubiera dado conmigo don Remigio. Con los mil pesos que le voy a cobrar al conde por la curación de usted, hago mi camino a México de ida y vuelta.

—Pero hábleme usted de Juan —le interrumpió la condesa.

—Y como que sí, pues a eso precisamente venía yo; lo del botellón y la cuenta eran más bien un pretexto por si me encontraba con el conde; pero llegué, gracias a lo malo del caballo, al mismo tiempo que él se marchaba, y aproveché la ocasión para entrarme hasta aquí sin que nadie me lo impidiera, porque quería hablar con usted a solas, y lo he logrado.

Mariana, que había escuchado ruido por las piezas, se levantó y examinó; en efecto, una de las criadas había entrado a componer y a sacudir. Cerró la puerta de comunicación y volvió inmediatamente.

—¿Pero cómo es que Juan está tan cerca —dijo al practicante— cuando hace muy pocos días recibí una carta de un lugar distante como Nacodoches?

—Sé lo de la carta y lo que dice —le contestó el muchacho—; pero no habrá usted reflexionado en la fecha.

—No tiene fecha; tal vez de intento no la puso Juan, o fue un olvido.

—Entonces ya comprendo —contestó el practicante—. Juan, como usted sabe, es perseguido terriblemente por el conde, más que por el gobierno.

—No me dice eso en la carta —interrumpió Mariana.

—Por larga que sea no ha podido escribírselo a usted todo. Su padre de usted, que al parecer no se ocupaba de Juan, no hacía otra cosa, y muchos de los viajes que usted lo habrá visto hacer no eran para negocios de minas, sino para cosas relativas a Juan. El conde sabe que desertó, que fue juzgado en rebeldía y condenado a muerte. Ni la comandancia de México ni el gobierno se hubieran vuelto a ocupar de él, a no ser por el conde, que por manos secundarias y a fuerza de dinero ha logrado que hablen los periódicos, que se manden órdenes estrechas con la filiación de Juan a las comandancias, a las fronteras, a los puertos, a todas partes, aun a los pueblos más miserables, para que se le busque, se le aprehenda y se le remita inmediatamente al coronel Baninelli o a la plaza de México. El conde, además, ha ofrecido quinientas onzas de oro al que entregue a Juan. Ya considerará usted si ha corrido riesgos y si era posible que pudiera habitar en el país y cerca de usted. Tuvo que entrar en el desierto y buscar a las tribus de lipanes de quien es muy amigo desde que estaba de capitán de Presidíales, y allí pasó algunos meses. Pero las tribus estaban en guerra con otras; él no quiso tomar parte, ni le importaba, y al cruzar para Nacodoches se encontró con los chipewais, que querían que los acompañara en la guerra contra los lipanes, que lo cogieron prisionero, lo atormentaron y por poco lo sacrifican. Todavía tiene las rayas moradas en el cuerpo de las cuerdas con que lo amarraron, y anoche mismo me enseñó las llagas, que aún no le sanan, de las quemadas que le dieron con tizones ardiendo.

—Eso me dice a mí —contestó Mariana con una voz profundamente conmovida.

—Ahí tiene usted, señora condesa, explicaba la causa de su silencio durante más de un año. Don Remigio habrá disimulado delante de usted, pero debió haberlo creído ya muerto. Vamos a lo más importante o, mejor dicho, a lo que he venido; siempre será conveniente que cuando regrese el conde con las gentes que vienen de México no me encuentren en las habitaciones de usted; así, acabaré de decir lo que debí haberle contado desde que entré. Juan está enterado y al tanto de lo que pasa, y no cabe duda que don Remigio, no sé cómo, pero es el único que ha podido instruirlo de los acontecimientos. La van a casar a usted, señora condesa, con su primo el marqués de Valle Alegre, que no tardará en llegar aquí; pues bien, Juan me encarga que le diga a usted que no se case, que se deje usted matar o se mate antes de consentir esa unión, que acabaría con las esperanzas que ustedes tienen de unirse un día u otro, y ser tal vez perdonados y sancionado su matrimonio por el conde y por la iglesia, o en caso extremo, huir, ganar el desierto y la frontera de los Estados Unidos; en fin, cualquier cosa, pero una vez casada… se acabó, no hay remedio. Quiere, pues, que le mande decir terminantemente si tendrá usted el valor necesario para resistir. Si lo promete, lo creerá, fiará en su palabra y le comunicará por escrito, por conducto de don Remigio, lo que ha pasado para salir de la situación en que se encuentra. Si no tiene usted valor para resistir a las órdenes y a las amenazas del conde y a las persuaciones del marqués de Valle Alegre, que entonces se lo diga usted con franqueza, y escuche en ese caso lo que hará. A la hora de la ceremonia se presentará repentinamente en la iglesia delante del altar, atravesará con su puñal el corazón del marqués de Valle Alegre y se entregará a la justicia, haciéndole saber quién es y rogando que lo envíen donde se halle Baninelli, que era su coronel, quien lo fusilaría inmediatamente. Que por nada de esta vida tocaría al conde; pero quién sabe lo que podría suceder en el lance. En fin, señora condesa, habrá una catástrofe horrorosa, y todo depende de la respuesta de usted. Ya conoce usted el carácter de Juan y nada tengo que añadirle. Es ya tiempo de que me vaya al patio a esperar a don Remigio para que me pague mi cuenta, pues el conde y el marqués no tardarán. ¿Qué digo a Juan?

Mariana se levantó de su sillón serena y resuelta, tendió su blanca mano al practicante y le dijo con una voz que no denotaba la menor emoción:

—No me casaré. Dígalo usted así a Juan, y él me creerá, cualesquiera que sean las cosas que le digan.

—Lo creo, señora condesa —dijo el practicante—; la manera como me lo ha dicho indica bien que lo hará así. En cuanto a la bebida, yo no sé lo que podrá pasar dentro de pocos días, pero deben pasar cosas muy terribles si usted no se casa, y no sería del todo malo que usted procurara que el marqués, el conde y hasta el obispo durmieran cuatro o seis horas. Al despertar, la cólera se habrá calmado, y usted, con esto, tendrá tiempo de pensar en su situación y de poner en salvo su vida, porque yo no debo ocultar a usted nada de lo que siento y pienso: la vida de usted va a correr más peligro que el día del banquete. Juan lo cree también así. Trata de venir a la hacienda disfrazado, confundirse y mezclarse entre los rancheros y la multitud de gente que se juntará naturalmente el día de la boda, y estará armado y listo para defender a usted y arrebatarla de en medio de sus gentes. Corazón y brazos le sobran para eso. Usted lo conoce, señora condesa.

—Eso no —contestó vivamente la condesa—. Dígale que le prohíbo que venga. Yo me defenderé sola, y tengo tanto valor como él. La víctima sería don Remigio, y ni él ni yo debemos sacrificar al que ha sido y es nuestro único protector. Sería eso indigno de un hijo, y Juan no lo hará.

—También es verdad, señora condesa. Juan no lo hará. Le diré letra por letra lo que he tenido el honor de platicar con la señora condesa y, por lo demás, Dios sólo sabe lo que acontecerá en estos días, porque ni él ni usted, señora condesa, son dueños de los acontecimientos, ni saben en realidad lo que tienen que hacer, ni cómo saldrán del lance terrible que se les prepara. Adiós, señora condesa —añadió con cierta ternura el practicante, tendiendo tímidamente la mano a Mariana—. Adiós. ¿Por qué tan hermosa, tan buena, tan generosa y tan amada de un hombre digno de usted, no permite Dios que sea usted feliz? Enigmas de la suerte que nadie puede revelar. Yo también podía haber sido feliz; pero no lo soy. El conde, con el poder del dinero y de su posición, me ha arrebatado a Catarina; sí, a Catarina, una linda muchacha de veinte años, con la que era mi intención casarme… ¡Vale más!… Era una mujer interesada y sin corazón. Quedan otras en el pueblo. ¡Adiós, señora condesa!

El practicante estrechó la mano de Mariana y salió de la estancia, dejándola absorta y petrificada con todo lo que acababa de oír en tan impensada como extraña conferencia.

El practicante, que era Miguel X…, y que años después fue un famoso médico, salió conmovido hasta llenársele los ojos de lágrimas al ver a esa hermosa mujer, tan gallarda, tan majestuosa, destinada quizá dentro de pocas horas a un sacrificio sangriento. Ella resistiría al mandato del conde, y éste, en uno de sus furores, sería muy capaz de atravesarla con su puñal o con su espada. ¿No valía más que, ya que las cosas no tenían remedio, Juan matase de una vez al conde? Se vio tentado de montar a caballo, regresar al pueblo, volverse con Juan para tomar parte o, al menos, presenciar la tragedia; pero el viejo tordillo no podía dar un paso. Lo desató de la argolla del patio principal donde lo había amarrado, y casi empujándolo por las ancas, logró introducirlo en una de las caballerizas de los criados, donde el pobre animal encontró una pileta en la que sació su sed, y un pesebre con grano y paja que con avidez comenzó a mascar.

Después de esto, se paseó por aquí y por allí, entretenido con el trajín que tenían criados y criadas, y con los grupos de rancheros que comenzaban a llegar, a la curiosidad de las bodas, cuya noticia, sin saberse cómo, se había extendido por toda la comarca.

Los señores nobles no se hicieron esperar, y la nube de polvo y el repique a vuelo de las campanas de la iglesia de la hacienda, anunciaron su aproximación. Habían venido a buen paso; pero a cierta distancia del Sauz y por una orden del conde, transmitida por don Remigio, todo el tren que hemos descrito se lanzó a galope tendido, y El Monarca y El Emperador, queriendo quedar bien, relinchando y mirándose con enojo, emprendieron una verdadera carrera; los caballeros que los montaban, buenos jinetes y con igual orgullo y emulación, lejos de contenerlos les aflojaron la rienda y volaron por aquella ancha y pareja calzada bordeada de árboles, que conducía a la hacienda. El marqués de Valle Alegre ganó, pues fue El Emperador quién entró de un salto a la portalería, mientras El Monarca no acababa de pasar los últimos fresnos que estaban a diez varas de la puerta.

Algo molestó al conde este incidente, y no dejó de hundir las espuelas en los ijares del Monarca; pero nada dijo a su pariente, y antes bien, con muchas atenciones y ceremonias, lo condujo a sus habitaciones, ordenando que le sirviesen en ellas la comida y quedando en visitarlo al día siguiente.

Don Remigio colocó a los cuerudos, a los cocheros, a los criados y a los tiros de mulas y de carga en los lugares convenientes, pues sobraban estancias, cuadras y caballerizas, y se retiraba a descansar, cuando le salió al encuentro el practicante, que todo lo había visto muy bien en la azotea detrás de una almena.

—Don Remigio —le dijo antes de que el administrador pudiese hablarle— aquí van a pasar cosas muy graves y extraordinarias; págueme usted mi cuenta, que aquí está. Son mil pesos: una migaja, una gota de agua para el dinero que tiene el conde.

—¿Pero cómo ha venido usted y desde cuándo está aquí —le preguntó don Remigio— y cómo sabe?…

—He venido en un mal caballo, cojo, que está comiendo en una de las caballerizas, y todo lo sé; además, Juan, su hijo de usted, está en mi casa, y él fue quien me obligó… Ya hablé con la condesita; está impuesta de todo, y usted, don Remigio, que sabe más que todos juntos, pues está en los secretos del conde, sabrá lo que hace cuando llegue el lance… Pero págueme mi cuenta. Se hace noche y tengo que volverme al pueblo, pues Juan estará en la desesperación.

Don Remigio llevó al muchacho a sus habitaciones, cerró las puertas para no ser sorprendido y se enteró de la conversación con la condesa, de los proyectos de Juan y de cuanto más le interesaba en el grave conflicto en que se hallaba; no queriendo que supiese el conde la visita del mediquín, tomó sobre sí la responsabilidad de pagarle su cuenta y lo despachó en un buen caballo, encargándole por todos los santos del cielo que contuviese a Juan; que no le permitiese venir a la hacienda, porque su sola presencia ocasionaría sangre y muertes, y que fiara en la energía de la condesa y en que él obraría también con prudencia y con maña para impedir que se efectuase el matrimonio.

La noche se pasó tranquila en la hacienda; marqués y conde, cansados y estropeados con la fantástica carrera, durmieron bien y se levantaron formando cada uno castillos en el aire. El conde, por fin, iba a establecer a Mariana, a procurar, con todas las probabilidades, un heredero a la antigua casa del Sauz; y aunque sabía el estado de los negocios del marqués y el embargo de la hacienda, esto nada le importaba, pues Mariana era muy rica y él añadiría, con lo que había ganado en las minas, algunos miles de pesos de dote; pero sobre todo, lo que llenaba el contento, es que ese atrevido Juan, que había osado poner sus ojos en una condesa, quedase burlado, entregado a la impotencia y a la desesperación. Así que supiese el casamiento, él mismo se entregaría a Baninelli y sería fusilado en el acto, Baninelli mismo se lo había dicho al conde un día que se encontraron y hablaron de esto.

El marqués, por su parte, estaba loco de contento. El grandioso aspecto de la hacienda, sus potreros fértiles, llenos de ganados reventando de gordos, el orden que desde luego se observaba en la administración de las minas en que tenía parte el conde, de lo que se había informado en el camino, y la buena voluntad con que se le entregaba a Mariana, lo convencían de que su suerte estaba decidida; repondría su fortuna, volvería a comprar, aunque fuese a peso de oro, la hacienda de que lo había despojado Rodríguez de San Gabriel, terminaría las querellas y disgustos de familia y volvería a México a lucir a su mujer cubierta de pedrería en el teatro, en las funciones de iglesia, en las tertulias que no dejaba de haber de vez en cuando en las casas ricas y en las legaciones extranjeras. Y Mariana ¿cómo estaría? No la había visto, ni el conde se la había mentado; llegó aun a dudar que estuviese en la hacienda, y se vio tentado a llamar a don Remigio y hacerle algunas preguntas; pero temió quedar en ridículo, y esperó.

A la mañana siguiente, previo permiso, el conde, vestido de etiqueta, se presentó a hacer una visita a su pariente.

—Desde hoy, primo —le dijo el conde del Sauz— cuente usted esta casa y esta hacienda como suyas. Pasó ya la etiqueta, y ahora entre usted y salga con entera libertad. Coches y caballos (aparte del magnífico avío que usted trae) están a su disposición. La campana anunciará las horas del almuerzo en el gran comedor, y el desayuno y la colación de la noche se le servirán en sus habitaciones. Los dos salones del frente de la casa, el billar y la biblioteca, están a disposición de usted. Cuatro criados y otras tantas criadas estarán dedicados a su servicio, y además, si algo necesita usted o se le ofreciese en cualquier sentido, no tiene sino ordenar a don Remigio, que está advertido de que debe presentarse todos los días a usted para recibir órdenes. ¿Está usted contento?

El marqués se levantó de su sillón y sacudió fuertemente la mano de su primo.

Los dos volvieron a sentarse y continuaron departiendo amigablemente.

—Todos los pasos están dados y los inconvenientes allanados —continuó el conde—. Antes de la comida hará usted su visita a Mariana, que está ya prevenida. Ya la conoce usted, y aunque no la ha tratado íntimamente, tendrá idea de su carácter. Adusta y de pocas palabras; como su madre, algo altanera y engreída, pero es el efecto de nuestra raza; fría e indiferente también como su madre… Pero todo eso irá desapareciendo con el casamiento; las mujeres cambian cuando se casan, aunque la difunta condesa no cambió; puede ser que yo haya tenido la culpa. Usted, primo, es un hombre ya maduro y de mundo, y sabrá pasar por ciertos caprichos y pasioncillas efímeras; ya establecidos en México, serán la honra y la verdadera representación de la nobleza mexicana, que va desapareciendo y confundiéndose con esos advenedizos políticos que ocupan los puestos del Estado y nos gobiernan a su antojo. Mariana lleva, por la parte de su madre, la hacienda del Álamo Blanco, que si usted la atiende, puede rivalizar con ésta, y además trescientos mil pesos de dote, que están en la Casa de Moneda de México y recibirá usted a su regreso después de celebradas las bodas. ¿Está usted contento?

El marqués se volvió a levantar del sillón y sacudió más fuertemente la mano de su pariente diciendo:

—Contentísimo.

Y los dos se volvieron a sentar y continuaron departiendo.

—He convidado al obispo, a los principales propietarios y mineros de Durango y al marqués del Apartado, que está en Sombrerete y hará el viaje expresamente para ser el padrino. Lo espero mañana y será vecino de usted, porque le tengo separadas las piezas que siguen. La madrina será la señora doña Pomposa de San Salvador, la más rica propietaria de estos Estados. En sus haciendas podrían caber España y parte de Francia, y van a dar hasta la provincia de los Tejas. Conque ve usted que he hecho cuanto haría por un rey que se casase con Mariana. ¿Está usted contento?

En esta vez el marqués de Valle Alegre tomó con sus dos manos la del conde, y le dijo:

—¡Encantado! Todo es dicha, contento y felicidad, lo que ha hecho usted sólo se paga con este apretón de manos, como signo de alianza y de amistad eterna entre las dos antiguas, nobles y poderosas casas de los marqueses de Valle Alegre y de los valientes condes del Sauz. Desgraciadamente mis bienes y haciendas no están en el grado de prosperidad que las de usted; pero hay, a Dios gracias, como quien dice para comer una mala sopa. Me permitirá usted, primo, que le haga en este momento un pobre obsequio como testimonio de lo mucho que le agradezco tanta fineza. El avío, con su tiro de reserva de mulas blancas, el coche de mi casa y los veinticinco cuerudos, se quedarán en la hacienda. ¿Espero, primo, que estará usted contento?

—¡Contentísimo! —dijo a su vez el conde levantándose y estrechando la mano del marqués.

El conde, que tenía mulas y caballos magníficos en sus estancias, fijó, sin embargo, su atención en el rumboso avío de su futuro hijo político, y deseaba a toda costa quedarse por lo menos con el nunca visto tiro de mulas blancas, y con los veinticinco cuerudos montados en caballos tan briosos, tan iguales, tan perfectos, que cada uno valía por lo menos media talega de pesos; pero no hallaba cómo manifestar sus deseos al marqués; así que de veras quedó contento y le estrechó sinceramente la mano.

—Es ya hora en que debo presentarme a la hermosa Mariana, ofrecerle mis respetos y mis pobres regalos, que no tienen otro mérito sino ser las antiguas alhajas de familia. Una perla es lo único curioso y de algún valor.

El marqués tomó de sobre una mesa los cofrecitos que contenían las alhajas y se dirigió a las habitaciones de Mariana, hasta cuya puerta lo acompañó el conde.

—Los futuros esposos tendrán mucho que decirse, y la presencia de un padre no es muy oportuna en tales ocasiones. Tengo mil y mil cosas que ordenar todavía, y, entre tanto, muchas felicidades.

El marqués entró en el saloncito primoroso y coquetamente adornado de Mariana, y el conde se dirigió a las oficinas, donde don Remigio lo esperaba.

En todas estas cosas y en los preparativos y solemnidades de las bodas, para nada se había contado con Mariana. El conde se limitaba a darle ciertas órdenes con una severidad que no admitía réplica; don Remigio, desde el regreso del conde a la finca, no se había atrevido ni había podido tener ocasión de explicarse con su ama, y lleno de inquietud y de temores especialmente desde la conferencia que tuvo con el practicante, se limitaba a ejecutar también la voluntad del conde sin replicar, sin preguntar, y no previendo siquiera el desenlace que tendría esta gran festividad, que probablemente terminaría con el sacrificio de su hijo y de Mariana. Se le figuraba que se iba a repetir algo de lo que había leído en la historia de los aztecas, y que la víctima, coronada de flores y acompañada de sacerdotes y de doncellas cantando, iba a terminar en la piedra de sacrificios, donde le arrancaban el corazón. En las oscuridades de su imaginación, salpicadas de luces extrañas, no distinguía claramente si era su hijo o Mariana la que debía perecer. Era igual: a los dos los amaba con la pasión de viejo que no tenía otra cosa en la tierra más que a ellos. Estaba como en otro mundo, y estremeciéndose y disimulando obedecía al conde maquinalmente.

Lo dejaremos ahora ocupado con el conde en disponer lo necesario para recibir al marqués del Apartado, al obispo de Durango, a doña Pomposa y a los curas, y entremos a las habitaciones de Mariana, donde, con sus cofrecitos de alhajas en la mano, la esperaba impaciente el marqués de Valle Alegre.

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