XXII. Cecilia

Juan, sin haber aprendido religión alguna, sin tener nociones de la moral ni más enseñanza que los rezos que oía murmurar a Nastasita y las ceremonias de la misa, a la que rara vez iba, creía en la Providencia y sentía en su interior alguna cosa neta y fuerte que le hacía distinguir las buenas de las malas acciones, que es lo que se ha convenido en llamar conciencia. Aparte del cariño que lo ligó a Tules, el asesinato injusto y brutal que perpetró Evaristo lo había horrorizado, y las aventuras y extrañas mudanzas de su vida le habían dado una cierta experiencia. Si se le acababa un apoyo, venía indispensablemente otro a sustituirlo. Esto le hacía pensar que algún ser desconocido y misterioso velaba por su vida. No era un cuento que le habían contado como cuentan a todos los niños. A él, huérfano, amamantado por la caridad inconsciente de una india, nada le habían referido, en ningún regazo maternal había descansado. Era la verdad neta y palpable que había pasado por su vida. Sin darse él mismo cuenta de estos sentimientos, más tranquilo, pues que no había encontrado a ninguna de las vecinas y nadie lo perseguía, llegó con cierta confianza al puesto de fruta, y al día siguiente, tan pronto como el mercado estuvo solo, contó a Cecilia lo ocurrido.

—Desde que te eché el ojo —le contestó ésta— me latió que eras un buen muchacho; siéntante y come. —Y le pasó algunas cazuelas con comida que Juan devoró con avidez, pues desde la víspera no había probado bocado. Los huesos y los pedazos de tortilla los tiraba a la perra Comodina, que estaba echada a sus pies.

—¡Calla!… ya tienes un perro. ¿Dónde se te ha pegado?

Juan no quiso en aquel momento contar su historia a Cecilia, y le respondió simplemente que había pertenecido a la viejecita y que él lo había recogido para que no se muriese de hambre.

—Vaya; te quedarás en el puesto —continuó Cecilia— y desde hoy no te faltará trabajo ni qué comer a ti ni a tu animal. Has hecho bien en traerlo, habría sido una contracaridad dejarlo en la calle; no tienes mal corazón. Recoge tus trastes y ve y déjalos a la casa. Toma la llave; te traes un canasto de naranjas, que ya se están acabando las que hay aquí y los franceses compran para las comidas que hacen de noche en sus fondas. Cuando salgas cierras bien la puerta. La llave tiene dos vueltas.

Juan, contentísimo, voló a desempeñar la comisión. Entretanto diremos algo de Cecilia a la que volveremos a encontrar en el transcurso de esta narración.

Era hija de una trajinera, y esta palabra necesita una especial explicación. Las lagunas del valle de México y los canales de Chalco, de la Viga y otros, son surcados por embarcaciones, todavía en el estado que tenía cuando Hernán Cortés peleó con sus bergantines en estos sitios pintorescos y memorables. Las chalupas, angostas y largas, pueden apenas contener una persona sentada o de pie, remando, pero con la condición de guardar perfecto equilibrio, pues el menor movimiento hace volcar la ligerísima embarcación, que parece más bien hecha para regatas. La canoa común es de dos popas planas, de modo que corta el agua y gobierna con dificultad. Sus dimensiones son comunes y sirve para conducir carga. Las trajineras son ya otra cosa, como si dijéramos los navíos de tres puentes de esta primitiva marina. Son muy grandes y anchas. En el centro, y cubiertos con unos toldos de petate, están los camarotes para los pasajeros que, para dormir con más comodidad, llevan su colchón y su ropa de cama, y salvo los mosquitos, y en unas temporadas el calor y otras el frío, pueden pasar una noche tan cómoda como en su propia alcoba, atravesar durante la noche el canal y despertar en el muelle; es decir, cerca de la plaza principal de la ciudad de Chalco. La popa y proa de las trajineras vienen cargadas de pilones de azúcar, tercios de panocha y piloncillo, de millares de naranjas y limas y de racimos de plátanos. Como esas producciones son de la tierra caliente, suelen estar acompañadas de alacranes, de mestizos, del fabuloso escorpión y algunas que otras culebras que, buscando calor o leche, si alguna pasajera va amamantando algún chiquillo, le hace compañía toda la noche.

Cecilia no era precisamente hija de una de estas embarcaciones genuinamente aztecas. Esto no era posible, ni lo pensará ningún lector. Una viuda rica, establecida años atrás en Chalco, tenía una armada completa de canoas y chalupas de toda especie y tamaño. Pasaba por rica, y lo era efectivamente; se le conocía con el nombre de «La Trajinera», y pocos sabían cuál era su nombre cristiano y la manera como había hecho su fortuna. Tenía seis hijos varones y con Cecilia eran siete. A su muerte, los licenciados del pueblo se comieron la mitad del capital; pero al cabo de años se repartió lo restante entre los herederos. A Cecilia le tocaron dos trajineras y doscientos pesos en dinero. Como durante la vida de la madre aprendió el oficio, es decir, intervenía en la carga y descarga de las canoas, cobraba los fletes, ajustaba y pagaba a los remeros y hacía frecuentes viajes a México, cuando se encontró sola y huérfana, pues cada cual de sus hermanos tomó su derrotero, se halló en disposición de manejar sus escasos bienes y de mantenerse por sí sola. Vendió una de las trajineras y se quedó con la otra para su servicio; hacía sus viajes a Chalco y las lagunas cuando era necesario y arrendó un buen local en la plaza del Volador. Construyó un buen tejado, que podía cerrarse de noche, y que dedicó al comercio de frutas.

En vez de disminuir, su capital aumentaba cada día, y mes por mes compraba perlas, diamantes, anillos y rosarios de oro en el Montepío y cambiaba por onzas de oro su plata sobrante; vestía de tela fina, rebozos de Tenancingo de a cien pesos y comía al estilo del pueblo mexicano, pero de lo más sabroso, como que ella misma preparaba su cocina y escogía lo mejor del mercado. También giraba sus negocios y hacía sus cuentas exactamente con los dedos de las manos y con el auxilio de frijoles de diversos colores. Cada frijol negro valía un real; los blancos, una peseta; los palotes o colorados, un peso; con esto, unos tecomates en que se separaba esta nueva moneda que ella había creado y unos popotes gordos, no se equivocaba ni en un tlaco en sus cuentas corrientes, y cuidado que tenía muchas: con los remeros, con los fruteros de Cuautla y Cuernavaca y con diversos comerciantes de la plaza y marchantes que le pagaban por semanas la fruta y algunas legumbres finas que también vendía. Tenía sirvientas originarias de Chalco, y a Juan, a lo que por lástima y simpatía tomó bajo su protección. Vivía en una casa propia de la orilla del canal, que tenía un desvío por el que entraba el agua hasta el patio. Era un viejo edificio medio arruinado, con dos patios, un corral y muchos cuartos con cuarteaduras y techos medio podridos donde encerraba fruta, remos, trastos y palos viejos y cuanto le estorbaba. Ella y sus sirvientas habitaban la parte que daba a la calle, que presentaba mejor aspecto que el interior; pero los muebles no correspondían al lujo de sus vestidos y a las muchas alhajas, que ya valían buena cantidad. Las que no llevaba en el cuello y en las manos, las escondía cuidadosamente por miedo de los ladrones, mudándolas de lugar los más días para que, aunque echaran la casa abajo, nadie las pudiese encontrar. Cecilia, en tales condiciones de riqueza relativa y de buen parecer, y no vieja, pues no llegaba a los treinta y cinco años, no dejó de tener sus pretendientes, ya maiceros, ya dueños de tendejón o de canoas, ya comerciantes ambulantes de la tierra caliente; pero persuadida de que la solicitaban o por la mala, o por su dinero, con ninguno quiso tener tratos más que de puro comercio, y cuando se propasaban, sabía darles una buena cachetada y echarlos del puesto, pues en su casa no recibía más que a los arrieros, remeros y gente que le iba a pagar o a comprar por mayor. Además de los instrumentos necesarios para cortar los troncos de fruta, Cecilia tenía un buen puñal, largo, con filo de los dos lados, puño de plata incrustado de oro y vaina de terciopelo, y nunca se separaba de él, colocándolo en su cintura de modo que estuviera listo sin que se le viese. En la plaza no se dejaba ni de los marchantes imprudentes que le tentaban y echaban a perder la fruta sin comprar al fin nada, ni de las placeras sus compañeras, y así había adquirido una especie de superioridad. Su puesto, que ya ocupaba algunos metros cuadrados, había formado una especie de potencia, donde acudían los débiles y los que estaban en discordia para que ella dirigiese sus cuestiones y diese la razón a quien la tenía. Aparte este carácter varonil y enérgico, era compasiva y ejercía sin ostentación la caridad; cada sábado repartía un tecomate de tlacos a los limosneros, y cuando iban entre semana, nunca les dejaba de dar una pieza de fruta y el pan, tortillas y lo que le sobraba de su comida; vendía su fruta más cara que cualquiera otra de sus compañeras, pero era exquisita, y cuando ella conocía que estaba verde o dañada por dentro, se lo advertía al comprador, pues no quería que su puesto se desacreditase. En el fondo y en verdad, era una buena mujer, de gruesas palabras y de risotadas ingenuas, que no se dejaba atropellar de nadie, pero que tampoco les hacía mal ni a las moscas. El puñal lo cargaba únicamente para hacerse respetar, porque la gente que trataba y con la que comerciaba, era dura y altanera y con ella no había que andarse con cuentos. Regalaba su dinero cuando así le daba la gana; pero no perdonaba medio a ninguno de sus deudores. Respecto de Juan, era exigente; lo hacía trabajar todo el día; los mandados los había de hacer corriendo; la fruta debía tratarla con cuidado y colocarla metódicamente en unas canastas y tompeates. Cecilia tenía entre otros, por marchantes, a muchos de los empleados que ganaban más de mil pesos anuales de sueldo, que invariablemente acudían al puesto al salir de sus oficinas y dirigirse a comer a sus casas. Les surtía su pañuelo de lo que más les gustaba, les daba como regalo o ganancia un par de buenos chabacanos o un puñado de capulines para los niños, les ataba su pañuelo por las cuatro puntas y los despedía con palabras zalameras, recomendándoles que no la olvidaran ni se fueran a surtir a otra parte de fruta. Los excelentes maridos y padres de familia salían contentísimos del mercado y marchaban orgullosos por la Plaza Mayor y calles de Plateros, moviendo sus brazos a compás, el uno con el bastón con puño de oro, y el otro de donde pendía un gran pañuelo de madrás lleno de fruta.

Juan estaba destinado para llevar la fruta a las fondas, a los colegios (al menos para el rector) y a los hombres de mayores proporciones que compraban mucho, y entre otras cosas, melones y sandías, que no podían caber en los pañuelos. Entre los más asiduos marchantes de Cecilia se contaban un diputado, que llamaba la atención por su gran corpulencia y gordura y por su benévola fisonomía, y un abogado de esos que eran un pozo de ciencia y de sabiduría y un tipo de honradez.

El uno se llamaba don Mariano y el otro don Pedro Martín de Olañeta. La compra que hacía el diputado importaba de tres a cuatro pesos diarios. Juan era el que les llevaba la fruta y cobraba el sábado de cada semana; nunca dejaban de darle en la casa una peseta por el mandado. Aparte esto, apenas habría la boca Cecilia, cuando el muchacho le adivinaba los pensamientos, corría por esas calles atropellando gente y volvía en minutos con los cigarrillos, con el pulque de piña, con lo vuelto de un peso, con lo que se le encargaba. Esta vida activa, este trabajo constante cuyos resultados veía en pesetas, en reales y en cuartillas de que llenaba sus bolsas, esta existencia segura y cómoda, lo hacía feliz y se iban borrando poco a poco de su memoria los largos y terribles días del taller, la imagen sangrienta de Tules y el triste y desecado esqueleto de la viejecita; no pensaba más que en el día presente, no tenía otra ambición ni otro porvenir sino el de continuar ganando su vida. Sus afecciones estaban concentradas en Cecilia y en la perra Comodina, a la que había hecho con hojas secas y tablas una buena habitación, que desbarataba en la mañana por orden del guarda cuando barría el puesto, pero que volvía a construir en la noche. La perra, con trabajo, y hasta en orden natural por su vejez, iba tirando como quien dice; se había conquistado por su mansedumbre el afecto de los guardas y de las placeras; pero conservaba su fiereza respecto de los perros callejeros, que no dejaba acercar al puesto, lo cual agradaba también a Cecilia, que no gustaba de que le olieran ni la fruta ni los bocaditos que tenía siempre que añadir a su almuerzo.

Las cosas no podían ir mejor, pero ya tenemos dicho que no hay felicidad cumplida en este mundo, y nada lo prueba más que los cuidados y contratiempos de don Espiridión y de doña Pascuala, de cuyos personajes pronto nos volveremos a ocupar.

El administrador propietario del mercado se enfermó de un reumatismo, y como su curación no era de pocos días, el regidor nombró provisionalmente a un ahijado suyo, un joven, mejor dicho un hombre (porque tenía más de treinta y cinco años), perdulario y capaz sólo de hacer su negocio. Sus méritos eran ser portero de una logia yorkina, y los masones, por burla, le llamaban San Justo.

La entrada de este funcionario produjo una revolución en el mercado. Cada una de las placeras le había de dar diariamente una contribución. Una las lechugas y rábanos, otra las alcachofas, otra los tomates, la de más allá un manojo de cebollas, y así todas. A Cecilia le designó un par de aguacates y algunos plátanos guineos, y los domingos un surtido completo de fruta, sin contar que a los indios que venían de Toluca a vender a la plaza, los llenaba de insultos, y cuando los veía ya acobardados, les quitaba una mantequilla, un queso o una sarta de chorizos. Gran reunión y gritería al caer la tarde alrededor del puesto de Cecilia. Por sus indicaciones se formó una comisión que, vociferando y resuelta a todo, se encaminó a la Diputación a acusar ante el gobernador las demasías del nuevo administrador. La comisión de las alegres comadres esperó dos horas, al cabo de las cuales el gobernador salió de su despacho seguido de su ayudante y no les hizo caso, sino que despejó con las manos el camino que le cerraban las placeras quejosas, que se habían juntado con otros muchos quejosos también, que por diversos motivos esperaban en el tránsito y escaleras ser escuchados por la primera autoridad del Distrito.

Regresaron desconsolados, pero siempre hablando y rabiando a dar cuenta a Cecilia de su derrota. Al día siguiente, el administrador, orgulloso de su triunfo, se presentó al mercado y delante del puesto de Cecilia dijo en voz alta:

—De orden del regidor, tendrán que pagar cada una de las que armaron ayer el motín, doce reales de multa u ocho días de cárcel. A doña Cecilia, que fue la que promovió el alboroto, cinco pesos o quince días de cárcel.

Cecilia gritó, juró y dijo que primero se quedaría sin camisa que pagar la multa; pero don Pedro Martín de Olañeta, que llegó a comprar su fruta como de costumbre, impuesto del caso, les dijo:

—Hijas mías, les aconsejo que paguen su multa y no hablen ya más, porque en último caso las llevarían a la cárcel y esto es peor. Dicen que la autoridad siempre tiene razón.

—¡Pobres gentes! —continuó diciendo entre dientes al escoger un par de peras gamboas y una chirimoya que escurría ya su balsámica azúcar—; así están gobernados desde la conquista hasta hoy, nada han ganado, nunca tienen razón, y como han tratado de no dejarse robar por el administrador, era lógico: las han castigado con una multa.

Por de pronto las cosas terminaron así. Las placeras pagaron y el funcionario siguió abasteciendo su despensa y comiendo como un príncipe. Lo sostenían los masones, protegían a San Justo y no se necesitaba más.

Cecilia, voluntariosa y acostumbrada a dominar en el mercado, resistía constantemente y no había día en que por un motivo o por otro no tuviese un altercado con el funcionario, que no daba trazas de abandonar el destino, pues la enfermedad del propietario había sido declarada crónica por los mismos doctores de la Universidad que no pudieron resolver el grave caso de doña Pascuala y que asombró, como se ha dicho, a las gentes que tenían amistad y relaciones con la familia del rancho de Santa María de la Ladrillera.

Una guerra sorda se estableció entre Cecilia y el administrador, el cual, aparte de las economías y dádivas, quería además, tener una mujer que, lejos de costarle, favoreciera por lo menos sus tendencias gastronómicas. Estaba, en una palabra, enamorado de la cara fresca y francota de Cecilia, de las perlas que colgaban en su carnudo cuello; no podía ver con indiferencia rebullirse debajo de la camisa de tela un par de esferas sólidas, se le hacía agua la boca cuando se acercaba al puesto y veía el apetito y contento con que Cecilia, sus sirvientas y Juan comían los guisados nacionales, realzados con el apio, los aguacates, los rábanos y cuanto tenía el puesto de fruta de Cecilia, que parecía cortado de los árboles del paraíso.

El honrado y celoso San Justo, pues al decir de los patriotas regidores, nunca había estado el Volador mejor gobernado, cambió de táctica. Nada de multas, nada de regaños, nada de gritos, nada de exigencias. Las placeras volvieron a sus hábitos de suciedad, llenando los tránsitos y arroyuelos de rabos de cebolla y fruta podrida, lavando en la fuente sus trastos sucios y los pies y las piernas con el sobrante de la taza que se desbordaba; y esta tolerancia del administrador era porque creía complacer con ella a Cecilia. Juan participaba de esta felicidad; era el consentido y lo ocupaba en sus mandados particulares y, en ratos de ocio y para tener motivo de acercarse a Cecilia, les enseñaba a leer y a contar, de lo que los dos no dejaron de aprovecharse. Pasaron así meses; el enfermo crónico no sanaba. San Justo cada día era más querido del regidor de mercados, al que surtía los sábados con parte de las mantequillas y quesos quitados por fuerza a los indios. Don Pedro Martín de Olañeta preguntaba de vez en cuando cómo iban las cosas, Cecilia sonreía maliciosamente, y el sabio abogado salía de la plaza seguido de Juan con sus canastas llenas de fruta, diciendo siempre entre dientes:

—¡Pobres gentes! Las roban y las tratan mal desde la conquista hasta hoy, y no tienen más arbitrio que aguantar.

Tal estado de cosas debía tener un desenlace. El administrador se resolvió a decir a Cecilia su atrevido pensamiento. Una tarde, sola ya la plaza, San Justo entró familiarmente al puesto, se sentó en la tarima y echó el brazo al cuello de Cecilia.

—¿Para qué hemos de andar con rodeos ni con tapujos doña Cecilia? Yo la quiero a usted y bastante lo ha de haber conocido; ya me canso de hacer el papel de enamorado, venga esa cara tan fresca y esos labios que parecen dos jitomates —y diciendo y haciendo todo fue uno; le tronó un beso en la boca, que resonó en toda la plaza.

—Vaya de llanezas —dijo Cecilia, limpiándose los labios con una mano, y quitando bruscamente y tirando al otro lado el brazo que rodeaba su cuello—; usted tiene la fuerza y es protegido del regidor y del gobernador, y nos tiene el pie encima, y esto es todo; pero dejarme de otro modo, eso no; quizá no sabe usted todavía quién soy; ¡retírese!

Cecilia pasó al otro lado del puesto e interpuso entre ella y su fogoso amante un montón de olorosas naranjas que comenzó a colocar en equilibrio unas sobre otras para el expendio al día siguiente; gritó a Juan, que estaba ocupado debajo del cobertizo en curar con hojas de col fresca la mano de Comodina, y ya con la presencia del muchacho no pudo San Justo decir ni hacer más, y se retiró lleno de despecho a meditar una venganza por el desaire que él, portero de una logia de masones, había recibido de una ordinaria frutera.

Como Juan era el predilecto de Cecilia, no pudiendo de pronto atacarla directamente, se propuso comenzar por él, y nada le era más fácil. Los muchachos de diversas edades, que hacían en el mercado los mismos oficios, le eran contrarios por envidia, pues le fiaban dinero, tenía más ocupación que ellos, ganaba más y don Pedro Martín de Olañeta lo protegía, pues no quería que nadie le llevase la fruta a su casa. Esto era bastante; el administrador supo fomentar estas ruines pasiones, y no había día en que Juan no tuviese un altercado con alguno de ellos. Frecuentemente salían de la plaza y se agarraban en la calle a los pescozones, pero aunque fuesen tres o cuatro los que lo atacasen como montoneros y cobardes, salía vencedor, porque era más ágil, más fuerte y de más edad. Como último recurso, se iban a quejar con Cecilia, que los echaba a pasear, y con el administrador, que llamaba a Juan, lo llenaba de desvergüenzas y lo multaba en dos o tres reales, sisándole así la mitad de lo que ganaba diariamente. Cecilia conocía de dónde venía esto, pero no por eso se mostraba más dispuesta a acceder a las pretensiones amorosas de San Justo.

Un día Juan iba cargando en su cabeza una gran canasta llena de fruta, y de la mano que le quedaba libre colgaba otro canasto con uvas y ciruelas de España, que eran raras y exquisitas; don Pedro Martín de Olañeta iba delante. Fatigado Juan, pidió auxilio a uno de los muchachos sus compañeros, que le seguían, instando al abogado para que les diera cuartilla o medio, lo que hacía frecuentemente para quitárselos de encima. En un descuido ocultaron un melón sin que Juan lo advirtiese sino cuando llegó a la casa. El abogado, que deliraba por los buenos melones, regañó a Juan duramente.

De vuelta al mercado, Juan agarró a los trompones al muchacho que sospechaba se lo había robado, y esto originó gran tumulto en la plaza. Cecilia tomó parte en favor de su protegido, las otras placeras, por el ladronzuelo; voces, injurias, y poco faltó para que las mujeres viniesen a las manos y se arrancaran los cabellos. La bola toda vociferando, arrebatándose las palabras, fue a dar al despacho del administrador. Juan fue acusado de ladrón. El muchacho que le había escamoteado el melón lo acusaba también de haberle robado de la bolsa cuatro reales y medio y cuartilla. Juan protestó, lloró, pateó e imploró el testimonio de Cecilia y de cuantos le conocían; pero no hubo remedio, la fatalidad, que perseguía a Juan, no lo dejó en esta vez. El administrador mandó que lo registrasen, y resultó que tenía en el bolsillo cuatro reales y medio y cuartilla. No había duda; la acusación resultaba comprobada. Juan era un ladrón.

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