XLVIII. Primer asalto a la diligencia

Tocó ese día a Mateo hacer el viaje a Veracruz. Casimiro Collado se debe acordar de él. Don Anselmo Zurutuza lo había tenido a su servicio como criado, lo había educado para cochero, y era el más diestro entre todos los excelentes cocheros que tenía la casa de diligencias, establecimiento que fue de una inmensa utilidad en México, y que por diversas y difíciles líneas que recorrían sus coches, por su orden, por la exactitud de sus viajes a pesar de los muchos obstáculos de los caminos, y por lo bien arreglado de su administración, podía compararse al servicio de las diligencias de Inglaterra, y las Messageries de París, antes de que inventasen y construyesen los caminos de hierro. Mateo fue también el favorito de don Manuel Gargollo y de Casimiro Collado, cuando quedó al frente de este grandioso establecimiento.

Era Mateo de esa raza mestiza inteligente, audaz y valentona, que representa hoy quizá una tercera parte de los habitantes de la que fue Nueva España, y que tantos servicios presta en la guerra, en las minas y en la cultura de los campos. Chaparro, medio zambo, de nariz abultada, de ojos negros, pequeños y maliciosos, lampiño, de anchas espaldas, de brazos y piernas musculosos, con unas manos chicas, pero con los dedos gordos como si fuesen de plátano guineo, manejaba con destreza dos tiros de mulas, y su mano era tan dura y firme que las mulas sobradas y bravas que se uncían a los coches, reconocían desde luego la superioridad del que las conducía. Al grito de Mateo y al chasquido del látigo salían brincando, y con una furia de demonios, que parecía que iban a hacer trizas al coche; cuando iban mujeres dentro, se santiguaban y se encomendaban a Dios; pero a poco de andar, Mateo, con sus gritos y latigazos, las obligaba a que caminasen a un trote parejo y regular que daba gusto. Educado en la sociedad de los cocheros yanquis, que con don Manuel Escandón fundaron la casa de diligencias de México, Mateo hablaba inglés al estilo burdo, amanerado y casi ininteligible de la gente del campo de los Estados del Sur, fingía haber olvidado el español, y de intento o por hábito decía mil disparates. Bebía grandes jarras de cerveza con Sloocun y Juan El Diablo, y comía su rosbif casi crudo, pocas tortillas, y pulque jamás. No era Mateo de esos cocheros a quienes podía asustar Evaristo ni veinte ladrones más. Estaba habituado hacía muchos años a las aventuras y peripecias del camino, y más de una vez había recibido descargas de balazos que por fortuna no le habían tocado; así es que luego que oyó el grito de ¡alto! y observó a Evaristo en el centro de la calzada hecho un Santiago, haciendo girar y pararse de manos al alazán y apuntando con su pistola en todas direcciones, en vez de azorarse echó una carcajada, fue templando el trote de las mulas, hasta que puso el pie en el garrote y paró el coche; si no lo hace tan a tiempo, arrolla a Evaristo y a su alazán.

—No vaya a disparar la pistola, amigo, y a espantar el ganado —le dijo Mateo con calma—. La gente que viene dentro es de señores muy decentes; yo los traigo, y basta. Se conoce, amigo mío, que usted es nuevo por aquí, porque con haberme chiflado bastaba. Los que estaban hace dos años por aquí jamás tocaban a los cocheros de la casa, y el amo Anselmo nos daba nuestra gala porque le llevábamos bien el coche hasta Veracruz. Ya hablaremos; dése prisa y con tiento, pues si llego con una hora de retraso, tengo multa.

Todo esto era nuevo para Evaristo. La confianza con que le habló el correo de S. M. Británica, y la llaneza con que lo trataba el cochero de la diligencia, lo sorprendieron, casi estaba tentado a pedirles perdón en vez de robarlos; pero estas ideas pasaban rápidas, y tenía que recurrir a su mal carácter para desempeñar su papel de bandido.

—Bueno, amigo —contestó Evaristo al discurso de Mateo— no hay que echar a correr, porque entonces disparo, y disparará mi gente que está emboscada.

—¿Por quién me toma? —le dijo Mateo—. ¿Entonces para qué sirve la palabra de los hombres? Despáchese y váyase con tiento con la gente que yo traigo, porque entonces no volverán a hacer el viaje en mi coche.

Evaristo, que tenía prisa de concluir, dio los chiflidos convenidos, y por el costado izquierdo de la calzada apareció Hilario, haciendo que su caballo hiciera corbetas y santiaguitos. Del escondite de Palos Grandes fueron saliendo los indios enmascarados, que rodearon el coche blandiendo sus bastones, y los dos armados de los viejos fusiles de chispa, apuntaron al carruaje.

Evaristo se acercó a la portezuela derecha, y apuntando dijo:

—Al que se mueva o grite, le vuelo la tapa de los sesos.

Hilario hizo lo mismo por la portezuela izquierda, y repitió palabra por palabra la misma orden. Los enmascarados se colocaron frente a las mulas para impedir la fuga del carruaje, pues no estaban enterados del arreglo tácito hecho entre su capitán y el cochero.

Los nueve asientos de la diligencia estaban ocupados; en el pescante venía el sota, y en el techo un criado. Entre los pasajeros se hallaba don Manuel Escandón, don José Bernardo Couto y don Joaquín Pesado; los demás eran dos señoras ancianas que regresaban a Puebla con sus dos criadas, y dos personas desconocidas de aspecto decente, quizá comerciantes del interior, que bajaban a Veracruz a hacer sus compras de invierno.

Don Manuel Escandón, que había también sido amo de Mateo, con el cual hablaba siempre en inglés, escogió precisamente para hacer el viaje el día que le tocaba conducir el coche. Sabía perfectamente que, en caso de ser asaltados por los ladrones, Mateo arreglaría las cosas de modo que no pasaran tan mal. Don Joaquín Pesado viajaba constantemente de México a sus haciendas de Orizaba; había sido asaltado ocho o diez veces, y sabía que no habiendo resistencia y salvas algunas humillaciones y molestias, la vida no corría peligro; pero don Bernardo Couto hacía años que no abandonaba su casa de México sino para ir a Tacubaya, y aunque había oído referir anécdotas muy curiosas acerca de los robos en el monte de Río Frío, nunca se había encontrado en un lance; así, la vista de los enmascarados y las pistolas preparadas que apuntaban desde las portezuelas al pecho del viajero, lo llenaron de terror, y sin proferir una palabra se encogió como una oruga y casi se envolvió entre la ropa de las mujeres que iban sentadas junto a él, diciéndoles en voz muy baja:

—¡Por el amor de Dios, señoras, no hay que gritar ni que llorar, porque somos muertos!

Después de algunos minutos de silencio, que parecieron siglos a los pasajeros, Escandón tomó la palabra, disimulando lo más que pudo la voz turbada, pues por más que se diga siempre es solemne en la soledad de un camino y en medio de un bosque el encontrarse repentinamente con los ladrones; pero en fin, pudo hablar:

—No hay necesidad de violencia, señor capitán, porque supongo que es usted el capitán —dijo a Evaristo que le apuntaba con su pistola—. Estamos prontos a hacer lo que usted diga, y no hay motivo para tratarnos mal.

—Bien —contestó Evaristo con voz un poco aguardentosa y ronca—. Venga el dinero que traigan en la bolsa.

—Nosotras no traemos nada —se apresuraron a decir las dos señoras ancianas, y en su voz temblorosa se conocía que sí tenían algo que desembolsar y que mentían.

—Silencio, señoras —dijo Escandón— y puesto que el señor capitán se porta bien, es menester no ponerle dificultades.

Las dos ancianas fueron sacando como por fuerza medio a medio real, el dinero que tenían en el seno y en las bolsas de su vestido.

—¡Pronto! no puedo esperar una hora a que se registren esas viejas chinches, sacando solamente medios lisos —gritó Evaristo con cólera.

Tal fue el susto, que una de ellas dejó caer una taleguita de pita llena de pesos que tenía oculta.

—Venga acá eso —dijo Evaristo—. Y decían que no tenían nada. Ya las amarraré de un árbol y les quitaré hasta la camisa, pues algo más deben tener debajo de la ropa.

—¡Por la Virgen de los Dolores! —exclamó una de las ancianas—. Le juramos que es todo lo que tenemos, y ya se lo íbamos a entregar.

Las criadas lloraban de miedo, pero no se atrevían a hablar.

—Vaya, vaya, capitán, sea usted generoso y perdónelas —dijo Escandón desviando el brazo de Evaristo, que iba a dar un mojicón a la anciana.

—Pronto, los demás —interrumpió el capitán tomando la taleguita, que por la apariencia contendría unos ochenta a cien pesos.

Don Joaquín Pesado se registró los bolsillos con calma y reunió ocho pesos, que entregó al capitán diciéndole:

—Es todo lo que tengo; no nos queda ni para comer.

Don Bernardo Couto sacó unos ocho o diez pesos; los demás pasajeros y una de las ancianas entregaron cuanto tenían, y reunidos los puños de pesos en las manos de Escandón los pasaba al capitán diciéndole:

—Aquí está lo que tenemos, y no es mal negocio, capitán; ya ve usted, sin necesidad de palabras duras, ni de maltrato, y sin exponerse, no ha salido mal el negocio.

—Ahora los relojes —añadió Evaristo sin hacer caso de Escandón, guardándose el dinero en los bolsillos y desmontando su pistola, de la cual no tenía ya necesidad en aquel momento.

Don Joaquín Pesado entregó un reloj viejo de plata.

Don Bernardo Couto, con una voz muy suave y persuasiva, dijo:

—Desgraciadamente, y con la premura del viaje, se me olvidó el reloj en mi casa, señor capitán —y al decir esto volteó al revés la bolsa de su chaleco.

Las ancianas y sus criadas, unos relicarios de oro con imágenes y astillitas de huesos de santos; los dos pasajeros que habían permanecido en silencio y en la apariencia tranquilos, sin resistencia entregaron sus relojes de oro, con sus grandes cadenas finas. Escandón pasó todo esto a manos del capitán.

—Vaya, no es tan malo; ya hemos dado los relojes, algunos de oro, y hasta los relicarios de estas señoras, que ya no serán maltratadas. ¿No es verdad, capitán?

Y mientras el capitán tomaba con cierta avidez y distribuía la presa en su bolsillo. Escandón dejó de intento caer uno de los relojes, y al agacharse para buscarlo se quitó el suyo que conservaba en el bolsillo y lo echó debajo del asiento. Evaristo, aunque sabía que ninguna fuerza había de venir a atacarlo, tenía miedo y no deseaba prolongar el lance; así, no atendía a los pormenores que pasaban en el interior del coche entre los asustados viajeros; tendía la mano, y recibía sin examen lo que le daba Escandón, que estaba en el asiento del centro, junto a la portezuela, y que parlamentaba, hablaba en nombre de los demás y templaba el humor del belicoso capitán, que no encontraba mal el que se le evitase entenderse con todos y oír quejas, súplicas y lloros de las mujeres. Así que acabó de llenar sus bolsas con los despojos que recibía, dijo:

—¡Ahora, abajo los pasajeros! —y abrió violentamente la portezuela.

Escandón descendió del coche y le siguieron los demás.

—Cada uno se irá a tender boca abajo en el suelo —continuó Evaristo— en el lugar que se le señale, y cuidado con levantar la cabeza, ni mirar a ninguna parte, ni hablar, porque con un balazo ya no la moverá más.

Escandón quiso parlamentar y aprovechar el dominio que hasta cierto punto había adquirido sobre el bandido; pero éste ya no le hizo caso y entregó las víctimas a Hilario, que las llevó a poca distancia a la orilla del bosque, y las fue tendiendo en fila. Lo más que consiguió Escandón fue que lo colocaran entre don Joaquín Pesado y don José Bernardo Couto. Un par de indios quedaron de guardia con el garrote levantado y con orden de romperles la cabeza si intentaban levantarse o dar voces para pedir socorro; y no era esto fuera del caso, porque mientras el bandido y Escandón habían conferenciado, una recua de mulas cargadas con azúcar y aguardiente llegó y fue seguida a pocos minutos por indios de las cercanías, a pie, y por otros con burros cargados con huacales de fruta o de vacío. Todos fueron detenidos y amenazados de muerte si intentaban retroceder o defenderse.

Mateo, con las riendas en la mano y su pie en el garrote, contenía con trabajo las mulas, que a cada momento querían partir y llegar a la posta a la hora a que estaban acostumbradas.

Los enmascarados, con los garrotes enarbolados, y apuntando en todas direcciones con los fusiles, rodeaban el carruaje, y los pasajeros, tendidos e inmóviles en la yerba eriza y húmeda de la montaña, parecían ya cadáveres que sólo necesitaban del sepulturero para que los enterrase en una fosa común. Las señoras, al menos, así lo creían; se consideraban en el último trance de su vida. Aunque habían hecho varios viajes entre México y Puebla, era el primero en que se habían encontrado con ladrones.

Don Bernardo, de una contextura delicada y nerviosa, de un carácter tímido y aprensivo, no dejaba de pensar que los bandidos, después de haberlos despojado, ejercerían algunas violencias, al menos con las criadas, que no eran de malos bigotes, y tal vez le quitaría la vida un garrotazo de los bárbaros indios.

En tanto que Hilario vigilaba a los arrieros y pasajeros, Evaristo ordenó al sota que vaciara la covacha y el pescante de los bultos y baúles que contenían. Mateo, con la mano libre que le quedaba, ayudaba a tirar bruscamente las maletas al suelo, y los enmascarados, en momentos, apearon de la covacha, que estaba llena, los equipajes de los viajeros.

Evaristo se acercó a la fila de los desgraciados tendidos y gritó:

—¡Las llaves, grandísimos…! ¡Y pronto… si no!…

Escandón quiso hablar.

—Calle, que bastante lo he aguantado —respondió Evaristo—. ¡Las llaves!

Cada uno se apresuró a entregar las llaves de sus baúles, menos una de las ancianas, que por más que hizo no la pudo encontrar entre sus vestidos.

—¿Cuál es su baúl? —le preguntó Evaristo.

—Es una petaca de Puebla, colorada, con clavitos dorados, Señor Sacramentado —respondió la anciana, queriendo a la vez decirle señor capitán y encomendarse a Dios.

—Ni trizas quedarán de ella, y ya verá lo que le sucede —replicó Evaristo recogiendo las llaves y dirigiéndose al montón de sacos, maletas y baúles esparcidos en desorden entre los pedruscos del camino.

Evaristo buscó la petaca colorada con clavitos dorados, la levantó en el aire, la estrelló contra las piedras, y de entre las astillas fue sacando vestidos, enaguas, camisas y medias sucias; en resumen, nada de valor.

—¡Maldita vieja —exclamó— me la ha de pagar! —Y rompió con cólera un vestido de Macedonia, única cosa regular, y el resto lo tiró para que lo cogieran, a los indios y arrieros que estaban detenidos.

Siguió el registro de los baúles, a los que ya Hilario había acomodado sus llaves. La maleta inglesa de don Manuel Escandón, muy bien surtida de calzoncillos blancos, camisas, pañuelos, todo muy fino y procedente de los almacenes de Londres.

—Ya tengo para un año —dijo Evaristo— hasta con mi marca, porque yo me llamo Mariano Evaristo.

Volvió a colocar con cuidado la ropa en la petaca, la cerró, se echó la llave en la bolsa, y él mismo se la llevó al grupo de árboles, de donde habían salido los enmascarados.

Uno de ellos estaba de vigía, observando al lado opuesto del camino.

Siguió el registro de los demás equipajes, y fueron tomando de ellos lo que les pareció que podían apropiarse inmediatamente; mientras el capitán repartía la ropa, los enmascarados se retiraban al escondite de Palos Grandes y volvían al momento vestidos con calzoncillos blancos nuevos y limpios y chaquetas de paño o de lienzo, que parecía que se las había hecho expresamente un sastre de la Calle de Plateros. Salieron de los baúles alhajas de diversos tipos y tamaños y dinero en plata y oro; de modo que la presa abordaba a algunos cientos de pesos. Evaristo e Hilario estaban muy contentos, y sus maneras con los pasajeros, aunque groseras para imponerles miedo, se modificaron notablemente. Dejando en los baúles lo que no les servía, los rellenaron con la ropa amontonada, sin distinción de dueños; de manera que las enaguas y camisas de las señoras poblanas fueron a dar al baúl de don Joaquín Pesado, y los chalecos de los viajeros del interior a la petaca de las criadas.

Acababa justamente de registrar el baúl de don Bernardo Couto, y lo cerraba y daba vuelta a la llave, que no obedecía, cuando éste, con una voz tímida lo llamó:

—¡Señor capitán! —dijo.

—¿Qué se ofrece? —preguntó Evaristo siempre acentuando sus palabras con un tono altanero.

—¿Ha registrado usted bien mi baúl, señor capitán?

—Sí, ¿y qué sucede? No hay que levantar mucho la cabeza hasta que yo lo mande.

—No la levanto sino lo necesario para ser escuchado, señor capitán —prosiguió don Bernardo con su ilación lógica, como si comenzase un discurso en el Congreso.

Escandón, que preveía lo que iba a decir don Bernardo, le tiraba del pantalón con disimulo; pero éste no hacía caso y continuó con su voz dulce y persuasiva:

—Me parece, señor capitán, y no estoy seguro de ello, porque mi petaca la compusieron y arreglaron las señoras de mi casa, pero en el rincón de la izquierda…

Escandón, con disimulo, tiraba más fuerte de la ropa de Couto; éste no se dio por entendido y acabó su peroración.

—En el rincón de la izquierda, o en el de la derecha, no estoy cierto, hay unos doscientos pesos envueltos en cartuchos de a cincuenta pesos.

Escandón tiró más fuerte de la ropa de don Bernardo, pero no había ya remedio; había soltado la prenda.

Evaristo, que había logrado cerrar la petaca, la volvió a abrir, echó fuera con precipitación la ropa, registró el fondo y los rincones, y fue sacando uno a uno los cuatro cartuchos con cincuenta pesos cada uno.

—Este hombre no es ladrón ni mentiroso como la vieja —dijo Evaristo—; no oculta el dinero que con tanto trabajo ganamos los pobres. No se irá la vieja sin acordarse de mí.

—Es una infeliz enferma —murmuró don Bernardo, creyendo tener ya una influencia con el capitán.

—Calle y no interceda, ni se meta en lo que no le importa.

Don Bernardo, aterrado, bajó la cabeza y volvió a tomar su posición horizontal que antes tenía.

—Pueden levantarse todos, menos la vieja —dijo Evaristo.

—¡Por el amor de Jesucristo, señor capitán! —exclamó la desolada anciana—. ¡Tenga usted compasión de mí, y le prometo que cuando usted vuelva le traeré cuanto dinero tenga!

—Si habla una palabra más la matas —dijo a uno de los indios que no habían dejado de tener los garrotes levantados sobre la cabeza de los viajeros.

Pesado y Escandón quisieron interceder; pero Evaristo les impuso silencio con una mirada.

—Vayan recogiendo sus hilachas viejas, que para nada me sirven, y pronto —continuó el bandido, tirando en el suelo las llaves que le quedaban en la mano— porque no me gusta que esté más tiempo el coche en el camino.

Los pasajeros, obedientes como unos niños de escuela a la voz del maestro, fueron humildemente recogiendo la ropa que les habían dejado los enmascarados, y colocándola como pudieron en sus respectivos baúles.

Escandón tuvo el atrevimiento de pedir al capitán que le devolviera su baúl inglés.

Evaristo se lo quedó mirando y no le respondió.

La anciana, que después se supo que era una de las damas antiguas y principales de Puebla, esperaba por momentos la muerte.

Los demás pasajeros tenían también sus temores, y estaban resueltos a interceder y hacer promesa a Evaristo; pero éste no los dejó, pues, como quien dice, los arreaba para que concluyeran de acomodar lo que les quedaba.

Entre los indios enmascarados y el sota volvieron a colocar en la covacha y el pescante los baúles y maletas, y por orden de Evaristo fueron entrando al coche los pasajeros.

Así que estuvieron dentro y cerrada la portezuela, con pistola en mano, se acercó a la desventurada señora, que estaba más muerta que viva. Los pasajeros involuntariamente lanzaron un grito de horror.

—¡No la mate usted, capitán; le daremos cualquier dinero!

Evaristo, en vez de responder, dirigió la puntería a la portezuela. Los pasajeros se hundieron y se hicieron una bola en el centro del carruaje.

—Es el último día de mi vida —dijo don Bernardo, y cerró los ojos.

Evaristo llegó por fin a donde estaba tendida la anciana, y en vez de dejarle ir el tiro, guardó la pistola, tomó la cuarta que tenía abrochada en la pretina de las calzoneras, levantó las ropas, que no estaban ya en mucho orden, y le aplicó dos o tres cuartazos que le hicieron dar un grito de dolor. Pesado y don Bernardo se taparon los ojos. Escandón no perdía un solo detalle de la escena.

—Ahora levántese y váyase —le dijo Evaristo sin cuidar de cubrir el lugar posterior donde había hecho el castigo.

La pobre señora no pudo responder ni cubrirse. Se había desmayado. Entre el sota y uno de los enmascarados la levantaron en brazos y la metieron en la diligencia como si fuese uno de tantos bultos que aún quedaban en el suelo.

Evaristo montó a caballo. La covacha se acabó de cargar y todo volvió al mismo orden como si nada hubiese pasado; Mateo, con ayuda del sota, arregló sus riendas, compuso sus mulas inquietas que se habían encuartado, y se disponía a partir, pero Evaristo le dijo:

—No truenes el látigo hasta que yo te lo mande.

Mateo contuvo el tiro, y Evaristo se acercó a la portezuela.

—No tendrán la menor queja de mí —dijo a los pasajeros—, y los he tratado como si hubieran sido mis amos, gracias al cochero que me los recomendó; pero tengan muy presente lo que les voy a decir: si al llegar a Puebla chistan una palabra, cuéntense por muertos. Un día y otro los he de encontrar sea en el camino o sea en cualquier parte. Yo y toda mi gente ya los conocemos bien, y donde quiera que los veamos los hemos de matar, y si no podemos personalmente, no faltará quien lo haga. Ya saben que los ladrones somos honrados y tenemos palabra. Agradezcan que por ustedes no maté a esa condenada vieja que ya me había robado el fruto de mi trabajo. Que venga ella a estarse noches y días enteros en el monte, y verá que no es lo mismo rezar en la iglesia todo el día o estarse sentada ociosa en su casa. El cochero no me da cuidado, porque él sabe mejor lo que tiene que hacerse. Conque adiós y buen viaje.

—Adiós, capitán —le dijo don Joaquín Pesado— estamos muy agradecidos, pero no nos queda ni para pagar la comida en Puebla. Dénos unos cuantos pesos —y con una lógica irresistible añadió—: Si comenzamos por no pagar la comida y pedir prestado, desde luego, y sin que lo digamos, sabrán que…

—Dice bien —respondió Evaristo— y sacó un puñado de pesos de la bolsa y lo tiró en el centro del coche, gritando a Mateo:

—¡Arrea!

Mateo tronó el látigo, las mulas se encabritaron y partieron como demonios, saltando, cayendo y levantando el carruaje por entre baches, piedras y hondonadas del camino. Quería, aunque él y los pasajeros se hicieran pedazos, ganar el tiempo perdido y llegar a Puebla a la hora reglamentaria. Don Anselmo Zurutuza era inflexible. No le importaban a él ni los ladrones ni las lluvias, ni el frío, ni las dificultades del camino. Habían de llegar sus cocheros a una hora fija. Si pasaban quince minutos, pagaban una fuerte multa.

Cuando la diligencia desapareció entre las vueltas del camino y la espesura de los árboles, y cesó de oírse el crujido de las llantas contra las piedras de la calzada, Evaristo reunió a los arrieros e indios detenidos, que eran más de treinta, y les hizo las más terribles amenazas si decían algo de lo que había pasado.

—Si llega a mi noticia que alguno de ustedes ha contado algo de lo que acaban de ver, juro que les cortaré la lengua. Vamos ¿qué tienen que darme? Los indios se apresuraron a darle fruta, queso, alfajores y dulces de México que llevaban a vender a Veracruz, de todo lo que hizo una buena provisión Evaristo, colocándolo en un saco vacío que había quedado en el campo, entre los despojos. Los arrieros querían destapar un barril de aguardiente y darle un jarro o un cubo; pero Evaristo tenía bastante provisión de licores, y lo que quería era levantar el campo. Rehusó ya más ofertas, aun de puñados de cobre, y dejó seguir su rumbo a toda la gente.

En seguida, con sus indios que se quitaron la máscara luego que no hubo quien los observase, limpió el camino, recogiendo los fragmentos de la petaca encarnada de la señora principal de Puebla, las correas, mecates, piezas de ropa viejas y nuevas que había regadas, y dejando casi barrido el campo de batalla, se internó al monte cargando la presa. Dejó a cuatro de los indios haciendo carbón, y él, con los demás, siguió al Rancho de los Coyotes para liquidar y repartir el robo.

—Se lo anticipé a usted, señor amo —dijo Hilario— que habíamos de salir con bien. La Virgen de Guadalupe siempre me ha socorrido.

Evaristo meneó la cabeza algo incrédulo, pero no quiso desagradar a su segundo, y le respondió:

—Yo tenía confianza; pero nuestras pistolas y el valor con que hemos atacado el coche nos ha dado el resultado. Los Joseses se han portado bien.

—Para lo que se ofrezca en adelante, estarán como navaja de barba; no hay que enseñarles más.

Los dos bandoleros se apearon del caballo, entraron a las piezas, vaciaron lealmente sus bolsillos sobre la mesa y empezaron a contar las prendas y dinero.

Como seiscientos pesos en monedas de oro y plata; tres relojes de oro y uno de plata; como diez anillos de oro con algunos brillantes; ropa nueva y el baúl de don Manuel Escandón, que contenía dos pares de gruesos zapatos ingleses, idénticos a los que usaba lord Palmerston; una docena de camisas de tela fina; unos pantalones y chalecos de lana y un par de sacos cortos de paño y corbatas de color; todo idéntico a lo que acostumbraba lord Palmerston; un estuche pequeño de viaje, de metal inglés; calzoneras interiores, pañuelos, calcetines y pocas cosas más. Evaristo quedó contento, y de ropa interior ya tenía para algunos meses.

Dejó a su segundo la tercera parte del dinero y de las alhajas, y la otra se repartió entre los indios, que quedaron muy contentos y tomaron sabor al robo en grande. Evaristo quería mostrarse generoso, a reserva de que, cuando tuviese mayor influencia y dominio, modificaría en su favor las cuotas.

Mientras se hacía la liquidación y el reparto, una de las indias que servía en la cocina había preparado un buen mole de pecho, unos frijoles a medio cocer y un cabrito asado en una lumbrada, sin que faltasen las tortillas y el tlachique; y los dos honrados agricultores se sentaron a comer alegremente, contemplando los campos fértiles, el bosque frondoso, las barcinas de paja, levantadas enfrente de los montones de mazorcas de maíz duro que habían bajado del monte, todo lo que importaba algunos cientos de pesos.

Resolvieron, en vista de esta prosperidad, dedicarse a la agricultura, pasear en la feria de Texcoco, donde había gallos y maroma, y dejar pasar tranquilamente la diligencia dos o tres semanas.

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