XLVI. La cabeza hirsuta

Cecilia, como todas las mujeres, y a su edad, que no era ya una niña, sino una mujer en pleno desarrollo de su robustez y de su belleza, sentía la necesidad, la fuerte necesidad de la compañía de un hombre. Las mujeres livianas lo toman donde lo encuentran y las honradas y castas por naturaleza o por educación, buscan un marido, y si tardan en encontrarlo, se casan con el primero que se les presenta, sin ver pelo ni tamaño. ¡Así salen algunos matrimonios!

No obstante las instigaciones de la naturaleza, Cecilia pensaba y tomaba cuantas precauciones podía para no echarse un lazo al cuello, y de no pocos lances había escapado, como puede pensar fácilmente el lector, y además, por temperamento era casta y por mera casualidad honrada; el afán de vestirse bien y de cuidar y calzar sus pies, era para darse gusto a sí misma, empleando en ese lujo el fruto de su trabajo, y no para despertar tentaciones, excitar y atraerse perseguidores. De gustar, gustaba, naturalmente, a los viejos magistrados de la Corte de Justicia, que la conocían; a los licenciados de San Ángel, que le vendían la fruta de sus huertas; al severo doctor don Pedro Martín de Olañeta, que no faltaba a comprar él mismo sus melones y sandías, y, sobre todo, tenía loco a San Justo, que al fin perdió por ella su empleo y fue destituido del alto cargo de portero de la logia yorkina. Pero ella en nadie se había fijado, y mucho menos en los pretendientes cuyas cartas hemos leído en los capítulos anteriores.

Dos personas, sin embargo, paseaban por la cabeza de Cecilia, y eran el licenciado Lamparilla y Evaristo. Al licenciado debía favores, que por repetidos ya no se podían contar. Además, le simpatizaba mucho, casi lo quería, y más de una vez se vio tentada a dejarse acariciar de él y de corresponderle con un beso; pero se contenía, pensando en la desigualdad de condiciones. Si Lamparilla se casaba con ella, estaba segura de que antes de un año y perdidas las primeras ilusiones, la abandonaría instigado por sus mismos amigos y por las muchas relaciones de gente decente que tenía en México; que además, no sólo no la podía lucir pero ni aún llevarla una vez a misa a Catedral. ¿Qué haría sola todo el día en su casa, abandonando su puesto de fruta, sus dos Marías, su trajinera, su casa de Chalco, todo por un hombre que tendría que concluir por despreciarla? ¡Locura! Ni pensar en esto.

Entonces volvía hacia Evaristo. No quería ni acordarse de él; pero se le venía a cada momento a las mientes con una especie de terror que no podía explicarse. Ese hombre tenía que hacerle o mucho bien o mucho mal. Lo arrojaba, por decirlo así, de su pensamiento y volvía a entrar cuando ella menos lo deseaba. Desde que lo admitió como pasajero en su canoa, los grandes y fulminantes ojos del bandido la habían como sorprendido y causado una emoción interior, entre agradable y dolorosa, que tampoco se podía explicar; pero, en fin, sus asuntos, sus cuentas, sus viajes en la trajinera, los bonitos reales que le sobraban los sábados después de hechos sus gastos y de tratarse a su modo y vestir como a una reina, borraban las locas ideas que solían turbar su reposo y su alegría habituales.

El domingo citado, muy puntual estuvo Lamparilla; se desenterró del hoyo la barbacoa, que estuvo excelente, lo mismo que lo demás que puso Cecilia en la mesa. Al principio el licenciado se condujo con mucha destreza, no cesando de hacer elogios de Cecilia, de los manjares, de la limpieza y buen servicio de las dos Marías, de lo fresco del comedor y del traje seductor de la frutera, pero se cargó la mano de pulque colorado, que fermentó en su estómago más de lo necesario, comenzó con necedades e imprudencias, hizo ciertas proposiciones que ofendieron a Cecilia; por último, se desmandó y quiso usar de atrevimiento a tal grado, que Cecilia, con cualquier pretexto, lo dejó en el comedor y se encerró llorando en su recámara.

—¡Si esto es ahora —dijo al entrar—, qué vida me esperaba casándome con el licenciado!

Lamparilla, cansado de esperar el regreso de Cecilia, se enojó, dio palmadas en la mesa, riñó a las dos Marías que acudieron al ruido, y concluyó por dirigirse al corral y montar a caballo, que ya tenía ensillado y dispuesto el mozo.

—¡Qué vida me esperaba con esta ordinaria! ¡Casarme con ella! Ni pesada en oro. ¡Qué locura!

En el camino se disiparon de la cabeza del licenciado los espíritus de la sangre de conejo, y cuando llegó a su casa reconoció que había estado imprudente, grosero, insoportable y que Cecilia había tenido mucha razón en dejarlo plantado. Se quitó a toda prisa las espuelas, subió a su recámara, botó contra el suelo su bordado sombrero jarano, se arrancó a tirones las calzoneras y se echó desesperado en la cama, con los ojos un poco húmedos, pero resuelto a no volver, al menos en muchas semanas, a la gran ciudad de Chalco.

Después de este infausto domingo, Cecilia quedó un poco descuidada en su persona e indiferente a la suma de reales que le sobraban cada semana. Sus pensamientos se inclinaban exclusivamente a Evaristo. ¿Si ella lo volviera a ver en Chalco? Tendría gusto, pero al mismo tiempo miedo; pero Evaristo no parecía; probablemente estaría en su rancho. Ir a verlo con el pretexto de comprarle leña… Un momento se le paseó por la imaginación esta idea, pero se avergonzó de ella y la desechó como mal pensamiento.

Un sábado se presentó en el puesto de fruta, Jipila; hacía tiempo que no se le veía la cara. Había caído enferma, según dijo, de un reumatismo. El accidente le sobrevino en el rancho de Santa María de la Ladrillera, y con esto y sus mixturas y cataplasmas estaba ya más aliviada y podía hacer sus excursiones por las lomas y dedicarse a sus trabajos acostumbrados; volvería a sus antiguas posiciones de la esquina del Callejón de Santa Clara y de la Plaza del Mercado. Añadió que había visto en el rancho de Santa María un muchacho muy parecido al que hacía en otro tiempo los mandados a Cecilia, la que inmediatamente pensó en Juan, tomó lenguas de la herbolaria y se propuso hacer personalmente una excursión para cerciorarse de la verdad. La herbolaria la proveyó de yerbas y raíces frescas y aromáticas, y Cecilia, contentísima con esto y con la noticia relativa a Juan, pagó generosamente a la muchacha, la regaló fruta y se decidió a marcharse por la noche a Chalco para olvidar sus penas, disfrutar de un buen domingo, darse su baño de aromas y almorzar tranquilamente con las dos Marías. El puesto, por su cuenta y razón, lo dejaba a su amiga la recaudera vecina, que era, aunque gruñona, una vieja honrada a carta cabal.

El viaje fue sin incidente alguno y temprano entraba Cecilia con sus dos Marías al viejo caserón. Acabado el aseo del patio y el saludo y la plática con las golondrinas, que eran ya las mejores amigas de Cecilia, ella, con una de las Marías, entró a su habitación a disponer el baño, y la otra a la cocina a preparar el almuerzo. Se desnudó, entró despacio en el agua humeante con las infusiones hirvientes y aromáticas, y al ponerse en pie, después de media hora de delicia, para llenarse su torneado cuerpo de espuma de jabón, creyó observar por entre los pliegues de la cortina la misma cabeza hirsuta que tanta sorpresa causó al licenciado; pero pronto desapareció y juzgó que era una ilusión producida por el recuerdo del sabroso almuerzo en que Lamparilla fue tan tierno, a la vez que juicioso, sin que se hubiese permitido las llanezas que la habían disgustado y puesto tan de mal talante, que el licenciado no había vuelto a asomar las narices por Chalco. Cuál fue su sorpresa cuando esa cabeza hirsuta asomó por la puerta de la recámara, seguida del cuerpo entero y musculoso de Evaristo, que se dirigía derecho a la tina lanzando llamas por sus ojos grandes y temibles.

Cecilia lanzó un grito desgarrador, como si hubiese recibido una puñalada, y por un instinto de pudor que aún existe en las mujeres más descocadas, se hundió en la tina hasta el cuello; y como Evaristo avanzaba, se repuso inmediatamente, y a la sorpresa siguió la cólera y la indignación.

—¡Atrevido, indecente, fuera de aquí! ¿Con qué motivo se viene a meter hasta mi recámara? Hoy mismo lo voy a denunciar al Prefecto como ladrón y como un arrastrado. ¡Fuera!

Y como Evaristo no retrocedía, llenó de agua la jícara que tenía en la tina y se la lanzó con fuerza a la cara, dejándolo por un momento atontado y ciego; pero esto redobló el furor y los deseos impuros del bandido, que acercándose, asió de los brazos a Cecilia y con una fuerza hercúlea la levantó de la tina. Cecilia gritó, le aplicó un tremendo bofetón en la cara, y siguió gritando. Las dos Marías, fuertes y medio salvajes, mirando atacada a su ama de una manera tan villana, cogieron las ollas con restos de las aguas aromáticas y las quebraron en la cabeza de Evaristo, apoderándose de él; con una fuerza de indias trabajadoras y bien alimentadas lo sacaron casi arrastrando y lo pusieron en la puerta de la calle, dándole de patadas y manazos hasta que se cansaron. Cerraron la puerta con dobles trancas y volvieron a donde estaba su ama, que ya se había echado encima su camisa y su rebozo, y estaba descolorida y temblando de cólera.

Desagradable como fue este lance, aprovechó de pronto a Cecilia, pues en vez de ciertas ideas y ciertas ilusiones amorosas, concibió un odio y horror profundos por el atrevido, que había ido a violar su santuario, como ella llamaba a su recámara, donde tenía por guarda y defensor al Señor del Sacro Monte.

En cuanto a Evaristo, con la cabeza rota y enredados en sus espesos cabellos los fragmentos de las ollas, empapado de la cabeza a los pies, con la chaqueta y camisa desgarradas y la figura surcada por los araños de las dos Marías, se encontró en medio de la calle sin sombrero; y sin saber cómo, sin llamar la atención, podría ir hasta el cuarto que tenía en el mesón. Afortunadamente no había alma en la calle y pudo retirarse al callejón de don Antero, donde lo mejor que pudo reparó el desorden de sus vestidos y se limpió la sangre de las descalabraduras, que mezclada con agua corría por sus carrillos y cuello. Cuando pasó la primera impresión y la sorpresa, pues él a su vez fue sorprendido de tan vigorosa defensa que no esperaba, sintió que el infierno entero se había metido dentro de su corazón. Él, que había peleado con Casilda; que había matado a Tules; que había fabricado una maravillosa almohadilla que admiró y compró la condesita de Sauz; ¡él, que había luchado con los alacranes, verse humillado y aporreado por dos indias salvajes, y despreciado y ofendido por Cecilia, que le había impreso sus nudillos en la cara como una prensa! ¡Qué vergüenza! Lo primero que pensó fue ir a su cuarto, tomar sus armas, volver con ellas y asesinar a Cecilia y a las dos Marías, y presentarse después a la justicia, declarar su crimen y pedir que lo condenasen a muerte. Con estas ideas salió del callejón de don Antero, y andando pegado a las paredes y fingiendo que acababa de salir de un zaguán cuando encontraba gentes, y como si fuera del rumbo, atravesó la ciudad, alcanzó por fin el mesón y entró en su cuarto.

—¡No! —dijo echándose en el banco de ladrillo que hacía las veces de cama—. ¡Qué bruto! Entregarme y perderme en balde, y que esta maldita mujer se quedara riendo, serla la última de las jugadas que me haría el diablo. Matarla, robarla, que ha de ser muy rica; y yo sabré al fin dónde tiene su dinero; martirizarla; cortarle los pechos con las tijeras; hacer dibujos en sus pantorrillas con un cortaplumas; arrancarle con todo y casco las mechas de cabellos; recortarle las orejas… Y la misma suerte a las indias condenadas y al licenciado que protege a esa canalla. Pero todo esto será a su tiempo, cuando llegue la ocasión, que yo prepararé aunque pasen años, sin que arriesgue mi seguridad ni mi vida. No saben lo que han hecho esas indias con golpear a Evaristo el tornero.

Estos propósitos y otros más terribles, que el lector de mundo y de experiencia podrá maliciar, pero que no son escritos ni por el insigne Zola, calmaron la rabia de Evaristo y entró en otro género de cobardes consideraciones. ¿Iría Cecilia a quejarse del ultraje hecho a su casa y a su persona? ¿Qué contestaría contra el testimonio de las dos Marías y con las señales visibles que tenía en la cara? Por lo menos lo detendrían ocho o diez días en la cárcel, y esto no podía convenir al asesino de Tules, que constantemente tenía miedo de ser reconocido. ¿Marcharía Cecilia a México a contar la aventura al licenciado Lamparilla y vendría a perseguirlo al rancho, a hacerle perder por lo menos la confianza del administrador de La Blanca y a echar por tierra sus planes futuros de robo y venganza? Todo podría ser. Reconoció que su imprudencia al asaltar la casa de Cecilia lo había puesto en un grave peligro. Era necesario huir, y pronto. Mandó comprar un sombrero cualquiera con el mozo del mesón; ensilló su caballo, pagó lo que había hecho de gasto, y al galope salió de Chalco, como si lo persiguieran, y siguió así hasta que muy entrada la noche llegó al rancho. Al día siguiente dijo a Hilario que iba a buscar ganado por las haciendas; que no volvería en una o dos semanas, y pasando por las orillas de Texcoco tomó el rumbo de Pachuca.

Este lance fijó definitivamente la carrera y el destino de Evaristo.

Cuando salió del mesón y se dirigió a la casa de Cecilia tenía el propósito de entrar pacíficamente de visita, de tratarla con todo cariño y respeto, de manifestarle que era ya un hombre bien establecido en un rancho; que las siembras progresaban; que con los esquilmos de carbón y leña se obtendría, en el año siguiente, una renta muy regular, y que proponiéndose vivir como un hombre arreglado y gozando de la protección del administrador de La Blanca, lo único que le faltaba era establecerse para de una vez en los rumbos de Chalco y de Texcoco y casarse con una mujer que, al mismo tiempo que lo quisiese, trabajase con él para llegar a tener una fortuna quizá mayor que la que poseían muchos de los que pasaban por ricos y dominaban los pueblos de las cercanías. Llegaba Evaristo hasta el grado de rogarle de rodillas a Cecilia y de hacerle promesas de todo género. Que lo experimentara un año, dos años, y si veía que era hombre cabal y le convenía, que entonces se casarían.

Si así hubiese tenido efecto esta entrevista, añadiéndose la fascinación de los ojos chispeantes de Evaristo, quién sabe lo que hubiera sucedido, teniendo en cuenta las disposiciones de Cecilia, que sentía una fascinación como la del ratón que entra sin su voluntad en la boca de una culebra; pero el destino, que precede o determina las acciones de los mortales, dispuso las cosas de otro modo.

Cuando Evaristo estuvo cerca del caserón que conocía a palmos, en vez de llamar a la puerta del zaguán se fue por la parte donde estaba la ventana de la recámara de Cecilia. Simple curiosidad; sin sospechar siquiera que en esos momentos estuviese la diosa bañándose, espió por una mínima rayita que dejaba descubrir la cortina, bien plegada y arreglada de intento por una de las Marías. Pero fue lo bastante; inflamado y casi frenético, se fue a la puerta, la encontró entornada y se coló hasta la misma recámara, donde pasó la escena que apenas hemos podido bosquejar.

En cuanto a Cecilia, robusta y fuerte como era su constitución, no pudo resistir a este pesar, que era el mayor que hasta entonces había sufrido, y cayó en cama con una especie de fiebre nerviosa.

Lamparilla, que no podía separar de la imaginación a Cecilia, y que le veía en la calle, en los oficios de los escribanos, en la casa de los jueces, en el Teatro Principal, en los autos que examinaba y hasta en la taza de caldo con chilito verde y aguacate que tomaba a la hora de comer, se decidió a ir a la plaza del mercado, donde supo por la vecina que había quedado encargada del puesto de fruta, que Cecilia había tenido un grave cuidado en Chalco y que estaba enferma en cama. Lamparilla, que tenía una cita con su condiscípulo Bedolla, otra con don Pedro Martín y otras dos o tres con periodistas y varias personas, todo lo dejó y montó a caballo con su par de mozos armados y voló a Chalco, arrepentido y contrito a echarse a los pies de su adorada, pedirle perdón y darle de una manera decisiva y formal palabra de casamiento.

Cuando el licenciado entró a la recámara de Cecilia, la encontró ya levantada, cerrando con una curiosa randa un gran camisón de Bretaña que destinaba para dormir en el tiempo de calor, pues decía que como estaba tan gorda y robusta, no podía aguantar las sábanas ni tampoco quedarse toda la noche desnuda, pues en las madrugadas siempre hacía su fresco.

Esta conversación afable y natural, y como si nada hubiese antes pasado de desagradable, volvió el alma al enamorado licenciado y lo predispuso a la chanza y a la confianza, lo que distrajo y divirtió a Cecilia, aburrida de tres semanas de ociosidad y de encierro.

Se le conocía que había sufrido, pues que marcadas ojeras daban más realce a lo alegre y parlero de sus ojos, y estaba mejor sin las encendidas rosas que siempre se veían en sus lisos carrillos. Por más esfuerzos que hizo el licenciado, no pudo lograr que nada de verdad le contase Cecilia. Que se habla mojado los pies en el embarcadero; que había hecho muchas fuerzas para arrastrar una canoa para hacerla entrar en el corral; que había comido una longaniza que no estaba bien frita; en fin, cualquier cosa, pretextos; pero ni sombra de lo que había pasado. Cecilia consideró que lo mejor era callar absolutamente, y así lo había encargado a las dos Marías que, como indias, guardaban un secreto como en una tumba.

Pero Lamparilla, por instinto, adivinó la verdad.

—Algo te ha pasado con ese bandido que te espía. Ya te he dicho que desde que lo vi en la canoa se me sentó en la boca del estómago; cuéntame, dime la verdad.

—Nada absolutamente, señor licenciado. Ni ¿qué tenía que pasar? Si ha espiado, nada habrá visto, pues puede usted registrar las cortinas nuevas que he puesto en la ventana. Nada se ve, y puede, cuando salga a la calle, hacer la experiencia.

El licenciado insistió, Cecilia negó, y así lucharon largo rato, hasta que Lamparilla dijo colérico:

—Pues bien, sea o no sea lo que me malicio, estoy resuelto a informarme en qué situación está el rancho y apersonarme con ese hombre y matarlo o denunciarlo, o hacerle algo, porque ya me tiene aburrido, y ya verá que soy tan hombre como él.

—No hará usted tal, señor licenciado, ni se expondrá, si algo me aprecia. Se armará un escándalo, saldré a bailar, todo el pueblo dirá que yo tengo amores con usted y con ese hombre, y tal vez lo matará a usted, porque parece atrevido, y sus ojos no dicen nada bueno; en fin, que me arruinará usted y me quitará mi modo de vivir aquí y en México, y todo por haber sido buena con usted y haberle convidado a almorzar mis malos guisos y mi barbacoa.

—Dices bien, Cecilia —le contestó Lamparilla—. Pero júrame que tú no tienes amores con ese maldito.

—Horror me da, señor licenciado —le contestó Cecilia con mucha naturalidad— y en caso de amores ¿qué comparación tiene usted con él?

Cecilia estrechó las manos que tenía caídas y flojas sobre su pierna el licenciado, con lo que éste se calmó, y si no subió al quinto cielo, sí estuvo muy cerca del primero.

Se despidió de Cecilia y regresó a México sin haber dado todavía su palabra formal de casamiento, desconfiado, receloso y convencido de que algo había pasado entre Cecilia y el detestable pasajero que naufragó con ellos en la canoa; y la verdad es también que la amenaza que profirió fue obra de la cólera y de los celos, pero que tenía un miedo cerval a Evaristo y que por nada del mundo se habría presentado en el rancho de los Coyotes, ni aun acompañado de ocho mozos armados hasta los dientes.

En cuando a Cecilia, quedó, no sólo reconciliada, sino muy inclinada para el licenciado, y le pasó por la cabeza que podía tal vez casarse con él. Ella vendería sus canoas, conservaría el puesto de fruta bajo la dirección de sus dos Marías, y con el dinero que tenía guardado donde sólo ella sabía, y algo que tendría el licenciado, podrían comprar o arrendar una hacienda por Querétaro u otro rumbo muy distante, para quitarse de la zozobra que le causaba el pasajero, que en mala hora admitió en su trajinera; pero de pronto lo que tenía que hacer en cuanto volviera a la plaza, era ir, en compañía misma de Jipila a averiguar al rancho de Santa María de la Ladrillera si el muchacho que se hallaba allí era el mismo Marcos que había estado a su servicio, y al que quería como un hijo. Con estas ilusiones, volvieron los subidos colores a sus mejillas, desaparecieron las ojeras que cercaban sus ojos y continuó, sonriendo, la randa del fresco camisón de Bretaña con que debía dormir en la estación del calor.

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