XLVII. Los enmascarados

Resuelto ya Evaristo a adoptar un género extraño de vida, no perdió el tiempo en su excursión, que prolongó hasta Tulancingo y Chalina. Examinó los caminos, los ranchos, los pueblos, las haciendas, las veredas, vericuetos y cuantas cosas en un día u otro podrían serle útiles; indagó sagazmente quiénes eran los personajes principales de los pueblos; en qué época acostumbraban los propietarios visitar sus fincas; si caminaban solos o con mozos de escolta; cuáles eran los mesones más solos o los más concurridos; qué comunicación tenían las montañas y los bosques unos con otros, o si sólo había veredas de ganado. Satisfecho de sus averiguaciones regresó cautelosamente a su rancho de los Coyotes, y cerciorado por Hilario de que no había ocurrido ninguna novedad y de que no se había presentado alma viviente, se instaló de nuevo y pasó días y días cavilando en sus planes y en la manera de desarrollarlos, sin perder la esperanza de arrebatar a Cecilia y llevarla al corazón de la montaña, para lo que comenzó él mismo a construir un jacal en el lugar más oculto e intrincado de la sierra que, en caso apurado, le pudiese servir de refugio. Concluido este trabajo, se decidió a poner en planta sus planes. Comenzó por establecer en los linderos del monte de Río Frío un corte de carbón, y como ya no había necesidad de labores en el campo, dedicó toda la cuadrilla a este trabajo, que le fue muy productivo, pues en pocas semanas reunió una existencia considerable de pacas que se proponía vender en el tiempo de las aguas, en que sube considerablemente el precio; pero no era más que el pretexto y no el negocio principal.

Ya habla tanteado a Hilario. Lo habla encontrado sagaz, ladino, ambicioso, atrevido, en una palabra: ladrón, con todas las cualidades necesarias para serlo; y en efecto, ese Hilario había hecho sus expediciones, por aquí y por allá, sirviéndose de la cuadrilla ambulante que mandaba, compuesta de individuos perfectamente estúpidos, reservados y enteramente sujetos a su voluntad; pero no queriéndose dar a conocer, porque no pensaba que su nuevo amo Evaristo se inclinase por ese lado. La aventura del ranchero del Mezquital, que se encontró muerto en el monte, rompió el hielo.

Un día que Evaristo e Hilario recorrían las siembras y combinaban sus disposiciones para el corte de la cebada, Hilario dijo:

—Ya quisiera mi amo encontrarse todos los días caballos como el alazán, que parece que se va ya amansando.

—Y como que sí. Caballos como ése no se encuentran ni por doscientos pesos.

—Pues no más que su mercé quiera tendrá en qué escoger. Ya su mercé sabrá que desde el corte del carbón basta el mero camino de Río Frío se va por la vereda en un abrir y cerrar de ojos, y no hay un día que no transiten pasajeros bien montados y que no lleven armas. Yo no dejo de conocer estos lugares y las dos barrancas principales; no es necesario más que dejarse caer por la veredita que yo le enseñaré a su mercé, y ni el diablo mismo podría agarrar a uno.

Evaristo se quedó mirando fijamente a Hilario, y éste, sin turbarse, se quitó el sombrero y le dijo:

—Como su mercé guste. Yo estoy ya aquerenciado en el rancho, y trabajando se puede ganar mucho sin correr riesgo.

De esta conversación de generalidades pasaron a pormenores muy interesantes, y la nueva vida comenzó en la semana siguiente. Muy de madrugada montaba a caballo Evaristo en el alazán tostado, que al fin había logrado dominar dándole sal en la mano, limpiándolo y echándole de comer él mismo todos los días. Era un caballo admirable. Saltaba una zanja como un venado; subía las pendientes con atrevimiento y las bajaba con cuidado; apenas se le levantaba la rienda, se disparaba como un rayo; al menor ruido paraba las orejas, se estremecía y avisaba al jinete, y tenía una boca, que un niño lo podía manejar con una madeja de seda. Evaristo estaba encantado y decía:

—Dios me ha deparado este animal para que me salve la vida cuando corra peligro.

Cuando comenzaba a salir el sol por los bordes de las montañas ya Evaristo estaba en el monte y a poco lo seguía Hilario regularmente montado y armado. Caminaban a cierta distancia y había convenido en ciertos chiflidos, que indicaban peligro, ayuda, fuga, galope, silencio, alarma, etc. Era un telégrafo perfectamente organizado. Cuando convenía que se alejara el uno del otro, el chiflido era doble; cuando necesitaban obrar juntos, tres chiflidos seguidos los ponían en contacto con un galope. La apariencia, por los arreos y bolsas que colgaban en la silla del caballo, era de viajeros pacíficos que vienen de tierra adentro a buscar efectos y ganados a la costa; las armas las llevaban ocultas, y una espada con una vieja cubierta de cuero, apenas asomaba por entre los ijares del caballo. Tenían dos máscaras negras en la bolsa para ponérselas cuando conviniera, pero siempre salían disfrazados; unas veces con grandes bigotes y sin patillas; otras, con patillas espesas y sin bigote; tenían también varios sombreros, chaquetas y calzoneras, y todos los días cambiaban de traje y de fisonomía, pintándose las cejas, llenándose de lunares la cara, envolviéndose la cabeza con un pañuelo encarnado o poniéndoselo en el pescuezo como si estuvieran enfermos de las muelas o de la garganta. A los indios con sus burros cargados de frutas o de cualquiera otra cosa, los dejaban pasar, correspondiendo a su saludo; con los arrieros y carreteros que conducían carga del comercio para México, lejos de hostilizarlos, trababan conversación, y veces había que almorzaban en el jato. Habían convenido en no maltratar, herir ni matar a nadie, a no ser en caso de propia defensa. Cuando encontraban uno o más pasajeros bien montados y armados, los saludaban quitándose el sombrero, y ponían sus caballos al tranco, ladeándose sobre el estribo derecho y como fingiéndose muy cansados; pero al desgraciado que iba sin armas y que fácilmente le conocían el miedo en la cara, y cuyo caballo era regular, le marcaban el alto, se lo llevaban a las motas del monte que ellos conocían, le vendaban los ojos, lo hacían caminar en todas direcciones para que perdiera el rumbo, le pelaban el caballo y cuanto tenía de algún valor, y lo dejaban amarrado a un árbol, de manera que, aunque con algún trabajo, se pudiera desatar. Siempre cuidaban de que estos lances fueran en la dirección opuesta a las veredas que conducían a las barrancas; y por las palabras que de intento cambiaban, daban lugar a que el robado creyera que eran de Tenango del Aire o de otros pueblecillos rabones que tenían muy mala fama.

Estos paseos, que a veces se prolongaban por el camino real hasta San Martín, o de bajada hasta Ayotla, donde se proveían de pan, de aguardiente y otras cosas necesarias, no les producían gran cosa en semanas enteras; pero había otras en que les favorecía la suerte y pelaban a tres o cuatro desgraciados, amenazándolos con la muerte si decían algo, y con esto ya habían reunido unos ocho caballos regulares y algunos reales en efectivo. Para mayor precaución, habían hecho arriba de la casa del rancho, y en un lugar escondido, un fuerte corral donde tenían los animales y ellos montaban, para ir a La Blanca o a los pueblos, caballos comprados, con su papel de venta y su fierro al margen, conocidos de todo el mundo y que podían beber agua en cualquier parte. Todas estas eran mañas de Hilario, que había sido ladrón más de diez años atrás y fugándose de la cárcel de Tulancingo, había, por una larga temporada, vuelto a la vida quieta y honrada como caporal de cuadrillas ambulantes. La montaña, en la época de que vamos hablando, estaba efectivamente tranquila y segura, y las diligencias de Puebla y Veracruz pasaban sin accidente. Había estallado por Jalisco una revolución y allá habían acudido los macutenos y ladroncillos de todas partes a engrosar las filas de los pronunciados, huyendo también de la leva, pues el gobierno, para defenderse, trataba con energía de poner cuatro o seis mil hombre más sobre las armas; así, Evaristo e Hilario tenían el monopolio del robo, eran los dueños y señores de la montaña y no temían ser de ninguna manera perseguidos. Sin embargo, sus hazañas no dejaron de saberse, y ya se decía generalmente en México, en los mesones del rumbo de Santa Ana y de Tetzontlale, que por el monte de Río Frío comenzaban a quitar caballos. El administrador de La Blanca lo supo, y escribió con un propio a Evaristo, dándole esta noticia, y encargándole mucho que se cuidara.

La cosecha fue abundante, especialmente la de cebada, tanto que la misma hacienda La Blanca, donde se había dado muy mal, se la compró entera, reservándose el rancho sólo la necesaria para semilla y para el gasto. Evaristo e Hilario habían realizado unos seiscientos pesos cada uno y una docena de caballos.

Contentos con el buen resultado de sus hazañas, se decidieron a darles vuelo y mejor organización. Asegurados por repetidas experiencias de la obediencia y absoluta tontera de la cuadrilla, una mañana, antes de comenzarse la pizca del maíz, reunieron a todos los Joseses y los mandaron formar en fila.

—Van a dejar —les dijo Evaristo— esos capotes de palma hasta que vuelvan las aguas, y para el frío les voy a dar estas frazadas, sin descontarles nada de su raya. Se las doy dadas, porque se han portado bien.

Los Joseses se quedaron con la boca abierta, porque en más de diez años que llevaban de trabajar en las haciendas, cuando les daban manta, sombreros o frazadas, se las vendían en doble precio de lo que valían, y cada sábado les descontaban una parte de la raya hasta que se cubría la cuenta.

—Desde hoy vamos a hacer otro ajuste —continuó Evaristo—. Si les conviene, bien, y si no, en cuanto se acabe la pizca se marchan a otra parte a buscar trabajo, e Hilario se quedará conmigo en la finca.

—Sí, pagresito —contestaron en coro los Joseses con la mayor humildad, inclinando la cabeza.

—Oigan bien, y cuidado con chistar a nadie una palabra. El que chiste, será encerrado en una caballeriza con un cepo en los pies, por ocho días, y después recibirá veinticinco azotes y volverá al cepo, y así hasta que se muera.

—Sí, pagresito —contestaron los Joseses inclinando más la cabeza, como si ya fuesen a recibir los veinticinco azotes.

—Pero si se portan bien —prosiguió Evaristo— será muy diferente. Voy a ajustarlos por un año para peones de la finca, para carboneros y para ladrones del monte. Cuando trabajen de peones, tendrán tres reales diarios; cuando trabajen de carboneros, cuatro reales, y cuando trabajen de ladrones, seis reales y una parte de lo que se gane; pero tienen que hacer cuanto se les mande y, si es necesario, dejarse matar.

La cuadrilla, al oír todo esto, que no pudo comprender bien, no contestó inmediatamente el sí, pagresito que siempre tienen en la boca los indígenas, sino que se quedó callada y reflexionó. Los Joseses, que en el fondo eran honrados, no desconocían las ventajas de apropiarse de lo ajeno, y lo hacían con los elotes de las milpas y con un poco de maíz o unas gallinas; pero no pasaban de eso, y la idea de atacar, de herir o matar al que venía por el camino y quitarle su dinero o su ropa, no les había ocurrido. El obstinado silencio que guardaban, a pesar de que se les exigía que contestasen, alarmó a Evaristo; pero Hilario les habló en su idioma, les contó con los dedos los reales que habían de ganar cada semana, y concluyó por convencerlos. Interpelados de nuevo por Evaristo con un tono colérico, dijeron:

—Sí, pagresito —y uno a uno fueron besando la mano que Evaristo les tendió como si fuese un obispo.

—Ya dijeron que sí, y ahora estamos seguros y podemos contar con ellos. Los conozco bien, señor amo —dijo Hilario a Evaristo.

—Pues a comenzar y por ahora que sigan la pizca de maíz hasta acabar, para tener suficientes raciones.

Los Joseses se envolvieron en sus nuevas frazadas, pues la mañana estaba fría, y se encaminaron muy contentos al campo a seguir sus trabajos.

Evaristo e Hilario organizaron en menos de una semana dos quemas de carbón en un lugar que se llamaba Agua del Venerable, a poca distancia del camino real y más arriba de la Venta de Río Frío, porque dizque pasando un día el señor Palafox, obispo de Puebla, tenía mucho calor y se moría de sed, y no habiendo por allí ni caseríos ni venta, le ocurrió entrar un poco en el monte, donde se encontró un venado muy manso que lo fue guiando, y a poco andar descubrió una fuente cristalina donde el obispo y el venado bebieron. La comitiva que lo acompañaba, al saciar también su sed, exclamó: Es un milagro; y desde entonces en Puebla le llamaban al obispo el Venerable y milagroso señor Palafox.

Había, en efecto, por allí, un manantial que se derramaba y humedecía la yerba; y el sitio era tan sombrío y enmarañado, con una exuberante vegetación de montaña fría, que podían ocultarse en las orillas de la calzada ocho o diez hombres sin ser vistos del pasajero sino en el momento de ser asaltado.

A la distancia de doscientas o trescientas varas escogieron otro lugar que se llamaba Palos Grandes, porque allí formaban una especie de plazoleta unos diez o doce ocotes altísimos, que por una especie de preocupación nunca habían querido cortar los leñadores, y quizá también porque les proporcionaban un lugar abrigado para guarecerse, almorzar y dormir. Era paraje de arrieros, y se veían constantemente cenizas calientes y rastros de las mulas y trastes del jato. Detrás de cada uno de los gruesos palos se podía colocar un hombre armado con su fusil, sin ser visto, y salir a un chiflido o a una señal a atacar un coche o una recua de burros. Ambos lugares estaban poco distantes de las barrancas de que había hablado Hilario, difíciles de encontrar a no estar muy familiarizado con esas localidades.

Cerca de esas barrancas habían establecido Evaristo e Hilario dos fábricas, distantes un cuarto de legua una de otra, y abarcaban, en línea paralela a la calzada, los dos sitios peligrosos, Agua del Venerable y Palos Grandes.

Debajo de un cobertizo existían siempre algunos cientos de cargas de carbón, prontas a ser trasportadas a la ciudad en burros o en las espaldas de los indios, que venían cada semana a comprar. De día se veían desde gran distancia elevarse entre los árboles unas columnas de humo y en las noches se podían distinguir, aun desde muy lejos, varias hogueras que despedían chispas, como si fuesen los pequeños cráteres del volcán cercano. Acercándose y visitando esos lugares, no se encontraban más que indios pacíficos dedicados al trabajo, mandados por dos capataces con sus anchos sombreros de palma y sus cotonas viejas de cuero. La calma y la seguridad dominaban en aquella soledad del bosque; los viajeros, cuando divisaban las humaredas, decían: «Son los indios que están haciendo carbón», y se consideraban más seguros; y los arrieros que hacían sus jornadas a Palos Grandes, iban a pedir agua fresca a los carboneros y les ofrecían, en cambio, algunas gordas de maíz.

Sistemado de tal manera el aparato, decidieron Evaristo e Hilario comenzar sus hazañas; Evaristo montó el alazán, y su segundo un mojino, que había cambiado en Texcoco a un chalán. Uno y otro estaban bien vestidos de rancheros, con calzoneras con botonaduras de plata y sombreros blancos de Puebla, con sus toquillas y galones. Una media máscara cubría su fisonomía, y por entre ella descordaban en desorden pelos espesos y negros que formaban patillas y bigotes. Una espada desnuda debajo de la pierna izquierda y con un par de pistolas en la cintura. Ocultos detrás de los palos, a cien varas de distancia uno del otro para auxiliarse, acechaban al viajero y esperaban la ocasión.

Eran las once de la mañana, y no habían pasado, ya de subida, ya de bajada a Veracruz, más que indios e indias miserables, a los que no atacaron porque consideraban que tendrían unas cuantas monedas de cobre, y por tan poca cosa no querían que hubiera escándalo en los pueblos cercanos.

Divisaron en seguida tres rancheros con una mula tirada de la jáquima por un arriero, y desde luego reconocieron que llevaba dinero. Era una buena presa; un chiflido telegráfico indicó que los dos juntos debían emprender el ataque; pero apenas los rancheros oyeron el chiflido cuando sacaron las espadas, se levantaron la lorenzana, y gritando:

—Hijos de… Aquí estamos, grandísimos… vénganse —y, metiendo las espuelas a sus caballos, avanzaron a saltos hacia el lugar donde habían escuchado la terrible señal.

Evaristo e Hilario emprendieron la fuga, y con trabajo llegaron a las barrancas y se deslizaron hasta el fondo, desapareciendo de la vista de sus perseguidores.

Los rancheros envainaron sus espadas, y echando ternos volvieron a tomar la calzada con su mula cargada de dinero.

Evaristo y su segundo, cuando creyeron ya lejos a sus enemigos, subieron la barranca, y con precaución asomaron las narices detrás de los árboles.

A poco divisaron una recua. Era un cargamento de chile de la hacienda de Queréndaro. Tuvieron la idea de apartarse un par de mulas de lazo y reata y hacerse de una buena provisión de chile ancho para todo el año; pero los arrieros eran muchos y venían prevenidos con sus gruesos garrotes en la mano. Les tuvieron miedo y los dejaron escapar.

En el resto del día nada se presentó de notable ni de fácil. Ya al anochecer pasaron descuidados dos vecinos de Ayotla, que tenían negocios en Puebla, y creyeron que caminando de noche tendrían más seguridad. Les marcaron el ¡alto! con una voz ronca y con su desvergüenza al canto.

Los viajeros, en vez de detenerse echaron a correr, y Evaristo y su segundo consideraron prudente el no perseguirlos ni hacerles fuego.

Mala fue, en resumen, la jornada, y se retiraron al cobertizo del carbón furiosos y jurando que al día siguiente no pasarían las cosas de la misma manera.

En efecto; temprano estaban ya apostados entre Palos Grandes y Agua del Venerable.

Pasaron al trote y cantando unas seis u ocho indias. Las detuvieron, les quitaron de sus fajas unas cuantas cuartillas y medios lisos, que en total no llegó a cinco pesos; les dieron unos cuantos cuartazos, amenazándolas con que las matarían si decían algo en los pueblos.

Antes de las once se divisó por la calzada un postillón a todo galope, seguido de Rafael Veraza, que conducía la correspondencia de la Legación de S. M. Británica.

Al juramento con que Evaristo, enmascarado y montado en su arrogante alazán, marcó el alto, se paró el postillón y Rafael Veraza detuvo el galope de su caballo; pero siguió andando hasta encararse con el ladrón, que le puso una pistola al pecho:

—Ríndase o le quemo esa carota de hereje que tiene, y no se me venga encima porque disparo.

Rafael Veraza se detuvo y con la mayor sangre fría le dijo:

—Ya veo que tú eres nuevo por estos rumbos y no me conoces, porque en el monte me conocen hasta los conejos. No hay necesidad de la pistola, guárdala, que yo no tengo más armas que las que tú ves: un chicote en cada mano para azotar los caballos y que no pierdan su galope; las pistoleras están llenas de cosas de comer y algo de beber. Beberemos un trago y hablaremos.

Y diciendo esto se apeó con mucha calma, y el postillón, que no se había tampoco asustado con la aparición del bandido, se acercó a tomar la rienda. De una de las grandes pistoleras que colgaban a la cabeza de la silla sacó don Rafael un vasito de plata que llenó de coñac y lo presentó a Evaristo, que lo tomó maquinalmente, pues era el más sorprendido de esa escena. Hilario, a poca distancia oculto entre los árboles, observaba.

—Bebe.

Evaristo, medio azorado todavía, obedeció; llevó el vaso a los labios, bebió dos tragos con cierta delicadeza, como si fuese el convidado decente de alguna mesa, y lo devolvió a don Rafael, el cual a su vez echó un trago y el resto se lo dio al postillón.

—Soy el correo inglés. Cada mes hago el viaje de México a Veracruz en treinta y dos horas, conduciendo la correspondencia de S. M. Británica, la Reina de Inglaterra.

Al escuchar este nombre, sin darse cuenta por qué, Evaristo se quitó el sombrero, y a ese tiempo cayó su barba postiza y su máscara.

—No tengas cuidado —le dijo don Rafael volviéndole la espalda—. Ni te he visto, ni te quiero conocer. Más tarde, y cuando tengas confianza en mí, te podrás presentar como eres. Por ahora es mejor que te disfraces; cuando acabes de arreglarte continuaremos hablando.

Evaristo, casi confuso, se puso de nuevo su barba, su bigote, su máscara y su sombrero, y dijo a Veraza.

—Lo que usted mande, señor amo.

—Amo, lo que es, no; pero sí un hombre que no te hará mal; y si tú atacas al correo de Su Majestad nunca te lo perdonará el gobierno, y aunque pasen diez años, el día que te cojan, el ministro inglés exigirá tu castigo. Además, nada ganas con detenerme. Yo no cargo más que huevos cocidos, pan, queso, coñac, unos pañuelos para limpiarme el sudor y dos o tres pesos para dar su gala a los postillones. Seguramente tú eres tan nuevo, que ni sabrás que paso por aquí el día 30 o 31 de cada mes, para llegar a Veracruz invariablemente el día 2 a las diez de la mañana. A mi vuelta, que será el día 4, me esperarás en este mismo lugar, y ya te acordarás de mí. Toma este pito. Cuando entre yo en el monte, sonará el pito cada diez minutos; si lo oyes, me contestarás una sola vez. Si hay riesgo o inconveniente para pasar, pitarás dos veces y me detendré hasta que vengas. Ya arreglaremos algunas cosas más. Tengo que estar mañana antes de las diez en Veracruz, y no me puedo detener.

Acabando de decir estas palabras, don Rafael montó a caballo, partió a galope precedido de su postillón y dejó a Evaristo con la boca abierta. Repuesto de esta sorpresa que no esperaba, fue a dar al escondrijo de Hilario y le contó lo que había pasado. Ambos convinieron en que era preciso no sólo respetar, sino prestar todo género de auxilios al correo de la Reina de Inglaterra, al que nada podían robar y del que tenían mucho que temer si le hacían daño. El día 4, a cosa de medio día, Veraza pasaba ya por el Agua del Venerable, y Evaristo contestó a la señal convenida. Don Rafael hizo algunos regalos a Evaristo, convino con él en ciertos pormenores para no ser molestado en sus sucesivos viajes, y continuó su camino para México sin que contase ese encuentro con alma viviente. El que esto escribe supo estas cosas y otras más por causa de acontecimientos extraordinarios, que se referirán en las memorias que probablemente figurarán en el segundo tomo de esta novela.

Las diligencias de Puebla y Veracruz pasaban sin accidente, tanto que se habían suprimido dos soldados que la Comandancia Militar de México mandaba colocar en el techo, armados de una carabina de chispa, de modo que una vez disparado un tiro, era necesario recurrir a todos los movimientos prescritos para la carga a once voces.

Evaristo pensó seriamente en atacar la diligencia; tuvo serias conferencias con Hilario y resolvieron hacer ensayos como si se tratara de una comedia, porque no querían comenzar por un drama. Eso sería para más adelante o cuando ocurriese un lance que no pudiesen evitar. El asalto lo deberían hacer con el menor riesgo de sus personas. Trataban, y con razón, de economizar su propia sangre, como hacen los generales más famosos, que siempre se colocan lo más lejos que pueden del centro de la batalla. No se mataría ni maltrataría a ningún pasajero; no se les robaría prendas de ropa que pudiesen ser fácilmente reconocidas; los relojes de plata de poco valor, se dejarían en los bolsillos de los pasajeros, y del dinero que se juntase, registrándolos hasta en los zapatos, se les dejarían unos cuantos pesos para que almorzasen o comieran en Puebla. De esa manera, lejos de atraer sobre sí la cólera de la justicia, serían unos ladrones verdaderamente populares y estimada su conducta en alto grado por los jueces y magistrados y por los mismos viajeros. A los cocheros de las diligencias debía respetárseles y procurar transigir con ellos, pues si los maltrataban o mataban, no habría quien quisiese hacer el viaje, y la línea de diligencias tendría que suspenderse, o el gobierno pondría tal número de fuerzas para custodiar el camino, que hiciese imposible toda tentativa. En los ataques al coche deberían aparecer ante la vista de los pasajeros rendidos y acobardados una cuadrilla numerosa, bien que no contasen más que cinco o seis indios de la cuadrilla, pues los otros tenían necesidad de aparecer cortando y quemando árboles y haciendo sacas de carbón. Los indios que se destinasen para el asalto, deberían cubrirse la cara con una máscara negra, y vestir una cotona de cuero amarillo oscuro; sus armas serían un grueso garrote, y los dos fusiles viejos, cargados con munición gorda. El caso de derrota, de retirada o de persecución, estaba previsto. Los indios se dispersarían por la espesura del bosque, no corriendo y deslizándose por los matorrales, sino arrastrándose como culebras hasta llegar a agujeros que en diversas direcciones habían hecho y allí depositar la máscara y la cotona y aparecer después en la fábrica de carbón trabajando tranquilamente, o con su hacha cortando palos. Los sombreros, cuando figuraban de ladrones, eran negros, anchos y con una toquilla-galón falso de plata. Los sombreros de carboneros y leñadores eran de petate, cortos de ala y viejos. La organización no dejaba nada que desear; era obra de un momento el disfrazarse y desempeñar en coro su papel de ladrones, y cuando se acabase la función, guardar sus trajes y volver a su primitiva forma de leñadores y carboneros. Si el gobierno mandaba fuerzas que recorriesen el camino, no encontrarían ni un alma, y se darían por falsas las noticias de los alcaldes y las que corrían en el público; si penetraba una fuerza armada en el monte, no encontraría más que unos cuantos indios inofensivos y humildes, que apenas sabían el español, ocupados en los rudos trabajos de la montaña y en terrenos pertenecientes a los hacendados de las cercanías, que se aprovechaban legalmente con sus peones del productivo esquilmo del carbón.

Este plan fue el resultado de largas conversaciones entre Evaristo e Hilario; y es necesario hacer justicia al capataz de la cuadrilla. Fue su capacidad y experiencia lo que originó la mayor parte de los pormenores necesarios para lograr el objeto, que era robar sin peligro y evitar la persecución.

Los ensayos fueron repetidos en las horas en que el camino estaba completamente solo; y cuando estuvieron seguros de que los de la cuadrilla habían aprendido bien su papel, decidieron que un día 12, consagrado cada mes en México al recuerdo de la Aparición de la Virgen de Guadalupe, darían el primer asalto, esperando que la Divina Señora los sacaría con bien. Evaristo era supersticioso, aunque un tanto descreído y despreocupado de las cosas eternas, especialmente desde que asesinó a Tules; pero Hilario era cristiano viejo y honrado a carta cabal; cuando habitaba un pueblo, o la hacienda en que trabajaba tenía capilla, nunca faltaba el domingo a la misa y al sermón y primero le arrancaban el pellejo que un escapulario de la Virgen del Carmen que traía debajo de la camisa.

El día 11 en la noche Evaristo no durmió. Como medio incrédulo y depravado por carácter, le asaltaban ciertas dudas y se le figuraba que Tules se iba a vengar y, bajo la forma de una pasajera, le dispararía un balazo y lo mataría. Hilario durmió como un patriarca.

Una hora antes de que pasara la diligencia, Evaristo estaba ya en las orillas de la calzada, emboscándose cuando veía gente; a poca distancia Hilario hacia lo mismo; los dos, armados con sus pistolas y sus sables, que habían amolado la víspera, por lo que pudiese suceder. Los seis indios a quienes tocó ese día ser ladrones, vistieron cotonas de cuero, sus sombreros negros y sus máscaras; se colocaron detrás de los Palos Grandes, perfectamente ocultos; pero con instrucciones de entrar y salir de aquel grupo de árboles cuando los pasajeros estuviesen ya muertos de miedo para figurar que no eran seis, sino sesenta, como hacen los directores de teatros con las coristas y soldados que figuran en las comedias.

Cerca de la una de la tarde Evaristo escuchó los chasquidos del látigo del cochero, que alentaban a las mulas para subir la cuesta, y los ruidos estridentes de las ruedas de la diligencia, que chocaban y saltaban sobre la piedra suelta del malísimo camino. ¿Quién lo creerá? En aquel momento Evaristo tuvo miedo y estuvo a punto de volver atrás, ocultarse él y los suyos en el monte y dejar la empresa para otro día; pero había tomado antes de montar unos buenos tragos de catalán, y el licor le dio ánimo para sobreponerse y hacer frente a todo lo que pudiera ocurrir, y de un salto del alazán se puso en medio de la calzada con pistola en mano a esperar el coche.

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