XXXV. Malos pensamientos y dificultades

Si cuando don Pedro Martín escuchó en el comedor la interesante conversación de Casilda y Juan, se fijó en las palabras que, calificaremos de amorosas, se le escaparon al muchacho, no lo sabremos decir, pero el caso es que pensaba hacía ya una semana en la manera de separarlos, sin que pareciera ese paso violento ni a sus hermanas, ni a la misma Casilda, y en su hora de ejercicio habitual en la biblioteca formulaba esta otra cuestión, que no acertaba a contestar: ¿tendré celos?

Un cuarto de hora dio un paseo tras otro; un poco desvanecido se detuvo y meditó:

—Sí, no cabe duda, los síntomas son muy marcados y no puedo equivocarme. Un poco de odio al muchacho; arrepentimiento de haberlo admitido en mi casa. Deseo vehemente de mirar a Casilda y decirle algo, cualquier cosa, aunque fuese una tontería. Deseo de que me responda también algo, y que se ría, porque no sé qué emoción me causa verla esa lengua tan colorada y tan fina saliendo entre dos hileras de dientes tan parejos, que ganas me han dado de tentárselos para cerciorarme de que no son postizos. Además, tengo cierto embarazo delante de mis hermanas cuando hablo de Casilda, y siento que me pongo colorado… No faltaba más… ¿Y qué tengo yo que guardar consideración a mis hermanas, ni qué demonio ni mando tienen sobre mi? Dos solteronas viejas, que por nada tienen que apurarse, pues yo les doy lo que necesitan, y más todavía de lo que necesitan para sus limosnas y sus antojos… Sí, soy dueño de mi voluntad, señor de mi casa, y si mis hermanas se molestan o se atreven a decirme la menor cosa que me ofenda, se mudarán de aquí y me quedaré sólo con Casilda.

Don Pedro Martín, después de este monólogo, continuó su paseo por la biblioteca, pero rápidamente, a grandes pasos, como si le hubieran dado cuerda y con una visible agitación; detúvose, por fin, delante de diez o doce volúmenes en pergamino que en desorden estaban en su bufete, y como dirigiéndose a ellos y consultándoles, decía:

—¿No es verdad que no son celos? ¿Celos yo de una mujercita de la calle, de una cualquiera, de una fregonera? ¡Imposible! No, no; será otro sentimiento cualquiera, pero celos no, y aunque así fuera ¡vive Dios! —continuó dando una fuerte palmada en uno de los pergaminos— que un hombre educado como yo, con vosotros, que ha pasado las noches enteras leyendo las sabias máximas que contienen vuestras amarillas hojas, no se ha de dejar dominar por un sentimiento pasajero sí, muy pasajero, y si no lo es, Pedro Martín de Olañeta, asesor del virreinato y que ha desempeñado los más elevados cargos de la República, no se dejará vencer por ruines pasiones. Si lo que tengo, en efecto, son celos, los dominaré; y si lo que tengo es amor, lo dominaré también e iré a la sepultura honrado y limpio como hasta aquí.

La carne, avara de goces y perecedera, abogaba por la causa de Casilda; pero el alma, fuerte e inmortal, rechazaba toda idea que pudiese manchar la vida ordenada y regular del magistrado.

Continuó meditabundo y fija la vista en sus polvorosos libros, cuando se abrió la puerta y de rondón se coló el marqués de Valle Alegre. Sin saludar y sin ninguna otra ceremonia se quitó el sombrero y lo tiró en un montón de papeles y periódicos en desorden, y se dejó caer en un sillón.

—Ya lo sabrá usted, licenciado —dijo, echando de los pulmones un gran resuello— estamos perdidos, arruinados completamente. La Corte de Justicia ha fallado por unanimidad en favor de ese beato hipócrita de Rodríguez de San Gabriel. Crea usted, licenciado, que no me doy un tiro en la chapa del alma porque soy cristiano y tengo un poco de miedo al infierno; pero de lo contrario, me puede creer, no hubiera puesto más un pie en la casa de usted y ahora estaría usted ayudando a mis parientes a disponer mi entierro, mandar hacer lutos, formar los inventarios, repartir las esquelas y todo ese trabajo que damos después de muertos los que tenemos título de Castilla, como si no fuera bastante la guerra que damos en el mundo cuando vivimos; pero no hay que darle vueltas, entre matarme y casarme, he escogido esto último, que quizá será peor, pero no tengo otro remedio. Sin embargo, vengo a tomar el consejo y la opinión de usted.

El licenciado que quiso, pero en vano, interrumpir tan larga peroración, lo dejó concluir y desahogarse, y él mismo tuvo también tiempo de apartar sus pensamientos del escabroso rumbo que seguían y preparar la conveniente respuesta que debía dar a su cliente.

—No hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague, señor marqués. Mis hermanas y muchas gentes dicen que los refranes españoles son evangelios chiquitos, y nada es más cierto. Me he cansado de decirle a usted que por más que yo hiciera con mi ciencia de abogado, que no es ninguna, un día u otro deberíamos llegar a este resultado si no decidía usted hacer una transacción con el Juzgado de Capellanías, que tuviera la base de pagar siquiera la mitad o la tercera parte de lo que debía usted de réditos; pero usted no ha querido, ni me ha escuchado.

—Sí he querido, licenciado, y cómo no había de querer ni de escuchar a usted que es mi Salomón; lo que sucede es que no he tenido, no he tenido, lo puede usted creer.

—No me gusta mezclarme en la vida doméstica, ni mucho menos en la de usted, señor marqués, a quien, además del respeto que tengo a su casa, estimo personalmente; pero no sé en qué habrá usted invertido el dinero que produjo la fabulosa cosecha de maíz que dieron las dos haciendas el año pasado; creo que debe haber excedido de ochenta o cien mil pesos, y con la mitad de esa suma que hubiera pagado, ya estaría hoy tranquilo y sin haber dado ocasión al señalado triunfo que ha obtenido Rodríguez de San Gabriel, a pesar de que me esforcé en la defensa; pero era causa perdida, señor marqués, perdida completamente: ni Papiniano, ni Justiniano, ni Ulpiano, vaya, ni el mismo Cicerón hubieran sacado a usted victorioso.

—Qué quiere usted, señor licenciado, calaveradas, cosas de la vida que no se pueden prever, compromisos que vienen repentinamente. Todo lo que usted habrá oído decir que gané en la última Pascua de San Agustín de las Cuevas, y algo más, mucho más, casi todo el valor de la cosecha, se fue en una noche. Me llevaron a cierta visita de mucho tono, de mucha importancia; yo no quería ir, pero me comprometieron, había muchachas o, mejor dicho, señoras muy respetables y comenzamos, y ya ve usted, delante de damas, no quise ser menos que los demás, ni empañar mis títulos, y todo se perdió en esa maldita noche; me quedé sin un peso, pero, como Francisco I, muy orgulloso de no haber dado mi brazo a torcer. Pero no hay que hablar ya de eso, pasó, y no tiene más remedio sino preparar el desquite.

—Eso será lo peor —contestó don Pedro Martín—; ya me figuraba que ésa sería la conclusión del cuento de tal desastre que, de verdad, no había yo sabido y siento en el alma.

—No hay miedo —contestó el marqués— mi situación es tal hoy que nada arriesgo, ya nada tengo que perder después de la sentencia. Pero lo que verdaderamente me ha indignado es la manera astuta y traidora con que compuso su discurso Rodríguez de San Gabriel, haciendo alusiones ofensivas al honor de mi casa y de mi familia. Crea usted, licenciado, que si no tuviese de por medio este asunto del casamiento, le hubiera ido a dar en su misma casa una de bofetadas a ese Rodríguez de San Gabriel, que ya hubiese tenido para un mes de cama.

—Pero ya dirían a usted —dijo don Pedro Martín— que no fue por la respuesta a Roma. Él ganó el pleito porque no había otro remedio. Jueces de palo que hubieran sido, habrían sentenciado en contra de usted, pero en cuanto a la defensa, tengo la vanidad de creer que lo hice materialmente pedazos.

—Es verdad, así me lo han contado y éste es un motivo para afirmar más y más nuestra antigua amistad. Usted es hoy el director de la antigua y noble casa de los marqueses de Valle Alegre, y lo seguirá siendo toda la vida. Es necesario confesar que si hemos llegado a esta fatal situación es por habernos separado de sus consejos.

Don Pedro Martín inclinó la cabeza de una manera respetuosa pero digna, para dar las gracias por el honor que le dispensaba el marqués de Valle Alegre, y éste continuó diciendo:

—Verdaderamente no sé dónde tengo la cabeza. El objeto principal de mi visita era hablar con usted de mi casamiento y arreglar previamente ciertas cosas indispensables: eso usted sólo lo puede hacer.

—¡Casamiento en la situación en que se encuentran sus negocios! Me parece una locura.

—Así parece a primera vista, pero es todo lo contrario. Es el único remedio posible que puedo encontrar, y además, hasta cierto punto un compromiso de honor. Ciertas palabras indiscretas que solté en otro tiempo, me obligan hoy, y no sé cómo salir bien si no me resuelvo a doblar la cerviz al yugo del matrimonio, ponerme en paz y reconciliarme con Dios y su Santa Iglesia.

—A todo esto ¿quién es la novia?

—La novia está lejos, un poco lejos de aquí, y tendré que andar muchas leguas antes de dar con ella; precisamente es una de las primeras cosas que tiene usted que arreglarme.

—¿Cómo? ¿Será posible que quiera usted, señor marqués, que le vaya yo a buscar a la novia, quién sabe a qué distancia?

—No, no es eso, señor licenciado. Lo que quiero es el avío, tal y como está y como lo han tenido toda su vida los marqueses de Valle Alegre; es decir, el uso de mulas tordillas, el uso de mulas prietas y el uso de mulas coloradas para el regreso. Veinte mozos bien montados y armados, con caballos de remuda, el hatajo de mulas con sus mejores aparejos, el coche de camino de la hacienda y las dos carretelas con sus troncos de remuda. Todo esto me lo tiene usted que salvar de las garras de Rodríguez de San Gabriel. Yo conozco mucho al Conde. Si no llego con este aparato, no habrá casamiento y adiós de esperanzas y de porvenir.

—Pero, señor marqués —le interrumpió don Pedro Martín— me está usted hablando en griego; no entiendo una palabra, y o usted ha perdido la cabeza o yo no la tengo muy en su lugar.

—Ya lo entenderá usted todo cuando lea esta carta, ella es la clave de lo que parece a usted un enigma.

El marqués sacó del bolsillo de su levita un grueso paquete de papeles, y después de registrarlos, entregó uno de ellos al licenciado.

—Lea usted en voz alta, licenciado —le dijo el marqués— necesitamos hablar y discutir, porque hay frases que no me gustan mucho y sería yo capaz de prescindir y de echarlo todo al diablo.

Don Pedro Martín, sacó del sobre la carta y leyó:

«Hacienda del Sauz, noviembre, etcétera.

Pariente:».

—¿No le parece a usted, licenciado, que es un poco llano, por no decir grosero, el principio? Se contenta con poner la fecha sin que proceda mi nombre y mis títulos, pero continúe usted.

El licenciado continuó:


He resuelto casar a Mariana. Un rico minero de Sombrerete me la ha pedido, y no le faltan papeles para probar que desciende de uno de los reyes godos; pero no obstante esto, preferiré que el nombre de mi casa se entronque por medio de un enlace con el de Valle Alegre. En otro tiempo me hizo usted una insinuación que no tomé en consideración porque Mariana era muy joven. Hoy está ya en edad de tomar estado y de ser cabeza de una noble familia.

Si usted da a esta carta otra interpretación, lo que no me atreveré a creer, será motivo de que crucemos las espadas; su brazo de usted es fuerte y su ánimo el de un noble, y por tales razones le anticipo que cualquiera diferencia que con este motivo se suscite entre nosotros, no podrá resolverse sino con las armas.

Dios le tenga en su santa guarda para bien de su familia y el buen nombre que le legaron sus abuelos. Su pariente,

El Conde de Sauz.
 

—Pero esta carta, más que otra cosa, es un desafío —dijo don Pedro Martín cuando la acabó de leer.

—Me alegro mucho de que usted la califique así. Eso mismo había yo pensado —le contestó el marqués.

—¡Qué hombre! —prosiguió el licenciado—. Natural y figura hasta la sepultura, como dice mi hermana Prudencia. Es lo más raro, lo más extravagante que se puede uno pensar. Yo he tenido con él la túnica de Cristo. Jamás una mala razón ni un gesto desagradable; le he servido en sus asuntos con lealtad, y él me ha pagado generosamente, pero dejemos eso a un lado. ¿Qué piensa usted hacer?

—Ya se lo he dicho a usted: casarme con mi prima Mariana, y no porque le tenga miedo a su padre, pero me daría pena darle una estocada o matarlo. La calificación que ha hecho usted de la carta es exactísima. O me caso o tenemos un duelo; prefiero casarme, y esto, por otra parte, me salva de la ruina. El Conde está perfectamente en cuanto a intereses. Sus haciendas no están gravadas y se hallan muy bien administradas por ese viejo don Remigio, que las hace producir miles de pesos cada año. Tiene además el Conde la camarista antigua, doña Agustina, a quien usted conoce. Sin negarle dinero cuando se lo pide, tiene tal arte para ahorrar, que cuando él cree que ya no hay un solo peso en las cajas, doña Agustina tiene veinte o treinta mil. En lo único que ha perdido el Conde, es en los negocios de minas, pero precisamente una de las de Sombrerete, en que tiene cinco barras, está en una bonanza desecha. Ya ve usted que la herencia de Mariana por parte de la difunta condesa no debe bajar de cuatrocientos mil pesos. Ya es algo que llenará el agujero que nos ha hecho Rodríguez de San Gabriel.

—Tenga usted presente, marqués —le dijo el licenciado— que el casamiento es para toda la vida. El dinero va y viene, y usted además, no queda pobre ni está completamente arruinado como cree, mientras el matrimonio es un collar de fierro que no puede romper más que la muerte.

—Collar de fierro, ha dicho usted muy bien, señor don Pedro Martín; pero un collar de fierro con medio millón de pesos se puede aguantar muy bien. Verdad es que yo he oído no sé qué cosas respecto de mi prima Mariana, que no he querido creer; y luego ese asesinato de Tules, ahijada de Agustina, ha empañado un poco el blasón de la casa, porque todo el mundo ha dicho que ese bandido, así como otros varios que yo conozco, son protegidos del Conde, y cualquier cosa se puede esperar de un hombre tan estrafalario como él, pero a todo estoy resuelto y es necesario en el mundo cerrar un poco los ojos cuando conviene.

—Nada he oído decir hasta ahora, señor marqués, contra la conducta de la Condesita. La creo buena y virtuosa como su difunta madre. Un poco dura de carácter, eso es todo; pero en algo se había de parecer a su padre.

—¡Vaya si lo sé! —contestó el marqués—. Pero yo me encargaré de mejorar, hasta de hacer su genio dulce como la miel; el matrimonio cambia mucho a las mujeres. Al que temo es al Conde, no por miedo material, pues sé que en un duelo lo mataría seguramente; no puede competir conmigo en el manejo de la espada; pero lucidos quedábamos con que fuese yo a asesinar al padre de mi mujer. Esas cosas no son para hombres de mundo, están buenas para el teatro. Para evitar cualquiera contingencia, tengo mi plan formado. Cuando el Conde esté en México, yo me marcharé a las haciendas con mi prima, es decir, con mi mujer. Cuando el Conde vaya a las haciendas, vendremos a México y en todo caso no habitaré la casa de la Calle de Don Juan Manuel, a la que tengo una decidida aversión desde que murió la Condesa. Vamos al grano y a lo que importa, señor don Pedro, pues nos hemos divagado. Quiero que usted consiga con sus buenas relaciones con los canónigos, que me dejen el avío completo, tal como se lo he dicho a usted, y que pueda yo, si me conviene, habitar la casa de la hacienda durante un año, lo demás que se lo cojan todo, que lo vendan, con tal de que no aparezca yo como expulsado.

—Lo del avío no me parece difícil, señor marqués, y se puede hacer una combinación para rescatarlo; pero lo segundo es como imposible, pues el que compre las fincas querrá, con mucha razón, entrar en posesión de ellas; haremos lo posible, y además ya he dicho a usted que no queda tan tirado a la calle. Más tiene el rico cuando empobrece, que el pobre cuando enriquece, como dice doña Dominga de Arratia, y así le sucedió a ella. Veamos, a no ser que haya usted vendido o regalado algo sin que yo lo sepa.

—Nada, nada he hecho sin conocimiento de usted, señor licenciado.

—Pues entonces, señor marqués, le queda a usted la magnífica casa en que vive con la familia; el rancho de pulques de los Llanos de Ápam, que produce treinta pesos diarios; cuatro escrituras que producen de réditos siete mil pesos cada año; papeles diversos contra el gobierno que, aunque se calculan sólo a ocho por ciento, importan cerca de cincuenta mil pesos, y el rancho de Santa María de la Ladrillera, que casi es de usted por el dinero que por mi conducto se le ha prestado al licenciado Lamparilla para doña Pascuala.

—Es verdad, todo eso me queda libre, señor don Pedro, y las alhajas que están valuadas en ochenta mil pesos; pero una parte de ellas está en el montepío.

—Haremos, si a usted le parece, una combinación.

—La que usted quiera, con tal de que me arregle pronto mis negocios para que pueda ponerme en camino, llegar a la hacienda del Conde y casarme. Vea usted la contestación que tenía ya escrita. Si le parece bien, al salir la pondré en el correo.

El marqués volvió a sacar del bolsillo su paquete de papeles, y después de recorrerlos dos o tres veces, encontró la respuesta.

—Este paquete que usted ve que cargo en el bolsillo, vale como cinco mil pesos, es decir, para mis acreedores, pues son cartas y cuentas diversas, y es necesario que yo pague esto antes de salir de México; pero no perdamos tiempo, tenga usted mi contestación al Conde y léala.

«Pariente:»

—Ya ve usted, lo trato como él me trata; continúe usted.

Don Pedro Martín continuó:


Pariente:

En vez de darnos una estocada, pronto me tendrá usted en esa hacienda, para estrecharle la mano y postrarme a los pies de mi bella prima Mariana, cuya mano acepto con el mayor respeto y placer, y la casa de los marqueses de Valle Alegre señalará como un día de ventura su alianza con la heredera del noble conde de San Diego del Sauz. Entre tanto, os saluda vuestro pariente.

El Marqués de Valle Alegre.
 

—Excelente —le dijo don Pedro Martín devolviéndole la carta.

—Ya verá usted, cada uno según su carácter. El carácter duro y altanero del Conde se reconoce con sólo leer su carta. Mi genio franco y amable se revela inmediatamente al leer la mía.

—Es verdad —contestó el abogado—. No quisiera decir mal del Conde, es un poquillo áspero pero los dotes de la naturaleza no son iguales en todo; en cambio es esclavo de su palabra, puntilloso, delicado, caballero por los cuatros costados, un hidalgo de la Edad Media; pero esto no se hace al caso, ni sus buenas ni malas cualidades harán a usted ningún mal si sigue el plan de vida que me ha indicado; mas antes de que ponga usted la carta en el correo, vuelvo a aconsejar a usted que reflexione, una, dos y tres veces, así cumplo con la buena amistad que tengo con usted y con el Conde.

—Reflexionado está una, dos y tres veces, señor Pedro Martín —le respondió el marqués—. He examinado el negocio por sus dos aspectos, y de veras no tengo otra salida más que casarme. Conozco que le hago un gran favor a mi prima Mariana.

—¡Cómo favor! —no pudo menos que exclamar el abogado interrumpiendo al marqués.

—Sí, señor, favor, y mucho más, aunque no lo crea —prosiguió el marqués, muy entusiasmado y con el tono de la más perfecta convicción—. En primer lugar, mi prima ya estará jamona. No es una niña, que digamos; era bonita, pero no sabemos si se habrá descompuesto con tantos viajes y vueltas a la hacienda y con los regaños y brutalidades, sí, señor, brutalidades del Conde; en segundo, yo sé que ha tenido sus amores con un cierto capitán. Una conversación que oí sin querer al coronel Baninelli, en casa de unos amigos, me dio mucho en qué sospechar.

—¿Qué se atreverá usted a pensar, señor marqués, que la Condesita no se ha conducido como lo mandan su religión, el decoro y la noble cuna en que nació?…

—No, eso no; pero ya ve usted, una muchacha que ha tenido amores, ya no tiene el corazón virgen, y el marido viene ya en segundo lugar.

—Marqués, de verdad que creía yo a usted hombre de mundo. A los veinte años, toda joven, que más que menos, ha tenido sus amorcillos. Elija usted una niña de quince años, y educada en un convento, y entonces será usted su primer amor, y aún ¿quién sabe? Porque, como dicen mis hermanas, el corazón no se manda.

—Tiene usted razón, estamos discutiendo inútilmente el pro y contra. Pues que estoy resuelto a casarme, no hay que hablar de ello. Lo que deseo es que me arregle usted mi viaje, y se desengañe que con todo y el inventario que rápidamente hemos hecho no he quedado rico. Creo haberle dicho a usted que hemos vivido en familia tirando y gastando dinero y con el decoro que exige nuestro rango de la sociedad. Ahora que, como dirían las hermanas de usted, les vemos las orejas al lobo, hermanos y hermanas, y primos que tienen legados en el testamento de nuestro difunto padre, piden cuentas y no hemos dejado de tener nuestros disgustos. Créame usted y ayúdeme; con todo y que me sacrifico y le hago mucho favor a mi prima Mariana, no tengo más remedio que el casamiento o la bancarrota, el escándalo, y acabar con tragedias dándonos el Conde y yo de estocadas. Él es valiente y no retrocede, ni yo tampoco. Los dos sabemos bien una terrible estocada al ojo derecho, y el más ligero y de mejor puño quedará con vida.

Don Pedro Martín inclinó la cabeza afligido y disgustado de tener que intervenir en este asunto, que no veía muy claro ni muy leal de parte del marqués. Se casaba con Mariana únicamente por el interés, y esto no parecía bien a la conciencia recta y honrada del abogado. Después de un rato de meditación y como resignado, se levantó del sillón, dio unos pasos y volvió al bufete dirigiéndose al marqués.

—Bien —le dijo— en lo del casamiento, francamente, no es de mi opinión y me lavo las manos; en cuanto al material arregló de sus intereses, le ayudaré a usted, no quiero abandonarlo cuando, sea como fuere, usted ha perdido su pleito. Oiga usted mi plan: Tengo quien compre la escritura con un descuento moderado. Con ese dinero se desempeñarán las alhajas.

—Sí, cabal —interrumpió el marqués—, ¿y cómo no me había ocurrido? Usted me salva, señor don Pedro Martín. Desempeñando las alhajas puedo dar unas donas a mi prima Mariana como si fuese yo un rey. Esto, lo sé muy bien, ablandará a mi feroz pariente y no pasará la luna de miel sin que haya yo recibido la herencia de la difunta condesa…

Don Pedro Martín hizo un gesto e interrumpió al marqués.

—Si no me deja usted acabar… —le dijo algo enfadado.

—Tiene usted razón, ya escucho y callo.

—En vez de pedir favor a los canónigos o a Rodríguez de San Gabriel, retira usted su avío y lo paga al contado, rompe o guarda ese paquete de papeles que tiene en el bolsillo satisfaciendo sus deudas y le sobra todavía para el viaje y para vivir algunos meses cuando regrese, sin tocar los productos del rancho, que puede usted dejar a la familia entretanto se liquidan las cuentas.

—Lo decía, señor don Pedro Martín, usted me ha salvado. Conforme en todo, convenido. Comience usted a trabajar y dígame qué día puedo ponerme en camino.

—Dos semanas, a todo lo más.

—Convenido, estaré listo. En menos tiempo arreglaré yo mis pequeños negocios privados, ya sabe usted, historias comunes de solterones calaveras, pero no hablo a usted de nada de eso, que lo escandalizaría. El primer negocio es echar la carta al correo.

El marqués estrechó la mano de don Pedro y salió precipitadamente de la casa, muy contento, a echar su carta al correo, fue en seguida a su casa a participar a la familia que su casamiento quedaba arreglado, y que antes de dos semanas se pondría en camino para recibir la mano de su prima Mariana. Como les añadió que recibiría cuatrocientos mil pesos de herencia de la difunta Condesa, cesaron en el acto los disgustos, los semblantes se pusieron placenteros, poco faltó para que se abrazaran y se dieran de besos los hermanos y primos; el apetito vino con el contento, y en la espléndida mesa del marqués no se habló más que de las donas y de los preparativos del viaje.

Don Pedro Martín, luego que el marqués salió de la biblioteca, se levantó, y como de costumbre lo tenía, y parece ser la de los abogados viejos, se comenzó a pasear, olvidando por un momento los personales asuntos que pocas horas antes lo preocupaban.

—¡Qué mundo, qué mundo! ¡El dinero y siempre el dinero! La que va a ser sacrificada va a ser la desventurada Condesita; pero quizá mejorará de condición, porque al lado del Conde y enterrada en esa soledad de las haciendas, hasta el juicio puede perder. Esta única reflexión me ha hecho encargarme de los negocios del Marqués. Cuanto más pronto, mejor. Escribiré una carta al tocayo Jorrín, que desea comprar la escritura.

Juan abrió repentinamente la puerta y entró asustado.

—¿Por qué entras de rondón, bribonzuelo? —le dijo don Pedro Martín algo enfadado y dejando la pluma que había tomado para escribir la carta.

—Señor, un hombre tocó la puerta; no sé por qué me dio gana de abrir yo, antes que lo hiciera…

—Bien ¿y qué? —le interrumpió el abogado—. Habla pronto.

—Preguntó —continuó Juan— si en esta casa servía una mujer llamada Casilda.

—¡Cómo! ¡Cómo! ¿Es verdad esto? —volvió a interrumpir don Pedro Martín—. ¿Y qué has contestado? Pronto, di ¿qué has contestado?

—Que no conocía yo a ninguna Casilda, y que aquí no había más criado que yo y una cocinera muy vieja.

—Bien, bien contestado; nadie tiene que meterse en los interiores de mi casa —dijo don Pedro respirando, volviendo a tomar la pluma y disimulando su emoción—. Ve, Juan, a tus quehaceres —continuó—. Te has portado como un muchacho inteligente. Ya sabes, si tienen el atrevimiento de volver, la misma respuesta.

Juan se marchó a la cocina a contar a Casilda lo ocurrido. Don Pedro Martín concluyó de escribir, cerró la carta y se puso a pasear y a meditar.

—¡Qué maliciosos y qué astutos son estos provincianos! Vienen a México que parece que no saben quebrar un plato, y a los pocos años, qué digo años, a los pocos meses, nos dominan completamente. Este compañero Bedolla quiere subir al Ministerio de Justicia; sus escalones son los infelices a quienes tiene presos, y el último peldaño será Casilda. ¡Vive Dios que no se saldrá con su intento! Pero ¿qué hacer? Este hombre que ha venido a indagar es enviado por él. Es un lazo que el abogado joven se atreve a tender al abogado viejo. Pues que yo he ido a leer la causa, luego en mi casa se oculta Casilda. Es el silogismo del malicioso y del astuto. Pero ¿qué hacer? Me devano los sesos y no encuentro la manera de que Casilda quede fuera de su alcance.

Después de este monólogo quedó en silencio don Pedro Martín, se sentó en su sillón y se puso el dedo en el labio superior.

—Imposible, imposible, no encuentro parte segura. En mi casa ya no lo está; puede, sin peligro de ella y mío, permanecer un día más…

Repentinamente se dio una palmada en la frente.

—¡Qué animal! No sé para qué me han servido tantos estudios y tantos años de vida; pero ya di en el clavo. Casilda está ya salvada.

Don Pedro Martín entró a las recámaras a buscar a sus hermanas. Habían salido, pero a poco rato entraron y venían de la casa de doña Dominga de Arratia; un hombre sospechoso según decían había estado a preguntar si servía de criada una llamada Casilda.

Doña Dominga dio la misma respuesta que Juan.

—Mira, Coleta —le dijo a su hermana—, tú misma vas a tomar un coche al sitio, mientras yo escribo una carta al señor vicario de monjas. Te llevas a Casilda, subes con ella a la casa del canónigo, no la vayas a dejar sola en el coche. El canónigo te dará una orden para la superiora del convento de San Bernardo, donde entrará Casilda como niña.

—¿Cómo niña? —preguntó asombrada Coleta.

—Sí, como niña —contestó imperiosamente don Pedro—, yo pagaré su pensión.

—Bien, haré lo que tú dispongas, Pedro —le contestó Coleta.

—En el convento se llamará Rosalía Camacho, originaria de Valle del Maíz. La recomendarás de mi parte a la superiora, diciéndole que es mi voluntad que no baje a la portería por ningún motivo, a no ser que alguno de nosotros vaya a verla. Mientras tú vuelves daré mis consejos a Casilda.

Casilda, llena de miedo por lo que Juan le había contado, y temiendo caer o en manos del juez o en poder de Evaristo, entró descolorida y temblando.

—Estás salvada, muchacha; serénate y que te vuelvan los colores a la cara. Te has portado bien y sentimos que te separes de la casa.

Don Pedro Martín dijo con cierto acento de ternura y de abandono estas palabras, como el hombre que diría: «Voy a acabar con mi vida, voy a morir»; pero no se atrevió a mirar a la muchacha.

Casilda, llena de gratitud, miró al suelo con sus ojos húmedos.

Hubo un momento de silencio; pero el viejo licenciado se dominó y dio muy minuciosas instrucciones y muy saludables consejos a su protegida.

La hermana volvió y ella y la bella Casilda montaron en el coche, dirigiéndose a la casa del viejo vicario de monjas.

—En cuanto a Juan, es muy sencillo; ni lo buscan, ni lo conocen; pero es bueno quitarlo de aquí —dijo el abogado dirigiéndose a su hermana Prudencia, que se había quedado acompañándolo—. El jueves debe venir por aquí el compañero Lamparilla, y le voy a recomendar que se lo lleve al rancho de Santa María de la Ladrillera, donde será muy útil a doña Pascuala.

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