XXXIV. El litigio de los marqueses de Valle Alegre

Imponente y magnífico era el salón de la Alta Corte de Justicia. En el fondo, un tablado que casi abrigaba un dosel de terciopelo carmesí con galones de oro, un gran bufete con una carpeta de brocado, un juego tintero y una campanilla de plata, y en el respaldo las armas y un manuscrito original en un marco dorado, del acto constitutivo de la República. Alrededor de la mesa, sentados, tres magistrados y el secretario, todos de edad madura, muy graves y serios, algunos ostentando en sus fracs negros la medalla de la primera época de la independencia. El tablado, de más de un metro de altura, separaba a los magistrados del público con un tosco barandal de caoba de estilo romano. Una escalerilla con alfombras de terciopelo proporcionaba el acceso a esta especie de trono. El resto del salón, artesonado de cuadros de verde y oro, estaba ocupado con bancos y sillones destinados al público; en las paredes, divididas en tableros separados por molduras talladas también de oro y verde, estaban pintadas al fresco, del tamaño natural, la Justicia, la Fe, la Caridad y la Fortaleza.

Cuando don Pedro Martín de Olañeta entró vestido correctamente de negro, con pasos majestuosos, erguido, satisfecho de sí mismo, inclinando la cabeza acompasadamente para saludar, hubo un murmullo en el público, pues el salón estaba lleno. Subió la escalinata, se inclinó ante el tribunal y tomó asiento en uno de los sillones colocados a la derecha.

A los diez minutos otro murmullo semejante al de un enjambre que se levanta de la copa de un arbusto de borraja, indicó la llegada de otro célebre abogado, don Juan Rodríguez de San Gabriel, vestido también con igual corrección, pero con menos elegancia, pues su frac le iba muy holgado y los pantalones formaban un torso visible al caer sobre sus botas de charol. Mucho más afable y comunicativo que don Pedro Martín, distribuyó algunas sonrisas, arrugó los ojos para cerciorarse si tropezaba al pasar con personas conocidas, saludó a unos, estrechó la mano a otros, y subiendo con presteza los seis escalones alfombrados tomó asiento junto a don Pedro Martín, inclinando apenas la cabeza ante su compañero, el que desvió la suya a otro lado para no corresponder a un saludo que casi era un insulto.

Se trataba en esta ocasión del famoso pleito entre los marqueses de Valle Alegre y el Juzgado de Capellanías. Como tal establecimiento acabó con las Leyes de Reforma y la desamortización eclesiástica, explicaremos en dos o tres renglones lo que era el Juzgado de Capellanías. Un banco que tenía un capital de 10 a 12 millones de pesos, que no emitía billetes, ni tenía cartera, ni cuentas corrientes, ni sucursales, ni nada de esas zarandajas a la moda, que repentinamente dan un traquido o un Panamá, que es lo peor, que ni Judas reventó tan estrepitosamente. Los ricos aristócratas tenían allí caja abierta; diez, veinte, treinta mil pesos era cosa fácil de conseguir con hipoteca de una hacienda, y al rédito de 6 o 5 por ciento anual. Tras esos treinta, otros diez y otros mil más, y así hasta que pedían y se les daba más dinero que lo que valía la hacienda o haciendas afectas al pago. Una vez adquiridas esas sumas se echaban a dormir y no volvían a pagar un solo peso de réditos, y cuando el cobrador les urgía mucho o eran amenazados con un juicio, con quinientos o mil pesos componían el negocio y obtenían esperas.

Coche a la puerta, criados de librea, buena mesa y a tragarse tiempo; ése era su único pensamiento y su mayor habilidad. El juzgado se veía al cabo de años y años obligado a proceder, y tenía si no diez, por lo menos veinte o treinta litigios, de los cuales comían y bebían la mayor parte de los abogados de la capital.

Los marqueses de Valle Alegre fueron mucho tiempo como quien dice los niños mimados de este banco Agrícola-Eclesiástico. Era familia que se trataba rumbosamente. Temporadas cada uno en una u otra de sus haciendas, donde concurrían sus padres y amigos, y días había que se sentaban a la mesa treinta o cuarenta personas. En la Pascua de San Agustín de las Cuevas desplegaban el mayor lujo en vestidos y carruajes, y no dejaban de perderse al juego sus doscientas o trescientas onzas de oro. Todos los días mesa abierta en su palacio, y cuando había ópera italiana, dos palcos en el teatro; y por no alargar el cuento no mencionamos seis u ocho mulas y otros tantos caballos para el servicio de los carruajes. Esta buena vida duró hasta que el Juzgado de Capellanías, en vez de prestarles más dinero, les reclamó con urgencia el pago y concluyó por demandarlos en juicio y promover el embargo y venta de las fincas hipotecadas. La familia se componía del jefe, que era el mayorazgo. Como una ley desvinculó los mayorazgos disponiendo que el primogénito gozara de la mitad de los bienes quedando la otra mitad para los demás hermanos, vivían y gastaban en común sin llevar cuentas ni cuidarse de si los bienes daban lo bastante para sostener el lujo y pagar las deudas; pero desde el momento en que se entabló el litigio, entró la discordia en la familia, se trató de exigir cuentas al hermano mayor, se hicieron economías y se dedicó la familia toda, según su posibilidad, y esfera de acción, a defender las haciendas, a embarazar de mil maneras el curso del litigio y aprovechar las oportunidades para vender ganados y esquilmos. Cuando un abogado iba perdiendo terreno lo dejaban y se valían de otro, y así recurriendo en años a todo el foro de la capital, y ya por recomendaciones o ya introduciendo en el proceso artículos tan absurdos que no se podía ni imaginar cómo los jueces no los desechaban, se tragaron tiempo y más tiempo; pero como no hay deuda que no se pague ni plazo que no se cumpla, llegó por fin el día terrible en que la Alta Corte de Justicia iba a decidir ya sin apelación de la suerte de los marqueses.

Entremos un momento al tribunal.

El presidente tocó la campañilla, y el secretario comenzó a dar lectura a los autos, que eran tan voluminosos como los de la causa del asesino y socios de la calle de Regina. Al cabo de una hora, los abogados, los notarios, los curiales, los pasantes y demás ociosos que por matar el tiempo asistían a los tribunales, dormían profundamente; algunos, habiéndose acomodado bien en los bancos y sillones, roncaban estrepitosamente, hasta el punto que dos o tres veces había tenido que tocar la campanilla el secretario para prevenir al portero que despertara a los dormilones o les recomendase que fuesen a dormir la siesta a su casa. Terminada al fin la lectura, que ninguno oyó, pues los magistrados y defensores también habían inclinado la cabeza y roncado de vez en cuando, el patrono del Juzgado de Capellanías se puso en pie y comenzó su alegato.

—Señores magistrados —dijo con voz segura y como persuadido del triunfo que iba a obtener— la lectura de los autos que acabáis de escuchar con tan marcada atención, basta por sí sola para que forméis un juicio exacto del negocio; y si he venido a informar ante un tribunal tan augusto, ha sido sólo por cumplir con los preceptos de la ley y porque la parte que defiendo quede plenamente convencida del celo con que la he patrocinado desde el momento en que me confió la defensa de sus derechos ultrajados de la manera más torpe y más indigna, y cualquiera diría que más que en una República que se dice liberal, y que llaman sus seudo defensores el modelo de los gobiernos, nos encontramos en un país de cafres o de…

—Al orden, señor licenciado —dijo el presidente con cierto malhumor y agitando la campanilla.

—Suplico a los respetables magistrados que me perdonen si en el calor de la improvisación se ha podido deslizar alguna frase, siendo sólo mi intención…

El presidente hizo un ligero movimiento de cabeza como para significar que está ya satisfecho, supuesta la buena intención del orador, y éste continuó:

—Vais a saber, señores magistrados, si no lo sabéis ya por los autos que se acaban de leer, que se trata del más grande escándalo que pueda registrarse en los anales del foro mexicano.

El presidente alargó la mano para tocar otra vez la campanilla, pero una significativa mirada del orador le dio a entender que no era necesario tal rigor.

—¡Once años, señores magistrados, van corridos desde que se decretó la providencia precautoria para asegurar los réditos y el capital que adeudan los señores marqueses de Valle Alegre, y no mentiría si dijese que el negocio está como el día en que comenzó! ¡Once años, señores magistrados, para un juicio ejecutivo y sin adelantar ni un paso! ¡Once años de chicanas! ¡Once años durante los cuales se han introducido artículos improcedentes y contra el tenor y espíritu de las leyes que marcan los procedimientos en los juicios ejecutorios! ¡Once años, señores magistrados, para lo que hubiesen bastado once días, a no ser por la mala fe que ha caracterizado a los diversos patrones de los marqueses de Valle Alegre!

—No permito a nadie que me acuse de mala fe —dijo don Pedro Martín poniéndose en pie.

—Al orden, señor San Gabriel —interrumpió el presidente agitando fuertemente la campanilla.

—Muy lejos estoy de aludir a mi apreciable compañero.

Don Pedro Martín inclinó la cabeza, manifestando que quedaba satisfecho, y Rodríguez de San Gabriel continuó:

—Jamás, respetable Sala, he querido que se me crea bajo mi palabra, por sencillas que sean las cuestiones. Mis procedimientos en materia civil son tan ajustadas a las leyes y a las doctrinas de los más célebres jurisconsultos, que no discrepan un ápice, y tienen por esa razón una fuerza contundente. Se me permitirá que lea algunos párrafos del Informe fiscal de la Habana, para probar con cuánta razón he llamado escandaloso un litigio que ha durado once años.

Nadie había advertido que en el costado de la Sala y detrás de los sillones estaba una especie de consola con un reloj de bronce dorado. Esa mesa contenía diez o doce volúmenes, que desde muy temprano había enviado y mandado colocar allí el licenciado Rodríguez de San Gabriel. Tomó el volumen titulado Informe fiscal, y comenzó a leer. A la media hora el público y los magistrados dormían otra vez, y en esta vez, aunque roncaron, no se agitó la campanilla del presidente. Rodríguez de San Gabriel se aprovechó de esta calma y de este silencio para leer capítulos enteros de los diversos libros que allí tenía. Por fin acabó con una elocuente peroración un tanto picante y no poco ofensiva aun para los mismos magistrados.

Rodríguez de San Gabriel se dejó caer a plomo en el sillón como satisfecho de sí mismo, y don Pedro Martín se levantó entonces erguido y soberbio, y con una voz de trueno que despertó al auditorio, dijo:

—Señores magistrados: Si los argumentos fútiles y las palabras vacías de sentido, que no en vano se dice que se las lleva el viento, fuesen una cosa material que pudiese reducirse a polvo, poco esfuerzo gastaría para reducir a polvo el largo discurso de mi respetable compañero, y tanto polvo resultaría, que la Sala y los magistrados y el orador quedarían enterrados, sin poder salir en lo que les queda de vida. ¡Qué audacia, qué aplomo para citar autores y leer doctrinas que son precisamente contradictorias a la parte que defiende y que vienen como de molde para apoyar y sostener la causa de los marqueses de Valle Alegre! Suplico al señor secretario que lea el párrafo 4o de la página 229 del Informe fiscal.

El secretario tomó el libro que con alguna repugnancia le alargó el licenciado Rodríguez de San Gabriel, y leyó:

—«Es práctica utilísima y provechosa en esta Isla (Habana), que cuando los bienes del deudor exceden, y con mucho para cubrir las hipotecas, se cita una junta para provocar un avenimiento, aun cuando el negocio se halle en última instancia».

—Ese párrafo, señores magistrados, lo pasó por alto mi respetable compañero, y dio lectura a los que no son aplicables a este negocio, desentendiéndose del que acaban de oír los magistrados. ¿Se ha pensado en citar una junta? ¿Se ha procurado averiguar siquiera si los marqueses pueden exhibir una cantidad respetable que casi cubriría los réditos vencidos? Nada de esto, señores magistrados. Lo que se ha tratado es de humillar, de ofender a una noble y antigua familia a la que debe la patria señalados servicios…

Don Pedro Martín siguió por este estilo defendiendo con energía la mala causa de los marqueses, pero en medio de su discurso vinieron repentinamente a su imaginación Casilda y Juan, pensó que tal vez en ese mismo momento, habiendo sido descubiertos, el juez mismo se había presentado en su casa para apoderarse de ellos y encerrarlos en la prisión. Se turbó, repitió argumentos, perdió el hilo de su discurso y acabó, en fin, de mala manera; de modo que los mismos magistrados y el público que lo conocía como orador elocuente, quedaron disgustados. Rodríguez de San Gabriel se despidió de él con más afabilidad, pero con una sonrisa burlona, como quien dice: «Está tu pleito perdido, has quedado mal». Harto lo conoció don Pedro Martín; el salón quedó casi solo cuando comenzó a decaer en su peroración, y únicamente los dependientes de los marqueses lo esperaban en la puerta para hacerle algunos elogios y darle un mediecito de oro.

Cuando ya bien tarde regresó a su casa, todo estaba en orden. Las hermanas, bostezando de hambre, lo esperaban para comer; Casilda, con la recamarera, platicando en la cocina de la carestía de la fruta y del recaudo, y Juan muy aplicado escribiendo y leyendo la gramática castellana en la biblioteca.

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