Cuando sacaron del bolsillo los cuatro reales y medio y cuartilla, él mismo dudó un momento de su honradez y pensó que tal vez había robado o que lo abandonaba la Providencia que había forjado en su primitiva, en su ruda conciencia. Cecilia misma dudó también, y se lo quedó mirando con una especie de lástima. Lo que impresionó a Juan de una manera horrible, fue la idea de que Cecilia lo creyese culpable. Instintivamente conocía que era su único apoyo en el mundo y que, si lo perdía, no tendría a quién acudir en lo humano. Se le llenaron los ojos de lágrimas, y limpiándose con el revés de la mano y haciendo después la señal de la cruz se volvió a Cecilia, y con un acento de verdad y de firmeza que impresionó momentáneamente al mismo San Justo, le dijo:
—Doña Cecilia, por esta Santa Cruz le juro que yo no he robado nada; el dinero que estaba en mi bolsa era mío, lo gané ayer; el licenciado me dio una peseta; el otro señor que es del palacio, otra peseta, y medio y cuartilla la cocinera de la Calle de San Bernardo, a la que llevé los quesos y la mantequilla como cada semana.
Cecilia comprendió en el acto la verdad, y volviendo de la duda que por un momento había tenido, le respondió:
—Sí, Marcos, te creo, no hay necesidad de que lo jures, eres hombre de bien; y no tienen estos señores más que ir a las casas y preguntar si es verdad lo que dices. Es una casualidad que tuvieras en la bolsa la misma cantidad.
—Buenos estábamos para andar ahora averiguando y metiéndonos en cosas ajenas por un pillastre como éste —contestó San Justo— ya mandó llamar al regidor y él determinará.
El regidor, que era nada menos que nuestro amigo el licenciado Lamparilla, llegó en efecto a pocos momentos, le contaron el caso agravándolo cuanto pudieron. Cecilia defendió al muchacho, juró, se exaltó; pero los demás testigos declararon en contra.
—¡Eh! ¡Silencio! —dijo el licenciado Lamparilla—. Yo no permito que nadie me falte. Usted, por insolente —le dijo a Cecilia— debería ir ocho días a la cárcel, pero no quiero perjudicarla; pagará solamente cinco pesos de multa; y este bribón, además de ser un ladrón, es también malcriado y enredador. Que vaya al hospicio, y muy recomendado para que lo traten como merece.
¡Qué lejos estaba Lamparilla de pensar que acababa de sentenciar al muchacho que se robó la bruja para obtener la curación de doña Pascuala! Satisfecho con ese acto de energía, dio la vuelta para marcharse, y en voz baja dijo al administrador:
—No se olviden los quesos y las mantequillas, y mande usted alguna buena fruta del puesto de Cecilia. Ya sabe usted que en punto de las tres se come en casa.
—La plaza toda mandaría a usted por haberme quitado ese pillastre que me tenía la gente revuelta, y multado a esa Cecilia, que cada día está más sobre sí, quizá porque tiene perlas y corales en el cuello.
—Hombre, tenga usted mundo —le dijo Lamparilla— todos tenemos nuestros defectos. Sobrellévela usted, dispénsele la multa de mi orden, con tal que nos mande la mejor fruta. Si algo se ofrece, a las dos de la tarde saldré del cabildo. Tenemos asunto grave hoy: se quiere quitar esta plaza de aquí y trasladarla al puente de la Leña. Esto se convertirá en un salón de cristal para bailes y conciertos. Es negocio que puede producir. Ya haremos que en el nuevo mercado sea usted administrador, porque al propietario se le ha subido el reumatismo al corazón, es un endo-pericarditis; usted no entiende de eso, pero es igual, ruéguele usted a Dios que se acabe de morir, que al fin todos somos mortales.
—Así lo haré aunque malo, señor licenciado.
Lamparilla se deslizó entre la multitud de indios, de cocineras y de mozos que llenaban el mercado, los guardas despejaron la gente que se había reunido y que se retiraba diciendo:
—Nada… cualquier cosa, lo de todos los días; un muchacho ladrón que han agarrado.
Cecilia se retiró a su puesto colérica y apesadumbrada, y Marcos, o mejor dicho nuestro pobre Juan, fue sacado de una oreja por un aguilita y conducido a puntapiés al hospicio, no sin ser seguido de algunos muchachos que se burlaban, y de cocineras y criadas que decían:
—¡Qué lástima, tan joven, no mal parecido, tan fuerte que podía trabajar y ya ladrón! ¿Dónde vamos a dar? El señor del Buen Despacho nos favorezca; ya no se puede andar en la calle; ¡ni el rebozo está seguro!
Mal que bien, cayendo y levantando por los empellones que le daban, pues su sangre hervía y la injusticia que con él se cometía lo sublevaba y de consiguiente resistía y quería como escaparse, Juan llegó hasta un gran edificio y fue introducido a un cuarto bajo pintado de cal, donde había unas cuantas sillas desfondadas, un estante, una mesa sucia con un juego de tintero y marmajera de plomo, llena de papeles de todos tamaños en desorden. Allí despachaba un viejo con calva, canas, y gafas verdes, que era el director, el encargado, el dictador absoluto de este antiguo establecimiento de caridad.
—¿Otro tenemos? —dijo quitándose las gafas y limpiándolas luego que vio entrar al policía, que no soltaba la oreja de Juan—. Pues si así vamos, no habrá ya en los últimos días del mes modo de dar de comer a toda esta canalla de muchachos. Las semillas han encarecido, el Ayuntamiento no quiere dar dinero y van dos semanas que no se piden pobres del hospicio para los entierros. ¿Veamos cuántos?
Estas quejas las dirigía a su escribiente, sentado en la cabecera de la mesa, con su pluma en la oreja y temblando de frío, pues le entraba un chiflón a sus espaldas, que cubrían una ligera y vieja chaqueta de lienzo.
—Plutarco López —contestó el escribiente leyendo un apunte que tenía en la carpeta.
—¿Y por qué? —preguntó el director.
—Porque tiró a su madre el jarro de atole en la cabeza. Cutberto…
—Cut qué…
—Cutberto Melquiades, por vago y mal entretenido; Sotero García, porque al ayudar la misa se robó las vinajeras en el curato de la Soledad de Santa Cruz. Homobono Pajarito, porque bolseaba en el portal y sacaba relojes y pañuelos; Eustaquio Buitrón, porque le tiró un cohete a su padrastro y le quemó las nalgas.
—¡Caramba! —interrumpió el director—. ¿Cuántos en la semana?
—Veintidós —respondió el escribiente—, mandados unos por el señor Gobernador, otros por los regidores y uno por el cura de la Soledad.
—¡Pero el cura no manda en el hospicio!
—Mandó decir que era amigo de usted, y un recado y una canastita con unas brevas que escurren miel y que son de las higueras del curato.
—¡Ah, vaya! No me acordaba. Es un santo hombre, y muy amigo mío, en efecto.
—¿Y tú como te llamas? —continuó volviéndose donde estaba Juan y el policía, que habían permanecido en pie larga media hora en un rincón del cuarto.
—Marcos —respondió el muchacho.
—¿Marcos qué?…
—Marcos nada… —volvió a decir.
—¿No tienes apellido; naciste de las yerbas?
—Peor que eso —murmuró Juan bajando la cabeza.
—¿Por qué traen a este bigardón aquí? —gruñó el funcionario—. Con tantos lomos para trabajar, mejor estaría de soldado.
—Lo envía su señoría el licenciado Lamparilla, regidor de mercados, por ladrón de la plaza; nadie estaba seguro, a todas las cocineras las bolseaba, y se robaba hasta las sandías y los melones.
—¡Mentira! ¡Mentira! —gritó Juan colérico.
—Calle el deslenguado —le dijo el escribiente.
—Ya, ya le bajaremos esos humos. Échenlo en el patio, y a la tarde que se le encierre en el cuarto oscuro. A los ocho días estará como una sedita. Apunte usted todo en el libro, y acábeme las cuentas, que tenemos tres meses de atraso y el día menos pensado, nos cae la visita del licenciado Lamparilla.
—Si nunca viene —le respondió el escribiente— y cuando viene sólo se ocupa de las muchachas, y ya hay algunas que de veras se van poniendo bonitas.
—La juventud, la juventud, y ya no es muy joven Lamparilla, ya los viejos no pensamos en eso —dijo el director levantándose y volviendo a limpiar sus gafas—. Me voy a ver a mi compadre el administrador del mercado, que dicen lo han desahuciado los médicos. Que encierren de una vez a este pilluelo, que nos está mirando con unos ojos… Ya verás cómo en esta casa de caridad en menos de tres meses te vuelves todo un hombre de bien.
El administrador salió, el escribiente llamó a dos de los muchachos más grandes que habían estado escuchando en la puerta, y les dijo:
—Lleven al cuarto oscuro a este zaragate, cierren la puerta, traen la llave y la cuelgan en el clavo.
En el despacho de que hemos hablado había en efecto, clavados en la pared, percheros para los sombreros y llaveros con llaves y candados de todos tamaños, un calendario tendido y una antigua copia de varios artículos del reglamento del hospicio.
Juan fue llevado a una especie de pasadizo o de callejuela que estaba al extremo opuesto del patio. Abrieron una puerta pesada de cedro, y de un empujón lo introdujeron en un antro oscuro. Tanto había pasado a Juan puede decirse en pocas horas, y tan rápido fue el cambio de su vida, que quedó anonadado, estúpido en aquella oscuridad completa, en el lugar donde materialmente lo habían tirado como se tira un palo podrido o un mueble inservible. Poco a poco sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y pudo reconocer su prisión. El suelo estaba sembrado de apestosas basuras; el moho y el salitre subían hasta la mitad de las paredes; el techo, de buenas y gruesas vigas de cedro, cubierto de telarañas; los ratones se paseaban confiados o asomaban sus cabecitas pulidas e inteligentes por los agujeros. En un rincón unos petates viejos y una frazada sucia olvidada por alguno de los que le habían precedido en el cuarto oscuro, eran el mullido lecho.
Juan, al fin, se tapó con la frazada, porque la atmósfera húmeda y pegajosa le había entumecido el cuerpo, y se recostó en los petates. Al cabo de algunas horas, la oscuridad más densa y el silencio de los patios le hicieron reconocer que era ya de noche. Nadie que se acercase a la puerta; nadie que le llevase de comer; estaba completamente olvidado y sepultado en vida.
Fue hasta la tarde del día siguiente cuando el director, que le hacía diversas preguntas a su escribiente, trató de indagar lo que había sucedido con Juan, si resistió al castigo o entró dócilmente, y se fijó en la llave muy grande y mohosa colgada y con una larga correa que la distinguía de las demás.
—¿Qué dice el nuevo ladronzuelo? —preguntó dirigiéndose al escribiente.
—¡Canario! —interrumpió éste, dando un salto en su silla y dirigiéndose a coger la llave—. La verdad, se me había olvidado el muchacho ése, como la primera camisa.
—¿Y no le han dado nada de comer?
El escribiente titubeó.
—Tal vez se habrá muerto, va a hacer dos días que entró. ¡Qué sería de mí si se supiera que se había muerto de hambre! Es un olvido imperdonable que puede costarle a usted el destino.
—No haya cuidado, el muchacho estaba gordo y fuerte.
—Vamos, vamos —repuso el director, y descolgando la dichosa llave del clavo, se dirigieron los dos al cuarto oscuro.
Juan, desesperado de hambre, había gritado, golpeado la puerta con tanta fuerza como pudo; pero todo en vano. Los muchachos que lo oían se reían de él, le hacían burla y a su vez tocaban por fuera de la puerta. Estaban acostumbrados a oír los llantos, lamentaciones y ruido de los castigados y habían concluido por echarlo a broma.
Cuando el director y su escribiente entraron, encendiendo un cerillo, encontraron a Juan envuelto en la frazada desmayado.
—¡Se murió, se murió, no hay remedio! —dijo el administrador—. Es necesario fraguar una mentira, decir algo.
—No, no, está caliente, respira; una taza de caldo y una copa de licor lo hará volver en sí; lo que tiene es hambre y nada más. Voy yo mismo.
En efecto, a poco volvió con una taza de hojadelata con un caldo grasoso y aguado, y con una copa de mistela de anís que tomó de una botella que tenía encerrada en el estante (uso particular), y de la cual echaba buenos lapos cuando el director estaba ausente, que era lo más del día. Entre los dos abrieron la boca al muchacho, le hicieron beber el caldo y el licor, a medida que su estómago recibía el alimento, sus ojos se abrían y se reclinaba en uno de sus brazos.
—Vaya, duerme por ahora —le dijeron—. De aquí a poco te traerán tu comida, y mañana saldrás del cuarto oscuro; pero ya te acordarás de este cuarto y no volverás a robar en tu vida.
A las once llevaron a Juan un arroz aguado y sin sal, y un pedazo de carne de cerdo y unos frijoles parraleños parados y duros, y esta detestable comida la devoró con delirio y le supo mejor que los sabrosos almuerzos de Cecilia. Se acostó después y durmió hasta las seis, en que el escribiente mismo le abrió la puerta. Silencioso, macilento y triste, salió lentamente del antro infecto y se sentó, como quien ha perdido el interés por la vida, debajo de uno de los frondosos fresnos del patio principal.