En los siglos de la dominación española en el Nuevo Mundo no había ni remotas ideas de caminos de fierro, de puentes colgantes, de telégrafos, de teléfonos y de tantos otros maravillosos descubrimientos, que creemos, porque no podemos negarnos a la evidencia; pero que en esas edades habrían pasado por brujerías y los sabios, de seguro, habrían tenido necesidad de hacer pacto con el diablo y, conducidos ante el temible tribunal de la Inquisición, hubiesen encontrado la corona de su talento en los martirios y en las hogueras. Las tendencias y las luchas de esos tiempos eran la religión. Protestantes y católicos disidentes, y apostólicos romanos intransigentes, he aquí los personajes y las ideas dominantes.
Prohibida en la Nueva España la entrada de personas y de libros extranjeros, dominada la sociedad por la influencia eclesiástica, las doctrinas católico-romanas se conservaron años y años, no sólo puras y genuinas como nacieron en Jerusalén, sino acompañadas del cortejo de milagros, tradiciones y apariciones que se consideraban como artículo de fe. Como es evidente que cualesquiera que sean los defectos e inverosimilitudes que se saquen a luz por los librepensadores y enemigos del catolicismo, la religión de Jesús tiene por base la caridad, así los habitantes de la colonia hispanomexicana la ejercían según sus medios, y de aquí la construcción de templos magníficos y de establecimientos de beneficiencia que aún subsisten y se ven en la ciudad de México, como comprobantes de la historia de esos siglos. Si hubiesen entonces llegado las ciencias al estado en que hoy se encuentran, es casi cierto que la Nueva España habría sido dotada antes que la metrópoli misma de cuanto hoy ha mejorado las comodidades de la vida, la facilidad del comercio y las relaciones mutuas de los pueblos de la tierra.
Entre las fundaciones benéficas de la capital se encuentra el Hospicio de Pobres.
No queremos hacer perder a los lectores con serios y pretenciosos renglones el poco o mucho interés que hayan concebido por los personajes que, al natural tales y cuales son, les vamos presentando. Así, enviaremos a los que quieran saber la historia del hospicio, a la biblioteca, donde encontrarán para su edificación diversas obras que les darán cuantas noticias quieran sobre los conventos, colegios y establecimientos de beneficencia que hubo y hay todavía en la gran Tenochtitlán.
Juan, que sufrió una agonía de hambre, que durante dos días estuvo en la oscuridad y respirando una atmósfera húmeda y viciada, sintió que el aire sano y libre que circulaba en el espacioso patio le volvía la fuerza y la vida. A la copa de los frondosos fresnos que hay en cada ángulo, venían bandadas de tordos y de gorriones, que hacían sus evoluciones volando a las cornisas de las azoteas o bajando rápidos al patio a recoger los insectos y partículas pequeñas, y volvían a descansar entre las ramas. Cosa de ochenta o cien muchachos, jugando unos, platicando otros, corriendo aquí y allá, animaban el cuadro que iluminaba un sol espléndido.
La fisonomía resignada y sangrienta de Tules, la cara descarnada de Nastasita y las mejillas coloradas y el ancho pecho lleno de perlas de Cecilia, se presentaron a la imaginación de Juan, y le parecía que esos fantasmas salían de debajo de los fresnos, atravesaban la turba de muchachos que, con sus vestidos sombríos, parecían una clase singular de animales poblando el patio, que le parecía inmenso, pero por donde quiera veía el estrecho callejón y el cuarto oscuro. Esta visión lo tenía inmóvil y pensativo, como si su alma hubiese ido a otra parte dejando a su cuerpo inerte, abandonado y frío en el lugar donde se había sentado.
Uno de los mozos o dependientes encargados de cuidar el orden y gobernar a los muchachos, lo sacó de esta extraña contemplación dándole un fuerte apretón en el brazo.
—Ven a dejar ese vestido y a ponerte la ropa de la casa.
Juan tenía un pantalón de lona o algo parecido, su camisa de algodón, una especie de blusa, un sarape chico al hombro, y en la mano todavía sus ayates y pedazos de cotence que no había abandonado. La ropería ocupaba una galería oscura y clavados al derredor de la pared había percheros de donde pendían piezas diversas de ropa de color indefinible, viejas y remendadas unas, y otras en mejor estado de uso, que servían para vestir a los que se alquilaban para asistir a los entierros. Juan regresó al patio con el uniforme de la casa y se mezcló con la bulliciosa turba de los muchachos, mugrientos, con los cabellos espesos y enmarañados, rascándose la cabeza y el cuerpo y matando a veces entre las uñas al asqueroso insecto que vive de la sangre del hombre, único en su especie en su clasificación natural. Trataron de indagar su vida y milagros; le hicieron mil preguntas. Juan se limitó a negar el delito de robo de que era acusado y no les dijo más. Al toque de una campana la banda dispersa se reunió y se precipitó en tropel a la puerta del comedor, empujándose y atropellándose. El dependiente les gritaba que entrasen en orden y les distribuía cuartazos con una correa de cuero. Tomaron asiento en unos bancos delante de una mesa larguísima y angosta, llena de manchas de grasa y de cortaduras. Una escudilla de metal casi negra, con caldo aguado en cuyo fondo había algún arroz y garbanzos, un pedazo de carne y un troncho de col; después un plato de hojadelata con frijoles y una torta de pan, no sólo frío sino hasta duro, y unos vasos o jarros con agua barrosa y tibia, y acabó la comida en menos de un cuarto de hora. La cena a las siete no era mejor; hasta las ocho y media, en el patio; a las nueve al dormitorio, en unos catres de fierro, quebrándose, un jergón de hojas de maíz y unas sábanas de algodón, más negras que blancas. ¡Cuánto extrañaba Juan su cobertizo del mercado y los almuerzos de Cecilia!
El primer mes, como Juan fue recomendado, es decir, con la orden de Lamparilla para que se le castigase, lo dejaron al acarreo de piedras de cantería y de tezontle para surtir a los albañiles que reparaban una pared que se había desplomado en los departamentos interiores; después ya no se le hizo caso y entró al trabajo y ocupaciones de los demás. Rehusó absolutamente dedicarse a la carpintería, pues recordaba a su maestro Evaristo; pero se aficionó a la escuela y a la cocina, y pronto supo leer mal, escribir en grueso y ayudar a lavar los trastos y guisar las detestables sopas, el mole de pecho y los frijoles, que eran los platos favoritos, variándose los jueves y los domingos en que, según afirmaba el director, era un verdadero banquete, porque a la frugal comida se le añadía una manzana o una naranja y una poca de miel.
Uno de los domingos, Cecilia dejó a sus dos sirvientas en el puesto y dio un brinco al hospicio. Llevó a Juan ropa blanca, fruta, pan y dulces. Nada le agradó tanto como ver a la misma Cecilia; le tomó las manos y se las besó y no se cansaba de mirarla. La buena mujer aseguró al escribiente y a cuantos la quisieron oír, que Juan era honrado y víctima de la saña del administrador del mercado, motivada únicamente porque ella, mujer honrada que se mantenía de su trabajo y que no necesitaba de nadie, no le había querido corresponder. Cecilia contaba el cuento a todo el mundo y hablaba pestes de San Justo, que no dejaba de tenerle su pedazo de miedo. Estos informes, la protección de la frutera y la afición del maestro de escuela por su aplicación y buena conducta, mejoraron mucho su posición y llegó a tener cierto mando y ser persona importante en el hospicio; no se trataba sino de encontrar un empeño cerca de Lamparilla para que saliese libre a trabajar. Cecilia ofreció ocuparse de ello, y el maestro de escuela prometió hablar a un primo del escribiente del licenciado; pero el caso fue que acabó el año y nuestro licenciado, no habiendo sido reelecto, salió del Ayuntamiento y Juan continuó en el hospicio; pero contento porque había podido, con los auxilios de Cecilia, mejorar las condiciones de su vida. La fatalidad que lo perseguía hizo cambiar de aspecto las cosas.
Entre las comisiones que el escribiente le daba unas veces y el director personalmente otras, tenía la de ir cada mes a traer de la tienda las semillas para abastecer la despensa. Muchas veces, como era alto y fuerte, traía cargado un tercio de habas o de garbanzos. El día primero de un mes, el director lo llamó y, quitándose, poniéndose y limpiando las gafas verdes, como tenía de costumbre, le dio una larga lista y una carta y lo despachó a la acreditada tienda La Flor de Bilbao, situada en la calle de la Merced. Un montañés con cara de Pascua, chaparro, casi cuadrado, con gruesos dedos que parecían plátanos guineos, oliendo a azafrán y a cominos, lo recibió, tomó la lista, abrió la carta y la leyó.
—Dile a tu patrón que ya nos deben cerca de mil pesos, que no le puedo fiar más y éste será el último mes que mande las menestras. ¡Eh, holgazanes! A despachar pronto esta memoria, y ya saben cómo.
El montañés se metió a la trastienda a hacer sus apuntes, y dos montañeses rollizos empezaron a remover la tienda.
—Arroz, un tercio; no de ése, que es escogido para la casa del conde de Santiago; del quebrado que está en la bodega.
El cargador de la tienda, que estaba en la puerta y que acudió a una señal de uno de los dependientes, volvió con un tercio de arroz amarillento, quebrado y mezclado con partículas negras, desecho innegable del estómago de los ratones.
—Frijol, otro tercio.
—Oye —le dijo al cargador— ya sabes tú también; en el rincón, junto a la puerta, está el frijol que en mala hora lo compramos a un arriero de Pachuca. Las cocineras dicen que no se puede cocer. Tráete dos tercios.
—Azúcar, seis arrobas.
—De la más prieta; de ésa, de ésa.
El cargador trajo dos tercios de frijol y bajó del tapanco seis pilones de azúcar, la mitad enteramente negros y todos cubiertos de suciedades de moscas.
—Aceite, vinagre, chilitos con aceitunas, sal, cominos, azafrán…
El cargador, con un cucharón de madera sacaba de un barril donde estaba en infusión de vinagre, chiles verdes y aceitunas negras y llenaba una olla que Juan sujetaba con las manos para que no se cayese. En una de tantas veces, el cucharón salió con dos ratones ahogados envueltos en las aceitunas. El cargador los cogió por la cola y los tiró a la calle y siguió llenando la vasija.
—Pero esto no puede ser —se atrevió a decir Juan a uno de los muchachos.
—Qué te metes a decir aquí, ni qué te importa, ya sabes que es pa el hospicio, que nunca paga, y se le da lo mejor.
—¿Qué dice ese tunante? —gritó el principal desde la trastienda.
—¿Qui ha de decir? que reclama por dos ratones que estaban con los chilitos.
—¿No es más que eso? Ya habrá algunos más en el barril y ningún marchante se queja, pero escúchame —continuó diciendo al salir de la trastienda— el día que te metas en lo que no te importa, te daré una buena merecida; no volverás a poner un pie en la tienda, y se lo avisaré al administrador. Toma, y come algo mientras los cargadores acaban. Le tiró una peseta en el mostrador, una rebanada de queso añejo y una rueda de salchichón duro.
Juan se acordó del cuarto oscuro, tomó la peseta y se comió con apetito el queso y el salchichón. Uno de los dependientes le presentó un vasito con anisado.
Los cargadores al arreglar y amarrar los costales separaron en sus mantas y ayates puñados de arroz, de frijoles, de habas, de todo lo que iban a conducir.
—Ya tragaste con buen apetito —continuó el dueño o jefe de La Flor de Bilbao— no te vayas a acercar a tus amos, porque te olerán a aguardiente y tendrás cuando menos algunos cuartazos; oye bien lo que te voy a decir. Esta adobera de queso la llevas a la casa del director y la entregas a la señora, y lo demás a la casa del secretario. Un cargador te acompañará y los otros irán despacio y te esperarán en la puerta para que hagas la entrega. Toma tu lista.
El convoy, compuesto de cinco cargadores, se puso en camino, los unos para el hospicio, y Juan, con el último, que iba cargado de tompeates y botellas y de cuanto es necesario para surtir bien una despensa, se encaminó a las casas indicadas; hizo bien su comisión y entró por fin al gran patio del hospicio, seguido de sus cargadores, que los muchachos veían con placer indecible, pues llevaban nada menos que el material para la subsistencia. Antes de guardarse en el lugar donde debían quedar para el consumo diario, la que fungía de despensera separó buenas proporciones de las semillas y sus correspondientes chilitos en infusión de ratones; la cocinera hizo lo mismo, y las galopinas otro tanto. En resumen, la compra, antes de destinarse a los pobres del hospicio, había menguado en más de una tercera parte. Juan abría tantos ojos, pero callaba acordándose del cuarto oscuro.
Otro día, porque faltó a la hora de costumbre la carne por enfermedad de la mula vieja que la conducía, enviaron a Juan a una tabla de carnicería de la Calle del Rastro.
—No se te olvide echar cuantos huesos puedas —le dijo el carnicero a su partidor— y dale a este muchacho el medio carnero que se está apestando, al fin es para el hospicio. Esos muchachos que la mayor parte son ladrones y maletas, comen hasta petates de muerto.
El carnicero tiró a Juan una peseta y le dijo:
—Cuidado con decir nada. Si hablas, le diré al director que me querías robar un costillar. ¡Cuidado!
Juan se acordó del cuarto oscuro y no chistó una palabra. La carne llegó al establecimiento de caridad, dañada y con la mitad de su peso. A los dos días, más de veinte muchachos se quejaban de retortijones en el estómago. El médico dijo que era por el cambio de estación y les mandó un sudorífico; al otro día amanecieron peor. Dos murieron a los ocho días, y el médico dijo que habían sido intermitentes ocasionadas por un charco de agua hedionda y por la humedad de los fresnos que, hemos ya dicho, alegraban el espacioso patio, esparcían su benéfico oxígeno, daban sombra a los muchachos y servían de descanso y mansión a las parleras bandadas de tordos y de gorriones. Hubo serios proyectos para convertir los frondosos árboles en leña. Quedaron en pie, porque el cabildo hasta al cabo de dos años no comenzó a ocuparse del negocio.
Nada irritaba tanto a Juan como que le llamaran ladrón; por un sentimiento interno de que no podía darse cuenta odiaba a todo el que por cualquier título se apropiaba algo, y a los tenderos, carniceros, cocineras y dependientes que vendían lo peor y de eso se tomaban una parte ocasionándose por esto la mala y escasa comida que se daba a los pobres muchachos, los consideraba como verdaderos ladrones. Esta buena cualidad era sin duda una herencia de su abuelo. El conde del Sauz, calavera, déspota, esquivo y poco amoroso de su familia, era, sin embargo, de una honradez hasta exagerada. Pagaba a sus criados y sirvientes lo justo, su palabra equivalía a una escritura y en los pleitos judiciales que tenía con motivo de las negociaciones de minas, prefería perder el dinero cuando creía, no obstante el consejo de sus abogados, que perjudicaba a la parte contraria.
Una mañana, a la hora del juego, por cualquier cosa Juan disputó con dos o tres de sus compañeros; llegaron a las manos y, como era fuerte y diestro, los castigó a su sabor. Ellos, en desquite, le gritaron ladrón.
—Ladrón, tú nos puedes porque tienes fuerzas de ladrón.
—Los ladrones son los que les roban a ustedes y a mí los garbanzos, las habas y la carne. Callen la boca, porque ahora no ha sido más que un juego, pero si me insultan será de veras.
Esta cuestión, que sin los antecedentes que se han referido no hubiera tenido consecuencias, llegó exagerada a los oídos del escribiente y de don Epifanio, que así se llamaba el director, y el domingo, en vez de dar a Juan licencia para salir a la calle o subir a la azotea, lo encerraron otra vez en el cuarto oscuro, y aunque le dieron de comer, no salió sino el lunes, que compareció ante el temible tribunal formado por el director, el escribiente y la cocinera.
—¿Conque te has dejado decir, bribón —dijo don Epifanio con voz que procuró tuviese un tono terrible— que todos somos ladrones y que quitamos el sustento a los pobres muchachos? ¿Has dicho esto?
Juan, aterrado y pensando que lo podían condenar a morir de hambre en el cuarto oscuro, quiso arrodillarse ante don Epifanio y cogiéndole una mano le dijo:
—Es mentira, yo no he dicho nada, pero máteme usted mejor que condenarme a morir en ese cuarto oscuro. Yo no volveré a entrar en él, me defenderé, me matarán antes que entrar otra vez… Yo he visto cosas que le podré contar si me quedo solo con usted.
—Es peligroso que este pícaro se quede solo con usted, señor director —se apresuró a decir el escribiente.
—¡Bah! No faltaba más, sino que un militar retirado que ha hecho la guerra de la independencia le tuviese miedo a un muchacho —respondió el director, limpiando sus gafas verdes—. Váyanse y dejen que hable con él.
—Es que no es un muchacho, sino un hombrón fuerte —insistió el escribiente.
—No importa.
El escribiente, un ayudante, unos mozos y los muchachos que escuchaban en la puerta se retiraron, y Juan quedó solo con el jefe del célebre establecimiento de caridad.
—Vamos, pronto, que tengo mucho que hacer y visitar a mi compadre, que está todavía muy malo. ¿Qué tienes que decir? Habla, pero la pura verdad aunque sea en mi contra; no tengas miedo, te prometo que no se te volverá a encerrar en el cuarto oscuro.
Juan, tranquilo con el buen modo con que le hablaba el director, le contó minuciosamente cuanto pasaba en la tienda, en la cocina, en la despensa, en la carnicería, y cómo también le mandaban al escribiente un surtido de lo mejor para su despensa.
Don Epifanio se quedó con la boca abierta, y en vez de limpiar las gafas verdes las dejó caer en el suelo, Juan se apresuró a levantarlas y se las dio.
—¿Conque es cierto cuanto has dicho, no has mentido por salvarte, por disculparte?
—No, señor, es la verdad y lo juro por el alma de doña Tules.
—¿Quién es doña Tules? ¿Qué tiene que ver en esto doña Tules?
Juan se puso descolorido y tembló de que se le hubiese escapado una palabra imprudente, pero se repuso inmediatamente.
—Es la verdad, sin quitar ni poner nada —contestó—: doña Tules era una buena ama que tuve antes de ir de mozo al mercado.
—Bien ¿y serías capaz de decir ante cualquier persona lo que me acabas de contar? Reflexiónalo bien. Ya sabes que a los calumniadores se les castiga severamente.
—Si usted me ayuda y me defiende, sí lo diré adelante de todo el mundo. Eso fue lo que grité en el patio: que otros eran los ladrones y no yo.
Don Epifanio, el administrador o director del hospicio, como le hemos llamado para no confundirlo con el de la plaza del mercado, era un antiguo militar que asistió a las peripecias y combates de la guerra de independencia en la primera época, perfectamente honrado, de pocos alcances, pero, en una palabra, buen hombre. Como le pagaban con retraso su pensión de retirado, encontró medio de que sus compañeros de armas, que ya eran generales mientras él se había quedado de coronel, se interesaran, y por su recomendación lo colocase el Ayuntamiento de administrador del Hospicio de Pobres. Poco entendía de cosas administrativas, no tenía energía para hacer entrar en orden a la turba de muchachos malcriados y viciosos que, no pudiendo sufrirlos en sus casas ni siendo buenos para maldita la cosa, ingresaban ya por un motivo, ya por otro, al establecimiento; jamás veía papeles ni cuentas, se entregaba a la dirección del escribiente, y en cuanta podía se marchaba a la casa de su compadre el administrador del mercado, con quien jugaba malilla o platicaba de sus campañas. La revelación que le hizo Juan lo dejó estupefacto. Dos años hacía que desempeñaba el empleo e ignoraba lo que pasaba. Aseguró a Juan que ningún mal se le ocasionaría, y lo despachó al patio. Su primer movimiento fue tomar su sombrero y dirigirse a la municipalidad a denunciar los desmanes y robos; pero reflexionó que el primer destituido sería él, como responsable que no podría disculpar su falta de cuidado. Llamó al escribiente y, sin decirle cómo había adquirido datos ciertos y seguros de los abusos que se cometían, le habló claro, pero con templanza. El escribiente, que era una liebre corrida, tenía de antemano tomadas las avenidas para cualquier evento.
—Lo que ha contado usted es exagerado, pero en el fondo es verdad; los tenderos, las cocineras y los criados siempre han sido ladrones; pero eso no se puede remediar, los echaremos y vendrán otros peores; pero usted, que es el que manda, determinará; en cuanto a mí, es verdad que me mandan cada mes de la tienda mi memoria para surtir mi despensa; pero se las pago y no les debo ni medio partido por la mitad.
El escribiente abrió el estante, revolvió algunos papeles y concluyó por presentar las cuentas de la tienda saldadas en toda regla. Se supone que nunca había dado el dinero, pero don Epifanio no tuvo observaciones que hacer; recomendó que en nada se molestase a Juan, tomó su sombrero, ya más tranquilo pudo limpiar sus gafas verdes y caminó de prisa para la casa de su compadre a contarle lo ocurrido.
—Si yo me pongo mal con el tendero, que es muy honrado, y lo que pasa es obra de los dependientes, lo primero que hará será cosa de cobrarme quinientos pesos que le debe el hospicio; si doy parte y se arma un escándalo, el escribiente, que tiene sus dares y tomares con los masones, triunfará de mí que soy cristiano y me he rehusado a entrar en las logias; si echo a la cocinera y galopinas, mientras se encuentran otras ¿quién les da de comer a tanta turba como mantiene la casa? Lo mejor es no hacer nada y echarle tierra al negocio. Lo que sí haré es no admitir ya la adobera de queso; no me vaya a buscar un chisme por tan poca cosa.
—Muy bien hecho, compadre; hace usted santamente; si nos quitan el empleo ya tendríamos otro. Lo mismo hago yo. Entre mi escribiente y Cecilia la frutera gobiernan el mercado. Parece que el pillastre que han puesto para que me supla mientras estoy enfermo no hace otro tanto. Allá se las avenga; no conoce sin duda a Cecilia. Si entra en pleito con ella, ha de salir mal. Es mujer que no se deja, y es cumplida a carta cabal; primero dejaría de salir el sol que… y su fruta, compadre, es la mejor; ya le he mandado a usted algunos buenos mameyes y melones.
Las cosas del hospicio continuaron como antes y en cuanto a las del mercado, ya veremos más adelante cómo siguieron.
No obstante las recomendaciones del director a Juan se le quitaron las comisiones de confianza que antes desempeñaba y se le destinó a cargar tezontle y piedras pesadas, pues los albañiles no tenían trazas de acabar la obra. Por la falta más insignificante, los inspectores aplicaban a Juan latigazos al entrar o salir del comedor o en los patios, y cuando sus compañeros se cercioraron de que había perdido su prestigio, se burlaban de él y lo atormentaban de cuantas maneras les era posible. La vida se le iba haciendo insoportable. En sus noches de vela pensaba seriamente en fugarse y poner leguas de por medio entre él y la célebre casa de caridad de la ciudad de México.