XXV. Pepe Carrascosa

—¡Bendito sea Dios, que se ha muerto una persona de dinero y de gusto! A la gente ordinaria le importa muy poco que la entierren en cualquier parte. A las personas bien nacidas les gusta, cuando se mueren, que las metan en un cajón forrado de terciopelo, y después en un sepulcro con su losa de mármol; que vayan detrás muchos coches particulares o aunque sea de alquiler; muchos dolientes y, sobre todo, muchos pobres del hospicio con sus hachones de cera. Yo no sé qué le ha sucedido a México de un año a esta parte; o no se mueren más que los pobres; o si son de algunas proporciones se me figura que van en pelo, en un cajón de madera de pino, sin un responso, sin pobres del hospicio, como unos herejes, sin nada; y esto lo debemos a los masones, que van esparciendo doctrinas y máximas y acabarán con la religión y con el hospicio. Ya me mandó avisar Zurradurregui que era el último mes que me fiaba las semillas. Dios hará que esto se componga; por ahora tenemos ya treinta pobres del hospicio para el entierro de don José María Carrascosa, y ya es algo. Hombre raro, original, según me ha contado mi compadre; pero la verdad, lo entendía, si es cierto, como dicen, que ha dejado un recuerdo para los pobres del hospicio. Si no se cogen los licenciados el legado y el resto de la testamentaría, tendremos con qué pagar a Zurrandurregui sin necesidad de pedir nada al Ayuntamiento. Que no se olvide mandar a Marcos, y que sea uno de los que carguen al muerto. Es muchacho fuerte; en la calle me contaron que en el último entierro él solo cogió el cajón y lo colocó en el nicho y que pesaba, porque el difunto era gordito.

Este edificante discurso lo pronunciaba don Epifanio delante de su escribiente-secretario, que lo escuchaba con mucha atención.

—La limosna ha sido buena —contestó el secretario, observando que su director se colocaba definitivamente las gafas en las narices y se había quedado con la boca abierta como queriendo hablar.

—¿De cuánto ha sido la limosna? —continuó el director.

—De ciento veinte pesos, a razón de cuatro pesos cada pobre.

—¡Bendito sea Dios que se murió don José! Ya se le tendrá en cuenta el beneficio que ha hecho al hospicio —volvió a decir el director—. En cuanto entre el dinero, se lo lleva usted a Zurrandurregui y hace usted que nos prometa darnos las semillas; se está concluyendo el mes, y ni un peso ha vuelto a dar el Ayuntamiento.

Estaba en esta conversación cuando entró como de rondón en el despacho un joven vestido con la elegancia de la época; sofocado, sin poder hablar y mirando a todas partes, dijo:

—¿El administrador del hospicio?

—Servidor —se apresuró a decir don Epifanio, inclinando la cabeza.

—¿Los pobres están listos?

—Dijeron que para las cinco de la tarde —respondió el escribiente sacando su reloj— y apenas van a dar las…

—Se necesitan para las cuatro; para esas horas están convidados los coches.

Es de advertir que en México, cuando se trata de un entierro solemne, se convida más bien a los coches que a las personas. Todas las que tienen carruajes reciben una esquela firmada por uno de los parientes del difunto, suplicando que envíen su coche a tal parte y a tal hora.

—Estarán listos para las cuatro —afirmó el secretario.

—¿Cuántos? —preguntó el joven.

—Treinta.

—¿Treinta solamente? —exclamó el petimetre—. Eso no es nada, no es digno de mi tío don José María; que se alisten todos los que haya en el hospicio. También ustedes quedan convidados; se les mandará un coche a las tres y media.

—Será usted servido, y gracias por la invitación; asistiremos, y con mucho gusto, al entierro de un hombre tan benéfico —le contestó don Epifanio, saludándole atentamente.

El joven se tocó el ala del sombrero, que había conservado puesto en su cabeza, y salió precipitadamente.

Grande conmoción en el establecimiento de caridad. El director, su secretario y los demás dependientes se dirigieron a la galería oscura y polvosa donde estaba la ropería.

—¿De cuántos vestidos podemos disponer? —preguntó el director.

—De muchos —le contestó el secretario—; vea usted los percheros, están llenos; hay vestidos chicos, medianos, grandes y de todos tamaños.

Los dependientes comenzaron a descolgar vestidos de paño de Querétaro, de color pardo e indeciso, y a hacer paquetes para sacudirlos y repartirlos entre los muchachos, según sus edades y estaturas.

—Pero esos muchachos no pueden ir así, con esas greñas que parecen zaleas de borrego prieto —exclamó el director un poco colérico—. ¿Por qué no los han tusado? Lo tengo prevenido, pero a mí no se me hace caso; lo mismo sucede con las semillas, que vienen llenas de basura y de suciedades de moscas y de ratones.

—El barbero no ha querido venir; como no se le paga hace tres meses, se hace de rogar —respondió el secretario.

—Que lo llamen en el acto.

—Imposible; no tenemos tiempo.

Juan fue el encargado por don Epifanio de arreglar un poco las cabezas de sus compañeros. En cuanto a él, quizá era el único aseado y presentable para cualquier entierro.

Metiéndose las manos para suplir el peine, mojándose en los charcos que había en el patio, y cortándose otros con unas malas tijeras trozos de cabello ya pegados sólidamente por el sudor y la mugre, las cabezas hirsutas de esa juventud, esperanza de la patria, presentaron un conjunto menos aterrador. Entraron en seguida a la ropería para vestirse más bien de puerco que de limpio y salir ya con el uniforme de la casa.

Las prendas de ropa, que a primera vista parecían nuevas, estaban en el más deplorable estado. Al sacudirlas caían a pedazos, devoradas como estaban por la palomilla; otras tenían agujeros y rasgaduras, y las más, remiendos mal zurcidos y visibles a larga distancia. Se desecharon las inservibles, y con las que quedaron se comenzaron a vestir los muchachos. Chaqueta larga, chaleco, pantalón, todo de color parduzco, como se ha dicho. Sombrero negro de copa alta; vamos, un lujo escandaloso.

A los pantalones que venían largos a los muchachos, se les hacía un doblez; se les enrollaba para dentro de las piernas y se les sujetaba en la cintura lo sobrante del fondillo; los gordos reventaban la espalda de la chaqueta, y a los flacos se les daba una vuelta sujetándola con alfileres con puntadas gordas; a los sombreros se les pasaba un cepillo grueso de botas para alisarlos y quitarles la grasa del ala; en fin, ya muy guapos, algunos con zapatos nuevos que les doblaban los dedos como a los chinos, y otros con los dedos de fuera o con la cubierta sola, sin suela; formaron de dos en fondo en el patio, porque don Epifanio, en los ratos que no jugaba malilla con su compadre, les había enseñado algo de soldados, y a las tres y media marcharon precedidos por el secretario, elegantemente vestido de riguroso luto, por esas calles de Dios, hasta la casa de donde había de salir el duelo.

Don Epifanio, vestido con su honroso uniforme militar, con gasa negra en el brazo derecho, se presentó también en la casa mortuoria, que ciertamente no correspondía a la pompa y lujo con que se habían dispuesto los funerales.

Era una casa de vecindad en buen estado, pintada de color de cantería con las obligadas mochetas imitando mármol. En el centro del zaguán, tapizado de cortinas negras con galón de plata, estaba colocada una tumba con dos gradas, y en la última una caja forrada de terciopelo para colocar dentro de ella, cubriéndole la cara con un pedazo de crespón blanco, al que en vida había sido don José María Carrascosa.

Las vecinas de las habitaciones bajas y altas estaban en el interior del patio, aglomeradas, mirando azoradas y haciéndose cruces, y no pudiendo adivinar por qué al que ellas llamaban simplemente don Pepe y que se mantenía a duras penas con las rentas de la pequeña casa de vecindad, se le hacía un entierro tan suntuoso.

Cerca del cadáver estaban los parientes de don José María, muy contristados y con las caras que trataban de hacer largas y compungidas, y muchas otras personas de importancia y buena posición social. Las calles anchas donde desembocaba el callejón estaban llenas de carruajes particulares de una cierta elegancia, y después, cuantos coches de alquiler se encontraban en los sitios y carrocerías. Los pobres del hospicio, con el elegante traje que hemos descrito, llegaron en número de sesenta, y se les distribuyeron gruesos hachones de cera.

Entre tanto se organiza el fúnebre convoy, lo que no costó poco trabajo a los parientes que dirigían la ceremonia, platicaremos algo con nuestros lectores del ilustre difunto, bien que tengan poco interés por un hombre que dentro de pocos momentos sería para siempre encerrado en el nicho que ya tenía preparado en el cementerio.

La existencia de don José María Carrascosa fue un misterio en México aun para los más curiosos e indagadores de vidas ajenas. Nadie sabía de fijo dónde había nacido; los unos lo daban por originario de Michoacán, otros afirmaban que era de Puebla de los Ángeles, y los más acertaban tal vez afirmando que había nacido en la misma ciudad de México, en una casa de la calle de la Puerta Falsa de Santo Domingo. Él nunca dijo nada, ni se le pudo sacar ninguna palabra acerca de su nacimiento, de su familia, de sus relaciones y amigos. Apenas decía que tenía parientes muy lejanos a quienes no veía ni trataba, y que quizá no habitaban en México. Frecuentaba únicamente el escritorio de un personaje muy rico, que ése sí sabía su vida y decía que era su pariente; pero ese personaje nunca dijo nada, o tal vez no hubo quien se lo preguntara, y el público curioso concluyó por cansarse y no hacer más indagaciones.

Carrascosa era delgado, de mediana estatura, de poco más de cuarenta años de edad. Su fisonomía era común, más bien afable; arrugaba un poco los ojos y movía con una especie de convulsión sus labios, y esto era todo. Vestía invariablemente de color mezclilla, claro, un sombrero tendido de seda, blanco, y una esclavina de paño azul, en la que andaba envuelto tanto en invierno como en verano. Vestido, sombrero y esclavina, muy viejos y lustrosos por la grasa; pero eso sí, muy rasurado, sin bigote ni perilla, el cuello de la camisa muy limpio, lo mismo que sus manos, que eran blancas, bien formadas y hasta aristocráticas. Su modo de vivir era singular. Habitaba una vivienda en la pequeña casita de vecindad de que hemos hablado, en el Callejón de la Polilla, casi en un barrio, que en el tiempo a que nos referimos presentaba el más triste aspecto. La calle desempedrada, las casas de pobre aspecto y con fachadas sombrías, sin vidrieras en los balcones, y los zaguanes con el común detrás de la puerta, el caño enzolvado y oliendo a todo, menos a esencia de rosa. La vivienda de Carrascosa tenía tres piezas, pero estaban sin un mueble; sólo allá, en la recámara, que alumbraba escasamente una ventana con pliegos de papel en el marco en vez de cristales, se veía un banco de cama pintado de verde, una mesa de madera de pino, algunas sillas ordinarias y dos grandes baúles de madera, claveteados con tachuelas doradas. La ropa de la cama seguramente se mudaba cada seis meses, y la mesa llena de planchas redondas del sebo que chorreaba de noche de las velas que, en candeleros ordinarios de barro, alumbraban esa estancia a las horas en que Carrascosa iba a recogerse.

Se levantaba a las ocho de la mañana y se dirigía invariablemente a una barbería de la Calle del Puente Quebrado, donde se rasuraba y peinaba sus cabellos, que ya iban siendo ralos y escasos; de la barbería pasaba a la Catedral a oír su misa, y a cosa de las diez tomaba el rumbo de la Alcaicería, y en uno de los bodegones en cuyas puertas se ven las mesas con los cazuelones con moles y chiles rellenos, almorzaba de a real y medio, y se entretenía allí el más tiempo posible. Daba vueltas por la Alameda, por los portales, visitaba a ese pariente rico, y a las cuatro volvía al figón, donde comía de a real y medio. En la tarde otra vez a la Alameda; cuando anochecía, al Café del Cazador, donde por un real tomaba, a las ocho, su chocolate con rosca de manteca y jugaba al dominó sin apostar nada; a las nueve se apoderaba de una alacena del portal y se estaba sentado, con las piernas colgando, hasta las diez, en que se retiraba a su casa. Tertulianos de café se arrimaban a la alacena y platicaban de política, de sandeces, de vidas ajenas. La casera, que barría cada semana la casa, lo esperaba con una vela de sebo. Carrascosa subía, cerraba sus puertas, se acostaba en su sucia cama y dormía como un bienaventurado. Él conocía a todo el mundo en México, y todo el mundo lo conocía a él, y le llamaba familiarmente Pepe Carrascosa.

Durante años pasó así su vida, muy contento y feliz. Los que le conocían aseguraban que la esclavina azul tenía veinte años; el sombrero, pasado de moda, como diez. Cuando le urgía mucho y lo fatigaban con cuestiones, decía que a él le gustaba vivir independiente y no ser esclavo de muebles ni de pinturas, ni de ropa, ni lidiar con criados y cocineras, ni pedir prestado, ni deber a nadie, ni escribir cartas, ni cuidar bienes, ni estar obligado a trabajar y a visitar y a que lo visitaran; que por eso vivía así y se mantenía con las rentas de la casita del Callejón de la Polilla; que eso era lo único que tenía, pero que le bastaba y no quería más; que no pedía prestado a nadie; pero que tampoco podía prestar ni un peso, porque se quedaría sin comer. Con eso se quitaba las puntas de encima y saciaba la curiosidad de los que lo molestaban.

Carrascosa no era hombre ni tonto ni ignorante; sabía un poco de francés y tenía algunos libros guardados en el baúl. Había estado en París, en Roma, en Madrid, y eso en tiempos en que eran difíciles y costosos los viajes, y no dejaba de ser agudo y divertido en su conversación; por eso nunca le faltaba compañía en las noches en la alacena del Portal de Mercaderes. Tenía, además, la manía de las curiosidades, de las antigüedades y de las alhajas; acudía a las casas de empeño, donde lo conocían mucho, y al Montepío a las almonedas mensuales y a las testamentarías, y nunca dejaba de comprar un libro, una alhaja vieja, un Cristo de marfil; en fin, toda especie de bibelots, como se diría hoy; pero hacía estos empleos con las mayores precauciones; siempre decía que eran encargos, que él no tenía un peso, y que lo obligaban a esas compras suponiéndole inteligente. Llevaba debajo de su capa las chucherías, sin mostrarlas a nadie, las encerraba en uno de los baúles, y no se volvía a acordar de ellas.

Los parientes lejanos sospechaban que tenía mucho dinero, aunque no había podido averiguar, por más diligencias y pasos diversos, a cuánto ascendía el capital y dónde lo tenía; sí estaban cerciorados de que no tenía hijos naturales, ni relación alguna con mujer, pues las detestaba a todas sin distinción; así, con la esperanza de heredarlo, o por lo menos de que les dejara alguna cosa, no lo perdían de vista; una o dos veces por semana, ya el uno ya el otro, se aparecían como por casualidad en la alacena del Portal, le hacían la corte, le daban conversación, le contaban mil historias, y cuando él lo permitía le acompañaban a la puerta de su casa. Como de pronto nada le pedían ni lo molestaban de otra manera, los toleraba y aun chanceaba a veces con ellos; soltaba alguna que otra palabra que les hacía entrever que serían sus herederos, con lo que se ponían muy contentos y a excusas iban a platicar con la casera de la Calle de la Polilla para recomendarle que cuidara mucho a su pariente, y que si se enfermaba o algo le sucedía fuese inmediatamente a avisarles.

Una mañana sonaron en los relojes de las iglesias las ocho, y la casera, como de costumbre, subió con una taza de hojas de naranjo, que era su desayuno; encontró la puerta cerrada y respetó su sueño, tal vez había pasado mala noche. Las nueve, las diez, las once… nada. La casera, alarmada, espió por el agujero de la llave; silencio completo. Tocó primero suavemente; después hasta con una piedra; lo mismo: silencio absoluto. Alarmada corrió a la casa de los parientes, que no vivían lejos, y que precisamente acababan de almorzar y estaban en charla diciendo horrores de Pepe, criticando su avaricia y echándole en cara su egoísmo, pues jamás les había dado ni un pañuelo, ni un puro, ni un cigarro; tan miserable el hombre, que solía fumar cuando le ofrecían un cigarrillo.

—¡Cómo! ¿Qué pasa? —le preguntaron en coro y como sorprendidos.

—Que el señor don José no responde. He tocado con una piedra, le he llamado a gritos, pero de modo que no lo oigan las vecinas; no sé lo que le ha sucedido.

—¡Que se ha muerto, que se ha muerto sin duda! —exclamaron en coro, llenos de alegría—. Nos alegramos…

—¡Qué iniquidad! —interrumpió la casera—. El pobre señor don José era tan bueno; verdad que no era muy liberal y que trabajo le costaba el darme cuatro reales cada mes.

—¿Para qué sirve un hombre así en el mundo, mujer? —le contestaron los parientes—. Pero no hay tiempo que perder; vamos, quizá estará durmiendo; ¡ni lo quiera Dios! Para la vida de mendigo que lleva, vale más que no se vuelva a levantar.

Los parientes eran tres hombres y cuatro mujeres de diversas edades, desde veinticinco a cincuenta y cinco años. Las mujeres, que son siempre piadosas, se quedaron rezando ya por el alma de Pepe Carrascosa, a quien le llamaban tío, y los sobrinos varones, en un brinco, como quien dice, estaban ya en la puerta misteriosa de la habitación.

—Señor don José —decía la casera aplicando sus labios al ojo de la llave— aquí están sus sobrinos de usted. ¡Quizá esté usted malo; pero haga un esfuerzo y ábranos la puerta!…

—¡Tío Pepe! ¡Tío Pepe!… ¿Qué tiene usted? Responda usted. ¿Se ha muerto usted?

Tío Pepe callado… Silencio profundo.

La casera fue a llamar a un cerrajero y al alcalde del cuartel; la puerta cedió y toda la comitiva se hallaba delante de la cama de Pepe Carrascosa, que boca arriba, con los ojos y la boca cerrados, parecía que dormía tranquilamente.

—¡Si no está muerto! —dijo uno de los parientes—. ¡Qué chasco nos hemos llevado! En fin, pobre tío Pepe; llamaremos al médico, corra usted.

La casera corrió a buscar al primer médico que encontrase en la calle o en una botica; el otro pariente examinó con mucho cuidado a su tío, le puso un espejo rajado en la boca, que estaba cerca de la ventana, le tentó las narices y lo removió.

—Perfectamente muerto: las narices frías, tieso, no resuella; vamos, el médico será inútil. ¡Pobrecito, Dios lo haya perdonado! Y usted, señor alcalde, si necesario fuese, dará certificado; por ahora puede usted retirarse. ¡Ya ve usted, cuando se sufre un golpe tan terrible como éste para nosotros, es necesario dejar sentir y llorar a las gentes!

—¡Pobre don Pepe; yo también lo he sentido mucho! —dijo el alcalde—. Era tan buen sujeto; pero lástima que se diera tan mala vida siendo dueño de casa y de casi la manzana; yo le servía mucho para cobrar a los inquilinos drogueros, y me hacía mis buenos regalos; no tengo de qué quejarme.

El alcalde saludó y se retiró.

Los tres parientes abrieron tanto los ojos.

—¿Conque dueño de toda la manzana? —dijo uno de ellos.

—¡No se los había dicho! Y ha de tener más todavía; era muy rico, pero muy marrullero. D. G… es el único que sabrá lo que tenía.

—Veamos si se puede encontrar algún indicio —dijo el que tenía más confianza con el cadáver y le había tentado las narices; y ejecutando su intento, lo removió, levantándole la cabeza, y tropezaron sus dedos con algo que parecía un papel—. Aquí está; aquí está el busilis.

Mientras uno tenía la cabeza de Pepe, el otro registraba debajo de las sábanas y de la sucia almohada.

—Aquí está todo —exclamó con un placer que no pudo disimular. Era un paquete cerrado, con un letrero que decía: «Mi testamento», las dos llaves de los baúles y un papelito mugroso.

—Veamos lo que dice ese papel.

Desdoblaron con trabajo, y decía:


Si me enfermo o muero repentinamente que llamen al doctor Codorniú, que le entreguen mi testamento, que coloco siempre en mi cabecera; que le entreguen las dos llaves. En el baúl negro hay dos mil pesos en oro, y con este dinero se me hará un entierro decente; que no claven el cajón sino al tiempo de colocarme en el nicho; que mi testamento lo abra el mismo doctor y lo lea antes de que me lleven al cementerio, y que se manden decir dos mil misas de a peso por mi alma.

José María Carrascosa.
 

Los parientes se miraron azorados.

—¿Cuánto nos habrá dejado?

—Algo, quizá todo; pronto, pronto a disponer el entierro, con eso salimos de la duda.

En esto llegó la casera con un mediquín que hacía seis meses se había recibido en la Escuela de Medicina, y ya tenía cuatro o seis visitas de a peseta en las casas de vecindad de su barrio.

—¿Qué se ofrece? Esta señora me encontró en la calle y no hubo medio de excusarme; precisamente iba yo a hacer la operación de cortarle las dos piernas a un carretero a quien le pasó el vehículo; pero tratándose de don Pepe, a quien conocí y estimé mucho, y de ustedes…

—¿No habrá esperanza? —le preguntó con tono compungido uno de los sobrinos.

—Veremos… —respondió el doctor, y se acercó al difunto, le tentó también las narices, le puso el espejito rajado, le apretó el estómago, y con tono magistral se volvió a los circundantes:

—Todas las boticas de México y el Protomedicato junto, serían inútiles. Está muerto, perfectamente muerto; ha sido un derrame al cerebro gastrointestinal, complicado con una meningitis muy avanzada, provenida de la vida sumamente económica que lleva don Pepe. Estos casos no tienen remedio; se quedan los que están atacados de estos síntomas como unos pajaritos; parece que están durmiendo… conque…

Los parientes llevaron las manos a sus bolsillos, dieron las gracias al novel doctor y pusieron en su mano cosa de ocho pesos, con lo que se retiró muy contento.

La casera, ayudada de unas vecinas, se ocupó de vestir a Pepe con su misma ropa vieja y sucia, con excepción de una camisa muy almidonada y limpia que encontraron sobre una silla. Uno de los parientes quedó acompañando al muerto, con el testamento en el bolsillo; otro fue a buscar al doctor Codorniú, y el tercero a correr las diligencias del entierro, en otras, la de pedir, como hemos visto, la asistencia de cuantos muchachos tuviese el hospicio.

Poco después de las cuatro, la Calle del Puente Quebrado estaba llena de coches particulares, con buenas mulas, y cocheros y lacayos de luto, pues los ricos de México, que sabían que Carrascosa era avaro, miserable y maniático, pero rico, enviaron sus carruajes y muchos iban como asistentes dentro, y otros se presentaron en la puerta de la casa mortuoria. El doctor Codorniú llegó en su coche, acompañado del pariente; subió a la oscura y fétida recámara, se enteró de lo ocurrido, tomó el pliego, que era un testamento cerrado, y conforme a las reglas del derecho lo abrió y lo leyó para cumplir la voluntad del difunto.

Fue un momento solemne. Después de las fórmulas de estilo de declarar el testador que había vivido y moría en el seno de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, decía:


En el nombre de Dios Todopoderoso, etc., etc.:

Mis bienes raíces consisten en veintiocho casas, situadas diez en una manzana donde habito, números tales y tales, y las restantes, en las calles del Puente Quebrado, Damas, Alfaro y San Felipe Neri, y en objetos de plata, marfil y china, que están en los dos baúles.

Tengo además, doscientos mil pesos en el Banco Real de Inglaterra y ciento cuarenta mil en el Banco Real de Francia. Los documentos y lo demás necesario están en poder de D. G… Él y el doctor Codorniú son los únicos hombres honrados que he conocido en mi vida, y de los que he podido fiarme, sin que jamás hayan revelado a nadie mis secretos. Les dejo como memoria solamente (porque los dos son ricos), cuarenta mil pesos a cada uno. En mi baúl negro hay dos mil pesos en oro. Que eso y lo demás que sea necesario se gaste en un suntuoso entierro y en comprarme un nicho a perpetuidad en el panteón.

Declaro no tener hijos ni legítimos ni naturales, porque he detestado a las mujeres desde que tuve una que me hizo gastar en Guanajuato veinte mil pesos y se fugó con un barretero de la mina de Rayas. Todas son por el estilo. En cuanto a los hombres, todo el que puede le pega una banderilla al que tiene dinero, y yo he vivido en la miseria para evitar que otros tiren mi dinero y tener la vida vendida.

Dejo todos mis bienes al Hospicio de Pobres; no perdono a los que me deben (en total doscientos pesos), y los conjuro a que paguen a mi albacea lo más pronto posible.

A mis parientes (que no creo que sean, y si tal son, tal vez vendrá el parentesco por nuestro padre Adán), no les dejo ni medio partido por la mitad.
 

Seguían otras cláusulas poco importantes.

A los parientes al oír la última cláusula se les aflojaron las rodillas y por poco caen desmayados. Tuvieron que disimular y hablaron en voz baja entre sí, dos de ellos se marcharon con cualquier pretexto, a buscar un licenciado para tratar de que inmediatamente se pidiese la anulación del testamento. El otro quedó haciendo de tripas corazón por el qué dirán. El doctor Codorniú guardó el documento en la bolsa, se acercó al cadáver, lo reconoció y meneó la cabeza con una especie de duda, pero dio las disposiciones para que se efectuase el entierro. Metieron a Pepe Carrascosa en su cajón y lo bajaron a la tumba, donde lo encontraron ya el director y los numerosos pobres del hospicio.

Cuatro de los muchachos más grandes y robustos fueron designados para cargar el ataúd. Juan era más alto que los tres compañeros e hizo esa observación; pero obligado por una orden del secretario, puso el hombro y pronto el convoy fúnebre se puso en marcha pasando por las principales calles, precedido de padres con capas de terciopelo negro, acólitos con cruz y pesados ciriales de plata maciza y seguido de los pobres del hospicio con gruesos hachones de cera, de dolientes vestidos de luto y de unos ochenta coches entre particulares y de alquiler. Las gentes salían a los balcones y más de doscientos curiosos siguieron la fúnebre procesión.

Juan marchaba cargando el ataúd en una posición incómoda, teniendo que hacerse pequeño, que cojear, que mal andar; en fin, ya no podía más. Al llegar a la puerta del cementerio metió el pie entre dos losas mal colocadas, se le atoró el tacón, los tres compañeros marchaban siempre, Juan hizo un esfuerzo, perdió el equilibrio y ¡paf! cayó al suelo por un lado, y casi sobre su cabeza el cajón que contenía los restos mortales de Pepe Carrascosa. Confusión general, voces, lo primero que hizo el secretario fue buscar a Juan para darle de golpes como culpable… Y mayor confusión y un susto que hizo caer gritando misericordia a muchas mujeres que estaban cerca y que dejó fríos y como estatuas a los demás espectadores.

Pepe Carrascosa había salido de debajo del ataúd, se incorporó, se puso en pie, sano y fuerte cual si nunca hubiese tenido nada, y con una voz terrible, como si se oyera de la otra vida dijo:

—¡Son mis parientes, mis parientes los que me han querido enterrar vivo! ¡Todo lo que han dicho lo he oído! ¡Quiero que venga, que me busquen al muchacho que me dejó caer!

Juan que vio, que oyó esto, se llenó de terror; pero las últimas palabras le dieron valor para huir, se le figuró que el muerto que acababa de resucitar pedía su castigo y que irremisiblemente sería condenado a morir de hambre en el cuarto oscuro. La multitud se apiñaba, el doctor Codorniú, que desde que reconoció a Carrascosa sospechó que no estaba muerto, acudió en su auxilio, se oían voces, lloros de niños, la mayor parte de los pobres del hospicio tiraron las hachas de cera y corrieron presos del miedo; unas escenas imposibles de describir. Juan pudo esquivarse y, sin ser visto ni detenido, en pocos minutos se hallaba lejos de aquel Camposanto donde reinaba el asombro y el horror.

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