Imposible de creer que en una ciudad como la capital de la República Mexicana, situada en la mesa central de la altísima cordillera de la Sierra Madre, pueda haber un puerto. Pues lo hay muy importante y concurrido. Es el puerto de los lagos del Valle, lagos que, si en la estación de las lluvias amenazan derramarse sobre la ciudad por falta de las obras hidráulicas necesarias para contenerlas y darles salida, contribuyen, como lo dijo el barón de Humboldt, a que el clima de México sea uno de los más suaves y benignos del globo. Tendidos en el Valle, como inmensos espejos donde se retratan las altas montañas, saturan la atmósfera de la humedad necesaria, aumentan la belleza del paisaje, proporcionan trabajo y alimento a la clase indígena, y medios fáciles de comunicación con las poblaciones situadas en un radio de diez o doce leguas. Quietos y tranquilos en el invierno, en el verano las tempestades y trombas de las montañas vienen a descargar en ellos el horroroso estrépito de rayos, granizo y viento, y sus aguas, aumentadas considerablemente de volumen, levantan olas como las de la mar, que no pocas veces han hecho naufragar escuadras enteras de canoas cargadas con los granos y productos valiosos de las haciendas de Chapingo y Tepetitlán.
El lago de Texcoco es de agua salada y el más histórico y célebre de todos porque era una especie de mar interior que separaba a los imperios de México y de Texcoco. Los aztecas, en tiempos remotos y después de una peregrinación más larga que la de los israelitas a la tierra de promisión, llegaron al lago de Texcoco, vieron el águila parada sobre un nopal, teniendo en sus garras una culebra (que es el emblema de las armas mexicanas) y se detuvieron por orden de su dios, fundaron una ciudad y más adelante, por medio de atrevidas expediciones y conquistas, aumentaron el territorio y lograron que el imperio fuese célebre realmente hasta el día de hoy, pues los historiadores más eruditos y los hombres más eminentes en las letras, se han ocupado de esta extraña historia, que no tiene igual en el mundo y que aún está llena de misterios que no ha sido posible descubrir. Los aztecas tuvieron que sostener guerras terribles con la República de Tlaxcala, que quería conquistar no la nación, sino la sal de que carecían sus habitantes. Los lagos varían de nivel, derraman los unos sobre los otros y se comunican por canales construidos desde el tiempo de los aztecas. Sus orillas están como salpicadas de pueblecillos de indígenas, con sus jacales de tule o de piedra suelta, techados con las fuertes hojas del maguey y forman un pintoresco y variado escenario desde las alturas; pero examinados de cerca, se encuentra la tristeza y la miseria. En los tiempos de la grandeza y preponderancia del imperio mexicano que, como Alemania hoy, logró establecer la hegemonía entre las repúblicas y monarquías que lo rodeaban, en esas poblaciones ribereñas reinaba la vida, la abundancia y el movimiento. Tenían veinte veces más habitantes que hoy; se dedicaban a la pesca, a la agricultura y al comercio, y sus embarcaciones navegaban día y noche e iban a atracar cerca de los palacios de los emperadores. Nada era también comparable al esplendor, riqueza e industria del Reino de Texcoco en los tiempos del filósofo rey Netzahualcóyotl. A pesar de la conquista, de las guerras civiles, de las enfermedades, pestes y todo género de calamidades que durante siglos han caído sobre esos pueblos, conservan restos de su actividad, y bajo una apariencia de desolación y ruina existe un comercio activo entre la gran ciudad y aldeas, y las aguas de los lagos y de los canales están surcadas por multitud de embarcaciones. En ciertas épocas del año, en la Semana de Dolores, por ejemplo, el comercio sólo de las flores, parece increíble, pero importa miles de pesos, y el extranjero que visite el país con algún interés histórico o con la fatuidad, ignorancia y malevolencia de algunos viajeros franceses, encontrará mucho que le dé una idea de los tiempos anteriores a la conquista. Las indias aseadas, con su liso cabello negro, sus blancos dientes que enseñan con franca y sencilla risa, vestidas con huipiles y enaguas de telas de lana o de algodón de colores fuertes, y conduciendo hábilmente sus ligeras chalupas llenas de legumbres o de flores, presentan un aspecto pintoresco y un tipo agradable que no se puede encontrar en ninguna parte de Europa, y que no es tampoco el de los isleños, flacos, demacrados, desnudos, de un color pardo negro, que forman a la vez la delicia y el desprecio de los navegantes de largo curso y que en todas posiciones y con cualquier motivo vemos continuamente reproducidos hasta el fastidio en los grabados de madera de los periódicos pintorescos.
El canal de la Viga, surcado por más de cien chalupas y canoas cargadas de flores, con sus casas ruinosas por un lado, que se asemejan a las de los canales interiores de Venecia y que fueron una cierta época residencias suntuosas de los ricos, y por el otro las anchas calzadas con arboledas, llenas de carruajes lujosos y de caballeros con el pintoresco traje nacional, tiene un aspecto de novedad y de interés histórico, pues se puede a la vez y en el mismo cuadro observar la raza antigua indígena con sus trajes y costumbres primitivas, y la gente criolla de origen español, con las pretensiones aristocráticas del lujo parisiense.
Pero el verdadero puerto no es ni la garita, ni el canal de la Viga, sino San Lázaro, barrio desaseado (como desgraciadamente lo son la mayor parte de los barrios de la ciudad), árido, porque faltan el agua, los jardines y las arboledas, y lejano del centro de los negocios.
A pesar de las malas condiciones del terreno, el tráfico y el comercio lo animan. Por ese puerto recibe México los granos y semillas de las haciendas situadas en las márgenes del lago de Texcoco, los azúcares y frutos de la Tierra Caliente que conducen los arrieros hasta Chalco, que es como si dijéramos la boca de Tierra Caliente, o más bien una especie de puerto de depósito, el carbón, leña y madera que se labra en las montañas, y otra multitud de producciones que sería largo mencionar. Este tráfico se hace por medio de chalupas y de canoas trajineras de que ya tiene una idea el lector y que en gran número entran y salen diariamente o permanecen días enteros fondeadas, esperando la carga y los pasajeros.
Tenemos que suplicar al lector que nos acompañe, aunque sea por un momento, a la garita de San Lázaro, sin obligarlo a entrar en ese asquerosísimo hospital donde tantos infelices van acabando su vida atacados de un mal que no tiene remedio y que tan poco han estudiado hasta ahora nuestros sabios doctores de la justamente célebre Escuela de Medicina de México, muy distinta de la Universidad donde hicieron sus estudios los famosos Codorniú, Huapilla, Villa y quizá tal vez el nunca olvidado don Pedro Escobedo.
Son las ocho de la mañana, el sol, con su ancha cara, mira alegre a los habitantes de México desde un cielo azul, que apenas está bordado en el horizonte con algunas leves nubecillas blancas con una franja de oro brillante, metódica y graciosamente ondulada, como hecha por esa madre naturaleza tan hábil, tan artista, tan inteligente y, sobre todo, tan benigna para los que habitan los países tropicales. Las canoas trajineras que la noche anterior han salido del Puerto de Depósito de Chalco, comienzan a divisarse a lo largo del canal, y las aguas, ya por esas cercanías cenagosas con los desechos de la ciudad, comienzan a removerse por los remos manejados con vigor por los indios desnudos hasta la cintura, chorreándoles el sudor y respirando (¡pobre gente!) con dificultad por una fatiga de seis u ocho horas. Llega por fin una trajinera, después otra, y otra; en fin, una fila interminable, porque una balsa inmensa formada de vigas procedentes de los montes de Zoquiapan, obstruye una parte del canal. Los guardas detienen y ocupan las canoas para registrar la carga y cobrar los derechos de consumo, y los dependientes de las casas de comercio comienzan también a llegar, ya a pie, ya a caballo, ya en ligeros carruajes.
Es la hora del movimiento, de la animación, y el barrio, triste y monótono, parece que revive y se alegra por unas cuantas horas.
—¿No ha llegado la Voladora? —preguntó el teniente de la garita a uno de los guardas que se ocupaba del despacho aduanal de las canoas.
—No ha llegado todavía; ya sabe usted que siempre amarra en el toldo doña Cecilia su asta con su bandera roja; es la única que lo hace, y los Trujanos le hacen burla. Toda la fila de canoas que ve usted allá, son de los Trujanos, que han comprado la cosecha de cebada de la hacienda de Chapingo. ¿Por qué preguntaba, mi teniente, por la Voladora?
—Porque he tenido denuncia de que debajo de las arcinas de paja que debe traer como única carga, encontraremos un contrabando de aguardiente. Mucho cuidado, y avíseme cuando llegue esa canoa.
El teniente de la garita acababa de decir estas palabras, cuando fue detenido por una persona que se apeaba de su caballo, dejándolo al cuidado de un criado que le seguía.
—¡Señor licenciado! ¿Qué vientos lo traen a usted por aquí? —dijo el teniente, tendiéndole la mano.
—En efecto, hace como dos meses que pasé por la garita, pero no le encontré a usted —le contestó el caballero, estrechándole la mano—. Ya sabe usted que siempre entro al despacho a saludarlo y a molestarlo también; pero ¿qué quiere usted? ¡Para eso son los amigos!
—A su disposición y como siempre, señor licenciado. ¿Qué se le ofrecía a usted hoy?
—Quisiera que me prestara uno de sus guardas para que acompañase a mi criado a Chalco con los caballos; podrán ir poco a poco y esperarme mañana allá en el embarcadero; estarán frescos, y sin fatigarlos podré llegar a la tardecita a Ameca.
—Lo que usted quiera, y acabado el despacho de las canoas estará listo Pedro Contreras, a quien ya conoce usted y puede darle sus instrucciones; pero, seré curioso; supongo que es el mismo asunto el que obliga a hacer a usted tantos viajes a Chalco y Ameca.
—El mismo, amigo mío, el mismo. Dice el refrán que quien porfía mata venado. Verdad es que yo no he matado en años, pero a porfiado nadie me gana, y tarde o temprano he de matar este venado, que es grande y gordo. Creo que antes de dos meses estaré en posesión de muchas haciendas y de todo ese volcán que vemos desde aquí, si no es que entra también en el negocio el Ixtaccíhuatl.
—¿Tanto así? —preguntó el teniente asombrado.
—Y mucho más. Ya le he dicho a usted otras veces que hemos platicado, que mi ahijado, sí, porque es mi verdadero ahijado, es el único y absoluto heredero del emperador Moctezuma II, y figúrese usted si ese monarca no sería dueño de los volcanes y de las haciendas que están en su falda. Carlos V y Felipe II lo reconocieron así, y buenos pesos ha costado sacar del archivo general las copias de las Reales Cédulas. Si perdemos este negocio, nuestra ruina será completa, pues que el rancho de Santa María de la Ladrillera está hipotecado en más de lo que vale.
—¡Ah! Usted es muy vivo, señor licenciado, y estoy seguro que ganará y tres más.
—Vivo, no; bastante tonto soy; lo que sí tengo es activo, activo y mucho, y el que se mueve en este país, siempre gana a los que se duermen. Ahora tengo en mi favor la circunstancia de que el gobierno ha declarado una pensión en favor de un duque o de una duquesa de España, que se dice desciende del emperador Moctezuma III que vive y está muy gordo, robusto y sano en el rancho de Santa María de la Ladrillera, que usted conoce lo mismo que yo. No he protestado contra esa injusticia, que echa una carga encima a la nación, que bastante pobre está, porque me sirve de apoyo para probar ante las Cámaras, si es necesario, que la nación reconoce a los herederos de ese gran monarca azteca y está en la obligación de pagarles lo que les debe y ponerlos en posesión de sus antiguos dominios. Lo que yo necesito ahora es ganar al juez y al Ayuntamiento de Ameca, para que no se me vayan a poner en contra. ¿Usted no conoce a alguno de por allá que nos pueda ser útil, aunque sea necesario gastar algún dinerillo? No será en balde la ayuda de usted; ya lo convidaremos a buenos días de campo cuando estemos en posesión de las haciendas.
—Sin necesidad de esto, señor licenciado. A usted le debo, en parte, el empleo que tengo y en el cual estoy muy contento, por más que este rumbo de San Lázaro sea feo, solitario por demás y un tanto peligroso, pues ya han querido los ladrones asaltar la garita.
—Lo decía de chanza —se apresuró a contestar el licenciado—. Sé que usted es buen amigo, y nada hice en recomendarlo al Ministro de Hacienda y abandonar su honradez. Vamos ¿no recuerda usted si tiene en Ameca un conocido?
—Tengo varios, pero no creo que puedan servirle de mucho. Quizá don Celso Tijerina, que es tío segundo de mi mujer y tiene un rancho por ese rumbo.
—Justamente hemos dado en el clavo. Don Celso Tijerina es hoy presidente del Ayuntamiento.
—No lo sabía.
—Y es el todo; hace lo que quiere del municipio. ¡Qué fortuna! A escribirle; pero bien, con calor; lo que se llama una verdadera recomendación.
—Usted pondrá la carta como quiera, señor licenciado, y yo la firmaré.
—Convenido y a ello; no hay que perder tiempo.
Los dos personajes entraron al despacho. El licenciado escribió la carta y el teniente de la garita la firmó.
—Otra molestia —dijo el licenciado poniendo la recomendación en su bolsillo.
—Lo que usted quiera.
—Deseo que tome usted un lugar para el viaje de esta noche; pero entre todas las trajineras escójame usted la mejor, la más segura y que llegue más pronto. El último que hice fue pésimo, sin colchón, los petates húmedos y la canoa apestaba a dos mil demonios.
—Así están todas ellas; no hay una canoa regular donde pueda caminar una gente decente, más que la Voladora; tiene buenos colchones, muy limpia, con remeros robustos, avisando con tiempo a la patrona, se puede aun cenar, y bien; pero es el caso que no ha venido todavía, y es la primera que llega.
—Pues en la Voladora y no hay que vacilar; es necesario prevenir a la patrona que disponga una buena cena; quizá no dilatará esa famosa embarcación.
—Mi teniente —dijo un guarda asomando la cabeza en la puerta del despacho— hemos prohibido a la patrona que salte a tierra, está furiosa, nos ha dicho muchas injurias, y quiere hablar con usted.
—Un momento y vuelvo, señor licenciado, voy a arreglar esto.
El teniente y el guarda se dirigieron al embarcadero, y nuestro licenciado Lamparilla, a quien habrán reconocido nuestros lectores desde que habló de Moctezuma III, quedó fumando y hojeando los papeles y libros del despacho.
Muy poco tardaron; regresaron acompañados de una mujer alta, de opulento pecho, vestida con unas enaguas, a media pierna, de castor encarnado, un sombrero ancho de paja en la cabeza y su fino rebozo de hilo de bolita en las espaldas.
—Aquí tiene usted la mejor trajinera del canal —le dijo el teniente—; un poco contrabandista, eso sí; y ya nos ha pasado buenas partidas de aguardiente; pero hoy todo lo trae en regla: el azúcar de la hacienda de los padres dominicos y nada más…
—¡Cecilia! —exclamó Lamparilla—. Debía haberte reconocido en el garbo, en esas buenas piernas y en ese modo de menear las caderas que Dios te ha dado. ¿Qué haces? ¿Por qué has abandonado tu puesto en el mercado? Desde que no estás ahí, la fruta no vale nada: o verde o podrida. No he vuelto a comer un melón bueno hace meses. Te he buscado, he preguntado por ti, y las muchachas que cuidan el puesto me han dicho que siempre estabas en Chalco, donde te he buscado también sin lograr verte.
—¿Qué quiere usted que haga una pobre mujer sola —le respondió Cecilia con indiferencia— cuando es perseguida sólo porque es honrada?… Me he cansado de darle fruta a ese dicho San Justo, que se debía llamar Pecador por lo malo que es; pero él quiere otra fruta y ésa nunca la comerá; y lo que peor es que me decía que todo lo que yo le daba era para usted.
—¡El pícaro —le interrumpió Lamparilla— ni una manzana me ha mandado desde que no soy regidor! Ya le ajustaré las cuentas en cuanto pueda, y entonces volverás a tu trono de frutas y flores; y si tú has oído hablar de la diosa Ceres, sábete que eres la Ceres de la Plaza del Volador; hasta el Presidente te miraba desde el balcón de Palacio.
—No he oído hablar de esa frutera Ceres, señor licenciado; pero seguro que si va a la plaza y sufre lo que yo, muy buen genio ha de tener si no le rompe las muelas de una bofetada a ese San Justo.
—Dices muy bien, Cecilia —dijo el licenciado, riendo de la poca instrucción que tenía Cecilia en la mitología griega—. Te repito que no tengas cuidado, y entre yo y esa frutera Ceres, que no es más guapa que tú hemos de quitar a San Justo de la plaza para que puedas volver tranquila a un puesto que desempeñas mejor que muchos que tienen cuatro mil pesos de sueldo.
—Es el Evangelio lo que dice usted, señor licenciado —añadió el teniente de garita— y conozco muchos que podría citar con su nombre y apellido. ¿Pero quién es esa Ceres? ¿Se podría saber, señor licenciado? —continuó diciendo el teniente, acercándose al oído de Lamparilla.
—Ya le contaré a usted eso —le respondió el licenciado riendo y observando que el empleado del gobierno no estaba más avanzado en el saber que la frutera—. Lo que ahora necesitamos es arreglarnos con la canoa de Cecilia.
—Precisamente la traje delante de usted para eso mismo.
—¿Conque tienes canoas trajineras, Cecilia? —le dijo Lamparilla—. Nunca me lo habían dicho…
—La única que me ha quedado, y nunca se ha ofrecido hablar de esto ni nada le había platicado, pues creía que usted era amigo de San Justo y que estaba arreglado con él para arruinarme.
—¡Jamás, Cecilia! Jamás he estado en contra de una buena moza como tú…
—La Voladora está a disposición de usted.
—Convenidos; colchón, buena cena y…
—Todo lo que esté en orden y en razón lo tendrá usted, y quedará contento como todos los que viajan en la Voladora.
—Ya lo creo. ¿Y a qué hora es la salida?
—Al oscurecer.
—¿Y llegaremos a Chalco?
—Mañana a las siete, si Dios quiere.
—Convenidos; hasta la noche, Cecilia.
—Hasta la noche, en el embarcadero, señor licenciado.
—Mejor que lo que yo me pensaba —dijo Lamparilla dirigiéndose al teniente—; carta de recomendación, guarda que acompañe a mi mozo, una buena cena y una guapa moza por capitana de la embarcación. Estoy de fortuna. ¡Qué días nos pasaremos en las haciendas del Volcán, Temoaya, Tomacoco, Buena Vista, qué sé yo!, un imperio entero más grande que la Francia; y yo, como quien dice, dueño de todo esto. Conque, convenidos; regreso a casa y mando en seguida al mozo con los caballos. Hasta la tarde, amigo mío.
—El guarda estará ya listo cuando el mozo regrese. Hasta la noche, señor licenciado.
Lamparilla montó en su caballo, el teniente entró al despacho y Cecilia se dirigió al embarcadero a descargar su canoa y entregar el azúcar al dependiente de los padres dominicos, que hacía una hora esperaba en el sol, renegando de los guardas y de la trajinera.
A cosa de las doce la canoa estaba descargada, barrida y limpia, y Cecilia se disponía a almorzar cuando la detuvo un hombre.
—Señora trajinera —le dijo— ¿tendría usted un lugar en su canoa para Chalco?
—De tener lugar sí lo tengo; pero vale caro. Por doce reales lo encontrará usted en cualquier canoa; pero así son ellas de puercas y apestosas. En la Voladora vale cinco pesos; pero para usted serán cuatro, pues tiene facha de buen sujeto.
—Estoy conforme y prefiero pagar más con tal de ir cómodo. ¿Tendré colchón y un toldo separado para mí solo?
—Tendrá usted colchón y toldo para usted solo; pero serán cinco pesos.
—¿Ni medio menos?
—Ni medio menos.
El hombre sacó de su bolsa cinco pesos y los puso en la mano que le presentó Cecilia.
—¿A qué hora sale la canoa?
—Al oscurecer; en todo caso antes de las ocho, hora en que cierran la garita de la Viga.
—Estaré aquí.
El hombre se fue y Cecilia se metió a su departamento en la canoa, a saborear el almuerzo que le preparó y le sirvió una criada; los remeros se fueron al barrio a dar un paseo y a tomar su chinguirito a la vinatería cercana.
El nuevo pasajero de la Voladora, que había parecido tan buen sujeto a Cecilia, era nada menos que Evaristo el Tornero.
Cuando Evaristo salió del zaguán de la casa, después de haber entregado la llave de su taller a la casera, se detuvo un momento a reflexionar; después, lo mismo que Juan, trató de alejarse del lugar del crimen; pero no lo hizo como el aprendiz, corriendo desatentadamente, sino despacio, con tranquilidad, mirando, como tenía costumbre, a todas las mujeres, por si acaso pudiese entre ellas encontrar a Casilda. Pensaba siempre que el aprendiz podría haber ido a buscar a la patrulla; pero aun en ese caso, tenía más de veinticuatro horas de qué disponer sin temor de ser buscado por la policía. Después, en tomar declaraciones a las vecinas, descubrir el cadáver, conducirlo a la Acordada o a la Diputación, darían las cinco de la tarde, y a esas horas el juez se iría a su casa y el juzgado no volvería a abrirse sino al día siguiente a las diez. Cavilando y calculando así, después de dar vueltas por esta calle y por la otra, se encontró en los bajos de la Gran Sociedad, donde estaba la famosa tapicería de Compagnon. Le debían una cuenta, y le vino que ni de molde el cobrarla. Entró con la mayor frescura, propaló la hechura de un ajuar conforme a unas estampas de París; rogó a Compagnon que le cambiase la plata por oro, y aumentó con siete onzas el pequeño capital que tenía ya en el bolsillo. Su pensamiento favorito era marcharse a Río Frío, refugio tradicional y seguro de los bandidos y proscritos; pero ¿cómo hacerlo solo, sin armas, sin ninguna recomendación para los ladrones, que estarían en las madrigueras del espeso monte? En vez de encontrar refugio y modo de robar, sería él robado y asesinado. Más adelante, y con otro género de combinaciones, sería posible, y en ese punto su resolución era firme. No tenía más remedio que ser bandido. Permanecer algunos días en la ciudad, tampoco; era muy conocido y sería indudablemente descubierto y ahorcado si caía en manos del fiscal Casasola, que no perdonaba a nadie. Irse al interior a pie, o comprar caballo, montura y armas para hacer el viaje, tampoco era cosa que podía hacer sin exponerse mucho. Decidió, pues, tomar pasaje en una canoa trajinera e ir a Chalco, donde podría tener tiempo de pensar y, en último caso, comprar allí armas, caballo y ganar el monte, que no estaba lejos; pero lo urgente era disfrazarse. Encaminó sus pasos por la Calle de los Sepulcros de Santo Domingo, por donde no era conocido ni vivía tampoco ninguno de los parroquianos que lo ocupaban, y dio poco a poco, como si la fortuna se lo hubiese indicado, con una barbería. Recordaremos que Evaristo tenía un negro y abundante pelo, bigote y grandes patillas.
—Me cortará usted el pelo, maestro, y me rasurará completamente; y mucho cuidado con la herida que tengo en la cabeza, que no está cicatrizada. Unos pillos ladrones me asaltaron al entrar en mi casa; me defendí, los hice correr; pero me hirieron. El médico me va a hacer una operación, y me ordenó que me cortara el pelo y la barba.
El barbero se quedó mirando a Evaristo, no dio crédito al cuento, y pensó que más bien tenía delante a uno de esos temibles bandidos, quizá cómplice o el mismo asesino de Tules, pues ya había leído en los periódicos el suceso; pero tuvo miedo; hizo sentar al cliente en la silla, le ató una toalla en el cuello y comenzó a cortar aquellas greñas espesas, pegadas con la sangre que había brotado de la herida que le hizo Juan con el serrote. Después lo rasuró y le presentó un espejito. Evaristo mismo no se reconocía. Una sonrisa de satisfacción vagó por sus labios, pero disimuló; pagó una peseta al barbero, salió, y por callejones extraviados llegó al embarcadero de San Lázaro, donde lo hemos visto ajustar su pasaje en la trajinera de nuestra antigua conocida Cecilia.