XXVIII. Mariana y su hijo

El palacio feudal de la Calle de Don Juan Manuel, desde que se construyó con sus paredes pesadas y gruesas como las de un castillo, sus ventanas interiores con rejas de hierro y sus recámaras espaciosas y oscuras, era triste y severo como la mayor parte de los edificios que bajo un plan morisco se construyeron en México por los ricos descendientes de los conquistadores; pero el tiempo y quizá el modo de vivir de la noble familia que lo habitaba, y los pesares secretos que pesaban sobre ella, contribuyeron a darle todavía un tinte más siniestro y sombrío.

Los grifos y los horrendos mascarones que se asomaban al pie de las almenas en la ancha cornisa de la azotea, continuaron arrojando cada año con desesperante monotonía por sus bocas abiertas torrentes de agua, que en la estación de las lluvias inundaban el patio; continuaron mirando con una especie de enojo, con sus redondas pupilas de piedra, a las pocas personas que se aventuraban a penetrar en el zaguán y subir las altísimas escaleras; el viento rudo y frío invadía cada diciembre los corredores y pasadizos solitarios y hacía crujir y se llevaba astillas de los ya viejos bastidores; el polvo amarillento y sofocante que en la estación del calor venía de los suburbios sucios y abandonados de la ciudad, reposaba y formaba capas en los ricos jarrones de porcelana y en los dorados tibores del Japón, sin que una mano cuidadosa se atreviese a limpiar ni a reparar las averías y daños ocasionados por el tiempo; parecía que siglos enteros habían transcurrido, que los habitantes se habían quedado dormidos durante muchos años en sus recámaras, y el sol mismo, tan espléndido y radiante en México la mayor parte del año, no era bastante para calentar y desterrar el frío de esa señorial mansión. ¿Por qué pasaban así las cosas? Vamos a explicarlo. El conde, entre sus excentricidades que cambiaban de giro a cada momento, había ordenado que cuando él estuviese ausente, nada de la casa se cambiase de lugar, ni se tocase, ni se hiciera aseo ninguno en los corredores y habitaciones reservadas para la familia; y como en el tiempo corrido había venido tres o cuatro veces y regresado a las haciendas, pasando en México corto tiempo, nadie se había atrevido a desobedecerlo. Por otra parte, faltaba Tules, que había sido una especie de maga cuidadosa y solícita, pues todo lo que estaba a su cargo relucía por la limpieza, orden y propiedad, y hacía resaltar las curiosidades y objetos de arte que formaban como el complemento de la grandeza de la antigua casa solariega, que recibió durante años los más exquisitos objetos de China, de España y de Flandes.

¿Y Agustina? ¿No era en realidad el ama de la casa, la que dominaba al conde, tenía la caja de cedro con el dinero y disponía a su voluntad de cuanto había en ella? Verdad era esto, pero la pobre ama de casa grande, que parecía muy feliz y envidiada de los criados de los condes de Valle Alegre y de los marqueses del Valle, tenía más bien una existencia moral que prolongaba valientemente con una rara energía, que no una existencia material y física. El polvo, el desaliño, el abandono completo de lo que existía en el palacio de Don Juan Manuel, estaba de acuerdo con sus tristes ideas, más tristes aún que los acontecimientos que siguieron a la fatal aventura del Chapitel de Santa Catarina que dejamos pendiente, y que tenemos necesidad de recordar y reanudar aquí.

Tan pronto como descendió Juan Robreño de la vacilante escalera del sereno, llevando envuelto en su capote militar el fruto de su amor, se dirigió a la casa de su tía y lo confió a su cuidado, haciéndole cuantas recomendaciones puede hacer un padre por su hijo, y un hijo de una mujer adorada, que quedaba realmente sin el amparo de sus padres por las raras circunstancias en que le había tocado venir a este mundo.

Advertidas Mariana y Agustina, sobreponiéndose al miedo que tenían al conde, no omitieron nada para proporcionar al recién nacido cuantas comodidades pueden imaginarse. Excelente nodriza, pañales muy finos, cómoda habitación en el campo, dinero para todo esto sin tasa ni economía. Secundadas la madre y la ama de llaves por la buena tía de Juan Robreño, disfrutaron algunos meses de una dicha que Mariana comparaba a la que disfrutaría en la gloria. En una corta ausencia del conde, Mariana, acompañada de Agustina, se aventuró a hacer una excursión hasta la casa de campo. Entró temblando, presa de una emoción tal, que era necesario que Agustina la levantase y la ayudase a pasar el umbral de la sencilla y modesta casa de la tía. Le pareció de pronto la peregrinación a un santuario donde la madre inocente iba a ver por primera vez al hijo de sus entrañas, a contemplar en esa animada y débil miniatura como en un espejo, sus propios ojos, su propia boca, todas sus facciones, lo mismo que todas las facciones del amante, porque debía parecerse a los dos. ¿Y por qué no? Se habían amado, no… mentira, se habían idolatrado, y en las verdes y solitarias sabanas de la hacienda, acaso inocentemente, sin pretenderlo aún, sin preverlo, en un supremo y ardiente beso había conocido los misterios y los éxtasis del primer amor; pero al dar un paso más, un negro pensamiento vino a su mente, como esos siniestros murciélagos que atraviesan repentinamente la mesa de un festín campestre a las horas del crepúsculo. No, no era la esposa respetada ni la madre legítima la que iba a visitar a su hijo y cerciorarse que el aire sano de los campos daba color a sus mejillas y fuerza y desarrollo a sus pequeños y débiles miembros, sino la hija criminal y culpable que, presa de la zozobra y del remordimiento, iba a excusas a mirar sólo por un instante a un ser condenado tal vez, como ella, a la eterna desgracia y al oprobio.

Mariana, asustada, como si viese venir a su padre, y avergonzada porque en ese momento reconocía la gravedad de su falta, retrocedió, queriendo regresar por donde había venido; pero Agustina la detuvo.

—Ánimo, señora condesa, ánimo, un poco de valor, y entremos. ¿Cómo es posible que nos volvamos después de correr el peligro de ser descubiertas por el conde, sin que esa criatura inocente sea conocida y arrullada siquiera una vez más en el seno de la madre que le dio el ser?

—Es verdad, Agustina, tienes razón, debo avergonzarme de haber sido débil; pero no supe lo que hice, no lo sé en este momento; quería tanto a Juan, lo quiero tanto todavía, que nada podría negarle. Entremos.

Y en efecto, animada y ligera penetró en el salón buscando únicamente con los ojos la cuna, la cama, el lugar, la persona que podría tener a su hijo.

La excelente señora, que tenía aviso de la visita, se presentó muy aseada y vestida, haciendo las debidas reverencias y cumplimientos a la hija del amo y señor a quien su hermano servía hacía tantos años; pero Mariana no vio los muebles ni las criadas que salieron presurosas a ordenar las sillas para que se sentase, ni la persona que la recibía y la saludaba, nada; sus ojos errantes, buscaban una sola cosa… ¿Dónde está, dónde está?… Y presa de la emoción se dejó caer en un sillón que oportunamente le había presentado una sirvienta.

—Ya lo verá usted, y pronto —contestó dulcemente la tía de Juan— pero repose usted cinco minutos, cálmese usted… Comprendo su emoción y sus sentimientos. No he sido casada, y por consiguiente tampoco he tenido la desgracia o la fortuna de tener hijos; pero por el cariño que yo tengo a mi hermano y, sobre todo a mi sobrino y a este angelito que me ha confiado, comprendo lo que debe sentir una madre que ve por primera vez a su hijo después de seis meses de haberlo dado a luz… Voy a traerlo, pero cálmese usted, señora Condesita, y con esa condición lo verá dentro de breves instantes.

Mariana hizo un esfuerzo, se recobró un poco, tomó la mano de Agustina y la puso sobre su corazón.

—Tienta cómo late, se me quiere salir del pecho… no sé si de placer, o de dolor o de susto… Creo que me voy a morir; este corazón que me parecía tan duro e insensible como el de mi padre, me quiere ahogar.

La tía entró a las piezas interiores intencionalmente, dilató unos diez minutos, y al fin salió, teniendo en sus brazos un rollizo bebé. La nodriza y las criadas, por orden de la tía, se habían retirado para dejar a Mariana toda la libertad, y porque aunque fieles y de confianza, no convenía que se impusieran más de lo necesario de los secretos de la familia.

Mariana tomó en sus brazos al niño, y sus preocupaciones, su miedo, sus negros pensamientos, volaron en el acto; una santa sonrisa de madre amorosa vagó en sus labios, sus ojos brillaron con fuego divino como en el momento mismo que conoció el amor, y se quedó contemplando con delicioso éxtasis la faz tranquila e inocente del niño, que miraba con fijeza y atención esa nueva figura que no había antes conocido; quiso llorar y como esquivarse pero como esa nueva figura era hermosa, concluyó por habituarse a ella en pocos minutos, y pareciendo que con una sonrisa la adoptó, la reconoció como a su madre.

—¡Ah —exclamó Mariana llena de alegría—, iba a llorar! Le asustaba yo; no me había visto; pero ya se sonrió, ya me reconoció… Sí, soy tu madre, tu madre, hijo mío; delante de todo el mundo lo diría; a mi padre mismo, aunque me matara; y si te viera tan hermoso, tan inocente, me perdonaría.

Y Mariana estrechaba a la criatura en sus brazos y le cubría de besos ojos, carrillos, las manecitas, los brazos, lo quería volver a su seno y guardarlo allí. Agustina y la tía retiraron discretamente, aunque con dificultad, el niño de los brazos de la madre, porque continuando su entusiasmo amoroso hasta lo podía haber ahogado, y lo entregaron a la nodriza.

Siguió después una conversación animada que degeneró en una discusión de proyectos a cual más atrevidos. Mariana, por nada del mundo quería separarse de su hijo. Se lo llevaría al palacio de la calle de Don Juan Manuel, y se diría que era un huérfano que se había encontrado al abrir el zaguán en la mañana. Eso era quimérico. El conde no lo creería, y si lo creía, enviaría al huérfano directamente a la cuna.

Mariana no quería regresar ya a casa sin su hijo. Como tenía dinero de qué disponer, ella y Agustina se marcharían en secreto a un lugar ignorado por el rumbo de Puebla o Veracruz, y allí vivirían como campesinas, como propietarias de un rancho que comprarían expresamente… ¡Quimera también! Agustina dijo que todo era una locura, y que ella primero moriría que robar la caja del conde y fugarse con su hija; que aun cuando se resolvieran a hacerlo, no tardarían en ser descubiertas y castigadas, y que así Mariana quedaría eternamente separada de su hijo.

Pensó Mariana, y pensaba mil proyectos encontrados, confesarlo a su padre, pedirle perdón de rodillas y presentarle a su hijo. Su corazón duro tendría necesariamente que ablandarse, si las manecillas rosadas de un ángel acariciaban su negro y retorcido bigote.

—Yo no comprendo ni menos puedo entender ahora esto que se llama nobleza —decía Mariana con una entera convicción—. Mi padre es noble y mi madre era también noble; se casaron, y fueron muy desgraciados. Si yo me hubiese enamorado de un indio o de algún ranchero de las haciendas, tal vez mi padre tendría razón; pero Juan es blanco como mi padre, gallardo, tal vez más gallardo que él; hermoso, porque Juan tiene cuanto puede tener un hombre para cautivar a una mujer, y su ocupación, como lo ha sido la de mi padre, es la honrosa carrera de las armas. ¿Por qué no dejarme casar con él, que hubiese sido un buen hijo y el apoyo y sostén de la casa? ¿El dinero? Yo no necesito dinero para vivir con Juan. En un rancho, en un pueblo, en cualquier parte estaría bien, con tal que lo tuviese a él y a mi hijo; y si el dinero sirve para hacer a las familias y a los nobles desgraciados, valía más no haber nacido.

—Ni qué pensar tampoco en esto, señora condesa —le dijo Agustina—. Conozco, como si fuese mi hijo, el carácter del conde. No tendrá piedad ni de usted ni del niño. Capaz de quitárselo a usted de los brazos y estrellarlo contra la pared.

—¿Cuál es el parecer de usted, señora Robreño? —interrogó a la tía de Juan.

—Salvo lo que Dios dispusiera —respondió la tía— y por lo que desde hace años he oído decir del conde, me parece que primero se dejaría ahorcar que casar a la señora condesa con el hijo de su administrador. Si Juan, con el tiempo fuera coronel o general, tal vez…

—Ni aun así —le interrumpió Agustina—. El señor conde tiene en mucho a su nobleza y a sus antepasados, que dice estuvieron en la guerra de Flandes… y qué sé yo… En sus pocos ratos de buen humor, y cuando necesita dinero y me lo pide, aunque al fin es suyo, me ha solido platicar cosas de sus abuelos, cosas que sería largo contar; pero lo que sí se me ha quedado grabado, es que siempre ha dicho que primero querría ver a su hija muerta que casada con uno que no fuera igual en sangre y en nobleza.

—Bien, si es así —dijo Mariana— no me queda más extremos sino abandonar para siempre mi casa, y fugarme con Juan; pasado un año, dos años, se habrá disminuido el enojo de mi padre, y entonces quiera que no, tendrá que perdonarnos.

Por de pronto —le respondió Agustina— también es eso imposible, porque en realidad no sabemos dónde se halla Juan. Hace un mes andaba por las cercanías de la hacienda del Sauz, y así me lo escribió don Remigio, pero hoy no sabemos dónde se encontrará, y desde luego algo le impide venir a México, y la señora condesa sabe esto más que yo, pues que ha recibido sus cartas.

—Es verdad, Agustina —dijo tristemente Mariana—, no puede venir, sería fusilado, pues que desertó delante del enemigo. Todo lo ha perdido, posición, dinero, honor. Jamás hombre alguno en el mundo habrá hecho tanto por una mujer como Juan por mí… No, no hay otro remedio; invocaré la ley, arrostraré la cólera de mi padre, confesaré ante todo el mundo mi debilidad, reclamaré la herencia que me dejó mi madre, y me uniré eternamente con el que es ante Dios mi legítimo esposo, y no me separaré más de mi hijo.

—¿Pero Juan podrá hacer lo mismo? ¿No está juzgado por desertor y sentenciado a ser pasado por las armas donde quiera que se le coja?

—Es verdad —contestó Mariana—, lo acababa de decir, y lo había olvidado, y formaba ya ilusiones de dicha y libertad, y soñaba con una vida de familia; pero por Dios crucificado, yo no puedo vivir así, algo he de hacer, y un día, cuando Agustina menos piense, abandonaré el fúnebre palacio, que todo él me parece una tumba, y marcharé, no sé cómo, hasta encontrar y reunirme con el proscrito. Es mi deber; pues que todo lo ha perdido por mí, yo debo perderlo todo por él.

Mariana, al acabar de decir con decisión estas palabras, se levantó del canapé donde estaba sentada, comenzó a pasearse con agitación de uno a otro extremo de la sala y a mirar a intervalos, de una manera extraña, a la tía de Juan y a doña Agustina, las que, alarmadas y temiendo que la pobre madre perdiese el juicio, procuraron calmarla con las más dulces palabras, prometiéndole que pensarían más adelante en un proyecto que tuviese menos riesgos e inconvenientes y que le diera el resultado de reunirse con Juan, al que iban a escribir por conducto de don Remigio, que pidiera un indulto al Presidente o al Congreso. Mariana movía la cabeza con un aire de duda y de desconsuelo, y aunque hacía esfuerzos no le era dable dominar la agitación nerviosa que le había acometido, cuando pensó detenidamente, quizá por la primera vez, en las dificultades de su vida y en la eterna soledad a que estaba condenada, no obstante tener dos seres queridos a quienes amaba de todo corazón.

Agustina entró a la recámara, trajo al niño en brazos y se lo presentó.

—Por él, todo por él, señora condesa. Valor y confianza en Dios. Nuestra Señora de las Angustias, esa Virgen dolorosa que hizo un milagro en el Chapitel de Santa Catarina, cuando no teníamos ya esperanza alguna, hará otro mayor el día que menos lo pensemos.

—Sí, por él, todo por él, dices muy bien, Agustina —respondió la condesa, se quedó contemplando largo rato a la pequeña criatura, le dio un amoroso beso, y dos hilos de silenciosas lágrimas se desprendieron de sus grandes ojos negros.

La crisis había pasado. Las dos buenas gentes aprovecharon este momento favorable, condujeron a Mariana al coche que la esperaba en la puerta, y antes de dos horas subían ama y criada, mudas y tristes, las grandes escaleras del palacio de la Calle de Don Juan Manuel.

El conde, una semana después de esta escena, regresó de Pachuca, donde había ido por negocios de minas, y pocos días después dispuso continuar el viaje para la hacienda del Sauz. Mariana tuvo que seguir a su padre y Agustina quedó encargada, como siempre, de la casa. Durante muchos meses ni criados, ni cartas de la hacienda. El conde vendía sus esquilmos allá, y de vez en cuando tocaban el gran aldabón del zaguán de la casa de Don Juan Manuel y se presentaba algún dependiente español a entregar a Agustina mil o dos mil pesos, de los que daba recibo y guardaba en la caja, que a poco más o menos estaba llena. Cuando terminaba la fiel ama de llaves sus pocos quehaceres, salía a dar sus paseos a la calle, que se reducían a una visita a su casita del Chapitel de Santa Catarina, donde rezaba fervorosamente delante de la magnífica y milagrosa imagen de Nuestra Señora de las Angustias, pidiéndole sacase a la condesa y a su amante o esposo de la terrible situación en que se hallaban, y que le diese a ella vida y fuerza para ayudarlos en todo. Consolada y llena de esperanzas, seguía su paseo, que tenía por objeto hacer algunas indagaciones sobre la situación y vida de Tules, y las más veces tomaba un coche y terminaba la excursión en la casa de campo, donde colmaba de caricias al bebé y nunca dejaba de llevarle algún juguete propio de su edad, volviendo, si no contenta, al menos resignada a la triste mansión.

Un día que fue a la casa de campo, la tía de Juan le dijo que la nodriza había ido con el niño a los Remedios, donde tenía su casa. No le pareció bien a Agustina; pero no dijo nada y se marchó. A la semana siguiente hizo otra visita, tampoco estaba el niño; una conocida que lo quería mucho, lo había llevado a su casa, y la nodriza había ido precisamente a buscarlo. Agustina no esperó porque era tarde, y nada sospechó.

Al mes siguiente, nueva visita, tampoco estaban ni el niño ni la señora. Agustina sospechó que alguna cosa pasaba y volvió a los dos o tres días resuelta a aclarar el misterio.

—Espero, señora Robreño, que en esta vez veré al niño; han pasado ya dos meses y cuantas ocasiones he venido no lo he encontrado. Ahora de por fuerza lo tengo que ver; no me marcharé de aquí, dormiré en este canapé si es preciso.

La tía no hallaba qué responder, enclavijadas las manos, quería levantarse, echarse a los pies de Agustina, llorar, gritar, nada… la vergüenza, el pesar… el remordimiento, cuantas sensaciones punzantes puede tener un alma honrada que ha cometido una falta aunque sea involuntaria, tantas así se retrataban en la fisonomía martirizada y casi moribunda de la infeliz mujer, hasta tal grado que Agustina misma tuvo que ocurrir en su ayuda.

—Serénese usted un poco, señora, y refiérame con verdad lo que ha pasado con esa desgraciada criatura. ¿Ha muerto? Grandisísimo pesar para la condesa, pero quizá sería mejor que…

—No, no, señora; no ha muerto, porque en el acto lo habría avisado a usted, y como dice, habría sido un beneficio que Dios habría hecho a mi sobrino y a la señora condesa. Lo habría sentido, porque lo amaba como mi hijo, pero estaría tranquila y resignada…

—Entonces… me asusta usted. Diga, por Dios, y acabaremos las dos por sufrir este nuevo martirio.

—Verá usted —continuó la señora Robreño con una voz todavía tan trabajosa y aterrorizada como si acabara de suceder lo que iba a referir mi costumbre ha sido, desde hace muchos años, el ir a la Villa de Guadalupe el día doce de diciembre y pasar todo el día en la catedral, en el cerro y en la capilla del Pocito. Tomé un coche por todo el día y llevé a la nodriza con el niño, no queriendo dejarlo, y en el curso del día no me despegué de él, y donde yo iba allí también iba la nodriza y el niño; había mucha gente, y yo no quería que lo fuesen a lastimar a la salida y la entrada de los templos. Ya en la tarde, salimos a tomar el fresco y a buscar el coche, que no tardamos en encontrar; se acercó e íbamos a montar en él… la desgracia… la fatalidad… la voluntad de Dios… y no sé… me vuelvo loca al recordar lo que pasó… Quería que el niño tuviese una medalla de plata de la Virgen de Guadalupe… Mira, Josefa, le dije a la nodriza, en un momento voy a comprar una medalla, pronto vuelvo y nos iremos, mucho cuidado con el niño… Ya sabes, aquel coche amarillo que está junto al Portal es el nuestro, si me dilato, ve y monta en él, porque la tarde está fría y será mejor que no le dé el aire al niño. Entré en la iglesia a comprar la medalla, me dilaté en verdad, porque había mucha gente comprando medidas y medallas… cuando volví, no encontré a la nodriza, que dejé cerca del Convento de las Capuchinas. Me dirigí al coche: nada… interrogué al cochero, y la había visto pasar corriendo sin el niño… No caí muerta… porque Dios es grande y porque creo que me ha dejado la vida para que pague mi descuido, mi crimen, doña Agustina, pues que es un crimen no haber cuidado como debía a la prenda más preciosa que me entregó mi sobrino.

—¿Y qué…?

—Entré en la iglesia —le interrumpió la señora— registré hasta los últimos rincones, pregunté a todo el mundo, encargué al sacristán, a las vendedoras de tortillas, a los cocheros, a todo el mundo que me buscasen a la nodriza, ofreciéndoles dinero, mucho dinero; vagué y corrí como una loca por toda la villa, subí el cerro, entré y salí a las capillas no sé cuántas veces y exánime y sin fuerzas subí al coche y cerca de las diez de la noche regresé a esta casa, donde conservaba una remota esperanza de encontrar a la nodriza… ¡Nada! En la tarde se me presentó bañada en lágrimas… «¿El niño, el niño?», le pregunté apenas la vi. «¿Dónde está, qué has hecho de él, lo tienes, no es verdad?» La pobre mujer, sí, pobre, porque no fue más que un descuido como el que yo tuve, no hizo más sino arrojarse a mis pies y sollozar hasta sofocarse. «Fue un instante —me dijo cuando pudo hablar— y lo juro por la sangre del Señor, fue un instante el que dejé al niño entretenido y gateando y me puse a hablar con mi marido, al que hacía más de dos meses que no veía… Cuando volví la cara, el niño había desaparecido… Toda la noche, todo el día de hoy lo he buscado. Máteme usted, mándeme a la cárcel, a todo estoy dispuesta.» ¿Qué había yo de hacer, si yo era más culpable que ella?…

Agustina y la señora Robreño se pusieron sus pañuelos en los ojos y media hora lloraron silenciosamente.

Matiana, inspirada, según ella creía, por la Virgen de Guadalupe, aprovechó el momento en que la nodriza, entusiasmada por las caricias del marido, se apartó a un rincón del convento; se apoderó del chicuelo, y trotando, trotando en la fría tarde de diciembre, atravesó el solitario llano de Zacoalco.

Ya el lector sabe la suerte de Juan: oprimido como en un molino entre las supersticiones religiosas y las supersticiones nobiliarias.

Ya que hemos echado una mirada retrospectiva antes de volver al juzgado de lo criminal, diremos que los proyectos de Mariana cayeron y acabaron ante la severidad del conde su padre. Iba y venía a México. Unas veces dejaba a su hija en la hacienda, bajo la estrecha vigilancia de don Remigio; otras en cambio, la traía a la capital, hacía que se vistiera con el mayor lujo, que se adornase con las mejores alhajas de su difunta madre, y la presentaba y la llevaba a visita en casa de sus parientes y de toda la nobleza. Una noche le dio la humorada y la llevó al teatro al palco del marqués de Rivas Cacho. Pocos de los concurrentes oyeron con atención la ópera hoy olvidada Elizabeta, Reina de Inglaterra. Mariana llamó la atención por su hermosura y por sus joyas que relucían en su pecho, en su cabeza, en su corpiño. Los nobles y no nobles, muchos de los cuales tocaban en la ruina, formaron diversos combinados proyectos; mujer bonita, noble y con dinero: ¡qué ganga! El conde del Sauz, no obstante la aversión que tenía a los marqueses de Valle Alegre, como Mariana se iba haciendo grande, no pudiendo hacer cosa mejor, formó el proyecto de casarla con el primogénito, con el mayorazgo. No estaba bien de intereses, tenía muchas deudas, las haciendas estaban hipotecadas, pero esto no importaba mucho; al fin era noble.

El conde, al llegar a la casa de vuelta del teatro, anunció a su hija la resolución de casarla con el heredero de la casa de Valle Alegre.

Mariana no respondió ni una palabra. La noticia la dejó fría como una estatua de mármol. ¿Tendría que sufrir nuevos martirios, nuevas contrariedades? ¡Quién sabe lo que sucedería! No pudo menos de levantar los ojos y echar a su padre una mirada de desdén, casi de desafío.

El conde se la correspondió y tuvo movimientos nerviosos, quién sabe lo que querría hacer; pero se dominó y entró a su recámara, dando con la puerta en la cara a Agustina que, como de costumbre, salía de la alcoba, después de haber puesto la luz y arreglado la cama.

La aparición de Mariana en el teatro fue como una de esas luminosas lluvias de luceros que caen del cielo en el mes de diciembre. El conde y su hija marcharon a la hacienda, y los proyectistas que esperaban muchacha bonita, noble y con dinero, quedaron cruzados de brazos.

Ausente Mariana, la señora Robreño y Agustina convinieron en ocultar el suceso, y dar al niño por vivo, robusto y creciendo cada vez más gracioso y bello; y al echarse sobre la conciencia esta mentira, prometieron también seguirlo buscando por todos los medios posibles. No podían ocurrir al gobernador ni a las autoridades de la ciudad y de los pueblos, ni poner avisos en los periódicos, porque eso hubiera sido lo mismo que publicar la deshonra de Mariana y de la noble y antigua casa del Sauz. Si Juan o Mariana volvían a México, ya pensarían lo que debía decírseles, o quizá para entonces se habría encontrado el perdido niño.

Pero pasaron días y días, el niño no pareció, y este pesar añadido al que tenía diariamente con las noticias de la miserable vida de Tules, influyeron en el ánimo de Agustina y la redujeron al precario y lastimoso estado que hemos procurado describir al principio de este capítulo.

Volveremos, y ya es tiempo, por el rumbo de la Acordada.

Cuando los dos piquetes de tropa salieron cada uno para el lugar que se les había designado para prestar mano fuerte en caso necesario para la aprehensión del asesino de Tules y sus cómplices, el licenciado Crisanto tuvo un momento lúcido y una oportuna reflexión le vino a la cabeza con la velocidad de un relámpago, salió de la oficina y le ordenó al portero que corriese tras del piquete que se dirigía a la casa de Don Juan Manuel y lo hiciese regresar al cuartel.

—¡Qué barbaridad iba yo a hacer! Un escándalo sin resultado y un golpe en vago tal vez; y luego el Conde, a quien no conozco pero del cual tengo las peores noticias, no se quedaría callado, y un día u otro se me vendría encima personalmente a las estocadas y no le faltaría ni razón ni pretexto. Además, su influjo con las personas del gobierno es seguramente mayor que el que yo tengo… ¡Borrico, si no soy más que un borrico, y si así sigo en mi carrera, en vez de Ministro de Justicia, ni alcalde de mi pueblo seré!… Pero vamos, a tiempo enmendé el disparate… ya estoy tranquilo, y… —y concluyó su monólogo porque oyó ruido de armas y con sus propios ojos vio que el piquete de tropas había entrado al cuerpo de guardia. Continuó paseándose y meditando hasta que, como hemos visto, se le presentaron los supuestos cómplices.

—Es menester reponer las actuaciones —dijo Crisanto al escribano luego que quedaron solos—; íbamos a cometer una torpeza. Poner en la cárcel a cuatro o seis mujeres, criadas o lavanderas, o dulceras, y a otros tantos hombres vagos y mal entretenidos, como hay en México, nada tiene de extraño ni hay responsabilidad alguna; pero atacar a mano armada la casa de un particular rico, de un conde, eso ya es grave. Mandé retirar el piquete de tropa a tiempo.

—Ésa era mi opinión privada, señor juez, y no se canse usted, las leyes no se han hecho para los ricos ni la justicia habla con los poderosos. Llevo muchos años de experiencia, he servido al lado de jueces muy severos, y jamás se ha logrado el castigo de un rico o de una persona de alta significación política. Repondremos las actuaciones —y el notario tomó papel limpio y comenzó a escribir.

—Lo que debemos hacer —continuó el juez—, es que usted mismo vaya mañana a la casa del Conde, con una orden del juzgado y un soldado con su bayoneta, por lo que pueda suceder. Si el Conde está en su casa, lo trata usted con el mayor miramiento y cortesía, y le asegura que el juzgado, sólo por cumplir con su deber, manda registrar la casa donde, según declaraciones y denuncia, debe haberse escondido el asesino (sin que él tal vez lo sepa) y que… en fin, usted es práctico en estos asuntos y sabrá pendolear las cosas de modo que podamos tener siquiera indicios de la culpabilidad del conde, y entonces ya será otra cosa. En cuanto a esas gentes, ya irán diciendo la verdad; entre tanto, en la cárcel están muy bien.

Al día siguiente, antes de mediodía, el aldabón de la casa de Don Juan Manuel resonó de una manera imponente y lúgubre contra el mascarón de bronce. El escribano entró, y el soldado con su bayoneta quedó paseando con disimulo por la calle. El Conde y Mariana estaban en la hacienda. Agustina en su cuarto, leyendo sus libros devotos y rezando sus oraciones. Triste, abatida, enferma, porque sus esfuerzos habían sido inútiles. Pasos, dinero gastado, mozos y correos por los pueblos, mujeres que no tenían más oficio que preguntar e indagar sobre niños huérfanos o abandonados; muchas veces fue interrogada Jipila en su puesto de herbolaria o en la esquina de Santa Clara, pero no dijo nada; ¡ni cómo había de decir! Así, todo fue inútil, y el pesar y el remordimiento acababan también con la vida de la tía de Juan Robreño. Éste había escrito que estaba decidido a arrostrar la muerte y a presentarse a la autoridad militar en la capital; que quería ver a su hijo; casarse con Mariana para salvar su honor y morir fusilado con el valor que mueren los soldados mexicanos. ¡Era una locura! Pero de todo era muy capaz Juan Robreño y, cuando resonó el aldabón, dio un vuelco el corazón de Agustina, que temblorosa y demudada, se asomó por entre las macetas marchitas y empolvadas del corredor.

En vez de Juan Robreño, a quien esperaba de un momento a otro, se encontró frente a frente con una persona desconocida, que sin saber por qué le inspiró más miedo que el fugitivo a quien aguardaba.

—Un asunto muy grave me ha obligado a venir a esta casa, y enviado por el juez, deseo hablar un momento con el señor Conde.

—El señor Conde hace meses que está en la hacienda —le contestó Agustina ya un poco tranquila, pues estaba acostumbrada, con motivo de los asuntos de la casa, a recibir las visitas de curiales y notificaciones de los jueces.

—Si me engaña usted, sepa que incurre en una grave responsabilidad y perjudica a los mismos intereses del Conde.

—Digo la verdad, y si de asuntos se trata, puede usted entenderse con su abogado, que es el licenciado Olañeta. Todo el mundo lo conoce.

—Y como que sí —respondió el escribano—, pero se trata de un asunto personal, y una vez que el señor Conde está ausente, me permitirá usted que registre la casa, sin que haya necesidad de usar la fuerza. En la calle está un soldado, y a una señal mía vendrán del cuartel los que se necesiten.

—Ni que Dios lo permita. ¿Para qué traer soldados a la casa del señor Conde? —repuso Agustina—. La noticia, aunque yo no se la diera, le iría a la hacienda, y estoy segura que vendría a matar al que le hubiera hecho la ofensa de introducir tropa en su casa. ¿Pero qué quiere usted? ¿Qué busca? ¿Por qué registra así una casa noble y honrada?

—Aquí tiene usted la orden del señor juez —le contestó el escribano, enseñándole un papel—. Dígame si obedece o no, que es lo que necesito saber.

—¿Y qué quiere usted que haga? Pase por todas las piezas de la casa.

Agustina, seguida de las criadas que habían asomado la cabeza al oír la voz desconocida, sirvió de guía al escribano, que registró cuidadosamente hasta los rincones, admirando más los muebles antiguos, las preciosidades artísticas, las armas, las ricas sobrecamas de China, la vajilla de plata maciza colocada en los aparadores, los espejos y lámparas de Venecia, que no buscando a un reo, a quien sabía que no había de encontrar allí.

—Ya ve usted, señora —dijo el escribano, después de haber dado vuelta a la casa y salir por la parte opuesta por donde había entrado— que conforme con las instrucciones del señor juez me he portado con toda moderación, y así espero que usted escriba al señor Conde; nada se ha tocado, nada se ha quitado de su lugar y sólo por fórmula o más bien por admirar la sobrecama china, la he levantado un poco y mirado debajo de la cama…

—Es mucha la verdad —le contestó Agustina— y así lo diré al señor Conde, que acaso vendrá pronto; pero ya que usted ha registrado la casa ¿me podría decir el motivo?

—Creía haberlo referido al enseñarle la orden del juez; pero es verdad, con tantas cosas que tengo en la cabeza, se me había olvidado. He venido en busca de un reo, que, según denuncia que recibió el juzgado, debía hallarse oculto aquí seguro de que no sería buscado en una casa, como ésta; es decir, que había tomado iglesia, como sabrá usted que se hacía en otros tiempos. Un asesino que lograba entrar en un templo se consideraba a poco más o menos salvado, pero hoy ya se acabó eso y todos somos iguales ante la ley.

—¿Pero qué clase de reo podría encontrar asilo en esta casa, y con mi consentimiento? ¿Se figura usted acaso…?

—Nada me figuro, señora. Ese reo que busco es nada menos que autor de un asesinato, y se quedaría usted horrorizada si supiese los pormenores.

—¡Cómo! Señor juez, señor escribano, no sé lo que es usted, pero explíquese por Dios. ¿Por qué venía a buscar a ese hombre aquí?

—Porque su mujer ha sido criada y educada en esta casa, y de aquí salió para casarse; después de casada marchó con su marido a la hacienda, y después… el juzgado tiene ya todos los hilos, y nada pierdo en decirle a usted esto, porque de una manera o de otra nos ha de ayudar usted a descubrirlo.

—Y después ¿qué? ¿Después que? ¡Acábemelo de decir, por Dios! —le interrumpió Agustina con creciente agitación.

—Creo habérselo dicho a usted ya desde que entré… La asesinó.

—¿A quién asesinó? Por Dios, ¿a quién?

—Pues a su mujer, ¿no comprende usted?

—¿Y esa mujer?

—Se llamaba Tules, así consta en las diligencias.

—¡Pero eso no es verdad!

—¡Ojalá y no lo fuera! En la Acordada está su cadáver hecho pedazos.

—¡Jesús Sacramentado! ¡Tules asesinada! ¡Mi pobre Tules! ¡Mi hija!… Y yo… ¡yo que la casé con ese malvado, y, yo he tenido la culpa, yo la he matado!

Agustina, sofocándose, no pudo decir más y habría caído en el suelo a no ser por los brazos de las criadas que la recibieron y la llevaron casi exánime a su alcoba.

El escribano, no obstante su carácter frío y lo acostumbrado que estaba a esas escenas semejantes, no pudo menos que compadecer a la camarista, y se retiró convencido de que no podría estar allí oculto el reo, y de que el Conde poca o ninguna parte había tenido en tan trágico suceso. Salió de la casa, ganó para el juzgado y dio cuenta al juez de las diligencias que había practicado y la impresión que la noticia hizo en el ama de llaves.

A los dos días de estos sucesos El Eco del Otro Mundo publicó un suelto:

Las activas providencias dictadas por el integérrimo juez don Crisanto, han dado por resultado el descubrimiento de los autores y cómplices del horroroso asesinato cometido en la casa de vecindad de la Estampa de Regina. La causa se sigue con actividad, y pronto será satisfecha la vindicta pública con la muerte de los culpables. Debemos añadir que estábamos mal informados, y que ningún marqués ni conde tiene que ver ni está mezclado, ni de cerca ni de lejos, en este horroroso crimen.

Como había en la ciudad cuatro, seis o más marqueses, se alarmaron, tuvieron una junta y resolvieron pedir explicaciones a la redacción, quedando encargado de sostener el lance el marqués de Valle Alegre, que había tomado lecciones de esgrima con El Chino. No llegaron las cosas a mayores, y el redactor, que hizo reflexiones análogas a las que había hecho el juez, no tuvo dificultad en hacer cuantas aclaraciones se le exigieron.

Agustina perdió el habla y el conocimiento. Las criadas, fieles y solícitas, se dividieron en el trabajo; unas fueron por el médico, otras quedaron atendiendo a la camarista y las que más querían a Tules corrieron a la Diputación y a la Acordada para reclamar su cadáver y enterrarla decentemente; pero pena perdida: en ese momento era tirado en un carretón, y encima de sus blancas y frías carnes iban el borracho abotargado y el cohetero carbonizado y hecho un chicharrón.

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