XXX. En el canal de Chalco

Al oscurecer, las canoas de los Trujanos, vacías unas, cargadas otras, iban surcando trabajosamente las aguas cenagosas del canal; la balsa de vigas acababa de atracar y la trajinera de Cecilia estaba ya cargada con tercios de mantas de la fábrica de los Antuñanos de Puebla, que remitían a los comerciantes de Chalco y de Ameca; preferían la canoa de Cecilia porque navegaba con más velocidad, y los arrieros no tenían que detenerse mucho para esperar la carga; además, la propietaria de la embarcación era muy cuidadosa; cubría la carga con petates y cueros de res y la entregaba sin averías.

El licenciado Lamparilla no se hizo esperar; llegó en un simón, en traje de viaje. Sus calzoneras de paño, su sombrero jarano, un par de pistolas fulminantes y una pequeña maleta en la mano, que contenía una muda de ropa para presentarse ante el Ayuntamiento de Ameca y prevenirlo en favor de los intereses de Moctezuma III. El teniente de la garita lo recibió cordialmente, y ambos se dirigieron al embarcadero, donde los esperaba Cecilia. El hombre que tomó en la mañana pasaje, estaba ya sentado en un banco de piedra junto a un tendejón situado en la orilla del canal.

—Todo está listo, señor licenciado —le dijo Cecilia luego que lo vio llegar—. La canoa está cargada y la cena no le disgustará a usted; tengo, como siempre, carbón y un anafre para calentarla.

—¿Sabes, Cecilia, que se me ocurre una idea?

—Lo que usted quiera, señor licenciado.

—Dejaremos —continuó Lamparilla— que se alejen las canoas de los Trujanos, y que se vayan las otras que están aquí, porque luego se emparejan en el canal y molestan con los cantos de los pasajeros, que a veces llevan guitarras y se emborrachan. Ya me ha sucedido esto en algún viaje, sin contar los tropezones que de intento se dan los remeros.

—Dice usted bien, señor licenciado; con tal que lleguemos a la garita de la villa antes de las ocho.

—Tenemos tiempo —respondió Lamparilla, sonando en el oído su reloj de repetición—: son las siete, y además el teniente nos ayudará.

El teniente, con voz decisiva, ordenó a las canoas que apresuraran su partida, y una a una fueron dejando el embarcadero; la larga fila de la flota de Trujano fue desapareciendo entre la oscuridad, y al fin no quedaron más que algunas chalupas y la trajinera de Cecilia.

—Hasta la vuelta.

—Hasta la vuelta, señor licenciado —le contestó el teniente, dando la mano a Lamparilla para que entrara en la canoa.

El pasajero, silencioso, saltó en seguida a bordo.

—¿Quién es este hombre? —preguntó el licenciado a Cecilia.

—Un pasajero. Desde que usted manifestó —contestó Cecilia— que quería hacer el viaje en mi canoa, no quise admitir a ningún pasajero; a éste le pedí cinco pesos, me los dio y no hubo más remedio; pero parece buen hombre, humilde y callado. Se meterá en su toldo, se dormirá y no molestará al señor licenciado.

Lamparilla pareció muy contrariado. Desde que en la mañana vio a Cecilia tan fresca, tan guapa, con su vestido tan limpio y su opulento pecho lleno de corales y de perlas, formó proyectos a cual más atrevidos y halagüeños para hacer agradable la navegación y pasar una noche buena a pesar de no ser todavía Navidad. A Evaristo, en medio de su situación, se le pasearon también por la cabeza quién sabe cuántas cosas. En la soledad del canal y de las lagunas, debajo de los toldos de una canoa, y una mujer bonita como capitana ¡qué ganga! También Evaristo vio con disgusto que sus proyectos se venían abajo con la presencia de otro pasajero que parecía muy familiar con los guardas y con la capitana, y que podía acaso conocerlo, no obstante que ni él mismo se conoció cuando se miró en el espejito del barbero.

La canoa tenía cinco toldos o divisiones, que llamaremos camarotes, cubiertos con encerado y divididos por dentro con una cortina de gruesa lona. Éste era un lujo; las demás trajineras no usaban más que petates, al través de los cuales se filtraba la lluvia y permanecían húmedos y goteando durante todo el viaje. Cecilia ponía, como quien dice, sus cinco sentidos en su embarcación, y no tenía más cuidado ni ocupación desde que, a causa de las miserias y persecución del masón San Justo, había tenido que entregar su puesto de fruta a las sirvientas. Llamábase la canoa La Voladora, nombre que con grandes letras rojas estaba más bien tallado en relieve que no pintado en la ancha popa. Era un recuerdo de sus buenos tiempos de la Plaza del Volador, cuando ella mandaba y disponía a su voluntad de los muchachos cargadores, de sus compañeras las verduleras, de los inditos que traían el queso y mantequilla de Toluca; de todo, en fin, porque la dulce y paternal administración del compadre del director del hospicio, si bien mantenía el mercado en un estado de suciedad y abandono difíciles de describir, estaba muy lejos de las exigencias, contribuciones directas de fruta, verdura y chorizos, y el modo despótico con que San Justo trataba a las fruteras. Cecilia, como los capitanes de largo curso, estaba siempre a bordo, hacía los viajes de ida y vuelta, vigilaba la carga descarga de las mercancías, traía y llevaba encargos de las damas de Chalco, hacía de vez en cuando sus contrabandillos, contando con el buen carácter y benevolencia del teniente de la garita de San Lázaro, al que no dejaba nunca de traerle calabaza en tacha y batidillos de las haciendas de Tierra Caliente; vamos, era un paquebot en toda regla. Sus viajes eran rápidos y regulares; las damas y gente principal de Chalco no venía a México el dieciséis de septiembre y a las festividades de Semana Santa, si no encontraban pasaje a bordo de La Voladora. Las demás canoas de las diversas flotas del canal y de las lagunas, descuidadas, haciendo agua y sucias, eran por el mismo estilo, y además en cada camarote acomodaban cuatro personas, aunque no se conociesen y fueran de distinto sexo; de manera que, teniendo en la noche, por la estrechez del local, que acostarse pies con cabeza, como si fuesen sardinas en lata, resultaban inconvenientes fáciles de prever; y si algunas madres cerraban los ojos y se dormían, otras cristianas y celosas no permitían que sus hijas durmieran casi pegadas con los pasajeros desconocidos. Para lances y aventuras amorosas no había más que hacer viajes en las trajineras. A veces los compañeros y compañeras del toldo o camarote, eran tenderos de los pueblos, varilleros, regatonas, viejas que iban a rescatar fruta o comprar maíz a Chalco; y lo que pasaba en esa noche con los ronquidos, con los olores de los yerbajos de la acequia y otros peores, con la humedad y el viento que se colaba por los petates, no era para contarlo ni menos para escribirlo, por más que sea de moda el contrabandismo, hasta los últimos extremos; pero otras veces, a pesar de las malísimas condiciones de la canoa, la escena era de otro género. Un colchón medianamente limpio llenaba el pavimento del camarote. En un rincón, una figurita sentada y cubierta con un rebozo, dejaba ver un poco su frente, la punta de su nariz, sus ojos, a veces uno solo; pero de ese solo o de los dos, se desprendían chispas; en otro rincón, una figura semejante; en el tercero, una indita de esas de Ameca, primitivas, inocentes, limpias, lisas y lustrosas, como si su cuerpo hubiese sido hecho de escayola. En el cuarto rincón, sentado con las piernas dobladas en dos partes, su sombrero a la ceja y sus manos expeditas y lisas, el licenciado Lamparilla, sí, el licenciado Lamparilla, porque ese picarón y veterano de cuenta, que hemos visto quejarse amargamente de las trajineras, hacía frecuentes travesías en ellas con motivo de sus negocios, y en busca de lances que había más de una vez logrado; cuando no tenía buena fortuna, se conformaba con una mala noche. El cuadro que hemos procurado trazar al principio, era sombrío, negro completamente en el fondo, como los de Rembrandt, y para observarlo bien y conocer el mérito de las muchachas acurrucadas en los rincones era necesario encender un cerillo diversas veces con el pretexto de fumar; Lamparilla tenía siempre abundante provisión de mixtos en sus bolsillos. Las figuritas de que hemos hablado permanecían inmóviles como si fuesen de piedra. La canoa comenzaba a andar; al oído se decían palabritas y contenían la risa, aceptaban un cigarrillo que les ofrecía Lamparilla, se destapaban el rostro al encenderlo, y con preguntas indiscretas que no contestaban, y con las medias palabras sin orden ni concierto, y sin consecuencia alguna, se pasaban el tiempo; pero después de la medianoche venía el sueño; los ojos se cerraban, y las bocas se abrían para bostezar; el relente frío y el ruido acompasado del agua al entrar y salir los remos, parece que incitaban a abrigarse bien, a buscar una postura más cómoda, a pasar, en fin, el resto de la noche en medio de ese entorpecimiento repentino de los sentidos, que si no es un sueño macizo, como cuando uno está acostado cómodamente en su casa y en su cama, es quizá más agradable para el que busca algo desconocido, algo que venga como de improviso a interrumpir la monotonía de un viaje. Dos horas más, y los pasajeros y las pasajeras, no pudiendo resistir esa imperiosa necesidad de la naturaleza que exige el reposo, el silencio y la postura horizontal… se iban acostando y abrigándose unos contra otros. A la madrugada, el picarón del licenciado se encontraba durmiendo en el camarote más cómodo que en su propia alcoba, y como si estuviese rodeado de su íntima familia. A muchos de los benévolos lectores se le hará agua la boca, y estoy seguro de que si pudieran irían a buscar a nuestro amigo Lamparilla, lo acompañarían en uno de esos viajes, y aun le ayudarían a conquistar el patrimonio de Moctezuma III; pero esos amores volantes y esas delicias populares han desaparecido; los tiempos han cambiado completamente, y tendrán que contentarse hoy con el ferrocarril subvencionado, que tiene más atractivo para los hábiles industriales que se embolsan el dinero, que para los viajeros, que son tratados lo mismo que tercios de manta o costales de harina, si no es que son precipitados en una barranca.

Pero es necesario hacer una aclaración. En la canoa de Cecilia jamás pasaban esas cosas. Rígida como la abadesa de un convento, no arrendaba los toldos sino a una sola persona o familiar, y jamás permitía esa mescolanza de sexos y ese encuentro accidental en un lugar estrecho, de personas que no se conocían, que tenían que pasar la noche juntas, y que son irremediablemente vencidas por el sueño. «En su casa y en la calle, decía, cada quien puede hacer lo que quiera; pero en mi canoa tienen que portarse como señores decentes y como niñas honradas.» Y por esta causa las más distinguidas familias de Chalco, como hemos dicho, preferían a La Voladora y pagaban con mucho gusto el doble precio por el pasaje. En el viaje a que nos referimos, aunque Lamparilla buscaba y creía tener segura la fruta apetecida, mientras Cecilia hablaba con sus remeros y daba sus últimas disposiciones para la navegación, se deslizó por los camarotes. El de popa era el de Cecilia, y sin exageración podía decirse que presentaba un aspecto lujoso. Un pedazo de alfombra usada cubría el pavimento; además del toldo de encerado, una especie de cortina blanca, limpia aunque usada, disimulaba los palos, armazones y bordos de la canoa; el colchón mullido, ropas de cama finas, un espejo con su marco negro-dorado a causa de la humedad, un anafre en una tarima de madera, y platos, vasos, cucharas, botellas y cubiertos, metódicamente colocados a la entrada en una especie de pequeño escaparate; una caja de forma larga en que llevaba los encargos, servía de banqueta para sentarse, completando el adorno de este pequeño salón, que no estaba estorboso; y agachándose y haciéndose tres dobleces, cualquiera, por exigente que fuese, concluía por encontrar comodidad. Los demás no ofrecían nada de particular. En uno se habían ya acomodado y acostado dos mujeres vendedoras de pájaros, que llevaban jaulas vacías para llenarlas con aves de la Tierra Caliente y regresar a México.

La cámara de proa, casi obstruida en su entrada con la carga, estaba ocupada por petates, ollas y cazuelas de barro, huacales vacíos, maíz, palomas, y allí era la habitación de una muchacha indita muy lista e inteligente que servía de criada, de cocinera y de todo a Cecilia, y se le podía clasificar como una tenienta del navío.

—Nada, nada hay de extraordinario en la canoa esta noche; tanto mejor, estaré solo con la capitana —se dijo para sí Lamparilla; pero al salir del camarote de proa tropezó su vista con la figura de Evaristo, que se había encaramado sobre los tercios de manta sin haber elegido ni tomado posesión del toldo en que debía pasar la noche—. ¡Diablo de espantajo! —continuó en voz baja—. ¿Cómo se le ocurrió tomar pasaje en esta canoa? Si pudiera yo persuadirlo a que no hiciera el viaje, o a que lo hiciese en otra canoa, pero… No era posible, las de Trujano se habían ya adelantado y él mismo lo había querido así. Por el bordo exterior de la canoa fue a la popa y persuadió a Cecilia a que hablase con el viajero.

—Por los cinco pesos que ha pagado —dijo Cecilia al licenciado— no me importa, se los devolveré; pero no ha de querer a estas horas quedarse en tierra. No importa, le hablaré.

Como había cerrado la noche, Cecilia encendió la linterna que siempre llevaba en la popa y se dirigió con ella hacia donde estaba el pasajero.

—Oiga, Don —le dijo con embarazo y poniéndose el farolillo cerca de la cara— ¿querría usted volverse a México? Aquí están sus cinco pesos y uno más por la dejación.

—¿Es decir, que usted me echa fuera?

—De echarlo, no; pues que recibí los cinco pesos y aunque soy mujer tengo palabra, sino a la buena, por favor.

—Por favor es otra cosa —le dijo Evaristo, clavando su mirada en Cecilia— hasta la vida daría por usted, pero también por favor le pido que me deje hacer el viaje, se me haría mucha dejación en quedarme. Soy forastero, tengo algún dinero en el bolsillo para ganar mi vida, y podrían robarme y matarme al atravesar el barrio a estas horas.

Hizo tanta impresión a Cecilia la mirada de los ojos negros, grandes y centelleantes de Evaristo, que por poco suelta el farol. En aquel momento no supo si era miedo, amor o desconfianza lo que le inspiraba ese hombre, y sin darse cuenta de la razón, le pareció que algo les iba a suceder y hubiera dado no cinco, sino veinte pesos porque hubiese Evaristo consentido en marcharse a la ciudad. No insistió más y se retiró triste y pensativa a dar cuenta a Lamparilla del resultado.

—Pues que no quiere a la buena como tú dices, hija mía, no hay medio de echarlo; ha pagado su dinero y tiene derecho de ir en su toldo; además, yo no quiero cuestiones. Esta noche estoy alegre y creo que la hemos de pasar bien; en tu compañía, guapa Cecilia ¿quién no pasará bien una noche?

—A según, señor licenciado, y ya verá usted cómo antes de las once está usted roncando y muy descansado en el buen colchón y con los sarapes que he destinado a usted para que no tenga frío en la madrugada.

Lamparilla, cuando dijo Cecilia frío, le echó una mirada significativa, como quien dice: «¿Para qué necesito sarapes, ni mantas, ni sobrecamas?». Pero Cecilia se hizo desentendida y le contestó secamente:

—¿A qué hora quiere usted la cena?

—A la hora que tú quieras.

—Si le parece a usted, en cuanto pasemos la compuerta.

—Siempre están ustedes con la compuerta, y no pensarán más que en la compuerta.

—Pues a fuerza hemos de hablar de la compuerta. ¿No ve usted que es donde se juntan las aguas y unas corren para un lado y otras para el otro y es necesario que los remeros sean muy fuertes y anden listos? Se conoce que usted no es dueño de canoas. Yo, al contrario, no me acuesto hasta que no he pasado la compuerta; pero vámonos que se hace de noche.

—Cuando tú quieras, Cecilia. Tú eres la capitana y tú mandas.

Cecilia habló en azteca con los remeros. La canoa se puso en movimiento y, pasada la garita de la Viga, donde Lamparilla saludó y charló cinco minutos con los guardas, la embarcación continuó, pero haciendo zig zags que llamaron la atención de Cecilia, quien reprendió duramente a los remeros que, habiendo bebido más de lo regular, estaban completamente borrachos.

—No hay ningún cuidado —dijo Cecilia a Lamparilla— están un poco tomados, pero así irán bien, borrachos o durmiendo conocen el canal. Sentémonos a tomar el aire que precisamente nos viene a la frente.

Efectivamente, la noche estaba hermosa; del cielo limpio brotaba esa multitud de estrellas que no se ven más que en las regiones tropicales, y la luna iba elevándose del horizonte. La canoa bogaba ya por un canal ancho, de claras aguas y bordeado en sus orillas de elevados sauces babilónicos que mojaban sus verdes cabelleras en las leves ondas que levantaba la embarcación. El silencio profundo sólo era turbado por el golpe de los remos de alguna que otra chalupa que pasaba rápida y desaparecía a poco entre los canales que conducen a los pueblecitos situados en la margen de los lagos.

—¿No te parece sublime el espectáculo de esta naturaleza, no te encanta esta soledad, no sientes algo al pasar por esta bóveda oscura que forman los árboles?

—¡Qué quiere usted, señor licenciado! Ustedes tienen la cabeza para pensar en esto y nosotros los pobres nacimos para trabajar. Cada cual piensa según su modo; además, veo esto un día sí y otro día también; me parece bonito y me agrada mucho pasar por aquí en este tiempo; pero en el de aguas, ya quisiera yo ver a usted en estos parajes. Caen unas gotas que parecen chorros; rayos, que es el juicio; y los relámpagos hacen que aquí donde vamos parezca la boca del infierno. Y luego las canoas se dan encontrones unas con otras hasta hacerse pedazos, y se llenan de agua: ¡qué penas y qué trabajo para la pobre gente! Le aseguro a usted, señor licenciado, que de veras se gana el dinero con el sudor de la frente.

—Sí, tienes razón, pobre Cecilia —le contestó Lamparilla pasando su mano por el grueso cuello de la capitana, tratando de acariciar las mechas locas, suaves y negras que alborotaba el viento de la noche.

Cecilia se esquivó, y con dulce voz para demostrar que no estaba del todo enfadada, le dijo:

—Si le parece a usted, iré preparando la cena para que esté lista luego que pasemos la compuerta; ya vamos a salir del canal y entraremos en la acequia de Mexicaltzingo.

—Ya te he dicho que como quieras. Tú mandas y yo obedezco. Soy tu pasajero y espero que cuando hayamos pasado la compuerta, y cenado, me tratarás mejor.

—Siendo como Dios manda, lo trataré a usted bien, señor licenciado; pero hemos ya entrado en las lagunas, y digo las lagunas, porque aquí ya se juntan diversas acequias y se confunden, y esta noche particularmente, pues sin duda ha llovido mucho en el monte y las aguas han crecido.

En efecto: la canoa había salido ya de ese bello y silencioso canal techado de verdura, y bogaba en una ancha superficie de agua cuyos bordes se veían a lo lejos, salpicados a distancia de casuchas oscuras unas, alumbradas otras con la luz vacilante de rajas de ocote; los remeros, torpes con la bebida, manejaban mal la canoa, que no iba recta, y al descender por la proa después de hundir más de la mitad del largo remo, trastrabillaba, y uno de ellos cayó, pero se levantó en el acto y continuó su rudo trabajo. El anafre colocado en la popa estaba ya bien encendido y chispeante, y Cecilia había ya puesto una servilleta, platos y vasos, destapado una botella de vino carlón, que había comprado expresamente para el señor licenciado y calentaba un gordo pollo asado con sus cebollas, rábanos picados y aceitunas sevillanas.

Lamparilla miraba entusiasmado a la capitana que, no obstante que el viento de la noche comenzaba a enfriar, se había quitado su rebozo y su sombrero de palma, y en los diversos movimientos quitando y poniendo trastos, dejaba a descubierto ya sus gordos y redondos brazos, ya sus pantorrillas macizas, ya sus senos redondos y opulentos.

—¿Sabes Cecilia —le dijo Lamparilla dándole una cariñosa palmadita en la espalda— que será el último viaje que haga yo en tu canoa?

—¿Tiene miedo el señor licenciado de que se quede en el charco? —le contestó Cecilia.

—No es por eso; sino porque eres tan… tan… no sé cómo decirte; mil veces te he visto en la plaza sin fijarme en que eres una mujer peligrosa.

—¡Peligrosa! Y ¿por qué? Nunca me he comido a las gentes. La verdad es que sé sostenerme en lo que tengo razón, pero de ahí no paso.

—Tampoco es eso, y bien sabes lo que te quiero decir. Es necesario que me prometas… en fin, ya me entiendes.

—Le diré al señor licenciado que, si quiere que lo entienda, tiene que portarse como ya le he dicho. Los señores decentes, con nosotras quieren, como los arrieros dicen, llegando y haciendo lumbre; y ya ve usted, muchos se equivocan, porque entre las pobres las hay muy honradas. Quizá será usted casado, señor licenciado; pero aunque no lo fuera no se había de casar conmigo. ¿Qué diría la gente de que un licenciado se casara con una frutera o con una trajinera, que es casi lo mismo?

—Yo no soy casado, Cecilia; pero me parece que no se necesita ser casado para quererse. Para qué hemos de andar con cuentos; yo te quiero y ¡qué le vamos a hacer! El hombre que quiere a una mujer y le gusta…

—De la garita acá es el amor ¿no es verdad, señor licenciado? ¡Qué pronto se prendan los hombres de las mujeres!

Cecilia, oyendo y respondiendo a Lamparilla, había acabado sus preparativos y lo entusiasmó más cuando tomó con naturalidad con las manos, sus rojas enaguas, las enrolló entre sus piernas y dejó adivinar a nuestro amigo formas y tesoros que ya había sospechado con el instinto y práctica de hombre corrido. Cecilia cogió una escoba corta, barrió la popa echando al agua los rabos de las cebollas, las hojas verdes de la lechuga y las basuras que no pudo quitar en la garita y, concluida esta faena, arrancó con las manos un alón al pollo, lo envolvió en media torta de pan, y poniéndose en pie gritó a Evaristo, que había permanecido callado y casi inmóvil sobre los tercios de manta estibados en la proa:

—¡Oiga Don! Pase si puede por el bordo, agárrese bien, no se vaya a caer y tenga ese bocadito. La noche es larga y se ahila el estómago quedándose así, sin comer algo.

Evaristo, asiéndose en efecto de los arcos de los toldos, dio dos pasos por el bordo, alargó la mano y tomó la torta de pan.

—Se lo agradezco, señora capitana: de veras que hace ya su fresquecito, y con su permiso no tardaré en entrar a acostarme.

—Cómo le parezca, Don, y buenas noches —le contestó Cecilia, y dejando ya libres sus enaguas, se sentó frente al licenciado lanzando un ruidoso suspiro, como si lo hubiese tenido atravesado en el pecho.

—¿Por qué diablos eres tan obsequiosa con este hombre? —le dijo Lamparilla—. ¿A qué fin darle esa torta de pan con casi un cuarto de pollo?

—Para que se acueste y nos deje en paz —contestó Cecilia—, pues de otra manera, por política, porque los pobres también sabemos tener política, hubiera tenido que convidarlo a cenar.

La canoa bogaba mal, haciendo curvas inútiles y ya de un lado, ya de otro; ninguna orilla ni árbol se distinguía, y sólo a lo lejos se veían unas cuantas luces pequeñas como la chispa de un cigarro. La luna estaba en medio del cielo limpio y despejado. Las Siete Cabrillas parece que miraban atentamente a la trajinera y a su robusta y guapa capitana, y la Vía Láctea, retratándose en las aguas tranquilas de los lagos, trazaba desde sus incomprensibles alturas el camino de esta microscópica embarcación perdida en este mundo.

Un remero se volvió a resbalar, y el otro, pretendiendo auxiliarlo, cayó también. Cecilia ya no pudo aguantar, se puso en pie, marchó con ligereza por el borde y ayudó a levantar a los caídos; pero a pescozones, acudiendo a coger un remo que se llevaba el agua.

—Canallas, no les vuelvo a prestar dinero cuando volvamos a México; todo se lo han bebido de aguardiente y ahora se necesitaba más que estuviera en su juicio. ¿No ven, hijos de mil demonios, que las lagunas están crecidas y que nos lleva la corriente?

Los indios remeros se levantaron, y humildemente, sin responder una palabra, volvieron a su trabajo, al parecer más derechos y animados, pues su borrachera se había disipado un poco.

—¡Qué canalla! Señor licenciado, si se muriese uno de las cóleras, yo ya me habría muerto. Ahora sí corremos peligro y es cuando más necesitamos de los remeros, porque la corriente es tan fuerte como no la he visto nunca, y si Dios no nos saca con bien, no sé lo que va a suceder. Recemos la letanía y usted me acompañará.

—¿Quién ha introducido esa costumbre de rezar la letanía antes de pasar la compuerta?

—No lo sé, pero yo siempre la rezo y me figuro que es para pedir a Dios que nos libre de todo peligro, en especial del de la compuerta, que de veras es muy arriesgada.

Lamparilla, que no había fijado mucho su atención desde que recitó a Cecilia su trozo poético, se puso en pie y miró a su derredor, y sea por miedo o por un efecto de su educación cristiana, se prestó para acompañarla en su rezo y los dos, de rodillas dentro del toldo, comenzaron a recitarla con tal fervor que parecía que estaban en un templo. Bien valía la pena, porque se hallaban en una completa soledad y aislamiento en el gran templo de la naturaleza, y así como el inmenso paquete de vapor, con sus dos altas chimeneas arrojando humo, rugiendo sus máquinas como monstruos fabulosos, sus pesadas anclas y altos palos, y su velamen y su poderosa hélice revolviéndose y luchando con las olas, no es más que un punto pequeñísimo en medio del océano, así la canoa trajinera, con sus frágiles toldos de estera, su bordo rozando las aguas y sin más tripulación que los dos remeros y su guapa y valiente capitana, no era también más que una basurilla despreciable del valle de México en medio de las lagunas, atravesando las corrientes de las canoas en el difícil y peligroso paso de la compuerta.

El cielo, iluminado con la dulce claridad de la luna en cenit, se retrataba en la superficie de ese inmenso espejo que parece colocado de intento en el centro de las elevadas montañas y de las ásperas sierras, y los rayos de la casta diosa y del lucero de la mañana, reflejándose, quebrándose y dividiéndose a lo infinito, formaban una especie de moiré plateado y brillante que cambiaba y seguía las ondulaciones rizadas que formaba en las aguas el viento fresco y perfumado que venía de los bosques inmediatos.

Un fuerte sacudimiento interrumpió su plegaria; seguramente algún madero desprendido de la balsa habría tropezado con la embarcación, y al mismo tiempo el ruido de un cuerpo que caía al agua los llenó de terror.

—De seguro que uno de los remeros se ha caído.

Y en efecto, no había acabado de decirlo, cuando lo vieron, queriendo asirse, sin poderlo conseguir, del borde de la canoa.

—Haz por nadar grandísimo… —le gritó Cecilia, cuyo terror repentino había sido reemplazado por la cólera—. Agárrate, agárrate… bruto. ¿No que sabes nadar como un juil?… Así… ahora… no te sueltes, desgraciado… te vas a ahogar.

En efecto, el indio hacía por nadar, tendía sus manos crispadas al bordo de la canoa; pero imposible, el estado de embriaguez en que estaba no se lo permitía y dos veces apareció como una esfinge su enorme cabeza en la superficie; pero el agua lo hizo un remolino y el indio descendió al fondo fangoso y no apareció más.

—¡Cecilia, nos hundimos, la canoa hace agua, se está llenando! ¿Qué hacemos? —le gritó desesperadamente Lamparilla.

En efecto, la canoa, sin el impulso y el equilibrio de los dos remeros, iba a través; el agua entraba por todas partes y mojaba los pies del licenciado Lamparilla, precisamente en el lugar mismo donde se encuentran las impetuosas corrientes de lo que se llama la compuerta.

—¡Es San Justo, ese maldito masón de San Justo, el que ha agujereado mi canoa!; ya me lo habían dicho. Vino ayer a la hora que yo no estaba aquí.

—¡Cecilia… nos hundimos! ¡Sálvame, sálvame tú que sabes nadar! Ahogarme aquí en un charco… Nunca había querido ir a París por no embarcarme —decía Lamparilla lastimosamente.

El agua entraba a borbotones, la canoa se hundía, una línea sola de su borde estaba fuera del agua; el remero único que había quedado, hacía esfuerzos para salir de la corriente; pero imposible.

Cecilia instintivamente se despojaba de su ropa; era buena nadadora; se disponía a luchar a brazo partido con la muerte; pero imposible tampoco, las aguas se confundían con el horizonte. Allá a lo lejos, muy lejos, se divisaba el cerro del Peñón, los cerros de Guadalupe. ¿Cómo nadar cuatro leguas?

—¡Cecilia, Cecilia! —gritaba el licenciado, y aunque la capitana estaba ya casi desnuda, el frío y el miedo habían apagado la hoguera de su amor.

La canoa rebosó y se fue hundiendo, hundiendo. Primero desaparecieron las piernas de Lamparilla con sus calzoneras negras, con su botonadura de plata, y las piernas rollizas de Cecilia; después la cintura, después apenas la cabeza tenían fuera del agua.

¡Pobre Juan! Perdía en ese momento a su única protectora en la tierra. ¡Pobre Moctezuma III! El incansable abogado, que lo iba a poner en posesión de su reino, perecía ahogado, no en el grande océano, sino en un miserable charco de agua. El tornero que, sin saberse la causa, tenía aún medio cuerpo fuera del agua, iba a recibir el merecido castigo de su horrendo crimen.

Mientras más esfuerzos hacían Lamparilla y Cecilia para salvarse más se hundían en el fondo barroso de la laguna. Los rieles temblorosos de plata que la luna formaba en la superficie de las aguas tranquilas, pasaba ya por la boca de los desgraciados, y las Siete Cabrillas miraban atentamente a los náufragos desde las profundidades azules del firmamento; y desde allí sólo Dios podía salvarlos.

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