El periódico que años antes había publicado el alarmante párrafo en que se daba noticia del caso rarísimo y nunca visto, cuyo desenlace conocen ya en parte nuestros lectores, había sufrido mil contratiempos; ya disminuyendo de tamaño, ya dejando de publicarse semanas enteras y apareciendo después con otro título y siendo víctima de la tiranía de un gobierno audaz que trataba de poner a la prensa una mordaza, hasta que al fin, cansados de la lucha y habiendo sus redactores adquirido una buena dosis de esa sana filosofía que nos hace ver con desprecio las cosas de esta vida, transando con un gobierno, después con otro y otros, y conservando siempre la apariencia de un diario de oposición, se formaron una buena renta con la larga subvención de la Tesorería; pudieron darle vuelo a su ingenio y adquirir visible influjo, imponiendo miedo por su audacia, aun a los mismos magnates que les pagaban con dinero del Erario. Ya no era el periódico semanal, sino diario, de pliego doble, impresión elegante y la gacetilla y la parte literaria llenas de interés, pues no pasaba día sin que sus columnas tuviesen una o más noticias de sensación, que infundían la desconfianza y el espanto en la capital y en la nación entera.
Ese mismo periódico, pues, que tenía por nombre El Eco del Otro Mundo, dio a luz el siguiente párrafo:
Horrorosa tragedia.—Allá en el fondo oscuro de una casa de vecindad de mala fama, situada en uno de los barrios más sucios y peligrosos de la ciudad, se ha cometido un crimen que nosotros mismos no creeríamos si no tuviésemos los más verídicos y exactos informes. En un cuarto de esa casa vivía un matrimonio compuesto de tres personas (no de dos hombres y una mujer, ni de dos mujeres y un hombre, porque de esos matrimonios se ven todos los días), sino del padre, la madre y un hijo ya crecido, de cosa de 11 a 12 años. El padre era, según se nos ha asegurado, un artesano muy hábil y protegido por un alto personaje, tal vez un marqués, cuyo nombre callamos por respeto a la vida privada. La mujer (no la del marqués, sino la del matrimonio de que hablamos), era dizque muy bonita, y más que bonita ojialegre. Al marqués, porque al fin los marqueses son hombres de carne y hueso como nosotros, le gustó la muchacha y se atrevió, ¿y por qué no se había de atrever?… Lo demás lo callamos por el respeto que debemos a la moral; pero nuestros ilustrados suscriptores, a quienes consagramos nuestras tareas, lo adivinarán: sigamos esta dolorosa narración. El marido celoso se calló la boca (como lo hacen muchos) y se manifestó muy amable con su mujer, pero una noche cerró la puerta por dentro con llave, tendió a su mujer en un banco, la amarró de pies y manos de modo que no se pudiese mover, le rellenó la boca de aserrín para que no gritase y comenzó con sus instrumentos a trabajar sobre el cuerpo de su víctima como si fuese un trozo de madera. Primero con una sierra le cortó una pierna después un brazo hasta que no dejó más que el tronco, y la mujer vivía a pesar de esta mutilación, pues era muy robusta y no quería morirse. Lo más grave del caso es que el hijo, ayudaba al despiadado padre en esta operación. ¡¡¡Horror, horror, horror!!!
Interpelamos al periódico oficial para que nos diga si ya se han tomado las medidas enérgicas que reclama la vindicta pública, para aprehender a los culpables e imponerles el condigno castigo.
El periódico oficial, que jamás perdía su calma, contestó al día siguiente dos líneas.
El gobierno ninguna noticia tiene del crimen a que se refieren en su párrafo de ayer los ilustrados redactores de El Eco del Otro Mundo, pero ya se piden a quien corresponda los informes necesarios. En todo caso y aun suponiendo que se hubiese cometido tal crimen, nos parece que hay exageración en los pormenores. Esperamos de la imparcialidad del patriota colega del Callejón del Ratón que hará las rectificaciones correspondientes para calmar la alarma que ha causado en la ciudad su párrafo relativo al supuesto crimen.
Los redactores de El Eco del Otro Mundo, se indignaron con el cinismo del periódico gobiernista, que casi negaba un hecho que ya era público, resolvieron de una manera enérgica y acordaron el siguiente párrafo:
El periódico oficial en vez de ser franco y explícito, se ha salido por la tangente. Tenemos preparados ya dos o tres editoriales, pero los reservamos hasta saber la contestación de nuestro apreciable colega de Palacio.
El sesudo colega de Palacio respondió al día siguiente sin perder su aplomo:
Mucho gusto tendríamos en satisfacer de la manera más explícita a los ilustrados y patriotas redactores de El Eco del Otro Mundo, pero estando ya el negocio en manos de la justicia tenemos que guardar el más absoluto silencio hasta que la ley pronuncie su supremo fallo.
Los redactores de El Eco, a quienes el Ministro de Hacienda les había mandado hacer una advertencia amistosa, se apresuraron a terminar la polémica y dijeron en su número del domingo:
Estando sujeto el negocio al fallo de los tribunales, somos los primeros en acatar la ley y damos por terminada la polémica; pero excitamos al señor juez de la causa a que inmediatamente imponga a los reos el más condigno castigo.
Los periódicos de todas clases, de todos tamaños y de todas opiniones que se publicaban en la capital y en los Departamentos reprodujeron el primer párrafo alarmante, y desgraciadamente algunas tiras de ellas fueron remitidas a Europa por casas extranjeras establecidas en México y que querían tener a sus amigos y corresponsales de Ultramar al tanto de los sucesos, de cualquiera naturaleza que fuesen. Los comerciantes nunca escriben ni de política, ni de religión, ni de escándalos, ni de ninguna otra cosa, más que de sus negocios, pero entre las facturas y cuentas corrientes suelen incluir una que otra noticia de América que alarma los mercados de Europa, ocasiona una baja en la bolsa y a veces ocupa seriamente a los soberanos y a su consejo de ministros.
Un periódico también de sensación, que circulaba abundantemente en París y que se llamaba El Gorro de dormir de Dantón, se apoderó del párrafo, mal que bien lo tradujo y lo publicó en el lugar más visible, titulándolo Salvajería mexicana, y añadiéndole interesantes comentarios. «Nuestro corresponsal nos da sobre este crimen, detalles que omite sin duda maliciosamente la hoja mexicana».
El bárbaro esposo y el desnaturalizado hijo, después de haber descuartizado a la infeliz mujer, cortaron los pedazos más gordos de sus pantorrillas, hicieron un guisado con esa sustancia venenosa que llaman chile, que en el idioma bárbaro de los metis (mestizos) quiere decir Salsa del Diablo, y se sentaron tranquilamente a cenar ese horrible manjar, digno de esa raza degradada española que puebla el rico continente de Colón. Hechos como éste, propios de los caníbales, no deben quedar sin castigo.
La Francia, que marcha siempre a la cabeza de la civilización y que conquistó en 93 la libertad del mundo, no debe dejar sin escarmiento esta barbarie y apresurarse a enviar buques de guerra con sus compañías de marina de desembarco, y si encuentra resistencia, bombardear para escarmiento las poblaciones situadas en la mesa central de los Andes y reducirlas a cenizas, que en ello ganará la humanidad. De esta manera Francia se hará amar y extenderá en esos lejanos países los beneficios de la civilización. Lo que pasó a esa desgraciada mujer puede repetirse con nuestros compatriotas aislados en esas regiones salvajes, donde sólo en pomadas y perfumes tienen comprometidos más de 500 millones de francos. Nuestros buques de guerra serán una garantía para nuestros compatriotas, y el honor nacional quedará vengado.
Este párrafo fue reproducido en toda Europa, en inglés, en alemán, en dinamarqués, en checo, en griego, en italiano, en todos los idiomas conocidos y desconocidos y en todos los periódicos, y copiado y vuelto a copiar por la ilustrada prensa norteamericana, que lo adornó con grabados en madera.
Los fondos mexicanos bajaron en Londres 15 por 100 y los tenedores de bonos se prepararon a formular una reclamación.
Hemos anticipado estas noticias que no dejan de tener interés para la nación y que se relacionaron con la historia de nuestro hábil tornero, para seguirla en lo posible, pues en los anteriores capítulos no habíamos podido decir acerca de él una palabra.
Cuando la sirvienta entró con el desayuno del juez de turno, que sentado todavía en su cama, no obstante ser las diez de la mañana, fumaba tranquilamente un detestable purito del estanco, le entregó al mismo tiempo un paquete de impresos. Cuando acabó de tomar lo que él llamaba un picoslabis, que se componía de una taza de champurrado y de cuatro o seis tamales, deshizo el paquete, comenzó a revisar los periódicos y a hacer comentarios sobre lo que leía, como si alguien lo escuchase, y ya daba fin a su lectura y se disponía a salir de entre las sábanas, cuando llamó su atención un párrafo rayado en el margen con lápiz azul, que leyó y volvió a leer varias veces, y era precisamente la horrorosa noticia que, comentada, escandalizó más tarde a la Europa entera, como acabamos de manifestar.
—¡Cáspita! —dijo—. Esto es muy grave y se me cae la sopa en la miel, pues se me proporciona la ocasión de acreditarme. Breve, mis botas, mi camisa limpia, mis pantalones nuevos —gritó a la criada, la que a poco entró con lo que le pedía el señor licenciado.
—¿Agua caliente para rasurarse? —preguntó la criada.
—No, nada, tengo un catarro de dos mil diablos y no me lavo ni me afeito.
El licenciado se puso una camisa muy almidonada que le hacía un enorme buche por delante que no podía sujetar el chaleco ni la levita; sus pantalones, que le venían muy holgados y tenían una pierna más corta que la otra, y una levita que le lastimaba por debajo de los brazos; y pasando sus dedos por la cabeza, en lugar de peine, formándose así un copete con su abundante pelo entrecano, salió a la calle con dirección a la Acordada, donde estaban los juzgados de lo criminal.
No es de mucha importancia en las novelas históricas dar señas minuciosas de todos los personajes y entretenerse en describir sus narices, el tamaño de su pie y el color de sus ojos, pero como este insigne licenciado y juez de lo criminal de la ciudad de México tendrá que figurar más de una vez en esta colección de historias y formar parte de nuestros cuadros de costumbres, no será malo que los lectores lo conozcan un poco y sepan sus antecedentes.
Su padre, don Justo Bedolla, era un antiguo y honradísimo barbero del pueblo de la Encarnación en el Estado de…, amigo del cura, del presidente del Ayuntamiento y de los comerciantes. Hacía la barba los sábados y domingos a los administradores y amos de los ranchos cercanos, y era por su buen carácter y por lo bien que manejaba la navaja, querido de los del pueblo. El nacimiento de Crisanto costó la vida a la madre, una humilde ranchera nacida de padres indígenas de la hacienda de La Labor; así el retoño o presunto heredero de la barbería fue criado no como Rómulo, por una loba, pero sí por una burrita de que era dueño el barbero, lo que ahorró el gasto de una nodriza. Dicen que las inclinaciones de las gentes son según la leche que maman, y quizá por eso los fundadores de Roma y los que les siguieron fueron tan temibles y feroces, como amamantados por fieras; y en cuanto a nuestro personaje, sacó de la burra lo tenaz y lo tonto, pero no lo sufrido y humilde, porque desde chico se notó, aun por su mismo padre, que era engreído y pretensioso; no era capaz de haber inventado la pólvora, pero tampoco tan negado y estúpido como los naturalistas han creído que era la humilde y sufrida raza a que pertenecía su cuadrúpeda nodriza. Era lo que en los pueblos llaman ladino.
El pobre barbero puso sus cinco sentidos en la educación de su hijo único, en el cual había reconcentrado su cariño y sus esperanzas. Permaneció Crisanto en la escuela sin que lograse ni leer con puntuación ni escribir con ortografía una mala letra; su firma, con una complicada rúbrica formando labores y rabos por todos lados, era imposible de entenderse, y unos leían en vez de Crisanto Bedolla, Espanto Pesadilla, otros Volando la Regilla, y sus condiscípulos se burlaban de él y daban interpretaciones algo más que coloradas a las malas letras capitales con que comenzaba su nombre y apellido. Más tarde, como era ladino, llegó a saber que los hombres más célebres del mundo han tenido tan mala letra que sólo los muy sabios y versados paleógrafos han podido descifrar sus firmas. Luego que Crisanto acabó sus estudios en la escuela, el cura le enseñó a ayudar a misa, a recitar la letanía en latín y poca cosa más, y con estos conocimientos pasó al Instituto Literario de la capital del Departamento a continuar sus estudios para recibirse de licenciado. Incansable el barbero en su solicitud por su hijo, y deseando que no sólo fuese licenciado sino un prodigio, reunió cuantos recursos pudo y lo mandó a la gran ciudad de México para que continuara su carrera en uno de los antiguos colegios donde se estudiaban cánones y leyes, sobre todo cánones, porque sonaba en los oídos del barbero la palabra canonista de una manera tal, que le parecía que un canonista podía, sin indigestarse, comerse al mundo entero. Crisanto cursó, pues, filosofía, leyes y cánones en el más antiguo colegio de San Ramón, donde conoció a su tocayo Lamparilla, que era de más edad que él y terminaba sus estudios; pero como Lamparilla y él eran ladinos, trabaron amistad y simpatizaron de tal manera, que fueron en el curso del tiempo muy buenos amigos como podrá juzgarse más adelante por la serie de acontecimientos que se verán en esta verídica historia.
Terminó, pues, Crisanto sus estudios y sacó en los exámenes buenas calificaciones, porque los catedráticos, como hombres de experiencia, no quieren malquitarse con nadie, ni menos con muchachos del interior que suelen, a poco andar, volver de diputados a proponer nuevos planes de estudios en que se suprimen las cátedras de sus maestros.
Con todo y las excelentes calificaciones, Crisanto no se atrevió a presentarse en examen; pero ayudado de Lamparilla, que ya se había recibido y estaba de pasante con uno de los primeros abogados de México, nuestro amigo fue a un departamento donde se hacían abogados de oficio por la buena voluntad del gobernador; logró un título pomposo que le autorizaba para pelar al prójimo y regresó lleno de satisfacción a su pueblo, dando un día de gloria a su buen padre, que por sus años apenas podía sostener en sus manos la navaja que en otros tiempos había pasado con tanta delicadeza y suavidad por los carrillos del cura y del alcalde.
Los primeros días fueron de plácemes; visitas y almuerzos en el pueblo, y hasta las muchachas más montaraces y escogidas entreabrían un poco las puertas de las ventanas para ver pasar al nuevo licenciado, como si nunca lo hubieron conocido; los administradores de las haciendas a quienes durante años había rasurado su padre, lo convidaron a almorzar un día y otro, y hubo propietario de los muy pocos que residían en su finca que le mandase un recado, con lo cual su fatuidad creció y ya no cabía en los pantalones; pero pasaban semanas y permanecía con los brazos cruzados sin que nadie lo ocupase y, por consiguiente, sin ganar un peso, sin que los pocos recursos que le quedaban al viejecito bastasen para la vida costosa que se quería dar, pues compró dos caballos y tomó un mozo para que lo acompañase en las excursiones que frecuentemente hacía por los campos para darse el aire de hombre importante, y porque en realidad cuando no dormía o comía o discutía con el cura materias canónicas (que ninguno de los dos entendían), no sabía qué hacer de su persona.
No habiendo pleitos en el pueblo, estando los asuntos en corriente y todo el mundo en paz de Dios, Crisanto discurrió que era necesario que el progreso y la civilización penetrasen en el pueblo, que estaba poco más o menos salvaje, y que lo primero que debía hacerse era deslindar la propiedad y contener la codicia de los hacendados, que hoy se cogían un terreno, mañana otro y así, sin sentirlo, iban despojando a los indios.
Sus caballos le sirvieron precisamente para esto y sus paseos tuvieron un objetivo importante y patriótico. Vagaba hoy por un pueblo, mañana por otro, platicaba con los indígenas de importancia y prestigio, que nunca deja de haber aun en los pueblos más rabones; les infundía desconfianza y les decía, encargándoles el secreto, que debían reclamar sus tierras, arreglar sus linderos y no dejarse dominar y, sobre todo, robar de los ricos propietarios; que la tierra era de ellos y nada más de ellos, y que no había gobierno legítimo más que el de Moctezuma. Quizá en sus conversaciones con Lamparilla había adquirido esa suma de ideas legitimistas, y confiaba en que algún día vendría a mandar el país Moctezuma III, el pariente y protegido de doña Pascuala, que en la fecha en que hablamos tenía seguramente la edad necesaria para empuñar el cetro de sus antepasados.
Los indios reflexionaron algunas semanas, como acostumbraban, callados, sin decirse mutuamente ni una palabra; pero cuando hubieron madurado bien su plan, todos se movieron y poco a poco fueron a su vez invadiendo el terreno de la hacienda, al grado que el administrador, en una de sus correrías por los potreros, se encontró con un pueblo ya edificado donde meses antes no había más que un bosque de mezquites. Aquí se armó la gorda y comenzaron los pleitos. Nuestro licenciado fue llamado a la hacienda para consultarle el caso y pedirle su opinión, que fue contraria a los indios, mientras que a ellos les dijo que tomaría la defensa de los hacendados para hacerles el bien de que otro abogado, al encargarse de ella, no los aniquilase, echándolos hasta de su propio suelo, que poseían desde los tiempos remotos de la conquista. El administrador el sábado siguiente apartó algo de su raya y mandó al licenciado un regalo de dinero, y el pueblo de indios, por su parte, llevó a la casa del barbero gallinas, huevos y mazorcas de maíz. El padre estaba ufano con el talento del hijo, y el hijo, ya con un bufete establecido, considerado y expensado por las dos partes contendientes.
Así, de pueblo en pueblo y de hacienda en hacienda, logró Crisanto sembrar la desconfianza y la discordia y producir una verdadera alarma en la prefectura. Los indios pretendían despojar a los hacendados hasta de las casas y trojes; y los hacendados movían el mundo para echar a los indios usurpadores de los pueblos y apropiarse hasta las capillas y las casas de los curas. El prefecto, que cerró los ojos durante algunos meses, tuvo al fin que abrirlos, porque ya aparecían amagos serios de una y otra parte y se decía a las claras que estaba próxima a estallar una guerra de castas. Escribió al gobernador, el gobernador le contestó, y como sin saber por qué los dos tenían miedo a Crisanto, que era ya apoderado de varios pueblos y patrono de varios hacendados, en vez de procesarlo y ponerlo en la cárcel por revoltoso, resolvieron mandarlo a la capital de México con buenas cartas de recomendación, para que buscara su vida y dejase a la prefectura en paz. Quizá fue una buena política; pero mala o buena, Crisanto ganó en ella.
El señor Lic. D. Crisanto Bedolla —decía la carta del gobernador— que ha hecho en los colegios de esa capital una brillante carrera y obtenido las mejores calificaciones, presentará a V. E. esta carta. El talento de este joven abogado (y no era ya muy joven) necesita una esfera de acción que no encuentra en el pueblo que tuvo la dicha de verlo nacer. Lo recomiendo a V. E. de la manera más eficaz y me atrevo a darle desde luego las gracias, porque estoy seguro que en la primera oportunidad mi recomendado obtendrá en la magistratura el lugar que merece.
El asunto de las elecciones se presenta un tanto complicado, pues la oposición trabaja con una actividad sorprendente. Por el próximo correo escribiré a V. E., en lo confidencial, y el Gobierno Supremo haría muy bien (salva la opinión de V. E.) de no permanecer con los brazos cruzados. El amigo Crisanto tiene el encargo de hablar a V. E. de tan importante asunto.
Crisanto, con lo que había ya ganado revolviendo los pueblos de indios y con los últimos ahorros del viejecito barbero, emprendió el viaje a la gran capital, que en los tiempos a que nos referimos era difícil, largo y costoso; pero con todo ello, a los veinte días de salido de su pueblo entraba por la garita de Vallejo, seguido de dos mozos y un caballo de mano, y se echaba por esas calles en busca de una posada que fuese un poco más decente que los ruinosos mesones del barrio de Santa Ana. Pensaba en esto y cansado además de la jornada, que había sido larga, dejaba que su montura fuese al paso cuando divisó una persona que en un buen caballo brioso venía en sentido puesto. Quiso reconocer en el caballero un antiguo amigo, pero en la duda si era o no, creyó que no haría mal en hacerle algunas preguntas sobre las fondas y posadas que tal vez se hubiesen establecido después que él había salido del colegio. Detuvo cortésmente al caballero, y su instinto no lo engañó, pues se encontró en los brazos de su querido tocayo Lamparilla, que se dirigía al rancho de Santa María de la Ladrillera a dar noticias muy agradables a doña Pascuala, relativas a la herencia de Moctezuma III.
Lamparilla, a instancias de su condiscípulo, dejó el viaje al rancho para otra vez, lo acompañó al centro de la ciudad y lo instaló en la calle de Cordobanes, en la casa de unas buenas señoras, doncellas de más de cincuenta años que cuidaban hombres solos. Los caballos y mozos se enviaron al mesón. Los dos antiguos condiscípulos del más antiguo colegio de comendadores juristas, de San Ramón, departieron largamente. Crisanto contó a Lamparilla lo que le convenía, ponderándole el prestigio de que gozaba en su pueblo, y Lamparilla le refirió lo que también le convenía, exagerando los productos de su bufete y el influjo que ejercía en los personajes que gobernaban, especialmente con el Ministro de Hacienda, con el que tenía pendiente un negocio de millones: nada menos que la restitución de los bienes de Moctezuma II, que correspondían a Moctezuma III, de quien era abogado. Con tan francas y explícitas declaraciones, pronto se entendieron. Lamparilla pensó in pectore que podía muy bien su amigo hacerlo diputado de la próxima legislatura; y Crisanto, a las claras manifestó que contaba con su influencia para ser prontamente colocado, pues sus recursos eran limitados. Desde ese momento, además de la amistad de colegio, los dos personajes quedaron ligados por el interés.
La primera cosa que hizo Lamparilla, prescindiendo por algunos días del viaje al rancho de Santa María de la Ladrillera, fue vestir y civilizar a Crisanto. Lo llevó a un establecimiento donde había 200… mil piezas (serían 200 cuando más) de ropa hecha; a una zapatería; a una peluquería francesa y a un baño. La transformación fue completa, y así, con ese aire de superioridad de los rancheros ladinos, no obstante que la levita tuviese pliegues y arrugas en las espaldas, y el pantalón con el lustre del paño como si tuviese barniz, un pañuelo blanco muy grande y muy almidonado y un sombrero algo pasado de moda, Crisanto fue presentado por Lamparilla, la siguiente semana, al Ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos, al que entregó la carta de recomendación del gobernador. Hablaron más de una hora de política, de elecciones, de guerra de castas, de adelantos en la instrucción primaria, de mil cosas a cual más importantes.
El ministro quedó prendado de la soltura y despejo de su recomendado, y le prometió que en la primera oportunidad sería colocado en un alto puesto.
—Estos rancheros —dijo el ministro a su oficial mayor cuando la puerta del gabinete se cerró tras el pretendiente— se presentan mal vestidos. ¿No observó usted qué corte de levita tan extravagante? Pero tiene más agallas… y talento, no se puede negar; todos los mexicanos tenemos talento, y este recomendado nos puede servir mucho para las elecciones en su pueblo, y sobre todo para aplacar esa guerra de castas que se nos viene encima, pues goza de mucho influjo entre los indios, creo que habla azteca y se entiende con ellos. Lamparilla ya me lo había contado todo. Además, no es posible desairar a un gobernador.
—Precisamente hay una vacante o, mejor dicho, la habrá si usted quiere —le contestó el oficial mayor—. El licenciado don Pedro Martín de Olañeta insiste en su renuncia, dice que está muy enfermo y que le es imposible continuar despachando el juzgado; además tiene otras quejas que no dejan de ser graves, pues…
—No me diga usted más —le interrumpió el ministro— conozco esas quejas y no es posible poner remedio. Don Pedro es uno de esos abogados testarudos y sabios, de los tiempos del virreinato, y que no cuadran ya bien con nuestras instituciones liberales ni con el progreso del siglo; eso sí, honrado y enérgico como el primero, reo que cae en sus manos, no para hasta la horca. Es sanguinario, y yo profeso cerradas doctrinas contra la pena de muerte no sólo en los delitos políticos sino en los de fuero común. La sociedad no tiene derecho de matar. Entonces volveremos a los tiempos del feudalismo. Señores de horca y cuchillo. El fiscal es todavía más asesino que don Pedro. El día que hay ahorcado almuerza chiles rellenos y mole de guajolote.
—¡Qué horror! —exclamó el oficial mayor.
—Como se lo digo a usted; a mí me convidó un día, y no acepté, por supuesto. Era un banquete de caníbales… Conque acordado, se le admite la renuncia a don Pedro Martín y se nombra a don Crisanto Bedolla; por más que lo haya usted visto con su cabello alborotado por donde no ha puesto el peine, es hombre de importancia y tiene mucho influjo con los indios. En menos de un mes sería capaz de levantar veinte mil hombres… ya ve usted… Queda nombrado Juez Primero de lo Criminal, y el presidente ha de quedar muy contento de ese nombramiento, pues don Pedro Martín me cargaba con su lenguaje autoritario y sentencioso. Ya esos hombres pasaron; se necesita gente nueva, juventud entusiasta; en fin, otra generación.
Como consecuencia de esta conversación, Crisanto no cumplía un mes de residencia en la metrópoli cuando recibió el nombramiento de Juez Primero de lo Criminal, empleo de grande responsabilidad e importancia. La seguridad pública, la vida de los ciudadanos, la honra de las familias, quedó a cargo del insigne licenciado del pueblo de la Encarnación.
Tomó posesión de su empleo con toda solemnidad; pasó a la Cárcel de Corte a hacer una visita de presos; se informó de las causas que había pendientes; tomó lenguas del escribano, que era un hombre vivaracho y familiarizado con los autos criminales; visitó a sus compañeros y a los abogados de más fama, sin omitir a su antecesor don Pedro Martín de Olañeta; en una palabra: entró ya en un círculo de jueces, magistrados y abogados, y ayudado y dirigido por Lamparilla montó una casa al fiado y con abonos de 20 pesos cada mes a un mueblero de la Calle de la Canoa; tuvo cuanto era necesario para aparecer como un personaje en cierto círculo de la sociedad mexicana, que se ocupaba de él y que lo consideraba como una de las notabilidades del interior. Los que lo habían conocido y sabían la manera como había hecho su carrera, pensaban de otro modo; pero Lamparilla acallaba esas murmuraciones y aseguraba que su condiscípulo repentinamente había desplegado un talento y sobre todo una perspicacia en los negocios, que él mismo negaría si no hubiese tenido muchas y patentes pruebas.
Sea de esto lo que fuere, el viejecito barbero, al recibir la noticia de la rápida elevación de su hijo, se enfermó del susto y estuvo a punto de perder la vida; el cura dijo una misa para que el Espíritu Santo iluminara al nuevo juez y le diese acierto en sus sentencias; sólo el prefecto, al acostarse, le dijo a su mujer:
—Gracias a Dios, hija mía, que nos han quitado para siempre esta víbora, que habría concluido por revolver toda la prefectura, comprometerme quién sabe hasta qué punto y hacerme perder mi empleo. Dios y el gobierno se lo tengan muchos años por allá, y que lo hagan hasta arzobispo, que mucho me alegraré con tal que no vuelva.