Más de dos meses llevaba Crisanto de despachar en su nuevo juzgado, sin que hubiese ocurrido nada de notable. Matrimonios desavenidos que se rompían de noche la cabeza e iban a presentarse al día siguiente al juez, cada uno con su queja; la mujer pidiendo que a su marido lo pusieran de soldado, y el marido alegando que su mujer lo había engañado yéndose con su compadre el carnicero, y que por eso la había golpeado; heridos en riñas en las pulquerías, con las tripas de fuera y todavía queriendo pelear con su enemigo; ladrones rateros, que le consignaba el Gobernador del Distrito; en fin, lo de todos los días; nada importante ni complicado. El escribano, realmente, despachaba el juzgado y hacía con los reos lo que le daba la gana, y se entendía perfectamente con los pillastres de los barrios y con las mujeres de mala vida, que le hacían regalitos. El párrafo del periódico causó una reacción en el ánimo de Crisanto y lo entusiasmó sobremanera. Era un caso horroroso, que había llamado la atención pública y que debía tener muchas ramificaciones y cómplices; el descubrimiento de la funesta historia y la aprehensión del reo o reos y su castigo en la horca, deberían proporcionar al nuevo juez la ocasión de acreditarse y de obtener, en consecuencia, un lugar en la Corte Suprema de su Departamento, y quizá después… Ministro de Justicia, y tal vez… Presidente de la República. ¿Y por qué no?… La ambición de un fuereño ladino no conoce límites.
—¡Ya sabrá usted el terrible acontecimiento! —dijo Crisanto a su escribano, luego que llegó al juzgado.
—Los envié al hospital, porque los dos estaban moribundos, pero eso no es nuevo y ya lo verá frecuentemente —contestó el escribano, componiendo la carpeta del juez y arreglándole el sillón para que se sentara.
—¡Cómo! ¿De qué habla usted?
—Pues de los dos zapateros que se pelearon por una horma que cada uno decía que era suya, y se hicieron picadillo a tranchetazos. Acababa usted de salir ayer del juzgado, cuando la guardia del Principal los trajo; aquí tiene usted para la firma las primeras diligencias, con otras comunicaciones del caso; fuera de esto, nada ha ocurrido.
—Pues lea, y horrorícese usted.
El escribano, que ya de nada se horrorizaba, leyó el párrafo que le indicó el juez y puso tranquilamente el periódico en la mesa.
—¿No ha venido ningún parte, ninguna denuncia al juzgado?
—Nada —contestó el escribano— y todo ello no deben ser más que cuentos y exageraciones. Conozco bastante este periódico, que lo que trata es de ganar dinero por todos lados. Si el hecho es cierto, habrá ya dado parte la casera al Gobernador o a otro juzgado; pero aquí no han venido consignados más que los dos zapateros, que probablemente habrán muerto antes de llegar al hospital.
—Los crímenes deben perseguirse de oficio, y si han dado parte y otra autoridad conoce del negocio, ya lo veremos. ¿No cree usted que es la ocasión de que este juzgado se acredite por su energía y actividad?
—¡Y cómo que lo creo! —respondió el escribano—. Un crimen así hace la reputación no sólo del criminal, sino también del juez que lo descubre y lo condena a muerte.
—Pues a descubrirlo y a perseguir sin descanso a los cómplices, a prender a medio México, que de los muchos que caigan alguno ha de ser el asesino y el miedo de la cárcel los hará confesar.
—¡Es que la ley, las fórmulas, y los procedimientos requieren que…!
—¡Qué fórmulas ni qué calabazas! México es un país de hechos, y parece que ahora comienza usted a vivir. Lo primero que debemos hacer es llamar al director de El Eco del Otro Mundo para averiguar quién es ese marqués o conde que está complicado en el delito. ¡Qué golpe si lográramos que fuese al palo un marqués!
El escribano no pudo menos que reír.
—¡No se ría usted! Lo que se necesita en este país es atrevimiento, y lo demás lo da la fortuna. Vea usted: en vez de oficios y citas que nos harían perder el tiempo, lo mejor es que usted mismo vaya a la redacción, y con cuantas caravanas y atenciones sean posibles, se traiga usted aquí al director o a alguno de los redactores. En caso necesario, use usted de la autoridad, y nada tendrán que decir, puesto que ellos mismos excitan a la justicia a que sea inflexible y obre con energía.
—Pero sería menester que usted firmase…
—No hay pero que valga; en esta vez déjeme usted obrar y no me haga observaciones, que después en los autos se arreglarán las cosas como deben ser. Cuento con la amistad del Ministro de Justicia y con la opinión pública, y ya es bastante, conque…
El escribano tomó su sombrero y salió en busca de los periodistas, y el juez cerró la puerta y comenzó a pasearse de uno a otro extremo de la pieza, con el dedo en la boca, meditando dar un golpe que hiciese ruido en la ciudad.
El escribano no se hizo esperar y volvió acompañado del director del periódico, de cuyas señas y gestos quizá nos ocuparemos otra vez.
—Amigo y señor —le dijo el juez luego que vio al periodista, tendiéndole la mano, sentándolo en su propio sillón—; nos va usted a hacer un gran servicio o, mejor dicho, un servicio a la sociedad.
—Mi persona, mi periódico, los redactores, la imprenta, todo está a disposición del señor juez. ¿En qué puedo servirlo?
—Me va usted a revelar —le contestó el juez, mostrándole el párrafo del periódico— el nombre del personaje que fue causa del crimen, o mejor dicho que es cómplice y debe ser castigado.
—¡Imposible, señor juez! Es un secreto que no puedo descubrir; perdería mi reputación, mi crédito, hasta mi vida, si divulgara lo que se comunica a la redacción en el seno de la confianza.
—Es que —le interrumpió el juez— el secreto quedará guardado, y aunque yo lo sepa de boca de usted y tenga que obrar en consecuencia, ni constará el nombre de usted en la causa, ni yo, ni el escribano, bajo la fe de funcionarios públicos, diremos jamás una palabra; puede usted estar seguro de ello.
En ese caso, confiando en la palabra de usted y por hacerle un servicio, le referiré lo que ha llegado a mi noticia, y por cierto que buenos pasos y dinero me ha costado. Lo que yo deseo, como usted puede bien figurarse, es que mi periódico sea no sólo el mejor periódico de México, sino del mundo entero.
—Lo comprendo muy bien, y ya ve usted que el juzgado, que es el primero en acatar la opinión pública y que considera a la prensa como un cuarto poder, va a proceder con tal actividad y con tal energía, que le aseguro a usted que antes de cuatro semanas serán ahorcados en medio de la plaza los principales reos y sus cómplices. Espero que el diario de usted apoyará las providencias del juzgado. Conque vamos: ¿quién es el famoso marqués?…
El director miró a todas partes, se aseguró que la puerta estaba cerrada y acercándose al oído del juez, le dijo:
—El personaje aludido en mi diario, es nada menos que el rico y poderoso conde del Sauz.
—¿Es posible? —dijeron a una voz el escribano y el juez.
—Ni duda cabe en ello —continuó en voz baja—; y si ustedes supiesen qué casta de persona es el conde, no se asombrarían. Malas lenguas dicen que, como Otelo, ahogó a su esposa entre las almohadas; a una hija única que tiene le da un trato cruelísimo y le impidió que se casara con un guapo y valiente oficial que abandonó su carrera y se perdió para toda la vida. Por el rumbo de la Cruz Verde mantiene una querida; por la Calle de Cocheras mantiene otra; por la de la Tlaxpana otra, y siempre anda a cuchilladas con los jugadores y canallas con quienes se junta; vaya, es el mismo diablo en persona. El coronel Baninelli sabe bien esas historias, y un día se dieron buenas estocadas él y el conde, precisamente por el asunto del oficial y de la hija.
El juez, que como hemos dicho era fuereño y que no sabía esas viejas historias escandalosas de México, estaba asombrado; y al escribano mismo, que trataba con gente de otro círculo, no dejaba de interesarle la conversación del director de El Eco del Otro Mundo.
—Como el señor juez podrá fácilmente adivinar —continuó el periodista— el Conde protegía al carpintero para gozar de su mujer, porque así son los ricos; nada hacen de balde. El carpintero aguantaba o no aguantaba la carga; pero el caso fue que se cansó, y un día, celoso y frenético, hizo picadillo a su mujer. Las vecinas deben ser cómplices, porque ocultaban unas veces al conde en sus cuartos, otras entretenían al carpintero mientras la mujer se componía las ropas y aparecía como lavando trastos; ya usted me comprende… Manejos que tienen la mayor parte de las mujeres para disimular sus maldades; ahí tiene usted, señor juez, averiguado el crimen y la causa de él y todo cuanto usted desea; pero ¡por Dios! la mayor reserva. Mi vida va de por medio, y si el Conde llegase a saber algún día que yo… me daría más estocadas que pelos tengo en la cabeza.
—Pierda usted cuidado; empeñamos solemnemente nuestra palabra de guardar el secreto —volvió a decirle el juez estrechándole afectuosamente la mano y acompañándolo hasta la puerta del juzgado.
—Tenemos el hilo —dijo el juez sentándose en su sitial y restregándose las manos.
—Creo que sí, contestó el escribano.
—Pues a proceder y no haya misericordia con nadie; ejecute usted lo que yo mande.
En consecuencia de esta determinación, cuatro hombres y un cabo de infantería que estaban de guardia en la Acordada, precedidos de un agente del juzgado se dirigieron a la casa de vecindad donde se perpetró el crimen, y otros cuatro hombres y un cabo a la Calle de Don Juan Manuel.
Mientras que los soldados, con sus mal ajustados uniformes y mordiendo a excusas del cabo un trozo de pambazo caminaban a su destino, diremos cómo la casualidad hizo que El Eco del Otro Mundo tuviese noticia del suceso antes que el periódico oficial, que el licenciado don Crisanto y que el mismo Gobernador del Distrito.
Entre los muchos vecinos de la casa había una familia que tenía dos hijos aprendices en una imprenta donde se publicaba El Eco, y uno de ellos, el más listo y vivaracho, era el encargado de llevar las pruebas al director, el cual, al devolvérselas preguntaba si había algo de nuevo en la imprenta o en la calle. El muchacho ya le contaba de un ladrón ratero que vio correr llevándose un rebozo; ya de dos criadas que se desmechaban en una esquina; ya de un perro rabioso que perseguían los serenos.
El entendido director se aprovechaba de estas y de cuantas noticias adquirían por cualquier lado; las desfiguraba, las aumentaba, las acompañaba de alarmantes comentarios y llenaba así en parte su variada gacetilla. Un día, antes de las ocho de la mañana entró el pilluelo sofocado, sin poder articular bien palabra y su fisonomía todavía demudada, con un rollo de pruebas en la mano, que había guardado en su casa por habérsele hecho tarde en la noche.
—Tú tienes algo —le dijo el director quitándole las pruebas de la mano—. ¿Te han reñido en tu casa, te han maltratado en la imprenta, te has peleado con alguno en la calle? Tienes todavía los cabellos erizados como si hubieses visto a un difunto.
—¡A una muerta! —le contestó el aprendiz con voz asustada y limpiándose los ojos como si la viera delante.
—Siéntate, tómate ese trago de vino, coge la copa, no la vayas a tirar, y cuéntame lo que has visto para que salga inmediatamente en el periódico —el director alargó la copa al muchacho con un sobrante de vino Jerez, gritó al portero y lo mandó a la imprenta para que no saliese el periódico hasta que él fuese personalmente. El aprendiz, más repuesto de la carrera y del susto, le contó lo que sabía antes, lo que había oído y lo que había visto al salir de su casa para traerle las pruebas.
Lo que oyó y lo que vio lo tenemos también que referir. Según recordarán nuestros lectores, Evaristo salió de la casa dejando la llave a la casera y encargándole la entregase a Tules cuando volviese, y prometiendo regresar pronto.
La casera ninguna importancia dio a este encargo, que no era el primero; menos pudo sospechar nada; colgó la llave en un clavo y continuó sus habituales ocupaciones.
A las doce del día, ni Juan había vuelto con la leche, ni Tules ni Evaristo habían regresado. Un tanto alarmada salió al zaguán a espiar un rato por si los viese venir.
Las moscas cubrían los restos del carnero, y algunos perros asomaban el hocico por el zaguán.
Dieron las tres de la tarde y la casera volvió a descolgar la llave y a salir al zaguán… Ni sombra de los vecinos.
La ausencia de Juan era lo que más ponía en cuidado a la casera. Llegó la noche y con ella las sospechas, los comentarios y pláticas de las vecinas, que resolvieron esperar hasta el siguiente día, dejando los trozos del carnero en el mismo sitio. Pensaron que una borrachera de Evaristo lo habría detenido en unión de Tules y del aprendiz en una casa de la Viga, donde habían averiguado que solía tener fandangos. Al día siguiente la cosa era grave; la casera atarantada, no sabiendo a qué atenerse, pues las opiniones de las vecinas eran contradictorias, se decidió por el voto de la mayoría y triunfó la curiosidad propia de las mujeres. Descolgó por cuarta vez la llave del clavo, se asomó al zaguán para ver si divisaba a alguien y perdiendo ya la esperanza del regreso de los ausentes, entró resueltamente al patio y abrió la puerta del taller. Ella y las vecinas se precipitaron, pero un olor acre de sangre y de muerto las dejó estupefactas y clavadas en un lugar.
A pesar del cuidado que todo criminal tiene para hacer desaparecer las huellas de su delito, el cuarto presentaba a primera vista un aspecto singular, que denunciaba el crimen, que no había podido ni siquiera paliar el sacrificio del borrego.
Sillas rotas, instrumentos regados y en desorden, tablones de madera torcidos, retazos de enaguas y de mascadas hechos trizas y manchas de sangre en el suelo, en las paredes, en todas partes. Las vecinas, en cuanto pudieron hablar y decirse algo, reconstruyeron la escena sangrienta como si la hubiesen visto. La muerte del carnero no había sido más que un pretexto. Tules asesinada por su marido briago y furioso, debía estar allí, o entre los tablones y aserrín, o enterrada debajo de las vigas; el aprendiz lo había visto todo y, escapado como por milagro del furor del salvaje, había corrido lejos, quién sabe a dónde, para no volver más; ni sospechas de que el pobre muchacho, que sabían las vecinas amaba a Tules como su único apoyo, hubiese tenido parte; mientras el tornero estaría ya lejos, quizá en Río Frío, refugiado con los bandidos; la justicia no lo cogería nunca, imposible. Y sobre todo esto discurrieron y trajeron a colación la vida pasada de Tules y de Evaristo, la visita del conde, los golpes que recibía Juan, y cada una dio su opinión. El muchacho de la imprenta que vio y oyó todo esto, corrió con el rollo de pruebas a la casa del director (su hermano se había marchado antes), y el padre y la madre reflexionando que la cosa era complicada, cerraron su puerta y salieron inmediatamente a buscar otra casa en que mudarse. La casera reconoció que había cometido una grave falta al abrir por sí y ante sí la puerta de una casa ajena sin dar parte a la justicia, y las vecinas asustadas a nada se decidían; ni querían ir a buscar al alcalde, ni declarar, ni mezclarse con la justicia, que cuando menos les haría perder su tiempo llamándolas todos los días a la Acordada a dar declaraciones. En esto estaban y discutían el modo de evitar tales peligros cuando haciendo ruido con las armas hizo una repentina irrupción en el zaguán el piquete de soldados, precedido del agente del juzgado.
—Silencio, y dense presos de orden del juez —dijo con voz imperiosa—. Todo el mundo aquí.
Las vecinas vociferaron a un tiempo, protestando su inocencia y reclamando la arbitrariedad que se cometía prendiéndolas sin escucharlas y antes de saber lo que había pasado, que ellas mismas, si lo habían adivinado, no lo sabían en realidad. Las más avisadas, aprovechando el primer momento de confusión, se esquivaron y se marcharon a la calle; las más bachilleras y resueltas rodearon al agente y continuaron vociferando, intentando también sollozar y derramar lágrimas para ablandarlo.
—¡Silencio! Que nadie salga, y a cerrar la puerta, y lo que tengan ustedes que alegar lo harán ante el juez, que mi deber es averiguar en dónde está el cadáver y llevar a todo el mundo a la cárcel.
El cabo retiró de la puerta a algunos curiosos que ya asomaban las narices, colocó un centinela y con el resto de su escasa fuerza hizo un cerco para que las vecinas no intentasen entrar a sus cuartos.
—Venga aquí la casera y algunos que ayuden a lo que se va hacer.
La casera, pálida y tartamudeando, hizo como pudo una relación de lo que sabía, confesó de liso en llano que por curiosidad había abierto la puerta del taller.
El agente comenzó por registrar cuarto por cuarto, y en dos de ellos encontró un hombre que o de veras estaba dormido o lo fingía, por no mezclarse para nada en el suceso; otro afectaba la mayor indiferencia, cosiendo tranquilamente un pantalón, pues era oficial de sastrería.
—Éstos deben saber lo que ha pasado o ser cómplices —dijo el corchete fijándoles la vista.
Por lo demás, no encontró ni armas, ni manchas de sangre ni indicio alguno; recogió, sin embargo, tijeras grandes, tenazas y cuanto encontró de acero o fierro. A los hombres les intimó que quedaban presos y con ellos se fue al taller y los obligó a que comenzaran a despejarlo.
—Hubiera sido mejor que el señor Juez hubiese venido en persona —pensó el agente, fijándose en las manchas de sangre, en los destrozos del carnero, en la confusión y revoltura del cuarto y en los fragmentos del sillón de terciopelo y oro que aún conservaba su olor de iglesia y de incienso. Registrados minuciosamente pavimento, rincones, astillas y tablones, nada se encontró. Entonces por indicación de la casera, se levantaron las vigas del cuarto y de entre el aserrín ensangrentado y húmedo, sacaron el cuerpo casi desnudo de Tules.
Un soldado salió a la calle y volvió con dos cargadores. En la escalera que servía para encender el opaco farolillo de la casa, se colocó el cadáver, los cargadores con sus cuerdas lo ataron a los barrotes y se lo echaron al hombro. Seis u ocho mujeres, el oficial de sastre y el fingido dormilón, fueron incorporados, y la comitiva así, en cuerpo de patrulla, salió de la funesta casa de vecindad y se encaminó a la Acordada. Con el trote de los cargadores las cuerdas se aflojaron, y ya colgaba una pierna desnuda de Tules por un lado, ya por el otro se columpiaba un brazo que rozaba la cara del cargador que iba delante. Varias veces, antes de llegar a la cárcel, descansaron, para atar mejor a la muerta y componerle sus desgarradas ropas. En el tránsito la gente curiosa iba delante y detrás de la comitiva y aumentaba en cada calle, de manera que cuando llegó a la Acordada era un verdadero tumulto, de donde brotaba un ruido de voces, chiflidos, gemidos y recriminaciones. Las vecinas inocentes, llevadas en cuerpo de patrulla, gemían y contaban su aventura a conocidos y desconocidos; éstos maldecían a los cuicos, nombre con que el pueblo designa generalmente a los agentes de policía, y los soldados rechazaban la gente, se abrían paso y trataban de impedir estas conversaciones. Así llegó esta fúnebre procesión. Tules, amarrada en su escalera, fue colocada en la puerta de la cárcel a la expectación de los curiosos, quedando de facción los cuatro hombres y el cabo y los supuestos cómplices subieron al juzgado, donde nuestro enérgico juez esperaba con impaciencia.
El juez, grave, majestuosamente sentado en su sillón, y el escribano con media resma de papel de actuaciones delante, comenzaron el interrogatorio.
Las vecinas callaron, algunas limpiaron las lágrimas que por el despecho o la cólera se les salían de los ojos, y el solemne interrogatorio comenzó.
Como sucede entre mujeres, y mujeres que aunque inocentes tenían mucho miedo a la cárcel y al juez, tartamudearon, se pusieron descoloridas y coloradas, y cada una hizo a su modo la relación de lo sucedido, procurando más bien salvarse que no decir la verdad, de modo que resultaron contradictorias sus declaraciones.
—No cabe duda —dijo el juez— están convictas y confesas; son cómplices por lo menos, y han ayudado a ese horrible festín en que poco faltó para que se comieran a esa pobre mujer. En cuanto a los hombres, ya les interrogaremos esta tarde. Que se los lleven a la cárcel lo mismo que a las mujeres, y que todos queden incomunicados.
—Pero, señor juez —dijo una vecina, la de más edad quizá que las otras y que se expresaba con energía— está usted cometiendo una injusticia; la casera, las vecinas y esos hombres somos inocentes. Conque porque un borracho mata a su mujer, todos los que vivimos en una misma casa hemos de ser también asesinos y nos han de poner en la cárcel, quitamos la honra y hacemos perjuicios, dejándonos sin modo de ganar nuestra vida. Sí, señor juez, comete usted una injusticia muy grande. Por lo que toca a mí, soy una mujer honrada, todo el mundo me conoce, y principalmente en la Calle de Don Juan Manuel, donde entrego dulces hace muchos años, pues de eso me mantengo. Bastante he sentido a Tules y estoy como con una pesadilla; haga usted lo que quiera de mí, que no diré una palabra más. Dios me hará justicia y me sacará de este apuro.
—¿Qué sabe usted de justicia ni de nada? —le contestó el juez—. Y sea más respetuosa con el juzgado. En castigo va usted a quedar encargada de la casa, pues la casera no podrá volver por ahora; pero cuidado con esconderse, porque la encontraré a usted aunque sea debajo de la tierra.
La vecina vio el cielo abierto y se retiró, jurando antes al magistrado que no se movería de su cuarto, que tendría cuidado de la casa y que estaría a su disposición para cuando la quisiese llamar. Los demás suplicaron, alegaron y protestaron de nuevo; pero el juez les impuso silencio y fueron llevados a la prisión. Los hombres a la Chinche y las mujeres a las Recogidas.
El cadáver ensangrentado y medio desnudo de Tules fue tendido boca arriba en un banco de piedra lleno de lodo, costras y regueros de sangre seca, en un inmundo salón situado en el piso bajo el edificio, frente a una puerta con reja de hierro que comunica con la calle. Al lado derecho colocaron a un cohetero que ardió la noche anterior con todos sus artificios, y del otro un ahogado que retiraron los serenos en una acequia del paseo. La cara negra, achicharronada del cohetero, y la faz abotagada y tachonada de yerbas acuáticas, formaban un contraste con la fisonomía pálida, dulce y bella de Tules, que parece había respetado la muerte.
En la tarde los elegantes carruajes que van al paseo de Bucareli se sucedían unos tras otros. Las muchachas alegres, felices, contentas, que esperaban ver a sus galanes en briosos caballos, volvían la cabeza al otro lado al pasar el coche frente a la reja. Otras, cuya curiosidad era invencible y que ya sabían los sucesos, sacaban la cabeza, detenían a su cochero, miraban y decían tapándose los ojos:
—¡Qué horror! ¡Y qué hermosa era la pobre muchacha!