—Las manos quietas, Juan, ya te lo he dicho mil veces; yo no aguanto llanezas de nadie, y si te portas así cada vez que estamos solos, tendré que decírselo a las amas, con que va por última.
—Ya le he dicho a usted también muchas veces cuáles son mis intenciones, y no tiene usted por qué decirme que gasto llanezas ni amenazarme con las amas.
—Y yo te he contestado que lo que tú quieres es una locura y nada más. Piensa que tengo más edad que tú; tal vez podría ser tu madre, y buenos estaríamos para casarnos; nos harían burla.
—No sé por qué —contestó Juan— tiene usted tanto empeño en echarse encima los años, y echarla de vieja. Representa usted veinte años y no diga más. ¿Diga usted qué edad tiene?
—¿Y qué te importa la edad? ¡Ojalá tuviese veinte años! Tendría más tiempo para trabajar y juntar un poquito de dinero para poner un trato o siquiera una mesa de dulces en el portal. Y vamos a ver ¿qué edad tienes tú?
—Yo sí que ignoro la edad que tengo. Ni supe, ni sé hasta ahora cuándo ni cómo nací, y quién fue mi madre. Una persona que yo quería mucho me dijo una vez que yo era hijo de una señora marquesa o condesa pero no pudo aclararme el misterio, porque…
—¡Qué tarea! Te repito que tengas quietas las manos o me voy de aquí, o te echo al zaguán. Cuatro acomodos he perdido ya y no quiero perder el quinto y andar mudando casas todos los días. En una fue el cochero el que dizque se enamoró de mí y me perseguía día y noche, y también se quería casar conmigo. En otra, los niños de la casa, figúrate, cuatro a un tiempo: el mayor era como tú, y los otros poco más o menos; no se mordían el dedo; en la última era el mismo señor de la casa, que me ofrecía dinero y me regalaba anillos y aretes. Parece que la señora tuvo malicia y puso remedio muy a tiempo. Tuve que decir que estaba enferma; no queriendo ya servir, con lo poco que había juntado compré una ancheta surtida de agujas, alfileres, bolitas de hilo y anillos, cuentas de colores y gargantillas, y me fui rumbo a Tenancingo a venderla entre los indios y a comprar rebozos de bolita, y aquí los realicé bien; pero por desgracia no puedo andar en la calle, por no encontrarme con un malvado hombre que ha hecho mi desgracia.
Juan, instintivamente, acaso sin malicia, se empeñaba en acariciar y jugar con las dos gruesas trenzas de pelo de la muchacha y pasarle suavemente la mano por el cuello; pero dócil a las reprimendas, se apartó un poco de su compañera para no caer en la tentación, y continuó platicando tranquilamente.
—Si habla usted de desgracia, doña Casilda, hago parejas con usted, y quién sabe, si nos contáramos nuestra vida, cuál de los dos… pero antes quiero que me imponga usted el modo como debo manejarme con los amos, el genio que tienen, sus manías; quiero decir, la manera de servirlos bien y de que estén contentos, porque entienda usted, doña Casilda, que el día que yo salga de esta casa no sé dónde iré.
—¿Pues cómo viniste aquí? ¿Quién te dio papel de conocimiento, o te indilgó?
—Ya se lo diré a usted; pero impóngame primero del modo que gastan las personas de la casa.
—Pues el amo, que es el señor don Pedro Martín de Olañeta, es muy serio, da hasta miedo verle su cara; pero muy bueno, al menos conmigo; ni un sí, ni un no. A las cinco de la mañana se le ha de hacer su chocolate, espeso y muy caliente, con un estribo o rosca. Se le lleva a la cama, lo toma, fuma su cigarrillo y se vuelve a dormir. A las diez en punto su almuerzo: arroz blanco, un lomito de carnero asado, un molito, sus frijoles refritos y su vaso de pulque; a las tres y media la comida: caldo con su limón y sus chilitos verdes, sopas de fideos y de pan, que mezcla en un plato; el puchero con su calabacita de Castilla, albóndigas, torta de zanahoria o cualquier guisado; su fruta, que él mismo compra en la plaza; su postre de leche y un vaso grande de agua destilada. A las seis de la tarde su chocolate, a las once la cena, que se le lleva a la cama. Fuma un cigarro, reza sus oraciones, se limpia los dientes con unos palitos que es necesario ponerle en una mesita junto a su cama, con una escupidera muy limpia y un vaso de agua. Las dos amas son sus hermanas. La una se llama doña Coleta y la otra doña Prudencia. A las cinco de la mañana se levantan, toman su taza de leche caliente, se van a la iglesia y no vuelven hasta las ocho. Almuerzan y comen con el señor licenciado, y como él, cenan en su cama. Cada ocho días confiesan y comulgan; a las ocho el rosario, la estación y la novena. Doña Coleta corre con lo de la cocina; me da el gasto, dispone lo que se ha de servir en el día, y a veces ella misma hace algún guisado extraordinario para el amo, o una cocada o ate de mamey, que les gusta mucho. Doña Prudencia tiene a su cargo lo de la recámara; se entiende con la lavandera y recamarera; repasa la ropa, compra lo necesario cuando falta, y cada ocho días se barre y se limpia la casa de arriba a abajo. El amo seguramente es rico, pues aunque doña Coleta pesa la carne y da con su medida el arroz, la sal, los frijoles y los garbanzos, y no quiere que se gaste en la cocina el aceite fino, el dinero nunca falta. Por lo que has visto y por lo que te cuento, ya sabes lo que pasa y cómo te debes manejar. Por mi parte, estoy tan contenta, que sólo que me echaran a empujones me iría de esta casa. Te confesaré que aunque amo a Dios y tengo miedo al infierno, no soy muy devota; pero he tenido que condescender en confesarme y comulgar cada ocho días, con tal de darles gusto; y en cuanto a no salir, mucho mejor para mí; siempre estoy teniendo miedo de encontrarme con ese hombre. Ya sabes lo que deseabas; ahora cuéntame lo que haces.
—Poco, muy poco, y quisiera hacer más, porque no me gusta estar ocioso —contestó Juan— y porque cuando estoy junto a usted, doña Casilda, me dan tentaciones de hacerle cariños siquiera a esas trenzas tan gordas que Dios le ha dado. No he visto mujer que tenga un cabello tan abundante, tan liso y tan lustroso como usted… sí, ya recuerdo, otra persona que yo quería mucho, se parecía a usted en el pelo y en los dientes tan blancos y tan parejos.
—Deja los cabellos y esas cosas, y no pienses más en ellas; responde a lo que te pregunto.
—Pues está a mi cargo la recámara del señor licenciado. Limpio su ropa, sacudo y barro su despacho, arreglo y pongo en orden los libros de su biblioteca y le sirvo la cena, pues el desayuno parece que está empeñado en que se lo lleve usted, aunque podía corresponderme a mí o a la recamarera.
Casilda se puso un poco encarnada y desvió la conversación del rumbo donde inocentemente la encaminaba Juan.
—Y lo demás del tiempo ¿qué haces?
—Pues aprender la doctrina cristiana y la gramática. El señor licenciado me da y me toma la lección, y lo demás del tiempo, con usted y no más que con usted, pues aunque se enoje, no sé cuánto siento de bueno cuando estoy aquí platicando. Y digo lo mismo: solamente que me echaran a empujones, me iría de esta casa; pero ya lo verá usted, poco me ha de durar porque, como he oído decir a los señores, hay mala estrella y buena estrella, y yo tengo de la muy mala.
—Pues cuéntame tu vida; pero con verdad, como si te estuvieras confesando. Te quiero así… no sé cómo… No para mi marido, que eso sería una locura de vieja, sino porque eres como yo: solo en el mundo y no tienes más que tu trabajo y tu edad; y no eres feo, particularmente desde que el señor licenciado te quitó ese vestido viejo y horroroso que apestaba a muerto.
Esta escena pasaba en la cocina de la casa del viejo y célebre licenciado don Pedro Martín de Olañeta, que renunció el importante empleo de juez para que lo ocupara el más célebre licenciado don Crisanto Bedolla. La casa de Olañeta estaba situada en la calle de Montealegre, que con todo y su nombre, es una de las más tristes y menos transitadas de la ciudad. De estilo antiguo, cómoda, si se quiere, pero irregular, con puertas chicas y grandes, ventanas por todas partes, rejas de fierro, pasadizos, una biblioteca y un salón espacioso. Estaba muy lejos del aspecto severo y grandioso aunque tristísimo, del palacio de la calle de Don Juan Manuel; pero se le parecía mucho aun en los muebles antiguos, que eran menos ricos, raros y costosos; pero que, sin embargo, serían pagados hoy en París a precio de oro. La cocina era amplia, muy aseada, provista de cuanto es necesario para el servicio de una familia; pero nada tenía de particular más que un torno que la comunicaba con el comedor, por medio del cual se servían las comidas.
Los actores eran nuestra antigua conocida Casilda y Juan, el mismo Juan que, sin querer y por causa del tacón que se le atoró en las baldosas, dejó caer el ataúd de don José María Carrascosa.
El tiempo transcurrido parece que no había hecho otra cosa, sino dedicarse de intento a hacer más perfectos y visibles los atractivos de Casilda.
Las hermanas Prudencia y Coleta habían exigido que Casilda vistiese la enagua más larga y de color modesto, y el calzado de cuero de codorniz en vez de seda; que se peinase con dos trenzas y subiese hasta cerca del cuello la bata de la camisa; pero no le habían podido quitar ese fuego que brotaba de sus ojos húmedos, ni la claridad de esa boca, de donde salía luz, iluminando una lengua pequeña, encarnada y suave y dos hileras de blanquísimos y parejos dientes; ni la gracia de sus naricillas; ni la suavidad de sus apiñonadas mejillas; y luego una voz tan insinuante, un modo tan agradable para contestar, unos movimientos naturales que, sin estudio ni pretensión, eran graciosos, quizá provocativos. Cuando la conocimos viviendo de tal manera con el desalmado bandido que le dio una paliza, era simplemente bonitilla; en casa del licenciado Olañeta podía pasar por una de esas maravillas de hermosura que no son comunes, pero que sí suelen encontrarse entre la gente de nuestro pueblo.
Juan, aseado, vestido como las gentes de pobre esfera, pero con limpieza, con la ropa que le compró el licenciado, tranquilo, bien nutrido y contento, se podía asegurar que era un guapo y simpático muchacho, que tenía tanto de la Condesita como de su padre, el teniente coronel Robredo, que en la frontera, donde la generalidad de la gente es blanca, bien formada y gallarda, pasaba como uno de los oficiales más bien plantados.
Casilda se levantó del banco de madera donde estaba sentada y comenzó a hacer sus faenas de cocina.
—Ya podías ayudarme en algo —le dijo a Juan—. La recamarera no dilatará en llegar con el mandado, y las amas de la iglesia. Quiero que cuando doña Coleta entre a la cocina ya encuentre el almuerzo dispuesto. Puedes comenzar a contarme tu vida mientras repasas los cuchillos y cubiertos de plata, que quiere el señor licenciado que siempre estén lustroso como si acabasen de salir de la platería. Toma la gamuza y los polvos blancos.
Juan comenzó a limpiar los cubiertos y los cuchillos y a contar con ingenuidad lo que sabía y recordaba de su vida.
Casilda escuchaba con interés a Juan, y solía interrumpir con exclamaciones de admiración o de lástima; pero cuando llegó a la época de su aprendizaje en la casa de Evaristo, inmediatamente reconoció en el personaje a su antiguo amante; no pudo disimular ni contenerse, dejó en la mesa de servicio las zanahorias, las cebollas y el cuchillo, abrió sus brillantes y negros ojos, los clavó en Juan y, con la boca entreabierta y agitada y un poco temblorosa, no perdía palabra.
—¿Conque así trataba ese bandido a su pobre mujer? —le interrumpió cuando comenzaba la narración de la noche del San Lunes.
—Como se lo estoy diciendo a usted doña Casilda.
—¿Por qué no agarraba esa tonta mujer un fierro cualquiera del obrador y mataba a ese bruto?
—¿Qué quiere usted, doña Casilda? Mi pobre maestra era más humilde que el cordero que tenía, como le he dicho a usted, y no sé qué habrá sido de él.
—Acaba, por Dios, Juan; acábame de contar en qué pararon estas cosas. ¿Doña Tules se habrá huido de la casa y refugiado en la de su madrina?
Juan se limpió los ojos y contó, con la viveza de su edad, la impresión terrible que no se le borraba de la escena última en que acabó con la vida de su maestra.
—¡Jesús y Dios mío, qué horror! —dijo Casilda tapándose la cara con las manos—. ¿Y por qué no mataste a ese bruto? Dios me quiere mucho y me libró a tiempo de las garras de ese demonio. ¡Qué casualidad encontrarme aquí con este muchacho!
—Ganas tenía, no de matarlo, sino de hacerlo mil pedazos; pero en el mismo momento pensé que si yo lo mataba encontrarían a los dos muertos en el mismo cuarto, y yo tendría que cargar también con la muerte de mi maestra. ¿Pero qué ha tenido usted que ver con don Evaristo?
—Ya te contaré; pero acaba, porque estoy hasta asustada; parece increíble que a la edad que tienes te hayan pasado tantas cosas.
Juan continuó su historia hasta el lance en que dejó caer el ataúd de don José María Carrascosa.
—¿Y qué hiciste, desgraciado muchacho? —le preguntó Casilda viendo que Juan callaba como si hubiese ya terminado.
—Era tal la confusión y el miedo de la mucha gente que había en el entierro cuando el que estaba muerto se levantó y se puso a hablar y a gritar no sé qué cosas, que yo pude escaparme sin ser detenido por el secretario, que me había cogido ya de la chaqueta, y de pronto hice lo mismo que la mañana en que salí del taller: alejarme y andar calles y calles, pero no corriendo por no hacerme sospechoso. Me ocurrió ir a la plaza a buscar a mi ama doña Cecilia: pero de seguro con el vestido del hospicio, don Justo, el masón, me habría conocido y mandado otra vez con un aguilita; y yo, ni por los huesos de mi madre habría vuelto, porque me daba en el corazón que el secretario, el día menos pensado, me encerraba y me dejaba morir de hambre en el cuarto oscuro; y le aseguro a usted que de todo quiero morir, menos de hambre. ¡Si usted supiera como yo lo que se siente, y qué cosas tan horribles se van pensando cuando se pierde la esperanza de que le den a uno un jarro de agua o un pedazo de pan…!
—Vaya, acaba y no pienses en el hambre, que aquí, por beneficio de Dios, nos sobra qué comer.
—En cuanto fue de noche, me fui a la casa de doña Cecilia, que está en un callejón cerca de la acequia, pero la encontré cerrada. Me senté en el quicio del zaguán a esperar a que llegaran ella o las muchachas; pero ni un alma. Pasé la noche en una canoa vacía; Dios, sin duda, me iluminó, y a riesgo de ser aprehendido como prófugo del hospicio, vine a esta casa que conocía yo mucho, pues los más días le traía la fruta al señor licenciado. También a las señoras las conocía, pero no sabía cómo se llamaban. Conté al señor licenciado lo que me había pasado, menos lo de la casa de mi maestro el tornero, porque eso sólo se lo he dicho a usted porque la quiero. El señor licenciado me regañó, me quiso echar, me llamó… me volvió a poner en la puerta: las señoras entraron a ese tiempo, que venían sin duda de la iglesia; habló con ellas un rato y al fin me recibió, y aquí me tiene usted de su criado, con la fortuna de haberla encontrado, doña Casilda; y cuando pienso de noche, al acostarme, que duermo en la misma casa que usted, que como en la cocina con usted, no sé lo que me quiere suceder; ni lo siento; olvido cuanto me ha pasado y no me cambio ni por el mismo señor licenciado.
—Calla, calla, y no vuelvas con esas cosas. Verás como, si seguimos así, perderemos el acomodo.
—¡Ni Dios lo permita! Le juro, por la memoria de mi maestra doña Tules, que no volveré a decir nada que la enfade; pero falta que usted me cuente lo que ha pasado, pues que ya lo hice yo.
—Lo que me pasó —respondió Casilda— fue un infierno al lado de ese hombre.
—¿Cómo? Explíquese usted, doña Casilda. ¿Fue usted casada con mi maestro?
—¡Eres inocente! ¿Cómo había de haber sido casada, puesto que se casó con esa desgraciada muchacha y por fortuna me tienes aquí todavía?
—Eso no le hace; capaz habría sido de casarse con cuatro o cinco mujeres… Pero doña Casilda —continuó Juan con tono entre lastimoso y colérico— ¿cómo es posible que usted hubiese ido a dar con semejante asesino?
—¡Qué quieres, hijo! Una no siempre es dueña de su voluntad, y además, él no era mal plantado y hábil y muy hipócrita; eso era lo principal. Lo ayudé en sus trabajos: lo mantuve muchas veces, lo curé cuando estaba enfermo, lo saqué de la cárcel… Su madre no hubiera hecho más por él… ¡Canalla, malvado, hijo de todos los diablos! Sin duda… el pago que me dio… y lo peor es que…
—¿Qué lo quiere usted todavía? —le preguntó Juan.
—De quererlo, no —respondió Casilda con vivacidad y picando su recaudo con cólera y precipitación—. Lo que tengo es miedo, y por eso no salgo a la calle, pues que a pesar del tiempo que ha pasado, creo verlo por todas partes; y eso que no sabía yo el horroroso asesinato.
—Sin duda que estaba usted por esos pueblos comprando sus rebozos; pero es raro, pues en México ya lo sabe todo el mundo; y yo, cuando oía hablar de esto a los muchachos y a los superiores del hospicio, me hacía el disimulado y me marchaba a otra parte, porque se me figuraba que en la cara me conocían el secreto.
—¿Y no tienes miedo de encontrarte con él? —le dijo Casilda.
—Muy lejos de aquí estará, o bien escondido. Los cuicos han cogido presos a los vecinos y a las vecinas, y maldito si en nada se metieron. Lo que pasó ya lo conté a usted; es la verdad, como si me estuviera confesando. El día que lo cojan ya verán en la cabeza la cicatriz que le ha de haber dejado el golpe que le di con el serrote. Se lo tiré con todas mis fuerzas, a matarlo, para impedir que matara a mi pobre maestra doña Tules.
La voz se anudó en la garganta de Juan; sus ojos se humedecieron y no pudo continuar.
—Llaman a la puerta, ve a abrir; debe ser la recamarera que llega con el mandado, y ya era tiempo, pues se acerca la hora del almuerzo y el amo regaña que da miedo.
Juan volvió con un periódico en la mano.
—Era el repartidor —dijo Juan— con El Eco del Otro Mundo.
Llévalo en seguida al amo; milagro es que no haya preguntado por él, y déjame guisar en paz, que ya es tarde. ¡Qué almuerzo voy a hacer para los amos! La boca me sabe a cobre y toda estoy temblando interiormente.
Juan, caminando para la biblioteca del licenciado, echó una ojeada al periódico, como lo hacía todos los días, especialmente desde que el licenciado Olañeta le hacía estudiar gramática y leer en carta.
—¡Doña Casilda, doña Casilda, oiga usted lo que dice este periódico! ¡Estamos perdidos; no sé lo que va a ser de nosotros!
Lee, lee, ¡con mil demonios! que todo me asusta hoy; hasta los pasos de un ratón; creo que me voy a morir… y este chile condenado que se ha quemado ya ¡uf! toda la mano me ha abrasado… Lee, Juan, lee… no hagas caso.
Juan en efecto no hizo caso de la quemada del chile y de los dedos de Casilda; clavó sus ojos azorados en el párrafo del periódico, y con trabajo, pues las líneas impresas le bailaban leyó:
El crimen de Regina.—A la sagacidad, vastos conocimientos y energía del señor juez de lo criminal, don Crisanto Bedolla, se debe que la causa se haya instruido con brevedad, que se hayan obtenido las pruebas necesarias y que los delincuentes estén casi convictos y confesos. De los dos cómplices, el uno será fusilado por haber sido soldado y haber obtenido en regla su licencia absoluta. Es justo premio a los servicios que prestó a la patria en la carrera de las armas. El otro será condenado a garrote vil en la plaza de Mixcalco. De las mujeres, una será sentenciada a muerte; las tres restantes, a diez años de trabajos forzados en las Recogidas; sólo una mujer, que se mantiene de hacer dulces y entregarlos a las casas principales de México, ha resultado inocente y se ha quedado como casera. La pluma se resiste a referir los horrores que han pasado en ese antro, donde no vivían más que ladrones y mujeres perdidas. Parece que anteriormente se habían cometido allí dos asesinatos, a cual más horrorosos.
El integérrimo juez sigue la pista y no tardará en descubrir al principal asesino y a los que anteriormente tenían espantado al barrio con sus crímenes, y que, por miedo a los bandidos que habitaban en esa finca, no se habían atrevido a denunciar. Están ya al caer, de un momento a otro, la antigua querida del tornero, la que por celos lo instigó para que entre él y los vecinos asesinaran a la mujer legítima. Esa indudablemente será sentenciada a muerte, lo mismo que el aprendiz, que es mayor de edad, y es el muchacho más pillo y malévolo que se conoce en México. Últimamente se fugó del hospicio, donde no se sabe cómo estaba, llevándose un vestido y unos zapatos nuevos de cuero inglés.
Al acabar Juan, el periódico se le cayó de la mano y miró a Casilda, que a su vez había dejado caer el cuchillo y el recaudo al suelo. Los dos estaban pálidos, y durante algunos minutos no pudieron articular palabra.
—¡Qué maldad! ¡Qué mentira, que clama a Dios! ¿Quién habrá podido decir esas cosas? ¿De dónde han sabido que yo tuve la desgracia de vivir con ese asesino?
—Si el señor licenciado averigua y sabe quiénes somos ¿qué hará por lo que dicen del hospicio? En cuanto lea el periódico me manda entregar a la justicia. ¿Qué hacemos Casilda?
—Huir, Juan, huir de aquí, si no, somos perdidos. No entregues el periódico; si te llama el amo, ten valor y no te turbes; dile que no lo han traído. Voy a sacar fuerzas de donde pueda, y a hacer el almuerzo, en cuanto venga esta recamarera condenada que hoy se ha tardado más que nunca. Mientras almuerzan, nos vamos… por ahí lejos. Pero la cárcel, la horca… ¡Jesús mío, qué horror y qué infamia!
Juan, aterrorizado, bajó las escaleras y dos lágrimas cayeron en el pantalón de paño que pocos días antes le había regalado su nuevo protector. Apenas había comenzado a disfrutar de una relativa dicha, cuando impensadamente, como un rayo, como una montaña que se derrumba, como una torre que cae sobre el que pasa, había venido la fatalidad terrible y cruel a oprimir a Juan.
—¿Qué dices, Juan, qué dices? ¿Qué hacemos? La lectura del periódico por el amo será nuestra sentencia de muerte. Huir; no nos queda otro remedio.
Juan se puso en pie, tomó entre sus manos las negras trenzas de Casilda, les imprimió un ardiente beso y dijo tristemente:
—Sí, huir juntos o matarnos; ¡la vida para mi no tiene más que horrores y martirios!