Los criados, que desde que entran a una casa procuran averiguar cuanto pasa y la vida y milagros de sus amos, amigos y conocidos, nos han dado algunas noticias de la familia del licenciado don Pedro Martín de Olañeta; pero como este personaje tendrá que figurar en los acontecimientos que aún nos falta narrar, supliremos lo que acaso no pudieron decir ya, porque no lo sabían o por la justa alarma en que entraron con la lectura del párrafo del periódico.
Así como las casas feudales, o más bien dicho palacios del conde del Sauz, del marqués de Guardiola, de los condes de Santiago, del marqués de Moncada y otros, representaban el tipo de la arquitectura feudal española en los siglos XVII y XVIII así don Pedro Martín de Olañeta era la representación viva de los hombres que figuraron en la época de transición que convirtió repentinamente el virreinato en imperio y poco después en república federal. Olañeta rayaba en los sesenta; pero su vida arreglada y uniforme le había conservado el vigor y la salud. Alto, derecho, todavía en buenas carnes, con pocas canas y su dentadura, aunque descuidada, completa y fuerte, a primera vista no se le darían cincuenta años cumplidos. Ojos profundos, oscuros y pequeños, la ceja casi junta, la boca grande y franca, la nariz a la romana con algo de exageración, sin bigote y con unas patillas oscuras que terminaban cortadas a línea en el extremo de los carrillos, su fisonomía adusta y grave era poco simpática a primera vista. Era el tipo del colegial antiguo que, después de doce años de estudios, había llegado a la magistratura. Cursó filosofía, derecho romano y patrio y cánones en el Más Antiguo Colegio de Comendadores Juristas de San Ramón; después fue colegial de Santos, habitando el suntuoso edificio (que con sentimiento vio derribar después para convertirse en casas), disfrutó la beca con su pensión y los demás privilegios anexos; sirvió de asesor con el último virrey y estableció su bufete, que le proporcionó, en el curso de algunos años, una fortuna con qué vivir independiente; pero el deseo de ser útil a su patria y la costumbre de trabajar y ocuparse de leyes y de procesos, lo habían hecho admitir diversos cargos en la magistratura; su saber como abogado, su laboriosidad y su honradez acrisolada, lo hacían como necesario, y no había ministro, no obstante la frecuencia con que cambiaban, que no le rogase con algún empleo de importancia. Cuando en su conciencia, por un motivo o por otro, creía que no podía seguir desempeñando un puesto, renunciaba y no había razonamiento ni influjo para disuadirlo, y esto aconteció precisamente en los momentos que nuestro don Crisanto Bedolla llegó a México con sus cartas de recomendación.
Educado como quien dice a la antigua, era no sólo creyente, sino cristiano ortodoxo. No admitía dudas ni discusiones en materias religiosas, y defendía no sólo los artículos de fe, sino los milagros, apariciones y leyendas piadosas, y cuando se ofrecía en las conversaciones, sostenía y probaba con curiosos datos históricos la renovación del Señor de Santa Teresa, la leyenda del Señor de Chalma y del señor del Rebozo, las apariciones de la Virgen de Guadalupe y de los Remedios; era en resumen, un alma buena y tranquila donde no había penetrado la duda. Inclinado en política al partido monarquista, o cuando menos conservador, le habían dado tentaciones de recibirse de masón en el rito escocés, pero como no logró vencer sus escrúpulos de conciencia, había diferido semanas, meses y años su resolución. Allá en sus mocedades no tuvo amores, sino que pensó casarse con una doña Luisita, de buena familia, y aun logró pedirla tan luego como su bufete le produjo lo suficiente para sostener su casa; pero sin saberse por qué, de la noche a la mañana se metió la doña Luisita a un convento y profesó al año. La noticia de la profesión de su novia lo dejó muy tranquilo, y en vez de afligirse y llorar, dijo: «De buena he escapado», y se conservó solterón, viviendo con sus hermanas, apasionado platónicamente de la célebre bailarina Isabel Rendón, y guardando una conducta seria e irreprensible, pues si cometía, como todo hombre, sus pecadillos y se daba sus escapadas de noche envuelto en su capa, nadie lo sabía, y la verdad es que, lo que se llama amor, jamás había vuelto a su pecho desde que le pasó, como él decía, el chasco de doña Luisita.
Su biblioteca era quizá de las más notables de la capital, por el número de volúmenes aunque no por lo selecto de las obras. Una Patología completa, las Siete Partidas del Rey don Alfonso el Sabio, el Fuero Juzgo, Carleval, Solórzano, la Recopilación de Leyes de Indias, y por ese estilo, pergaminos infolio difíciles de leer y manejar. Como libros de literatura, los autos sacramentales y las comedias de don Pedro Calderón de la Barca; el Gil Blas, que sostenía a pie juntillas que era del Padre Isla, y Don Quijote de la Mancha, con las Novelas cortas de Cervantes.
Tenía tres hermanas; Coleta y Prudencia, doncellas viejas muy parecidas a él, dadas a la iglesia y dedicadas a las labores y gobierno de la casa. De jóvenes habían sido pasaderas; pero como rayaban en los cincuenta y cincuenta y dos, su aspecto era el de todas las mujeres ya de esa edad que no han sido hermosas. Aseadas, serias como el común de las gentes, pero afables con las pocas y escogidas amistades que desde hacía años tenían, su bello ideal era vivir cómoda y cristianamente; dar gusto al confesor y a su hermano, a quien querían mucho, diciendo a todos los que las querían oír, que no se había casado por no darles un disgusto y por no separarse de ellas. Además, había otra hermana de carácter y figura distintos como suele suceder en ciertas familias, en que unos hermanos son rubios y blancos y otros tan subidos de color, que se diría debían el ser a un negro.
Clara, que así se llamaba la otra hermana, era de alto y derecho cuerpo, como Coleta y Prudencia, rubia, hasta parecer inglesa, de ojos grandes y azules, y no hay para qué decir que tenía buena dentadura; sin embargo, parecía como anémica y como abatida, sin gracia ni atractivo en su conjunto de mujer. Era la menor de las hermanas, y con todo, pasaba de los treinta. Así como sus hermanos fueron refractarios al matrimonio, ella desde que entró en edad no pensó más que en casarse, y hacía frente a cuantos se le presentaban; pero el hermano mayor, como jefe de familia, le impidió más de una vez hacer una locura, hasta que por fin la casó con un licenciadito que había sido su pasante y a quien su padre al morir le dejó, como se dice vulgarmente, algunas proporciones. Le llamaban Chupita, porque era muy delgado y relamido, muy rasurado y vestido de limpio y muy aristócrata, pues no tenía amistad sino con marqueses y condes; en las ocasiones en que Olañeta desempeñaba algún cargo público, le recomendaba los asuntos de sus clientes, sea dicho de paso, asuntos de poca importancia, pues no tenía fe ni en su saber ni en su práctica en los negocios del foro. Su vida era un poco misteriosa; salía poco; a su cuñado apenas lo visitaba el día de su santo o cuando estaba enfermo, y recibía en su gabinete y con ciertas precauciones, aun ocultándose de su mujer, a personas que sus criados sin saber por qué, habían calificado de sospechosas. Clara de tarde en tarde veía a sus hermanos, y siempre con cierta ceremonia y cumplimiento muy ajenos al estrecho parentesco que los unía. Al principio se molestaron un poco; pero concluyeron por no hacer caso de Clara ni de su marido y visitarlos también muy de tarde en tarde y de cumplimiento.
Aparte de esto, la vida de la familia del licenciado Olañeta era uniforme, monótona, arreglada a reloj. Con el toque del alba se levantaban; sonando las diez almorzaban; y así todas sus operaciones diarias. Casilda y Juan, aunque llevaban pocos días de servir a la familia, lo han referido ya. En las noches, algún canónigo de la catedral o uno de esos viejos sabios abogados condiscípulos de Olañeta, venía a tomar el chocolate, jugaban su tresillo mientras Coleta y Prudencia tejían alguna sobrecama o leían el Año Cristiano, y entre las diez y las once la tertulia terminaba, cada cual iba a la cama a esperar la cena y con el último bocado y el último trago de pulque se persignaban, envueltos en sus calientes ropas, se acostaban y dormían hasta el alba de la siguiente mañana. Sólo hay que añadir que el licenciado Olañeta, además de la manía del rollo de palitos que todas las noches exigía que se le pusiese junto a la cama, había de hacer precisamente una hora diaria de ejercicio en la Alameda, en la tarde; en la noche, otra hora paseándose de un extremo a otro de su biblioteca, y media hora en el comedor en las mañanas, fumando cigarro tras cigarro y recibiendo el sol, que entraba por la alta ventana.
El día en que Juan y Casilda tuvieron en la cocina la conversación de que se ha dado cuenta en el capítulo anterior, Olañeta, como de costumbre, estaba sentado en su sillón, fumando y repasando en su cabeza un informe de estrados en un ruidoso pleito de los marqueses de Valle Alegre, amenazados del embargo de sus mejores haciendas, las que adeudaban al Juzgado de Capellanías doble dinero de lo que valían, sin que se hubiese conseguido que en años pagasen un solo medio de réditos. Los agujeros y rendijas del torno permitían oír en el comedor lo que los criados platicaban en la cocina, y Olañeta solía escuchar sus chismes y diálogos, pero jamás había fijado su atención, y cuando hablaban mucho y recio o la conversación podía degenerar en pleito, los regañaba y los mandaba callar. En esa ocasión al principio no hizo caso; pero cuando algunas palabras de sangre, asesinato y violencia hirieron sus oídos, tratándose de criados que hacía poco había recibido, arrimó con mucho tiento su silla y dirigió su oreja al torno para no perder una palabra.
Cuando notó Olañeta que Casilda y Juan guardaban silencio, y enterado de todo, pues mutuamente habían con entera ingenuidad referido las particularidades más insignificantes de su vida, se levantó y sin hacer ruido se dirigió a su biblioteca, sonó la campanilla, entró al momento Juan y le pidió el periódico.
—No lo han traído todavía —murmuró Juan con la voz un poco conmovida, pero disimulando lo más que pudo.
—¿Mis hermanas han llegado?
—No, señor.
—Bien, dile a Casilda que venga, quiero saber lo que ha dispuesto para el almuerzo.
Juan obedeció y en seguida se presentó Casilda, más muerta que viva.
—Todo lo he oído, muchacha —le dijo el licenciado con voz muy afable— tranquilízate, pide el periódico a Juan, y cuidado con salir ni tú ni él de la casa sin mi permiso. ¡Cuidado! ¿Me obedecerás?
—Sí, señor —contestó la criada, volviéndole el alma al cuerpo.
—Bien; no haya cuidado por ahora. Ya veremos lo que se hace.
Casilda fue a la cocina casi bailando de gusto. En la mirada y en la voz del amo había reconocido que ella y Juan estaban salvados. Juan llevó el diario al licenciado, y en esto la recamarera entró en la cocina con una canasta llena de legumbres y carnes de lo mejor y más fresco que había en la Plaza del Volador. Casilda en momentos preparó con presteza un almuerzo como nunca lo había tenido la arreglada familia.
Don Pedro Martín de Olañeta, aunque no era la hora designada por su metódica costumbre, recorrió el periódico, leyó dos veces el párrafo y comenzó a pasearse de uno al otro extremo de la biblioteca.
—¡Qué juicios los de Dios tan incomprensibles! ¡Y cómo por caminos desconocidos viene a salvar a los inocentes! —decía para sí, continuando su paseo, con la cabeza baja y un dedo en la boca—. ¡La casualidad de que yo conociese a este muchacho en el mercado y fuese él quien me trajese diariamente la fruta! ¡Y por cierto —decía haciendo un paréntesis a sus graves reflexiones— desde que esa frutera Cecilia ha abandonado su puesto en el mercado, no he vuelto a comer buena fruta! ¡La casualidad que ese muchacho fuese protegido por esa Cecilia y no por otra de tantas fruteras como hay en la plaza! ¡La casualidad de que ese muchacho se acordase en sus apuros de venir a pedirme hospitalidad! ¡La casualidad de que doña Dominga de Arratia viniese a recomendar a Casilda! ¡La casualidad de que la cocinera que teníamos se hubiese disgustado con mis hermanas porque gastaba mucha manteca, y de que a ellas, que son tan raras y tan difíciles para recibir criadas, les hubiese confrontado desde que la vieron! Cualquiera diría que era un cuento para divertir a un lector ocioso; pero yo digo que todo esto no es más que la obra de la Providencia, que me ha señalado a mí para que salve, no sólo a los que ya tengo en mi casa, sino a los que están en la cárcel condenados a muerte y a presidio por ese juez que me ha sustituido, y que probablemente no sabe una palabra de leyes, ni de criminalidad, ni de nada; es un bárbaro que va a enviar al otro mundo a gentes perfectamente inocentes… Ni duda; Casilda y Juan, que estaban muy lejos de creer que yo los escuchaba, han hablado como si se estuviesen confesando a la hora de su muerte. Pero ¿qué hacer? ¿Cómo proceder? Ya lo pensaremos bien.
Dejaremos al grave licenciado paseándose en su biblioteca con la cabeza baja y su dedo en la boca, pensando lo que debería hacer, para decir dos palabras acerca de doña Dominga de Arratia. Era una señora principal, rica y aristócrata. Tenía en el Valle de Temascaltepec varias haciendas, y en el pueblo figuraba en primer término. En los pueblos y ciudades de segundo orden de México, los dueños de haciendas son los potentados, los señores, y forman el núcleo de la aristocracia provinciana. El cura, los alcaldes, los ayuntamientos, todo el mundo les hace randibus, como dicen los rancheros. En una de las haciendas había dejado su padre al morir un muchacho blanco, robusto, fuerte, bien hecho, como es en lo general esa gente de la tierra fría. Desempeñaba el cargo de mayordomo. Doña Dominga, a poco tiempo de haber entrado al manejo de sus bienes, lo hizo administrador y a los dos años lo elevó al rango de su marido. Ella era la rica. Él, el cónyuge y socio industrial. Él estaba todavía joven y vigoroso. Ella no malota, como dicen los jóvenes veteranos; pero ya entrada en edad. Doña Dominga cuidaba al pensamiento de su marido y lo vigilaba día y noche sin dárselo a entender. Casilda, que anduvo de Herodes a Pilatos, comerciando, mudando casas, ya como cocinera, ya como recamarera y temiendo siempre encontrarse con Evaristo, después de su expedición como barillera, a su paso por el pueblo cercano a una de las haciendas de doña Dominga, fue recomendada a la señora, y a su vuelta a la capital vino a la casa, donde, en vista de sus muchos y buenos papeles de conocimiento que abonaban su conducta, fue recibida como cocinera. A los ocho días, el marido, con un pretexto o con otro, había dado sus vueltas por la cocina y la esposa lo había observado. A los quince días, ya había sorprendido ciertas ojeadas que más tarde serían correspondidas por la muchacha. «La ocasión hace al ladrón —dijo para sí como mujer prudente y que no quería reyertas con su marido—, separarlos a tiempo es lo mejor.» Y sin esperar más, se puso su saya de seda negra y relumbrante, la mantilla trapeada de punto de Barcelona y se fue a casa de Olañeta, que era su apoderado y su consejero y había, desde hacía años, girado sus negocios. Encontróse con las hermanas Coleta y Prudencia, les exageró lo bien que guisaba Casilda, lo honrada y hacendosa que era y, bajando la voz y acercándose a su oído les confió el secreto.
—Ni por todo el oro del mundo me desprendería de tan excelente criada; pero mi marido ha comenzado a guiñarle el ojo y a entrar en la cocina, donde nada tienen que hacer los hombres… Ya ustedes me entienden como personas de mundo y de experiencia.
—Si guisa bien, doña Dominga —dijeron las hermanas en coro—, que venga mañana mismo; aquí se paga a las cocineras como ni en las casas grandes: cinco pesos cada mes y cinco reales y medio de ración cada semana; por lo demás, no hay cuidado ninguno, porque Pedro es más casto que José; rara vez entra en la cocina y ni pone cuidado en las criadas: es tan serio y tiene tantos negocios, que noche hay que olvida rezar sus devociones a la hora de acostarse.
Quedó, pues, terminado el negocio.
Doña Dominga se retiró tranquila, y al día siguiente Casilda estaba en la cocina de la calle de Montealegre preparando el almuerzo para el viejo licenciado. Pocos días después fue el prófugo del hospicio a pedir el asilo que, como hemos visto, le fue concedido. Casualidades o Providencia de Dios, como decía el licenciado. En los primeros días, preocupado con el informe de estrados en el asunto del marqués de Valle Alegre, no fijó su atención en la nueva doméstica; el almuerzo le gustó mucho y las hermanas mismas encargaron a Casilda, que era la que más madrugaba, que se encargara de llevar a la cama el chocolate, al mismo tiempo, y sin discrepar un minuto, que en las iglesias cercanas oyera el toque del alba. Una de esas mañanitas en que la oscuridad entablaba su lucha con la luz que va gradualmente subiendo de las montañas, don Pedro Martín se sentó en su cama para recibir la bandeja de plata que Casilda le presentaba, con el pocillo de chocolate espumoso y caliente.
—¿Sabes, muchacha, que sería bueno que me abrieras de par en par la ventana? No tengo ganas de dormir, y quiero aprovechar el tiempo en leer unos apuntes (los del informe de estrados en el pleito de los marqueses de Valle Alegre).
—Como usted mande, señor licenciado —respondió Casilda, y colocando la bandeja en el regazo caliente, corrió al extremo de la pieza a descorrer las cortinas y a abrir las puertas del balcón. Lo quiso hacer con tanta presteza, que el fleco de su rebozo, con el que estaba bien cubierta, se atoró en el aldabón y precisamente al abrir la puerta cayó al suelo y dejó descubierto el busto palpitante y sorprendente de una Venus. Don Pedro se quedó estupefacto; un golpe más fuerte que el de una máquina eléctrica recorrió sus nervios desde la nuca hasta el dedo gordo de los pies; el pocillo y los vasos bailaron en la bandeja de plata y una exclamación rápida e involuntaria se escapó de sus labios; pero se repuso inmediatamente y Casilda, por su parte, no había tenido tiempo ni de mudarse su camisa, porque ya había dado el toque del alba en la catedral, recogió como pudo su rebozo y se cubrió el cuello, haciéndose también la disimulada, como si nada hubiese visto su amo.
Esa visión, que parecía del Elíseo de los griegos, vista repentina e impensadamente al través de la luz misteriosa de las primeras horas de la mañana, y como engastada a propósito entre dos cortinas de damasco rojo de China, se quedó impresa en el cerebro del viejo abogado como si la hubieran grabado con un buril de fuego. La antigua novia doña Luisita, Isabel Rendón, ciertas muchachas de la 2.ª calle de Santo Domingo a quienes solía visitar, todo se borró; un polvo espeso de años y de olvido sepultó para siempre esos comunes y prosaicos fantasmas. La visión celeste que se había aparecido entre las cortinas de damasco, era lo único que tenía delante y se le aparecía en los días siguientes entre las líneas cerradas de los apuntes del informe de estrados en el asunto de los marqueses de Valle Alegre.
Pero don Pedro Martín era hombre de sólida virtud, que sabía dominar sus pasiones. En las mañanas siguientes correspondía con amabilidad los buenos días que le daba Casilda y no se atrevía a mirarla; pero no podía dominar su imaginación, no mandaba en ella y siempre veía entre el cortinaje el cuadro seductor que se le presentó cuando mandó abrir las puertas del balcón.
¡Qué casualidad! ¿La Providencia de Dios? Eso no; la Providencia divina no podía disponer esas cosas que no tenían nada de santas. Las casualidades, sin embargo, que se habían sucedido unas a otras, se revolvían en la cabeza del abogado e interrumpieron la serena monotonía de su vida.
Dispuesto el almuerzo, don Pedro Martín se sentó como de costumbre en la cabecera de la mesa, platicó con sus hermanas como si nada hubiese pasado, de modo que éstas no tuvieron noticia ni de la impensada escena del rebozo ni de la conversación de Casilda y de Juan, y cuando vino doña Dominga de Arratia a saber cómo se portaba su recomendada, hicieron mil elogios de ella, confesando que, en efecto, jamás habían tenido criada tan bonita y tan aseada, repitieron tres o cuatro veces que el casto José era un libertino y un monstruo comparado con su hermano don Pedro Martín.
Cuando doña Dominga se marchó, el licenciado llamó a sus hermanas a la biblioteca, cerró con precaución la puerta y les dijo:
—Voy a hacerles a ustedes una recomendación. Por ningún motivo manden a la calle a Casilda, ni al muchacho Juan. Tengo mis razones para hacerles esta prevención y a su tiempo las diré si me conviene.
—Mañana es sábado, día de confesión. Irá con nosotras a la catedral.
—No; ni aun eso; se pasará la semana sin confesión ni la comunión del domingo, y en la entrante ya veremos.
Las hermanas no insistieron, pero se retiraron diciendo:
—¿Qué secreto será éste? ¿Por qué no querrá que salga a la calle Casilda?