XXXIII. La injusticia de la justicia

El licenciado don Pedro Martín no salió ese día de su casa. En la noche por fortuna, no hubo ningún tertuliano; su paseo a un lado y otro de la biblioteca duró dos horas en vez de una. ¡Pero qué paseo tan doloroso, un verdadero calvario para la austeridad y la rectitud de ese viejo jurisconsulto, educado en el cristianismo puro y en el Palacio de los virreyes españoles!

—¿Será amor el que tengo por esa tan seductora como desgraciada mujer?

Era la pregunta que se hacía en cada vuelta redonda que daba a su biblioteca, y después de diez, de veinte y de hacerse otras tantas veces la misma pregunta no podía responderse.

—¡Qué vergüenza! ¡Qué rubor! Un hombre de mi edad, un asesor del virreinato, un juez de letras de la República, el patrono de casi toda la nobleza de México, enamorado de una mujerzuela, de una fregonera, porque al fin esa muchacha no es más que una cocinera. No, eso no es posible, y aunque lo fuera no lo consentiría el doctor graduado en la Universidad don Pedro Martín de Olañeta. ¡Quién tuviera las creencias, el mundo y el desparpajo de don Florentino Conejo! Pero Dios no me hizo de ese barro. Fuera, fuera esas ideas y pensemos en salvar a esos desgraciados.

Y en vez de pensar en los desgraciados que estaban en la cárcel, la visión engastada en el cortinaje de damasco rojo de China se le presentaba viva, fresca, tentadora, como si en ese mismo momento se acabase de atorar el rebozo de Casilda en la aldaba del balcón. Coleta y Prudencia, extrañando que su hermano pasease en su biblioteca más del tiempo acostumbrado, entraron a verlo.

—Nada, nada tengo —les contestó— estoy repasando el informe de estrados en el complicado negocio del marqués de Valle Alegre. Déjenme en paz por ahora, y les vuelvo a encargar que no manden a la calle ni a Casilda ni al muchacho.

Las hermanas, que obedecían ciegamente al jefe de la casa, salieron del salón de libros viejos, algo desconcertadas pero creyendo que, en efecto, su hermano estaba preocupado con el negocio del marqués de Valle Alegre.

—¿Tendré amor? ¿Tendré amor?

Ése fue el tema invariable hasta las once de la noche. Las horas que transcurrieron hasta que sonaron las alegres campanas del alba le parecieron un siglo. Casilda abrió la mampara de la recámara y se presentó con la bandeja de plata y el chocolate…

La resolución que de pronto tomó don Pedro Martín al levantarse fue la de tener una discreta conferencia con su sucesor y compañero don Crisanto Bedolla.

Después de almorzar salió ligero y animado como un joven de 20 años y tomó el rumbo del juzgado.

—Compañero —dijo a Bedolla saludándolo afectuosamente— una indiscreción y tal vez un favor. Quisiera leer aquí la causa a varios supuestos reos por el asesinato de Regina.

Crisanto, que estaba ocupado con el asunto de un robo de baratijas en dos alacenas del Portal de Mercaderes, se levantó de su asiento luego que vio a su respetable compañero, le colmó de atenciones y lo sentó en su sillón.

—¿Creerá usted acaso, señor compañero, que la causa está mal formada o que la sentencia…?

—De ninguna suerte, y aunque lo creyera ya me guardaría bien de entrometerme en los asuntos de su juzgado. ¿Con qué carácter lo haría? Es una simple curiosidad de abogado, si hay inconveniente bien puedo prescindir de lo que puede llamarse verdadero capricho.

—Ningún inconveniente, y antes bien me hace usted un favor en esto. Soy un abogado novel y de ninguna manera criminalista, pues no he tenido tiempo de dedicarme a esos estudios, y si acepté este puesto fue por varias instancias del Presidente de la República y del señor Ministro de Justicia, a quien no podía desairar. Me comprometieron y no hubo más remedio; habría sido una ofensa a todo el Gobierno y a la misma Corte de justicia; acepté y tuve la fortuna o la desgracia de que a los pocos días ocurriese el crimen que ha llenado de horror a México y que la causa fuese instruida por mí. Ya verá usted; he interrogado a medio México, pero al fin he logrado descubrir a los culpables, ya verá usted.

Acabando de decir estas palabras, que hicieron sonreír al viejo al disimulo, Bedolla tocó la campanilla y un dependiente entró.

—Tráigame usted la causa del asesino de Regina y socios.

El empleado volvió a poco con tres voluminosos legajos de papel, cosa de 2,000 fojas.

—Imposible de examinar esto ni en un mes —dijo don Pedro Martín.

—Ya sabe usted, hay mucha paja. Cateos, declaraciones sin importancia, diligencias de estampillas, ya conoce usted mejor que yo este tramiteo tan inútil y tan complicado; pero usted acertará a encontrar únicamente la sustancia y lo que tenga usted curiosidad en saber. Tiene usted allí enfrente una mesa, una silla y un rincón donde no da el aire.

—Perfectamente, y mucho agradezco a usted esta deferencia, señor compañero, pero ha de ser con la condición de que usted, y como si yo no estuviese delante, continúe su trabajo.

—Convenido, señor compañero.

Bedolla instaló al viejo abogado en la mesa desocupada, le puso delante la voluminosa causa y continuó con el notario el despacho, consultando muchos libros que sacó del estante para que su compañero viese que era un magistrado de peso, que no dictaba un auto sin apoyarse en alguna ley o doctrina de los más célebres criminalistas.

Don Pedro Martín se sintió agobiado con sólo la vista de tan voluminosa causa, y tentaciones tuvo de prescindir de su lectura y marcharse a su casa a disfrutar del descanso de la vida metódica que tan bien cuadraban a su edad y a su posición; pero recordó, ¡desgraciado de él!, que se trataba de Casilda y de Juan. Se resignó y comenzó a hojear. Pero dieron las tres de la tarde. Bedolla guardó sus libros, el escribano sus actuaciones, y un quebradito entró con las llaves en la mano para cerrar el juzgado.

—No he registrado ni leído sino lo más esencial —dijo don Pedro Martín— y veo que antes de ocho días no habré podido formarme juicio.

—Ya verá usted que no ha faltado ni actividad ni suspicacia para interrogar a los testigos y a los reos y hacerlos caer en el garlito.

—Sí, en efecto, y por lo que he leído —contestó don Pedro Martín— parece usted más bien un juez que lleva años de despachar un juzgado, que no un novicio, como usted dice con una modestia que le honra.

—Favor de usted, señor compañero, favor y nada más. Lo que tengo es suerte para que las gentes me quieran. No tiene usted idea de lo que me quiere el Presidente. Apenas me anuncia el ayudante, cuando las puertas se abren y platica conmigo de sus campañas, de las batallas que ha ganado… No tiene usted idea… con motivo de esta causa he querido personalmente darle cuenta… y está muy empeñado en que los reos sean ahorcados. Pedirán el indulto y no se les concederá, estoy bien seguro de ello.

Platicando así, diciendo una u otra cosa y Bedolla exagerando, conviniera o no, el favor que gozaba con el jefe de la nación y con sus ministros, llegaron a la puerta de la casa de don Pedro Martín y se despidieron, quedando este último en concurrir a las once de la mañana del día siguiente para continuar la lectura.

Don Pedro Martín se sentó a la mesa y comió poco y en silencio. Su preocupación y su tristeza se revelaban sólo al mirarlo.

Sus dos hermanas le interrogaron. Les contestó que el informe en el asunto del marqués de Valle Alegre absorbía su atención.

Durante una semana no tuvo otra ocupación más que ir a la hora convenida al juzgado y leer las innumerables hojas de que se componía la causa, y con el mayor asombro se enteraba, a medida que avanzaba, de que el juez no había hecho más que aplicar a los reos las duras penas que establecían las leyes españolas y mexicanas, aplicables a falta de código criminal, que no existía. Las pobres mujeres y los hombres aprehendidos en la casa de vecindad, aterrorizados con la cárcel, confundidos con las amenazas del escribano y enteramente atarantados con las preguntas capciosas que les hacía el juez, había comenzado por negar, después por contradecirse y, finalmente, por echarse la culpa unos a otros, acusarse de cosas en que ni habían pensado, llenarse de improperios delante de los testigos a la hora de las declaraciones y enredar de tal manera el asunto, que el más hábil defensor no hubiera podido descifrar el verdadero logogrifo que contenía en sustancia tantas hojas de papel escritas. El defensor, por salir del paso, se había limitado en cuatro renglones a pedir indulgencia para los culpables, mientras el fiscal pedía para todos, en cuatro líneas, la aplicación de la última pena. Habían sido interrogados multitud de testigos del barrio de Regina, de San Ángel, del barrio de San Pablo, de todas partes. Los unos se habían negado a declarar, no queriendo comprometerse; otros, por malevolencia, habían declarado en contra y sostenido, aun delante de los acusados, sus falsas narraciones; otros, ignorantes y queriendo salir del paso y no ser molestados, habían contestado un a cuantas interrogaciones se les habían hecho, de modo que por una de esas casualidades fatales, en muchos puntos resultaron conformes las declaraciones de los testigos con los presuntos reos. Sólo la anciana enérgica que surtía de dulces a las casas del conde del Sauz, del marqués de Valle Alegre y de los condes de Santiago y continuaba, por orden del juez y con beneplácito del propietario de la finca, desempeñando de casera y había logrado arrendar las localidades vacías. Cada vez que el juez la llamaba, por más preguntas capciosas que le hacía, se limitaba a la misma respuesta:

—Señor Juez —decía— usted es muy sabio y muy bueno; pero está usted cometiendo una grande injusticia, y yo no tengo nada que responder ni qué alegar más que lo que dije al principio; que soy una mujer honrada, que vivo de mi trabajo haciendo dulces y entregándolos en casas muy ricas y muy honradas que pueden dar testimonio de mi conducta; pero no quiero ni abogados, ni defensores, ni chismes, pues que mi defensor es Dios. El día que el señor juez quiera enviarme a la horca, no tiene más que mandármelo avisar y vendré como siempre vengo cuando se me llama, aunque se me queme la conserva, como me sucedió el otro día, que por la prisa de venir al juzgado la dejé en la lumbre. Si me han de castigar y he de morir, será voluntad de su Divina Majestad y no tengo más que conformarme con sus altos juicios; conque, señor juez, si no tiene usted más que mandarme, con su permiso me retiro, porque tengo el almíbar en la lumbre y soy una pobre que no puede estar comprando azúcar todos los días.

El juez, que veía el aplomo y la seguridad con que hablaba esta buena mujer, la dejaba ir y la molestó lo menos posible en el curso del proceso.

Don Pedro Martín, con la práctica de un abogado cansado de estudiar e instruir causas mucho más complicadas que la que había tocado a Bedolla, se agarraba la cabeza cuando regresaba a su casa, y reconoció, sin que le quedara duda, que el juez novel, ignorante en derecho y con ninguna experiencia, tenía un cierto talento para el enredo y la intriga, y queriéndose lucir, como quien dice, y corresponder a las adulaciones de la prensa y las atenciones de Ministro de Justicia que lo creía hombre de grande importancia en su pueblo y quería valerse de él para las próximas elecciones, había unas veces intimidado a los presos dándoles a entender que si decían la verdad serían absueltos, pero haciéndoles al mismo tiempo una serie de preguntas tan capciosas que, al contestarlas, en vez de sincerarse se habían declarado actores de hechos que ni habían soñado pasar en la malhadada casa de vecindad. En el fondo, Bedolla había llegado a averiguar casi toda la vida de Evaristo, y estaba convencido de que los principales instigadores del asesinato habían sido Casilda y el aprendiz.

Cuando don Pedro Martín acabó la lectura de la causa e hizo su última visita al juzgado, quiso saber a qué atenerse, y bien se guardó de decir a su compañero Bedolla lo que realmente pensaba acerca de las actuaciones.

—¿Acabó usted, por fin, señor compañero? —le dijo el juez, observando que don Pedro Martín ponía en orden y ataba con una cinta los legajos.

—Acabé, y le aseguro a usted que es necesaria la suma de paciencia que debemos tener los abogados para echarse a cuestas una causa como ésta.

—¿Y qué le parece a usted? La opinión favorable de un hombre tan sabio me llenaría de orgullo.

Don Pedro Martín, inclinando la cabeza para darle las gracias por el elogio, le contestó:

—Lo que resulta de las actuaciones y lo que previenen nuestras leyes vigentes, dan materia para una sentencia; pero así de pronto, sin estudiar el punto, me parece que no habiendo sido aprehendido todavía el verdadero asesino y otros que se presumen cómplices, debían seguirse ciertos trámites sin los cuales no hay bastante fundamento…

—Sé lo que me va usted a decir, compañero… y tiene muchísima razón —le interrumpió Bedolla, acercándose al oído y hablándole en voz baja— pero qué quiere usted, la prensa se queja de falta de seguridad en los caminos, en las calles, aun en las casas mismas, y observo una cierta inclinación a que lo más pronto posible haya siquiera dos o tres ahorcados para satisfacer la vindicta pública; así comenzaremos por éstos; y sobre todo, una mujer ahorcada hará mucho efecto; me dicen que hace muchos años que no se ahorca a una mujer, y ya verán que Bedolla se sabe amarrar los calzones y manda a Mixcalco a una mujer lo mismo que a un hombre. En cuanto al asesino, casi lo tengo en la mano. Se ha refugiado en la hacienda del Sauz. Ya se ha encargado el juez de Durango su aprehensión y recomendado mucho al gobernador y al comandante general. En cuanto al muchacho aprendiz que ayudó a matar y a hacer pedazos a su maestra, se ha perdido la pista. Fue a dar al hospicio por un robo que cometió en la plaza del mercado. En el hospicio, donde sin saber lo maula que era le dispensaron su confianza, se puso de acuerdo con unos tenderos gachupines para robar cada mes la mitad de la menestra. Después, de intento, tiró el cajón donde estaba don José María Carrascosa, que si no murió de la enfermedad, por poco muere del golpe, pues estuvo más de un mes en cama. De allí, ojos que te vieron ir. A la que tengo como quien dice en el bolsillo, es a la antigua querida del asesino… La he seguido los pasos, como ella misma no se lo puede figurar. Es mujer peligrosa, señor compañero, muy linda, con unos ojos y un cabello negro tan abundante que podía servirle de vestido; muy zalamera y muy insinuante, pero eso no me importa, no soy de los que se dejan seducir ni por una diosa Venus. Últimamente estuvo sirviendo en una casa de una tal doña Dominga de Arratia, por Temascaltepec, pero hoy mismo me van a decir dónde vive y a qué horas se encuentra; será interrogada y sabremos dónde está esa mentada Casilda. Le aseguro a usted, compañero, que mientras más hermosa sea, con más rigor la he de tratar para que el público sepa quién es Bedolla; y ya que me han rogado con este maldito destino, cumpliré como bueno, como dicen los españoles.

Don Pedro Martín, que estaba ya de pie para marcharse, quiso responder algo pero se le turbó la vista, el almuerzo no bien digerido todavía se le subió a la garganta y una palidez mortal descompuso su rostro. Bedolla lo advirtió.

—Se pone usted malo, compañero; siéntese, un trago de vino le hará bien; el escribano, que almuerza en el juzgado, pues su casa está muy lejos, siempre tiene algo reservado.

Mientras, don Pedro Martín se dejó caer en el sillón; no podía menos, pues la pieza se le oscureció y no veía más que manchones negros y rojos. Bedolla volvió con una copa de Jerez. Bebió unos tragos, se repuso e hizo un fuerte ánimo para disimular.

—Los viejos no servimos para nada, compañero —dijo volviéndole la copa ya vacía, con mucha naturalidad—. La lectura de esta causa me ha fatigado. No era así hace diez años; me pasaba las noches estudiando, y bastaban tres o cuatro horas de sueño para que amaneciese fresco como una lechuga. Fue un desvanecimiento ya perdido, ya no es nada. Un poco de dieta me repondrá enteramente.

—Mandaré por un coche —le dijo Bedolla.

—Gracias, no es necesario.

Después de diez o quince minutos de atravesar palabras sin importancia sobre los vahídos y desvanecimientos, don Pedro salió del juzgado y se dirigió sin perder ni un minuto a la casa de doña Dominga de Arratia, la que, según tenía de costumbre, había salido a sus negocios y visitas, y no volvía hasta las seis de la tarde, pues había dado en almorzar y comer a la francesa.

Un siglo pareció a don Pedro Martín, y se le puso en la cabeza que tal vez en esos momentos había sido interrogada por algún agente secreto dé Bedolla y que el domicilio de Casilda se había ya descubierto. Se resolvió a esperar interrumpiendo su método, y entrada ya la noche fue llegando muy fatigada la buena de doña Dominga.

—Cumplimientos aparte —le dijo don Pedro, sin hacer caso de las palabras afectuosas de la dama y de sus disculpas por haber llegado tan tarde a su casa—, si aquí, o en la calle le preguntan a usted por la criada que tanto recomendó a mis hermanas y con la cual estamos muy contentos, dígales que le dio usted su papel de conocimiento como es de costumbre y como lo merecía por haberse portado bien; pero que ignora usted en qué casa se haya colocado y que más bien cree que se ha marchado a Tulancingo, donde tiene su comercio de rebozos. No hay que salir de eso, por más preguntas que le hagan. Aprenda usted bien la lección y repítala a su marido de usted por si a él le interrogasen. Cuidado con faltar, pues con una palabra indiscreta perjudicaría usted a una buena mujer. Si usted faltase a estas instrucciones tendría, con mucho sentimiento, que interrumpir las buenas relaciones que ha llevado con mi familia y no me encargaría más de sus negocios. Cuando sea tiempo impondré a usted de la causa que ha motivado que yo le haga esta recomendación.

Doña Dominga de Arratia que, además del sincero cariño que tenía por el licenciado, lo respetaba por su edad y su saber, le prometió que cumpliría como si se lo hubiese mandado su confesor, y lo mismo haría su marido. Don Pedro Martín se retiró y entró un tanto contento en su casa, donde sus hermanas lo esperaban con impaciencia.

En la noche, a la hora del paseo acostumbrado en su biblioteca, fue cuando tuvo el viejo abogado tiempo de reflexionar en la situación comprometida y horrible en que lo había colocado repentinamente y en muy pocos días la casualidad, el destino o la Providencia.

La conversación que escuchó en el comedor le había probado que los supuestos reos que estaban condenados a prisión o a la muerte, eran perfectamente inocentes, y un hombre como él, religioso y de conciencia, una vez que por obra de la Providencia había sabido la verdad, no podía permitir la muerte, la deshonra y el martirio de esos desgraciados; pero ¿cómo hacerlo? Era necesario que compareciesen ante la justicia Casilda y Juan, a quienes él había protegido y se guardaban en su casa. Juan y Casilda podían vindicarse, él mismo les proporcionaría un defensor hábil, y no probándoles nada, serían puestos en libertad; pero de pronto tendrían que ir a la cárcel y él hacía el papel de denunciante de los que él mismo había amparado, y tenía la certeza de que eran tanto o más inocentes que los vecinos. Suponiendo que se resolviese a presentar a sus prodigios ¿qué diría el público? ¿Qué comentarios no se harían? Siendo Casilda tan seductora ¿qué dirían los maldicientes y la misma prensa ligera, malévola muchas veces, siempre ávida de chismes, de consejas y de escándalos para mantener la curiosidad de los suscriptores y vender números sueltos? Pero aun en el caso que se resolviera a dar este paso ¿qué fuerza tendría el testimonio de un muchacho tachado, según informes y testigos, de malísimas costumbres, y de una mujer a quien casi habían visto robarse en compañía del querido la fruta de las huertas de San Ángel? Pepe Villar y el licenciado Bocanegra estaban furiosos todavía y no olvidaban que les hubiesen privado de sus mejores peras y de las ciruelas de España que con tanto trabajo habían logrado aclimatar en sus jardines. Y luego ¿cómo consentir él, que tenía delante esa Venus griega que se había aparecido a la hora del alba entre los cortinajes de su balcón, que fuese a la inmunda cárcel a declarar que había sido la querida de un asesino? Sólo él, que había escuchado desde el torno del comedor una especie de confesión general, podía atestiguar su inocencia, su buena conducta y, si se quiere, hasta su virtud, pues desde que fue arrojada por el desalmado Evaristo había vivido honestamente de su trabajo. ¿Cómo probar todo esto? ¿Cómo salvar también a ese infortunado muchacho perseguido por la suerte y contra el cual se habían amontonado calumnias y mentiras?

Coleta y Prudencia se habían dormido, y Casilda y Juan, en sus cuartos respectivos, llenos de dudas, pero confiados en la bondad de su protector, descansaban también; sólo el viejo licenciado estaba paseando de uno a otro lado de la biblioteca, y cuando notó que las velas se estaban acabando eran cerca de las tres de la mañana. Se metió precipitadamente en el lecho a esperar el chocolate que, al dar la primera campanada del alba, le llevaba a su recámara la bellísima y desgraciada Casilda.

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