Caprichos de la fortuna

(Continúa)

Tales eran los compromisos y el enredo de los negocios de Relumbrón, que el producto de la ganancia del domingo desapareció en momentos de sus manos. Como se dice, tapó algunos agujeros para abrir otros nuevos; reservó un fondo para sus gastos diarios, para su lujo de alhajas, que no cesaba de comprar, ya en el montepío o ya en la platería de su compadre, ya para hacer frente a los primeros gastos de las atrevidas especulaciones que tenía proyectadas.

Como era su costumbre desde hacía algunos años, siguió concurriendo a reuniones donde se jugaba tresillo de a peso el tanto, y de veinte pesos plato hecho, y a partidas de gran tono, donde con reserva jugaban los personajes más distinguidos de la política y solían también verse algunos propietarios y a veces comerciantes ricos. La fortuna fue varia para Relumbrón en un par de semanas, y hecho el balance, en cifras redondas resultó que había perdido entre el tresillo, el monte y el billar (pues también echaba sus partidos de mil reyes en La Gran Sociedad), cosa de unos doce mil pesos. Eran para su situación, no un simple agujero, sino un ancho boquete que tenía urgencia de cerrar, pues de lo contrario, podía irse por allí su fortuna y su crédito.

Resolvió, pues, para llenar nuevos compromisos, y pagar letras que se vencían próximamente, hacer una nueva campaña en Panzacola. El domingo siguiente al de su ruidosa ganancia, todos los puntos habían perdido, y la partida había recobrado una buena parte de lo que Relumbrón se había embolsado.

En su brillante carruaje con un tronco de mulas cambujas de siete cuartas, se dirigió a San Ángel, y lo primero que hizo fue buscar al coronel Baninelli. En la mañana había salido con su tropa para México, dejando en el convento del Carmen una corta guardia con el depósito y algunos convalecientes. Moctezuma había marchado con la vanguardia, comisaría y parque, desde la tarde anterior. Esta contrariedad puso de mal talante a Relumbrón, pues se había propuesto convidar a esas personas y repetir el ensayo que tan buen resultado le dio.

Durante una hora fue presa de una cruel vacilación, pues tan pronto salía de la casa para montar en el carruaje que estaba todavía en la puerta y regresar a México, como volvía a entrar para esperar, leyendo periódicos o cualquier cosa, la hora de la talla en Panzacola. ¿Qué iba a hacer a México? Tenía que pagar en la semana lo menos veinticinco mil pesos, la mayor parte, de letras que no podía dejar protestar. Una de sus deidades tenía empeño en un aderezo de brillantes que había visto en el montepío, que valía tres mil pesos; su virtuosa señora, de la que hablaremos en su lugar, necesitaba lo menos mil pesos para que el novenario de la Merced fuese muy lucido; otra de las diosas quería mudarse de casa, pues junto a la que habitaba vivían mujeres escandalosas; en fin, picos por aquí, picos por allá y los más gordos sin poderlos aplazar para la semana siguiente. Resolvióse, pues, al peligroso viaje a Panzacola: mandó hacer un almuerzo ligero a su cocinera, que se lo sirvió debajo de los manzanos del jardín, y a la hora oportuna la emprendió para Panzacola, a donde llegó estrepitosamente, penetrando su carruaje hasta en medio del patio.

El contratista y González, que iba ya a sentarse delante de su carpeta verde, lo recibieron bien, pero con una especie de temor y de esperanza que no trataron de disimular.

—Amigo Relumbrón —le dijo el dueño de la casa— tiene usted mil onzas en la mesa y otras mil quinientas debajo. No se las doy a usted para que le cueste trabajo ganarlas; pero las considero como perdidas. Dispense mi mal humor del último domingo; pero me cargó, no usted, sino ese coronel altanero que estaba detrás de usted y, sobre todo, ese muchacho, especie de salvaje que se burlaba de mi cada vez que me veía. Ahora estamos solos y vamos a ver quién vence. Dinero no falta, gracias a Dios —concluyó diciéndole con una especie de estilo sarcástico y burlón; le dio un par de palmadas fuertes en el hombro y se dirigió al comedor, mientras González, sin decir ni una palabra, tomó pesesión de su silla delante de la carpeta verde; la concurrencia, que era numerosa y lucida, fue acomodándose en las sillas, y detrás una fila de parados, y el juego comenzó.

Relumbrón comenzó a jugar; pero le faltaba el aplomo, el plan, la resolución que tuvo cuando ganó, de seguir la inspiración de Moctezuma, y durante una hora apostaba dos, tres, cinco, seis onzas, perdía un albur, ganaba otro, y en resultado salía a mano o ganando o perdiendo un par de onzas. Como la talla acababa a hora fija y quería regresar a buena hora a México, se decidió por fin a jugar de veras. Llevaba bastante oro y se proponía no pedir caja.

Salió una figura contra un seis. Se propuso jugar como le gustaba a Moctezuma, puso veinte onzas al rey y ganó, lo que llamó la atención de los puntos, que habían asistido a la lucha pasada y que se figuraban que debía repetirse.

González barajó más tiempo de lo ordinario, y salió una sota y un dos.

Relumbrón arrimó las cuarenta onzas a la sota. Casi todos los puntos arrimaron también montones de oro a la sota. A las tres cartas vino la sota. Un murmullo de satisfacción se escuchó. El propietario de Panzacola, que rondaba la mesa, gruñó y dijo algo entre dientes contra Relumbrón.

González, a pesar de su experiencia y de su sangre fría, paseó su vista por el auditorio y comenzó a temer una pronta catástrofe, porque los puntos se habían propuesto seguir a Relumbrón, y bastaron tres albures para que desaparecieran la mayor parte de las onzas que tenía delante el monte.

Barajó, pues, González, con el mayor cuidado, como queriendo evitar que saliesen figuras; pero imposible, echó a la carpeta otra vez una sota contra un siete. Los puntos se quedaron mirando unos a otros. ¿Cómo era posible que repitiera la sota? Esperaron que se apuntara Relumbrón, el cual, sin vacilar, puso con mucha calma y en orden, cuatro montones de a veinte onzas, en los pies de la valiente sota de espadas, que parece lo miró con unos ojos alegres. Los puntos se atropellaron por poner todo lo que tenían delante de la sota. La carta contraria quedó con unas miserables dos onzas que tiró uno de los que estaban en pie, que dijo:

—Vamos a ver lo que me sucede por ir contra la corriente.

Carta y carta, y nada… Por fin, para calmar la ansiedad de los que se ahogaban, vino la sota vieja, honda, muy honda.

González tuvo un momento de despecho y tiró un poco fuerte la baraja sobre la mesa; pero después la tomó sonriendo, para disimular, y comenzó a separarla y alejar las figuras unas de otras.

—Corre —dijo y cayeron sobre la mesa un caballo de oros y un as de copas.

Relumbrón, sin vacilar, puso sus ciento sesenta onzas al caballo: los puntos, sin vacilar tampoco, arrimaron su dinero, y el caballero desapareció cubierto de oro, y el punto que estaba de pie, dijo echando sus cuatro onzas al as:

—Contra la corriente siempre.

El caballo vino a las tres cartas. A pesar de la decencia, calma y moderación ejemplar con que se juega en las partidas de gran tono, un murmullo más estrepitoso que de costumbre se dejó oír hasta el patio y la calzada. Todos se felicitaban mutuamente, y Relumbrón era el dios fabuloso, marido de la Fortuna (que hasta entonces se había tenido por doncella) que llenaba el salón y atraía por su audacia la atención de los numerosos concurrentes. González tuvo, para pagar las apuestas, que ocurrir a las mil y quinientas onzas del fondo de reserva que estaban debajo de la mesa. Hecha la liquidación y ordenado el oro, el silencio se restableció, y con el más profundo recogimiento, esperaron que barajase González, y apareció una sota y un seis de oros.

Gravísimo compromiso para todos. Esperar que ganase la sota, era tentar a Dios de paciencia.

Relumbrón, sin embargo, puso todo lo que tenía delante a la sota, y lo mismo hicieron los demás puntos, sin más excepción que el individuo que había jugado contra la corriente.

—Un momento, señor González —dijo—. ¿Me haría usted favor de darme trescientas onzas?

—Con el mayor gusto —le contestó González, sacando un papelito de debajo de la carpeta y haciendo con su lápiz el correspondiente apunte.

—Contra la corriente siempre —dijo el individuo—. Gracias, señor González —continuó— hágame favor de poner las trescientas onzas al seis.

—Juegan —dijo González.

—¿Corre? —preguntó un gurrupié dirigiéndose a los concurrentes.

—¿Puedo cambiarme? —preguntó Relumbrón a González.

Estupefacción general. ¿Cambiarse Relumbrón y abandonar la sota que le había dado la fortuna?

—Puede usted hacer lo que guste. No se ha visto la puerta —le contestó González.

—Pues me cambio al seis de oros; lo estoy mirando a las pocas cartas y hasta puedo decir el palo. Es imposible que repita la sota.

Hubo un murmullo general. Voces contra Relumbrón, diálogos, vacilaciones.

—Jueguen ustedes con libertad, mis amigos —les dijo— y no me echen la culpa si pierden: yo, cuando juego, tengo caprichos extraños, y en este momento no es cuestión de cálculos, ni de reglas, es lo que se llama una corazonada, el seis debe venir.

Continuaron los murmullos y las discusiones, y los que habían seguido la buena suerte de Relumbrón y no sabían a qué carta poner su dinero, se retiraron con lo que habían ganado, y fue lo mejor que pudieron hacer.

—Pues el coronel Relumbrón ha cambiado, voy a hacer lo mismo. Yo he de apostar contra la corriente y quiero ver lo que me sucede. Las trescientas onzas van a la sota.

—Juegan a la sota —contestó González.

Nuevos murmullos y nuevas conferencias en voz baja y zumbona; entre unos y otros se trataba ya de una especie de desafío entre el individuo desconocido en lo general, que jugaba por capricho contra Relumbrón, y éste, que afectaba una superioridad, como jugador viejo y lleno de experiencia.

—Va a dar la hora, y en cuanto suene el reloj, levanto el monte y me retiro —dijo González.

Con esta amenaza los puntos se dieron prisa, contaron y arreglaron en las manos su dinero e hicieron sus apuestas.

El seis de oros se cubrió de monedas, pues en lo general se decidieron todos a seguir la suerte de Relumbrón. Era una corazonada, y fuera de esta superstición de jugadores, que casi nunca se realiza, la repetición de la sota tantas veces gananciosa, era de todo punto imposible.

—¿Me daría usted cien onzas más de caja? —dijo el singular personaje que apostaba contra Relumbrón.

González hizo con la cabeza un signo afirmativo; sacó de nuevo su papel e hizo su apunte.

—A la sota si me hace usted favor, señor González.

—Juegan —contestó González.

Resultó en definitiva que la sota tenía únicamente las cuatrocientas onzas de la persona que apostaba contra la corriente, y que el seis de oros estaba tapado con las onzas, que en total representaban cerca de cuarenta mil pesos. Jamás se había visto en Panzacola una lucha tan terrible.

González, antes de voltear la baraja que tenía en sus manos y enseñar la puerta, recorrió con la mirada la concurrencia y la carpeta, y dijo con cierta solemnidad:

—El monte paga con lo que tiene en la mesa.

Un murmullo de desaprobación se escuchó, pero Relumbrón no lo dejó continuar.

—Yo pago lo que le falte al monte y juegan por mi cuenta las cuatrocientas onzas que la sota tiene encima.

—Juegan —dijo González; y como el individuo que las apostó no hizo ninguna observación, González dijo:

—¿Corre?

—Corre —contestó un gurrupié.

Un silencio solemne reinó, y González comenzó a correr tupidito, dejando ver solamente el borde de las cartas.

—El seis de copas —exclamaron en un coro de ópera los que estaban al frente de González, y habían visto asomar como una línea del dibujo de las copas.

—Quería saber lo que me sucedería por ir contra la corriente, y ya lo sé, perdí mis cuatrocientas onzas —dijo el individuo con tranquilidad dirigiéndose poco a poco a la puerta.

González acabó de correr la carta, y con una voz lastimera, el coro de jugadores dijo:

¡Era el cuatro!

—¡Ah! Entonces todavía hay esperanzas —dijo el misterioso individuo, volviéndose a acercar a la mesa.

González siguió corriendo las cartas muy despacito.

A las pocas cartas apareció la sota de oros.

Relumbrón se dio una palmada en la frente, que le quedó tan encarnada como si se hubiese puesto un sinapismo; los demás puntos, en su mayoría, hicieron un esfuerzo para contenerse, pero no dejaron de increpar a Relumbrón, que consideraron como la causa de su ruina, por haberse cambiado al seis.

El desconocido personaje, que era un rico propietario de San Luis, que había venido a dar un paseo a la capital y estaba recomendado por la casa de Amoategui al propietario de Panzacola, dijo:

—Borre usted la caja, señor González, y hágame favor de mandar mañana a don Pedro las cuatrocientas onzas que me pertenecen.

El reloj apuntaba la hora en que debía terminar la talla. González y sus ayudantes recogieron el oro de que estaba llena la mesa y se levantaron.

Relumbrón perdió lo que llevaba, que era mucho, lo que había ganado y las cuatrocientas onzas que tuvo que pagar al propietario de San Luis, que fue el que lo desconcertó y al que echaba la culpa de su mala fortuna en el último albur. Después de reflexionar que hizo muy mal delante de tanta concurrencia de darse tan soberbia palmada en la frente, procuró disimular, y con una risa nerviosa y forzada respondía a los que hablaban y hacían comentarios sobre su fatal corazonada; pero la música estaba por dentro, y su interior era una verdadera caldera donde hervían cuantas pasiones juntas puede tener un hombre.

El propietario de Panzacola y González, que por el contrario estaban muy contentos, lo convidaron a comer en el comedor privado y le instaron para que se quedara a la talla de la tarde y de la noche, y como él trataba de desquitarse, fácilmente consintió. Comió de todo y mucho con excitación, y regando los platos con copas, una tras otra, de diversos vinos. Entre una y otra conversación, versando todas sobre los caprichos del juego y el riesgo que corre un monte cuando la fortuna favorece a un punto atrevido y que sabe jugar, Relumbrón dijo a González.

—¿Cuánto debo de caja?

—No gran cosa, ya se hará la liquidación esta noche y mañana nos veremos en su casa a eso del mediodía; pero no se preocupe por eso, pues no sabemos lo que pasará esta tarde.

—Pase lo que pasare, ya sabe usted, González —le contestó Relumbrón— que soy muy exacto en mis pagos, y en este momento no tengo bastante dinero en oro para pagar la liquidación. Vamos a hacer una cosa si le parece.

—Lo que usted quiera —interrumpió el propietario de Panzacola— lo que tengo está a su disposición, y cuidado que no falta oro debido a la corazonada de usted.

Relumbrón se mordió los labios y contestó con amabilidad:

—Gracias, pero me gusta jugar con libertad. Tengo casas, fincas de campo, valores y alhajas. Vamos fijando el valor de cada casa, y una vez de acuerdo, me darán caja hasta el precio que se convenga. Si pierdo y no puedo pagar a las veinticuatro horas en oro, cubriré la liquidación con las fincas, y mandaré en el acto tirar la escritura a favor de quien se me diga. Si gano, nada hay qué hacer.

El propietario de Panzacola, que estaba seguro de que la suerte sería contraria a Relumbrón, no quiso desperdiciar la ocasión de ganarle algunas buenas fincas o, en último caso, de quedarse con ellas por la cuarta parte de su valor; hizo una corta y débil resistencia, debatió los precios, protestó que sólo por la amistad consentía en una cosa semejante, y al fin llegaron a una conclusión.

El propietario, de gruñón que era de costumbre, en ese domingo dichoso para él se convirtió en un terrón de azúcar; dio amistosas palmadas en las espaldas de su amigo Relumbrón y lo condujo a una bien amueblada recámara para que descansase mientras era hora de que volviese a comenzar el juego.

En vano quiso Relumbrón recobrar la tranquilidad y conciliar un rato de sueño en aquella fresca alcoba desde donde se veían por las ventanas árboles frondosos y apacibles montañas azules; la comida y los vinos fermentaban en su estómago, y las ideas de su segura ruina, si no lograba reponerse, turbaban su cerebro. Así, se reclinó, ya en la cama, ya en un sofá, se levantó, se volvió a sentar, se paseó de uno a otro lado, se asomó a las ventanas para recibir el aire fresco; nada, imposible de calmar este ardor febril, y en tal estado lo vino a encontrar el propietario de Panzacola, que lo tomó del brazo, como su viejo y querido amigo, y lo condujo al salón del tapiz verde, sentándolo en el mejor lugar.

Relumbrón estaba loco, tonto, imbécil; corrido de mundo jugador viejo, hombre de sangre fría y de expedientes, jamás le había sucedido una cosa igual. Decididamente el propietario de San Luis, con sus apuestas en contra de la corriente, le había echado un sortilegio fatal; no se reconocía, y los puntos los gurrupiés, González y el propietario, que no cesaba de rondar la mesa, se le convertía en figuras ridículas o feroces que no le quitaban los ojos de encima y le hacían perder el juicio. Tentado estuvo de retirarse y regresar a México con la fresca de la tarde; pero el deseo de desquitarse lo tuvo clavado en la silla.

Ya hemos descrito las escenas de juego. Ninguna cosa particular hubo en esta última talla. Relumbrón jugó con suerte varia, pero al último apretó, y al sonar la hora, había perdido casas, haciendas y hasta los botones de brillantes de su camisa. Ya entrada la noche, regresó en su carruaje a México.

El lunes, Relumbrón se levantó tarde, con la cabeza pesada, los ojos inyectados de sangre, los miembros todos de su cuerpo doliéndole como si le hubieran dado una paliza.

—¡Valor, valor y audacia! —dijo sacando con trabajo las piernas de entre las sábanas—. De pronto un baño de agua fría me hará bien o me dará pulmonía que acabe conmigo, y valdría más.

Pasó en el acto al cuarto de baño y se sumergió en una tina de agua fría. A los diez minutos salió temblando como un azogado; pero se frotó con cepillos y toallas, vino la reacción y comenzó a vestirse.

—Veamos lo que tengo que entregar de aquí a las seis de la tarde. Las deudas del juego son sagradas, y al día siguiente, antes de que se ponga el sol, deben estar liquidadas. En dinero, es decir, en oro, porque no me admitirían ni plata, diez mil pesos. El rancho de Xaltenango, las dos casas de la Calle del Esclavo, la casa de Chimalistac con sus muebles, los créditos contra el gobierno, la casa y huerta de San Agustín de las Cuevas… En fin, todo, hasta los botones de mi camisa; no me queda ni para darle el gasto la semana entrante a mi mujer. ¿Y qué haré para mudar de casa a Rafaela? ¡Vaya una aventura! Jamás me había sucedido. Soy un verdadero bruto y me fui de bruces, como si hubiera acabado de salir de la Escuela de Ingenieros. No hay que vacilar. Hacer frente a la situación y desafiar la fortuna, o matarse. Por ahora prefiero lo primero; bien mirado, me alegro de lo que me ha sucedido, porque me ha quitado toda especie de escrúpulos, ya no vacilo y estoy resuelto a llevar adelante mi vastísimo plan. Una vez que logre que mi compadre esté de acuerdo, ya no tendré obstáculo ninguno; así, lo primero es hablar con él y hablarle con franqueza e imponerlo sin exageración de la desesperada situación en que estamos.

Concluyó su tocado, sin dejarse de poner un solitario en su camisa de Cambray y un reloj de repetición con una gruesa cadena de oro y rubíes en el bolsillo del chaleco, y los dedos con anillos de diamantes, como si fuese una mujer.

La noticia de su derrota en Panzacola se difundió por la ciudad con más velocidad que la de su triunfo; así, no dejó de encontrar en su tránsito varias personas que lo detuvieron, y que con semblante queriendo afectar tristeza se condolían de su mala suerte; pero él, con la fisonomía rebosando de alegría (también fingida), les decía:

—No ha sido cosa, exageran mucho; perdí menos de la mitad de lo que había ganado, y esto es todo. El domingo próximo recogeré lo que he dejado en Panzacola, como quien dice a guardar.

Así, entre uno y otro imprudente que trataba de detenerlo exigiéndole que le contase los pormenores, pudo llegar a la Alcaicería. Encontró a su compadre más aliviado de su catarro y en momentos de bajar a la platería para concluir la famosa custodia que le había encomendado la Archicofradía del Rosario.

—Un momento, compadre, ya tendrá usted tiempo de trabajar. Siéntese, que tenemos que hablar muy detenidamente. Estamos arruinados —continuó— no tenemos nada, ni para el gasto de la casa. He preferido hablarle con franqueza. Conociendo que es hombre cristiano, soportará el golpe y se coformará con la voluntad de Dios, me ayudará con todos sus recursos para que ganemos, no sólo lo perdido, sino mucho más y de una manera fija y permanente.

El compadre se puso blanco como si hubiese recibido un repentino baño de cal en la cara, se le aflojaron las corvas y se dejó caer como un plomo en el canapé.

—Pero ¿cómo ha sido eso, compadre? El juego, el maldito juego; se lo había yo dicho a usted mil veces; pero nunca me ha querido hacer caso.

—No, el juego no, compadre; yo siempre he ganado y con sólo eso he mantenido el lujo de mi casa; sino yo mismo, que soy un verdadero imbécil. Pude haberme retirado ganando trescientos onzas; pero González con algunas palabritas, picó mi amor propio, hice la barbaridad de no seguir con valor el juego de figuras con que me hizo ganar ese oficial del regimiento de Baninelli, perdí la cabeza, me volví casi loco, loco de remate, y he aquí, nuestra ruina completa. Asómbrese usted: perdí todo el oro que tenía, después el rancho de Xaltenango, que vale sesenta mil pesos, por diez mil; las casas de la Calle del Esclavo, por cuatro mil cada una, y valen cuarenta mil, y así lo demás ¿para qué es recordarlo? Un verdadero desastre, no tenemos nada, nada; ni para amanecer como el último limosnero de la esquina.

El compadre se agarraba la cabeza con las dos manos, le parecía que era presa de una pesadilla y decía con una voz sofocada:

—¡Increíble, increíble! En tantos años que hace que nos conocemos, nunca había sucedido esto.

—Es verdad, compadre; jamás había tenido esa especie de vértigo que me acometió el domingo. Con la mayor sangre fría he perdido y he ganado albures de quinientas onzas, y me he sabido retirar a tiempo. Y lo que quizá no sabe usted, compadre, es que, además de estar cargado de deudas y de compromisos, todo el patrimonio de mi mujer se ha hundido en este pozo sin fondo. Esto es lo más fuerte. Severa y mi hija me creen el mejor de los hombres, así como muchas otras gentes; sólo usted me conoce, compadre, y eso no enteramente; pero quizá dentro de media hora me mostraré a usted tal como soy.

—Pero ¿qué hacer, compadre? —exclamó el platero, que no había fijado su atención en el último razonamiento de Relumbrón.

—La respuesta sería muy fácil y terminaría con nuestros infortunios personales; matarnos, y ya escogeríamos el modo más fácil y menos doloroso.

—¡Qué horror! —exclamó el platero volviéndose a coger la cabeza con las manos.

—Pero eso no está en los principios religiosos de usted, ni en los míos, porque soy cristiano, aunque mal cristiano; así, apartemos ese pensamiento y procedamos con orden y calma. En primer lugar pagar y liquidar antes de las siete de la tarde. Aquí tiene usted todas mis alhajas, creo que usted mismo las ha valuado en treinta mil pesos. Necesito sobre dieciséis mil pesos para pagar la caja, dar mil pesos a mi mujer para un novenario a no sé qué virgen y otros mil para un aderezo que tengo que comprar hoy… Ya sabe usted; compromisos de honor que nunca faltan. Busque usted, pues, a la corredora, y que vaya al montepío; añada usted algunas piedras que tiene en el misterioso cajoncito, o dinero si tiene usted, el caso es salir de los compromisos urgentes.

—La corredora no debe tardar —dijo el compadre, tomando la cajita de manos de Relumbrón.

—Pues viene como de molde. He citado a González para las dos de la tarde para que liquidemos.

—Bien, compadre, tendrá usted el dinero…

Relumbrón no pudo contenerse y abrazó a su compadre, que para tomar la cajita de las alhajas había cambiado de posición.

—Usted, compadre, es mi salvador, mi único y buen amigo, y le aseguro que si continuamos en sociedad, en muy poco tiempo volveremos a ser ricos: de pronto, deme mil pesos para ir en el acto a comprar el aderezo, y mande mil a mi mujer y antes de la una vendré en mi coche por el resto… en oro, todo en oro.

—¿Y después? —preguntó el platero con desconsuelo, desviando suavemente los brazos de Relumbrón, que rodeaban su cuello.

—Después —contestó éste muy contento— voy a comprar haciendas y fincas, pues que he vendido las que tenía.

—¿Con qué dinero? —preguntó el platero—. El que tengo apenas bastará para tantos compromisos.

—No se necesita por ahora sino muy poco dinero; bastará la audacia y el modo… que con modo se consigue hasta el cielo. Precisamente, al estarme vistiendo, recorría los periódicos y en el oficial leí un aviso en que el cual se anuncia la venta de una de las haciendas del marqués de Valle Alegre, que compró hace pocos años, por el rumbo de San Martín. Se llama Arroyo Prieto, tiene una gran existencia de trigo y de maíz. Si logro comprarla a reconocer, el trigo y el maíz, aunque sea vendido a menos precio que el de plaza, me dará un producto de veinte a veinticuatro mil pesos, y con esto marcharemos adelante, abriendo, como de costumbre, unos agujeros para tapar otros, hasta que se sistemen nuestros asuntos de la manera que explicaré a usted a su tiempo. También se vende un molino de Perote, molino que es absolutamente indispensable para mis proyectos. El apoderado es don Pedro Martín de Olañeta, y con una recomendación del licenciado Chupita, marido de su hermana Clara, es negocio hecho. Ya ve usted compadre, que no hay necesidad, y además, hará buen efecto en el público, que la semana misma de mi pérdida en el juego compre haciendas valiosas; y servirá también de pretexto ese negocio para tirar la escritura de la hacienda y casas que debo entregar al propietario de Panzacola.

Con estos proyectos, la frente del platero se desarrugó y, aunque en pocas palabras, porque era de suyo de escasos razonamientos, le prometió ayudarlo y que él mismo estaría antes de la una en su casa con el dinero suficiente para pagar la caja.

Relumbrón, muy contento y formándose un mundo de oro en su cabeza, fue al montepío, compró en mil pesos el aderezo codiciado y lo llevó a Luisa, sin entretenerse en muchas ternezas, pues tenía los minutos contados para concluir sus negocios antes del anochecer. De la casa de Luisa fue a la del marido de Clara a pedirle una recomendación, que obtuvo en el acto, y siguió a la casa del licenciado Olañeta, el que se excusó de intervenir en negocio alguno mientras desempeñase el cargo de juez; pero lo dirigió con una buena recomendación al licenciado Lamparilla, a quien, como hemos dicho, encomendaba varios negocios cuando él mismo no podía ocuparse de ellos. A las dos de la tarde González había recibido el importe de la caja y el escribano Orihuela estaba ya encargado de tirar las escrituras de las haciendas y casas a favor de la persona que designara el propietario de Panzacola.

Relumbrón entregó sin sentimiento, sin emoción, sus valores y su dinero. Estaba seguro que dentro de pocas semanas los volvería a adquirir en un albur o de cualquier otra manera; pero quedó como si le hubiesen quitado una piedra que le pesaba en el pecho, cuando hubo pagado la caja. Para los jugadores de México es un punto de honor pagar la caja antes de veinticuatro horas, y raro es el caso en que alguno ha dejado de hacerlo. Tal género de deudas no se pueden cobrar judicialmente; pero al que falta, como quien dice, se le cierra la puerta, y jamás puede presentarse en ninguna partida sin que oiga un rumor sordo y hasta desagradable para él.

Relumbrón, muy jovial, entró a las habitaciones de su mujer y le entregó mil pesos en oro para que, a su antojo, los distribuyera en los gastos del novenario.

Doña Severa era enemiga del juego, y por esta causa había tenido graves y frecuentes disgustos con Relumbrón; pero convencida de que era incorregible, se había propuesto no decirle ni una palabra; sin embargo, como no pudo dejar de saber por las visitas que recibía y por los criados las campañas de su marido en Panzacola, se limitó a preguntar secamente al recibir el oro y colocarlo metódicamente en su costurero:

—Por fin ¿has perdido o ganado?

—A mano poco más o menos, así, así —contestó con indiferencia.

—Entonces ¿este oro?

—Ya lo sabes, eso es aparte. Nunca toco tu dinero, que está en poder de mi compadre. A él pedí ayer los mil pesos, y él mismo me los trajo temprano.

—Bien está —y desvió la cara cuando Relumbrón quiso darle un beso en la mejilla.

—Te daré gusto —le dijo el marido con mucha amabilidad— te prometo no jugar más ni en Panzacola ni en México. Voy a dar otro giro a mis negocios. Fincas de campo, es lo mejor; ya verás qué magníficas haciendas voy a comprar, si me admiten en cambio las casas de la Calle del Esclavo, que apenas dan doscientos pesos al mes.

—Dios me oiga y te haga bueno —dijo sencillamente doña Severa; cerró su costurero, se puso en pie, besó la frente de su marido más con el cariño tierno de madre que con el entusiasmo de la mujer que llevaba años de casada.

Relumbrón, que no quería prolongar más la conversación, se dio por satisfecho de que terminara así, entre él y su mujer, la averiguación de sus ruidosas aventuras de Panzacola; pretextó la urgencia de atender asuntos importantes de Palacio, y, en efecto, en su despacho lo esperaba mucha gente; la mayor parte eran, o acreedores de picos pequeños o pobres vergonzantes que, no obstante su pérdida del domingo, venían a perdirle dinero. Pagó a los unos y medio contentó a los otros, y se desembarazó de tan importuna concurrencia.

En la puerta del zagúan lo esperaba una criada, que le dio una cartita perfumada, que decía:


Ven a cenar esta noche, chatito mío. Te espera sin falta.

Tu Luisa.
 

Aún no llegaba a la esquina, cuando lo detuvo otra criada y le entregó un bulto pequeño y un papelito azul enrollado como un cigarro:


Ya encontré una casa muy bonita. Te mando el pañuelo con tu cifra de mi pelo. Ven esta noche, cenaremos un pollo asado que tanto te gusta; pero no faltes, porque me enojaré, y arreglaremos lo de la mudada. Ya se me acaba el dinero.

Tu Rafaela.
 

Relumbrón se quedó como un bobo en la esquina, pensando cuánto le faltaba que pagar, qué mentira inventaría para que no se enojase doña Severa y dónde iría a cenar. De esta situación lo vino a sacar uno de los ayudantes del Presidente, que lo tomó del brazo y ambos caminaron rumbo a Palacio.

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