De la hacienda de Atlihuayan se dirigió don Pedro, a la cabeza de su gente, a la del Hospital. No era tan fácil la empresa; pero precisamente buscaba la ocasión de imponer su voluntad al país con una hazaña que hiciera ruido en la capital misma y que llegara, por consiguiente, al conocimiento del Gobierno. Relumbrón quería el robo y el dinero. Cataño la lucha para morir en ella o siquiera entretener su imaginación y desterrar con fuertes e inmediatas sensaciones las lentas pero punzantes penas que destrozaban su corazón. Su padre y Mariana eran los ídolos de este hombre fuerte y fiero. ¡Qué lejos estaba de ellos! ¡Qué esperanza tan remota de juntarse algún día en paz y en familia!
La Hacienda del Hospital no presentaba a la vista el aspecto imponente de un viejo castillo de los tiempos de Guillermo el Conquistador, sino al contrario, una extensa edificación española, que alzaba del suelo apenas unas seis u ocho varas, pero muy completa en sus oficinas, muy cómoda y amplia en las habitaciones y, sobre todo, de una solidez a prueba de bomba, y positivamente habría resistido un bombardeo más que el castillo feudal construido por el marqués de Radepont. Además, la finca no pertenecía a personas tan pacíficas como Escandón y el marqués, sino por el contrario, a hombres belicosos que no se dejaban de nadie y a los cuales era necesario tratar con todo miramiento. Mientras en épocas de turbaciones políticas, que aprovecha siempre el bandidaje para hacer de las suyas, la mayor parte de las fincas de la Tierra Caliente habían padecido más o menos, la del Hospital había salido hasta ganando, pues su azúcar y su aguardiente se habían vendido a mejor precio, porque la carga de los Peñas nunca era detenida ni robada en el camino.
Los Peñas eran dueños de la Hacienda del Hospital. Eran todo lo que había que ser en México. Peña Hermanos era la razón social de la casa, pero uno de ellos era licenciado; el otro propietario, casado con una rica y noble señora; otro corredor de esos que son solicitados para los grandes negocios en Palacio; el mayor, general instruido y valiente, hacía de jefe de la familia, a quien los hermanos respetaban. Finos y sociales todos ellos, con maneras distinguidas, como educados en Madrid, en París y en Londres, tenían las mejores relaciones con las principales familias de la ciudad. Relumbrón se jactaba mucho de ser amigo de los Peñas y cuando se encontraban con alguno de ellos en una reunión en el campo, donde se jugaba tresillo o albures, no se cansaba de ofrecerles dinero. Eran, en una palabra, los Peñas, hombres activos, que trabajaban en cuidar sus intereses, se daban una vida regalada, y pasaban por ser atrevidos y calaveras. Relumbrón quería parecerse a ellos y los quería imitar, sin llegarlo a conseguir.
Don Pedro Cataño calculó su camino; fuese a sestear al frondoso bosque de Casasano, y cuando lo consideró conveniente, volvió a ponerse en camino para caer a la Hacienda del Hospital a eso de las diez de la noche. La casa y oficinas tenían una cerca de más de media vara de espesor, de poca altura y más fácil de escalar que la muralla de Atlihuayan; pero don Pedro sabía que por las noches una patrulla de seis u ocho veladores, armados de buenos fusiles, recorrían los patios y las cercas y aun a veces abrían la sólida puerta de madera y acechaban por el campo. Además, tres o cuatro de los hermanos Peña vivían en la Hacienda en la época de la zafra, tenían excelentes armas francesas, y eran hombres que no se dejaban intimidar. Era necesario un asalto, venía decidido a intentarlo, y tenía el secreto de triunfar, aunque exponiendo su vida y la de sus muchachos. En la visita previa de inspección que hizo a la Tierra Caliente, había notado que por la parte del jardín, un pedazo de cerca estaba cayendo, y que entre tanto se componía, se habían colocado unas piedras redondas para impedir provisionalmente el paso de animales. Si, pues, la cerca no estaba reparada y los vigilantes andaban por otro lado, por allí haría su entrada. Reconoció con mucho cuidado y encontró, en efecto, la cerca en el mismo estado de deterioro. Quitando las piedras redondas, lo cual era muy fácil, se podría penetrar a caballo por entre las flores olorosas y magnolias del jardín hasta el patio principal de la Hacienda. Más tardó en pensarlo que en hacerlo. Después ordenó que seis de sus muchachos llamasen la atención por el frente, disparando sus armas y armando ruido, vocerío y gritos como si fuese mucha gente. Los veladores ocurrieron al ruido, dispararon también sus armas, y amos, operarios y criados, acudieron a la defensa del lugar del peligro. Eso precisamente quería Cataño, y así que consideró que estaban muy empeñados en rechazar el asalto de frente, penetró por la espalda del edificio; hollando rosas, destrozando claveles, atravesó el jardín, y él y sus muchachos, con espada en mano, hicieron una repentina irrupción en el patio principal, arrollando y dando tajos y reveses a los grupos de gentes sorprendidas, que no trataron de defenderse, sino de guarecerse en los almacenes, en el cuarto de raya, en la casa de calderas y donde podían. En medio de los gritos, de los balazos y de la confusión, los hermanos Peña pudieron subir a la habitación, cerraron las puertas y resolvieron defenderse como Carlos XII de Suecia, hasta con las cazuelas de la cocina. Verdad es que tenían buenas escopetas y pistolas de dos tiros y algunos fusiles de munición, pero no estaban cargados, ni nadie dispuesto para resistir en la misma casa un asalto que no esperaban; así, mientras buscaron el parque, cargaban las armas y disputaban entre sí la manera de defenderse, cerrando uno las puertas y abriéndolas otro, don Pedro, en su arrogante caballo, se colocó en el centro del patio y gritó con todas sus fuerzas:
—¡A nadie se le tocará el pelo de la ropa si no hay resistencia! ¡Viva México! ¡Vivan los operarios de Tierra Caliente! ¡Viva la Hacienda del Hospital! ¡Vivan los hermanos Peñas! ¡Todo el mundo quieto!
Acabando para las circunstancias su inesperada proclama, se apeó del caballo, colocó centinelas con pistola en mano en la casa de calderas, en los almacenes y en las demás partes donde se habían refugiado, y subió precipitadamente a la habitación adonde había visto entrar a los dueños de la finca.
Don Pedro obró en ese acto como un gran político. En ese momento había dentro de la Hacienda del Hospital entre mozos, dependientes y operarios cosa de cien hombres, que no tenían más que ir al almacén y armarse de machetes, de coas y de barretas que, al revés de lo que pasaba en otras haciendas, donde detestaban a los administradores españoles por su carácter duro y despótico, los Peñas eran populares y queridos. Pasada la sorpresa, bastaría una señal de los amos para que una turba cayera sobre los muchachos, y por mucho que se defendiesen, serían hechos picadillo con los machetes. ¿Reunir su gente y fugarse por donde habían venido después de haber tomado la plaza? ¡Imposible! Eso no entraba en su plan. Primero muerto que derrotado, tanto más que necesitaba del ruido de una victoria para dominar la Tierra Caliente. Además, Relumbrón le había encargado expresamente que no hiciese daño a los Peñas, y él mismo, aunque no los conocía personalmente, quería aprovechar la ocasión para hacerse amigo de ellos. Estas consideraciones le sugirieron la proclama, que surtió el mejor efecto.
No se necesitó que tocase la puerta, los Peñas le abrieron y se le presentaron desarmados.
—Grité tan recio como pude —les dijo Cataño— para que todo volviese al orden después de mi brusca entrada, y me alegro que me hayan escuchado desde el balcón, y la prueba de la confianza que tienen en mis palabras es que ustedes, que son hombres decididos y que lucharían hasta morir por la defensa de sus intereses, me reciben desarmados. Haré yo lo mismo; aquí tienen mis pistolas, me molestan mucho y les suplico que me las guarden.
Se quitó las pistolas y se las entregó a uno de los hermanos, que las recibió maquinalmente, pues aún no salían de la sorpresa que les había causado tanto la súbita aparición, como el singular comportamiento del jefe de la banda que se había posesionado de la Hacienda.
—Suplico a uno de los señores Peña, con quienes supongo hablo, que dé sus órdenes para que continúen los trabajos de la finca y cada uno vuelva a sus ocupaciones o al descanso. Le ruego también que disponga que se les dé un pienso a los caballos de mis muchachos, y como sé que en estas haciendas hay víveres de sobra para un regimiento, nos bastarían unas tortas de pan, un trozo de queso y unos tragos del Holanda que produce la fábrica.
En esto fuéronse entrando a la sala, y los Peñas, hombres de imaginación y afectos a aventuras, cada vez estaban más asombrados de lo que veían, y simpatizando con su aparecido huésped, lo hicieron sentar, devolviéndole sus pistolas, y colmándolo de francas atenciones.
La Hacienda, en efecto, entró en quietud; cada cual siguió en sus tareas, y los muchachos de Cataño desensillaron (con su permiso) los caballos, los colocaron en las cuadras y se diseminaron por la Hacienda. Como del asalto, balazos, ruido, vocerío, no resultaron sino tres o cuatro contusos sin gravedad, pronto fraternizaron en los patios y oficinas asaltados y asaltantes, amos, criados y operarios. La época de la zafra es un continuado festín en las haciendas de Tierra Caliente, y la del Hospital se distinguía entre todas por lo alegre y bullicioso de sus dueños. Siempre tenían algunos amigos, comían como príncipes, cenaban tarde y permanecían en la mesa entre conversación, chanzas y bromas hasta horas avanzadas. En esa noche estaban de visita Ambrosio Uscola y Pepe Escubi, pero con el pretexto de que estaban cansados y dormían, permanecieron en sus recámaras sin asomar las narices durante la refriega, hasta que los Peñas, con grandes risotadas, los fueron a buscar presentándoles al temible don Pedro Cataño. En la mesa todo fue algazara, chanzas, alegría y picarescas conversaciones. Pocos momentos bastaron para que Cataño adquiriese la convicción de que los Peñas no lo habían de denunciar, y éstos la certeza de que ni Cataño ni su gente les habían de hacer daño; así, alegres, que no bebidos, fuéronse todos a la cama y durmieron con absoluta tranquilidad hasta las nueve de la mañana del día siguiente. Cataño mandó ensillar y se despedía sin hablar ni una sílaba de dinero. Los Peñas, más listos que Escandón, se anticiparon, lo llevaron al escritorio y abrieron las cajas.
—Habrá aquí tres o cuatro mil pesos —le dijeron— puede usted disponer de ellos; pero la verdad es que nos harían mucha falta para la raya. En casa, en México, podemos disponer de lo que usted quiera.
Cataño había buscado en la Hacienda del Hospital un hecho de armas y el escándalo consiguiente: en cuanto a dinero, le importaba poco, y no tenía mucho empeño en llenar la caja de Relumbrón, así es que les contestó:
—Quería hacer conocimiento con ustedes, pero como se hace entre calaveras. La primera vez que visité la Hacienda ninguno de ustedes estaba aquí; me recibió un dependiente, me trató muy bien y me enseñó cuanto había que ver; lo que me pareció más interesante fue la cerca arruinada del jardín por donde abrí un portillo y pude penetrar con mi caballería hasta el patio, mientras defendían ustedes la entrada que sale al camino.
—Fortuna, que no desgracia, ha sido para nosotros, pues en adelante no necesitará entrar por el portillo, sino por la puerta, y cuando vuelva, dé con el aldabón tres toques fuertes, se le abrirá y se le tratará a cuerpo de rey. En la casa de México se come a la una en punto. El día que tenga humor de ir, tendrá su cubierto; somos hombres solos, y, como aquí, no hay ceremonia. ¿Pero irá usted? —añadió Peña con marcada intención y mirándolo fijamente.
—Lo prometo a fe de hombre —le contestó Cataño, acentuando también las palabras; y diciendo esto, prendió las espuelas al arrogante caballo que no se habían cansado de elogiar los propietarios de la Hacienda del Hospital, y desapareció entre una nube de polvo, seguido de sus treinta y dos muchachos.
Antes de emprenderse la expedición a la Tierra Caliente, Relumbrón y Cataño habían concertado un plan, que era el siguiente:
Tratar con muchas consideraciones a los propietarios si se encontraban en sus fincas. Hacerles entender que tenían que dar dinero, pero no exigírselo por la fuerza.
Adular y proteger a los trabajadores oprimidos por el despotismo de los administradores y por las tiendas, que la mayor parte de las haciendas tenían, y donde se veían forzados a comprar con pequeños pedacitos de papel o monedas de cobre o de hojadelata, con un sello particular, la ropa y cuanto necesitaban, a doble o triple precio del corriente, y el sábado entregarles como parte de su raya esta moneda fiduciaria.
Intimidar a las autoridades, amenazándolas con la muerte si denunciaban o se atrevían a poner preso a cualquiera de los que componían la cuadrilla de Los Dorados.
A tratar con el mayor rigor a los administradores gachupines, quitándoles sus buenos caballos y recogiendo cuanto dinero hubiese en los escritorios y cuartos de raya, y obligándolos a que soltaran cuanto tenían escondido, bajo la pena de que si no entregaban el dinero, matarían o se llevarían los bueyes adiestrados para las delicadas labores de los campos de caña.
No maltratar gravemente, ni menos matar, a nadie, a no ser en legítima defensa.
Ahorcar o fusilar en el acto a todo denunciante o autoridad que intentara perseguir a cualquiera de los que melitaban a las órdenes de Cataño.
Relumbrón conocía de vista o era amigo de la mayor parte de los propietarios, e impuso a Cataño del capital que tenían, de algunos rasgos notables de su carácter, de las épocas en que iban a sus fincas, de las precauciones con que caminaban y de su modo de vivir en sus haciendas; en fin, de cuanto podía convenirle, y estas noticias las confirmó Cataño en la previa visita que hemos dicho hizo, y así se explicó su comportamiento en las haciendas de Atlihuayan y el Hospital.
Cataño, en los primeros años de su carrera militar en la frontera del norte, trató de preferencia con familias españolas o de origen español pues sabido es que esa parte de la República se pobló de vizcaínos, asturianos y montañeses; así, más bien que odiar, amaba a los españoles y hasta su pronunciación y acento parecía más bien de la Península que no de México; pero su situación personal y sus fatales relaciones con el conde del Sauz le habían hecho cambiar sus afecciones en un odio profundo, que no tenía razón de ser, pero que existía en su corazón sin que él mismo lo pudiese remediar; por esto aceptó con entusiasmo las proposiciones de Relumbrón para expedicionar por la Tierra Caliente y se propuso, no asesinar, porque nunca el valiente es asesino, pero sí mortificar a los gachupines que habían realmente monopolizado las feraces y ricas regiones de Cuernavaca y de Cuautla.
En vez de encargar el secreto en la Hacienda del Hospital, salió de ella como quien dice a son de trompeta y tambor, y no esperó la noche para caer sobre otras haciendas, sino, por el contrario, la clara luz del día.
La noticia del asalto y toma a viva fuerza de la Hacienda del Hospital, se esparció a los dos días con tanta velocidad en la comarca, como si hubiese en ese tiempo estado establecido el telégrafo eléctrico entre todos los pueblos y haciendas; pero, como sucede siempre, el suceso no se refería como pasó, sino abultado enormemente. Se decía que había precedido a la toma de la Hacienda un combate que duró desde las nueve de la noche hasta las cinco de la mañana; que el jefe de la casa de los Peñas había muerto acribillado a balazos; que por no descomponer sus negocios, se ocultaba el suceso; que otro de los Peñas estaba gravemente herido; por último, que la Hacienda había sido saqueada, y entre unos y otros pasaban de sesenta los muertos y heridos.
Cataño recorrió rápidamente las haciendas y pueblos. Trataba a la baqueta a los administradores; recogía cuanto dinero encontraba; los amenazaba con la muerte; al menor intento de resistencia se apoderaba de los mejores caballos; se hacía servir para él y los treinta y dos muchachos los vinos y manjares más exquisitos, y cuando terminaba una expedición, en vez de huir, entraba como triunfador al pueblo más cercano, hacía comparecer al prefecto y a los alcaldes, les imponía sus órdenes y les notificaba que teniendo que residir por largo tiempo en la Tierra Caliente, exigía que lo protegieran, ya junto con su fuerza o individualmente a cada muchacho, dándole asilo y ocultándolo si las tropas del gobierno lo perseguían; que la menor falta sería castigada con la pena de muerte. Del pueblo salía agasajado y festejado por la población en general, porque arengaba a la multitud, aseguraba que los iba a redimir del despotismo de los gachupines, y del dinero que recogía en las tiendas, en los municipios y en las haciendas, repartía una parte a los pobres. Fue tal el prestigio que adquirió la partida de Los Dorados en tres semanas, que bastaba que uno solo de ellos entrase a un pueblo, para que se abrieran todas las puertas para recibirlo. Los administradores y dependientes españoles, por su parte, presa de un pánico que no pudieron dominar, huyeron a México, dejando las fincas poco más o menos abandonadas, los arrieros rehusaban ir a cargar y los compradores del interior se retiraron. Una verdadera desolación en toda la Tierra Caliente.
Cuando ya no hubo dinero ni caballos que coger, Cataño se retiró como había venido, y él y los treinta y dos fueron llegando a la hacienda de Arroyo Prieto, con tres mulas tordillas cargadas de dinero, y diez caballos de mano de los mejores que había en el contorno.
Relumbrón fue a recibir a Cataño, lo abrazó y le dijo cuanto podía lisonjear su amor propio; pero descargadas las tres mulas tordillas, estuvieron muy lejos de parecerse a las cinco mulas cambujas. Unos seis mil y pico de pesos en morralla lisa, mezclada en pedazos de cobre y de hojadelata, sellados, con que los ricos explotaban a los peones y trabajadores. Verdad es que cada uno de los treinta y dos muchachos se había llenado las bolsas de dinero y recogido el poco oro que se encontraban en las cajas de los hacendados. Lo de más importancia era el vale de tres mil pesos de Escandón y el almuerzo de los Peñas.
—¿Pero cómo cobrar este vale —preguntó Relumbrón— sin peligro de caer en una celada?
—¿Ha pensado usted, ni por un momento, que Escandón sea un denunciante? Poco le conoce entonces. Yo cobraré personalmente el vale, e iré a almorzar con los Peñas.
Relumbrón miró a Cataño con aire de admiración y de duda.
—No haya cuidado, coronel —le dijo— si algún día caigo en manos de la justicia, primero me desollarían vivo que nombrar a ninguno de mis cómplices. Yo no tengo más cómplices que mis desgracias. Por no poderme matar y por pasar el tiempo, hago esto.
Relumbrón fue a hacer una visita al molino, y don Pedro Cataño cambió de vestido y de caballo y se dirigió a la Hacienda Grande a visitar a su amigo Pepe Cervantes, que lo menos que pensaba era tener en su mesa al temible jefe de Los Dorados. Después de tres días de pasearse en Texcoco, en Chalco y en Tepetlaxtoc, pasó a México, a alojarse en la casa de Merced de las Huertas; cambió su traje de campo por el de ciudad, que sabía llevar como un verdadero caballero, que en elegancia y buenas maneras habría podido rivalizar con el marqués de Valle Alegre. Cobró personalmente el vale en casa de Escandón, llevó el dinero en un coche al compadre platero, quien en el mismo carruaje lo condujo al Montepío, donde ya estaban acostumbrados a que Santitos llevara y sacara dinero.
Al día siguiente se presentó en la casa de los Peñas a la una en punto de la tarde. Encontró su cubierto puesto, pues desde el día en que se lo prometieron, se ponía un cubierto y un asiento en la mesa, que quedaba vacío hasta que llegase el día de ser ocupado.
No se asombraron los Peñas de que don Pedro se presentase, pues bastó el poco tiempo que pasó en la Hacienda para que conociesen su carácter. Nunca lo pudieron considerar como un bandido común, ni como un vil asesino, sino como un personaje misterioso que por extrañas aventuras había adoptado una manera de vivir que no era conforme con su nacimiento y educación. El almuerzo fue alegre y expansivo, pero por más que circuló el champaña y por más hábiles conversaciones, no pudieron adivinar ni de lejos, el verdadero misterio de la vida de este capitán de bandidos. Los Peñas, como Escandón, le decían coronel, y lo que más llegaron a penetrar fue que en alguna época de su vida había sido militar.
Cuando se despidió, ya era muy entrada la tarde, el jefe de la casa sacó de la bolsa una cajita de oro con rapé y le ofreció. Después, un cartucho con onzas de oro, y se lo deslizó en la mano. Don Pedro se lo devolvió.
—No, gracias; no necesito dinero. Aceptaré la caja de polvos.
Desde que se supo en México el asalto de la Hacienda del Hospital con las consiguientes exageraciones, los hacendados se llenaron de inquietud, pero cada uno esperaba recibir noticias de su administrador para resolver alguna cosa. Lo que más les llamaba la atención era que Escandón, que había regresado, no dijese una palabra. Fue una comisión a preguntarle y respondió con la mayor indiferencia:
—Nada sé, nada ha pasado en Atlihuayan mientras yo he estado allí. Escribiré al marqués, y si algo hubiese, se lo comunicaré.
En la casa de los Peñas, el mismo silencio. Habían mandado un mozo con una carta para su casa, diciendo que ninguna novedad había. ¿Entonces, la aparición en la Tierra Caliente de una banda que ya llamaban de Los Dorados, era una fábula, y la toma a viva fuerza de la Hacienda del Hospital una mera fantasía? Los Garcías eran los más curiosos en saber la verdad, y los más interesados, pues tenían en su hacienda de Santa Clara mucho dinero, importe de las ventas de azúcar que habían hecho allí; pero tampoco tenían ni la menor noticia. La precipitada fuga de los administradores, su llegada todavía azorados a México, el abandono de las fincas y la retirada de los arrieros, pusieron al fin a los hacendados al tanto de su lamentable situación. Entonces la aristocracia azucarera salió de su habitual apatía y se reunieron en junta.
Graves, serios, desdeñoso, criticando aunque con cierta reserva, al país y al gobierno, a quien veían con el más profundo desdén y consideraban como una calamidad, perdieron el tiempo, y no fue sino a la cuarta o quinta sesión cuando acordaron nombrar una comisión que se acercara al Presidente para manifestarle que, si no se tomaban providencias urgentes, la ruina de la Tierra Caliente era segura y se perdían millones y millones. Se alargaron hasta a hacer un supremo esfuerzo y ofrecerle al gobierno quince o veinte mil pesos que se le pagarían (casi en el acto) con los derechos que vencieran en la aduana el azúcar y el aguardiente.
El gobierno, por su parte, nada sabía de oficio, y entretanto pasó el tiempo y don Pedro Cataño tuvo, como se ha visto, tiempo sobrado para hacer su expedición con toda felicidad, regresar a la hacienda de Relumbrón, que era el cuartel general, venir a México, hacer sus visitas, cobrar el vale y dispersar sus muchachos, que con otros trajes y otros sombreros se entregaron al paseo y a la diversión con el dinero que tenían, residiendo ya en Puebla, ya en México, en el antiguo mesón de San Justo, donde tenían comida y caballo mantenido.
El gobierno, como bueno, cumplió su palabra, aprovechando la ocasión para complacer a los ricos homes, creyendo ganar así partidarios y amigos, y sin aceptar sus ofrecimientos de dinero, dispuso que en el acto (cuando ya no existía ni un solo dorado en Tierra Caliente) marchara una fuerza de caballería a la cabeza de un jefe intrépido, que persiguiese sin tregua ni descanso a los bandidos y los aprehendiese para que recibiesen el condigno castigo conforme a las leyes.
Ese jefe intrépido no fue otro que el famoso Evaristo, por otro nombre don Pedro Sánchez, capitán de rurales (ya con grado de teniente coronel).
Relumbrón no se había descuidado, y como él mismo recibió la respetabilísima y poderosa comisión de hacendados, la introdujo al salón del Presidente y escuchó cuanto pasó; apenas salió, cuando fue a indicar al Ministerio de la Guerra que nadie era más a propósito que don Pedro Sánchez para tan importante expedición. En consecuencia, se le ordenó que en el acto marchase con todas las fuerzas a la Tierra Caliente, dejando a Hilario con unos cuantos hombres para que custodiase el camino de Río Frío.
Evaristo quiso lucirse y meter la mano hasta el codo, reunió a todos los valentones de Tepetlaxtoc que se hallaban dispersos buscando su vida aquí y allá con robos de poca importancia que no daban qué decir, y formando una columna de caballería entró como conquistador en la ciudad de Cuautla y sentó de pronto sus reales en el ingenio de San Carlos. Bien sabía él que no había enemigos con quienes combatir; pero en toda la Tierra Caliente no veía más que Dorados por todas partes. Prometió exterminarlos hasta no dejar ninguno, y saliendo de su cuartel general comenzó su expedición.
En menos de dos semanas recorrió la mayor parte de las haciendas y pueblos dizque buscando a Los Dorados, pero Atila y su caballería no habrían hecho tanto daño como los de Tepetlaxtoc. Cuando el tornero llegaba a una hacienda, aunque le ofrecían caballerizas y pasturas, decía que sus caballos necesitaban refrescarse, y los echaban a los campos de caña y de maíz; los valentones se esparcían por todas las oficinas registrándolo todo, robándose lo que podían, pisando con sus zapatos sucios el azúcar en los asoleaderos, exigiendo que se echase a perder una caldera de miel para comerse una calabaza en tacha, llamando a los administradores y dependientes gachupines, collones y huilas, que no habían tenido valor para defenderse de cuatro borrachos, pues los tales Dorados —decía Evaristo (alias Pedro Sánchez)— no eran más que cuatro borrachos cobardes, y con este motivo echaba bravatas y ternos, apuraba copas de holanda fino y amenazaba comerse a la tierra entera. De una hacienda pasaba a un pueblo, insultaba al alcalde, al Ayuntamiento y a los vecinos que encontraba regularmente vestidos con buenos sombreros y con toquillas que tuviesen algo de plata o de cobre, los consideraba como Dorados y se los llevaba presos. En la Hacienda del Hospital se equivocó. Uno de los Peñas, él más atrevido que había quedado allí, cuando vio el desorden de la tropa le marcó el alto al capitán de rurales.
—Con nosotros poco y bueno. Aquí se les dará lo que necesiten usted y sus soldados —dijo—, pero si se desmandan en lo más leve, le vuelo a usted la tapa de los sesos, pues si no nos hemos dejado de Los Dorados, mucho menos de las tropas del gobierno.
Evaristo, que conoció que podía pasarla mal, se sumió, refrenó a los valentones y le dio mil satisfacciones al propietario.
Por fin, cargando con ocho prisioneros, de los cuales calificó a cinco como Dorados y tres como cómplices, regresó a la capital a dar parte de que la Tierra Caliente disfrutaba de la más completa seguridad, que Los Dorados habían huido y que sólo había podido coger a ocho de los más temibles.
Cuando los hacendados tuvieron noticias exactas de lo que había pasado, a poco más o menos, en todas las haciendas, y de la manera como se habían portado las tropas que habían ido a redimirlos, se volvieron a juntar de nuevo, disputaron entre sí acaloradamente, se expresaron (bajo reserva) con mucha vehemencia en contra del gobierno, y resolvieron nombrar una comisión para súplica al Presidente que no los volviese a socorrer ni a mandar fuerza armada, y que preferían correr su suerte y entregarse en manos, no sólo de Los Dorados, sino de los diablos mismos del infierno.